Piensen en un niño de once años, quien
desde los tres padece tuberculosis osteoarticular –y eso le deformó la
columna vertebral– y que así trabajaba cargando bultos más pesados que
él mismo, como escribió en su diario, por lo que “muchas noches lloraba a
escondidas porque me dolía mucho el cuerpo”.
Piensen en el mismo niño pero ahora de
20 años y una estatura no mayor del metro y medio, como uno de los más
ligeros saldos de aquella enfermedad. Él se siente contento porque tiene
frente a sí su primera credencial de periodista y una beca para
terminar sus estudios. Pero el dinero era muy poco y el joven también lo
escribió: “la preocupación del frío no me permite estudiar porque paseo
en la recámara para calentarme los pies o debo de estar totalmente
cubierto porque no logro aguantar la primera helada”.
Los primeros años del siglo pasado
guardan registro de una tremenda actividad intelectual de ese muchacho
enfermo a quien le interesó la cultura, la política y la filosofía y
que, sin duda, nació para pensar y, por eso, escribió toda su vida. Fue
un acucioso crítico de arte, que igual que centraba la atención en el
teatro, lo hacía con la música y la literatura, las novelas populares y
las históricas –pocas piezas como las suyas hay tan novedosas para
diseccionar La divina comedia o Los tres mosqueteros–;
pero ese interés tuvo una motivación que remontó a su propio sentido
hedonista: él comprendió que en la superestructura, o sea, en la
producción de la cultura, se hallaba el potencial principal para que las
sociedades integraran un bloque histórico diferente al de la sumisión y
control de la clase política dominante. Y eso lo hizo su causa.