Piensen en un niño de once años, quien
desde los tres padece tuberculosis osteoarticular –y eso le deformó la
columna vertebral– y que así trabajaba cargando bultos más pesados que
él mismo, como escribió en su diario, por lo que “muchas noches lloraba a
escondidas porque me dolía mucho el cuerpo”.
Piensen en el mismo niño pero ahora de
20 años y una estatura no mayor del metro y medio, como uno de los más
ligeros saldos de aquella enfermedad. Él se siente contento porque tiene
frente a sí su primera credencial de periodista y una beca para
terminar sus estudios. Pero el dinero era muy poco y el joven también lo
escribió: “la preocupación del frío no me permite estudiar porque paseo
en la recámara para calentarme los pies o debo de estar totalmente
cubierto porque no logro aguantar la primera helada”.
Los primeros años del siglo pasado
guardan registro de una tremenda actividad intelectual de ese muchacho
enfermo a quien le interesó la cultura, la política y la filosofía y
que, sin duda, nació para pensar y, por eso, escribió toda su vida. Fue
un acucioso crítico de arte, que igual que centraba la atención en el
teatro, lo hacía con la música y la literatura, las novelas populares y
las históricas –pocas piezas como las suyas hay tan novedosas para
diseccionar La divina comedia o Los tres mosqueteros–;
pero ese interés tuvo una motivación que remontó a su propio sentido
hedonista: él comprendió que en la superestructura, o sea, en la
producción de la cultura, se hallaba el potencial principal para que las
sociedades integraran un bloque histórico diferente al de la sumisión y
control de la clase política dominante. Y eso lo hizo su causa.
Y en el orden de la literatura este
muchacho propuso lineamientos para la crítica y marcos de referencia
para el análisis de la influencia literaria en el mundo (le obsesionó
estudiar las razones por las que Italia no tenía una tradición literaria
como la francesa). Y el influjo de sus ideas es tal que incluso
determinó uno de los caminos que Umberto Eco ha transitado, por ejemplo
para crear “El superhombre de masas”, como un esfuerzo para desentrañar
los artificios narrativos de la novela popular -y luego su expresión en
las salas de cine- para construir arquetipos universales (así lo
advirtió Eco, “la idea no es mía sino de Gramsci”). Naturalmente, ello
implicó alejar el prejuicio de que la cultura popular no es sino una
limitada expresión del mundo sin nada que aportar más que al
entretenimiento de todos aquellos que sólo se guían por el sentido
común.
Ese hombre tenía un cuerpo frágil pero
una voluntad estoica, murió a los 46 años debido a una hemorragia
cerebral, el 27 de abril de 1937. Y apenas unos días después de haber
salido de la prisión, a donde fue condenado el 7 de febrero de 1927,
durante el régimen fascista de Mussolini por apología del delito e
instigar a la guerra civil además de otros cargos y sobre todo con la
consigna fascista: evitemos que este cerebro funcione por lo menos 20
años.
El cerebro de Antonio Gramsci funcionó;
toda su vida. Y lo hizo escribiendo: para expresar su solidaridad a su
madre luego de que su padre Francesco había sido encarcelado y lo hizo
también para sobrellevar, platicando consigo mismo, las propias penurias
del cuerpo enfermo y para decirle todo su amor a una hermosa mujer de
nombre Julia. Esa fue la pátina de un socialista como pocos, amante de
la vida y por eso del arte; un periodista que estaba convencido de que
no había que escribir lo que el pueblo dijera para fundirse con él, sino
que un imperativo ético y moral implicaba azuzar el pensamientos de los
hombres porque a veces “La sociedad gira sobre sí misma como un perro
que quiere morderse la cola, pero esta apariencia de movimiento no es
desarrollo”. Y por ello, sobre todo, decía Gramsci, nunca hay que
quedarse con una sola línea de pensamiento.
Durante los años que estuvo en prisión,
Antonio Gramsci escribió. Lo hizo antes cuando era libre y lo hizo
entonces para continuar siéndolo: redactó casi tres mil cuartillas (dos
mil 848) y su estructuración temática, como es ampliamente sabido, se
conoce como Los cuadernos de la cárcel, desde mi punto de vista
una obra monumental para estudiar el Estado moderno, el bloque
histórico como modelo de análisis y sus particularidades en cada país,
así como el papel de los intelectuales y la cultura. En otro momento
escribiré sobre los que considero son sus principales aportes en la
teoría política.
Piensen en un hombre de 46 años que
derrotó a la adversidad de la salud, que cargó más de lo que su cuerpo
le permitía y no me refiero ahora a cuando laboró siendo niño sino al
trajín de una militancia comprometida con el conocimiento y la práctica.
Un hombre que registra la formidable voluntad y el enorme ímpetu para
leer aun en las condiciones más desfavorables y escribir, ah, siempre
escribir, aunque no lo hizo para que alguna vez alguien lo leyera sino
para mantenerse libre, es decir, vivo. Y por eso hombres como él
trascienden, derrotaron con el pensamiento a quienes, furiosos, un día
aciago para las libertades italianas y del mundo, quisieron que ese
cerebro no funcionara.
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