1. Me gustaría comenzar por una cuestión terminológica. El título que me fue sugerido para esta exposición, “Los intelectuales y la organización de la cultura”, es –como se sabe– el título de una compilación de escritos de la cárcel de Antonio Gramsci, que reúne precisamente los textos relativos a la cuestión de los intelectuales y de la relación de estos con los mecanismos de reproducción cultural de la realidad (sistema educativo, periodismo, etcétera). Pero ese título no es del propio Gramsci.
Los famosos Cuadernos
de la cárcel fueron publicados a partir de 1948, bajo la dirección editorial
de Felice Platone y Palmiro Togliatti; no en el orden en que habían sido
escritos, sino agrupados según grandes temas, divididos en seis volúmenes cuyos
títulos fueron escogidos por los propios editores. 1 Ahora bien: en el caso que nos
interesa aquí, no solo no pertenece a Gramsci el título, sino que no es muy
frecuente en sus notas la expresión “organización
de la cultura”.
Pero eso no quiere decir que ella sea infiel al espíritu de
la reflexión gramsciana. Al contrario: tiene un fuerte vínculo con el concepto
de “sociedad civil”, que, como se sabe, es un concepto central en la obra del
fundador del Partido Comunista Italiano. En cierto sentido, podemos incluso
decir que, sin una “organización de la
cultura”, no existe sociedad civil en el sentido gramsciano de la
expresión.
Vamos a resumir algunos tópicos conocidos. El mayor mérito
de Gramsci consiste en haber “ampliado” la teoría marxista clásica del Estado.
Él vio que, con la intensificación de los procesos de socialización de la
política, con algo que él llama algunas veces “estandarización” de los
comportamientos humanos generada por la presión del desarrollo capitalista,
surge una esfera social nueva, dotada de leyes y funciones relativamente
autónomas y específicas y –algo que no siempre se observa– de una dimensión
material propia. Es esa esfera lo que él denomina “sociedad civil”,
introduciendo una novedad terminológica con relación a Marx y Engels (para
quienes la “sociedad civil” es sinónimo de relaciones de producción
económicas), pero retomando algunos aspectos del concepto tal como aparece en
Hegel (que introducía en la sociedad civil a las “corporaciones”; esto es:
asociaciones político-económicas que, de cierto modo, pueden ser vistas como formas
primitivas de los modernos sindicatos).
En esa nueva situación; o sea: en las formaciones sociales
que Gramsci denomina “occidentales” por contraste con las “orientales” y más
primitivas, el Estado –los mecanismos de poder– no se limita ya a los
institutos de dominación directa, a los mecanismos de coerción; en suma, a lo
que Gramsci llama o bien “Estado en sentido estricto”, o bien “sociedad
política”, y que él identifica con el gobierno, con la burocracia ejecutiva,
con los aparatos policial-militares y con los organismos represivos en general.
Está claro que tales institutos continúan existiendo en las
sociedades “occidentales” más complejas; continúan teniendo un papel
fundamental en la reproducción de la sociedad según los intereses de una clase
dominante. Pero, al lado de ellos, Gramsci ve la emergencia de la “sociedad
civil”. Y lo que especifica a esta sociedad civil es el hecho de que, a través
de ella, tuvieron lugar relaciones sociales de dirección político-ideológica,
de hegemonía, que –por así decirlo– “completan” la dominación estatal, la
coerción, asegurando también el consenso de los dominados (o
asegurando tal consenso o hegemonía para las fuerzas que quieren destruir la
vieja dominación).
Se puede observar que también las formas anteriores de
dominación de clase, las formas abiertamente dictatoriales o autoritarias, se
apoyaban en la ideología, carecían de algún modo de legitimación y consenso
para poder funcionar. Cumplía un papel decisivo, en la conquista de esa
legitimidad por un Estado, digamos, de tipo absolutista, la ideología religiosa:
la Iglesia era un “aparato ideológico del Estado” fundamental en la época del
Absolutismo. Basta pensar, por ejemplo, en la teoría del “derecho divino” de
los reyes, del origen divino de la soberanía del monarca.
No usé por azar el término de Louis Althusser, “aparatos
ideológicos del Estado, que a mi modo de ver no es sinónimo del término
gramsciano “aparatos ‘privados’ de hegemonía”, con el que Gramsci denomina a
los organismos de la sociedad civil. No quiero entrar aquí en la discusión
sobre el valor del concepto de Althusser, sino solo servirme de él para indicar
una diferencia histórica. En la época absolutista, es justo decir que la
Iglesia, por ejemplo, es un “aparato ideológico del Estado”. Y ¿por qué? Porque
había una unidad indisoluble entre Estado e Iglesia: la Iglesia no se colocaba
como algo “privado” frente al Estado como entidad “pública”. La ideología que
ella vehiculizaba (y no se debe olvidar que ella controlaba todo el sistema
escolar) no tenía ninguna autonomía en relación con el Estado propiamente
dicho. El Estado imponía su ideología de modo tan coercitivo como imponía su
dominación en general: quien disentía de esa ideología cometía un crimen contra
el Estado.
Con las revoluciones democrático-burguesas, con el triunfo
del liberalismo, tiene lugar un hecho nuevo: lo que podríamos llamar la
laicización del Estado. Las instancias ideológicas de legitimación pasan a ser
algo “privado” en relación con lo “público”: el Estado ya no impone una
religión o una visión del mundo en general; la religión debe conquistar
conciencias, debe confrontarse, entrar en luchas con otras ideologías, con
otras visiones del mundo. Se crean así, en cuanto portadores materiales de esas
visiones del mundo, lo que Gramsci llama “aparatos ‘privados’ de hegemonía”.
Por un lado, viejos “aparatos ideológicos del Estado” (como las Iglesias, las
universidades) se vuelven autónomos, pasan a formar parte de la “sociedad
civil”; y, por otro, con la propia intensificación de las luchas sociales, se
crean nuevas organizaciones, nuevos institutos también autónomos respecto del
Estado –los sindicatos, los partidos de masas, los diarios de opinión,
etcétera–, los cuales, aunque puedan tener como objetivo la defensa de
intereses particulares, “privados”, se vuelven también portadores materiales de
cultura, de ideologías.
Vemos así que la sociedad civil tiene, por un lado, una
función propia: la de garantizar (o de contestar) la legitimidad de una
formación social y de su Estado, quienes ya no tienen legitimidad en sí mismos,
ya que carecen del consenso de la sociedad civil para legitimarse. Y, por otro,
que ella tiene una materialidad social propia: se presenta como un conjunto de
organismos o de objetivaciones sociales, diferentes tanto de las objetivaciones
de la esfera económica como de las objetivaciones del Estado stricto sensu. Digamos que, entre el
Estado que dice representar el interés público y los intereses de los
individuos atomizados en el mundo de la producción, surge una esfera pluralista
de organizaciones, de sujetos colectivos, en lucha o en alianza entre sí. Esa
esfera intermediaria es precisamente la sociedad civil, el campo de los
aparatos privados de hegemonía, el espacio de la lucha por el consenso, por la
dirección político-ideológica (no es necesario hablar aquí sobre el papel de
los partidos políticos en ese cuadro: agregar las corrientes dominantes en la
sociedad civil, promover una síntesis política que sirva como basa para la
conservación de la vieja dominación o para la construcción de un nuevo poder de
Estado). Cuando surge ese mundo intermediario de la “sociedad civil” es cuando
él no está totalitariamente subordinado a un Estado despótico; podemos decir
que la sociedad pasó de su período meramente liberal a un período
liberal-democrático.
¿Qué tiene que ver todo esto con la cuestión de la “organización de la cultura”? Aunque
Gramsci haya usado solo esporádicamente el término, me parece que él indica un
momento necesario del sistema categorial; él ve que, en una formación social de
tipo “occidental”, la organización de la
cultura ya no es algo directamente subordinado al Estado, sino que resulta
de la propia trama compleja y pluralista de la sociedad civil. Más que eso:
aparece como un momento necesario de la articulación y de la afirmación de la
propia sociedad civil. De este modo, los intelectuales ya no están
necesariamente ligados al Estado o a sus aparatos ideológicos; pueden
articularse ahora con esa esfera de organismos “privados”, ejerciendo sus
actividades (y, entre ellas, la de luchar por la hegemonía política e
ideológica del grupo social que representan) a través y en el seno de
esas formas autónomas de creación y difusión de la cultura.
Esta, además, por otra parte, me parece una acepción –tal
vez la más importante– de la noción gramsciana de “intelectual orgánico”. Con
la emergencia de la sociedad civil y de su organización cultural, los
intelectuales se ligan predominantemente a sus clases de origen o de adopción
–y, por medio de ellas, a la sociedad como un todo– a través de la mediación representada
por los aparatos “privados” de hegemonía. Comienzan a surgir fenómenos
desconocidos en épocas anteriores: el intelectual de partido, el intelectual
ligado al sindicato, el intelectual que trabaja en los periódicos, en las
editoriales, etcétera de partidos o de sindicatos, de asociaciones de diverso
tipo, de corrientes de opinión; en suma: el intelectual que no es funcionario
directo del Estado (un burócrata ejecutivo), ni tampoco un intelectual “sin
vínculos” (Mannheim), que –en su actividad cultural– considera que solo se
compromete a sí mismo (este sería el caso típico del “intelectual tradicional”:
y un Voltaire, en la Francia del siglo XVIII, podría bien expresar lo que
Gramsci figura con ese término). Sin perder necesariamente su autonomía y su
independencia de pensamiento, el “intelectual orgánico” tiene una mayor
conciencia del vínculo indisoluble entre su función y las contradicciones
concretas de la sociedad.
La “organización de la
cultura”, en suma, es el sistema de las instituciones de la sociedad civil
cuya función dominante es la de concretizar el papel de la cultura en la
reproducción o en la transformación de la sociedad como un todo. Un momento
básico de la organización de la cultura
es el sistema educativo: cada vez más, con el crecimiento de la sociedad civil,
el sistema educativo deja de ser una simple instancia directa de legitimación
del poder dominante para volverse un campo de lucha entre las diversas
concepciones político-ideológicas (basta pensar, por ejemplo, en la lucha entre
enseñanza laica y enseñanza religiosa). E incluso en las organizaciones de
enseñanza ligadas directamente al Estado tiene lugar hoy una amplia batalla de
ideas: si la sociedad civil es realmente autónoma, las universidades, por
ejemplo, se vuelven un campo de lucha por la hegemonía cultural de determinados
proyectos de conservación o de transformación de las relaciones sociales. La
lucha de clases se entabla también en el interior de las universidades. Y
“organizaciones culturales” son también las instituciones que sirven para
difundir ideología de modo general: las editoriales, los diarios, los grupos
teatrales, etcétera, se encuentren o no ligados directamente a algún organismo
(tipo sindicato o partido) de la sociedad civil.
Para simplificar: no puede existir sociedad civil
efectivamente autónoma y pluralista sin una amplia red de organismos
culturales; y, viceversa, no puede existir organización
de la cultura efectivamente democrática sin estar apoyada en una sociedad
civil de ese tipo. Y la lucha de clases, bajo la forma de la batalla de las
ideas, de la lucha por la hegemonía y el consenso, atraviesa tanto la sociedad
civil como ese sistema de “organización
de la cultura” (no es preciso insistir aquí sobre el hecho de que el
Estado, mientras permanece bajo el control capitalista y/o burocrático,
interfiere en esa batalla de ideas, obstaculizando su libre dialéctica
inmanente: tan solo en una sociedad socialista fundada en la democracia
política pueden crearse las condiciones para una puesta en relación
verdaderamente autónoma entre las organizaciones culturales y el Estado.
2. Como dice Marx, la clave de la anatomía del mono está en la anatomía del hombre. Tracé aquí, inconscientemente, las líneas generales de las relaciones entre Estado y sociedad civil, entre sociedad civil y organización de la cultura, entre intelectuales y sociedad civil, etcétera tal como se manifiestan en una sociedad desarrollada, bajo una forma que –también siguiendo una indicación metodológica de Marx– podríamos llamar “forma clásica”. Esta forma clásica más desarrollada nos permite pensar la anatomía del caso brasileño, o sea, de una forma más primitiva y menos explícita, tanto como examinar cómo se creó ella en el pasado y cómo viene transformándose hasta nuestros días. Diría, anticipando mi conclusión, que Brasil conoce una trayectoria que lleva desde una situación de completa debilidad (o incluso ausencia) de sociedad civil hasta otra situación, la presente, caracterizada por una sociedad civil más activa, más compleja, más articulada. Es preciso recordar que esa trayectoria es expresión del progresivo ingreso de Brasil –aunque se produzca por vías oblicuas– en la era del capitalismo industrial.
2. Como dice Marx, la clave de la anatomía del mono está en la anatomía del hombre. Tracé aquí, inconscientemente, las líneas generales de las relaciones entre Estado y sociedad civil, entre sociedad civil y organización de la cultura, entre intelectuales y sociedad civil, etcétera tal como se manifiestan en una sociedad desarrollada, bajo una forma que –también siguiendo una indicación metodológica de Marx– podríamos llamar “forma clásica”. Esta forma clásica más desarrollada nos permite pensar la anatomía del caso brasileño, o sea, de una forma más primitiva y menos explícita, tanto como examinar cómo se creó ella en el pasado y cómo viene transformándose hasta nuestros días. Diría, anticipando mi conclusión, que Brasil conoce una trayectoria que lleva desde una situación de completa debilidad (o incluso ausencia) de sociedad civil hasta otra situación, la presente, caracterizada por una sociedad civil más activa, más compleja, más articulada. Es preciso recordar que esa trayectoria es expresión del progresivo ingreso de Brasil –aunque se produzca por vías oblicuas– en la era del capitalismo industrial.
Voy a esbozar aquí un cuadro histórico-evolutivo
extremadamente esquemático;2 repetiré muchas cosas ya
dichas en otros trabajos míos, en los que creo que ese esquematismo aparece –si
me permiten el juego de palabras– un poco menos esquemático.
Si examinamos el Brasil de la época colonial, una sociedad
precapitalista (si bien articulada con el capitalismo a través del mercado
mundial), veremos fácilmente la completa inexistencia de una sociedad civil. No
teníamos parlamento, ni partidos políticos, ni un sistema de educación que
fuera más allá de las escuelas de catequesis; no teníamos siquiera el derecho
de imprimir libros o publicar periódicos. En suma: la organización de la cultura, si es que se puede hablar de
“organización” en este caso, era tosca y primitiva. Los intelectuales, los
pocos que había, estaban directamente ligados a la administración colonial, a
su burocracia, o aun a la Iglesia (que era, en esa época, un aparato ideológico
directo del Estado colonialista). Hay indicios de novedad en la época
inmediatamente anterior a la Independencia, pero no pasan de indicios.
El modo por el cual se procesó nuestra independencia no
alteró sustancialmente el cuadro: la Independencia resultó de una maniobra “por
arriba”, de un golpe palaciego, y no de una activación previa de la sociedad
civil (aún inexistente). Pero las propias necesidades políticas del país vuelto
independiente, así como el desarrollo económico, plantearon nuevas preguntas:
surgió la necesidad de generar una capa de intelectuales capaz de servir al
nuevo Estado. Esto impuso, por ejemplo, la creación de instituciones de
enseñanza superior (principalmente jurídicas) en el propio país, en contraste
con la situación colonial, cuando los intelectuales eran formados en la
metrópoli portuguesa. Surge también, con la aparición de un incipiente mercado
cultural, la necesidad de crear los primeros rudimentos de un sistema de organización de la cultura: se publican
diarios, se editan libros, se ponen en escena obras de teatro, etcétera.
Es preciso recordar que vivíamos entonces bajo un modo de
producción esclavista. Un esclavismo ciertamente peculiar, ya que estaba
articulado, en el plano internacional, con el capitalismo, con sus exigencias
mercantiles y, por ende, capaz de “importar” un cierto tipo de cultura (y de
instituciones) propias del capitalismo liberal; pero se trataba siempre, en el
plano interno, de un régimen esclavista.
Esto genera importantes consecuencias para la situación del
intelectual. El esclavismo crea un gran vacío entre las dos clases
fundamentales de la sociedad brasileña: por un lado, los esclavos que,
evidentemente desorganizados y carentes de un proyecto político global, no
pueden absorber a los intelectuales como a sus intelectuales orgánicos;3 y, por otro, los latifundistas
esclavócratas, que precisaban de los intelectuales solo como mano de obra
calificada para la implementación de las actividades administrativas del Estado
que controlaban. Como no necesitaban legitimar su dominación a través de la
batalla de ideas, las clases dominantes de entonces incentivaban una cultura
puramente ornamental, que sirvió para conceder estatus tanto a los
intelectuales como a sus mecenas, pero que no tenía incidencia efectiva sobre
las contradicciones reales del pueblo-nación.
En tal atmósfera social rarificada, era difícil para el
intelectual encontrar el medio propio para su florecimiento independiente, para
su autonomía relativa. Le quedaban pocas opciones; la principal, casi
exclusiva, era aceptar su cooptación por parte de las clases dominantes,
volverse funcionario del aparato del Estado. No podía ser de otro modo en una
situación en la que prácticamente no había sociedad civil; el parlamento,
elegido por el voto censal de una exigua minoría, no podía ser considerado una
entidad autónoma respecto del Estado. Por otro, el mercado cultural era
extremadamente restringido; si hoy es casi imposible que el intelectual
sobreviva en Brasil a través de la venta de sus obras, puede fácilmente
imaginarse lo que ocurría en el siglo XIX.
Y más: la cooptación asumía frecuentemente el rasgo del
favor personal. Ligándose a un poderoso, a un propietario influyente, el
intelectual era agraciado con empleos, prebendas, etcétera. Es verdad que esa
situación de subordinación personal a las clases dominantes era disfrazada por
el estatus relativamente elevado atribuido a la condición de intelectual. La
pose de cultura era un medio de distinción para hombres libres, pero no
propietarios, que no querían dedicarse a un trabajo efectivo, ya que el trabajo
estaba marcado por el estigma de la condición esclava. Ser intelectual era ser
ocioso; y precisamente en la posibilidad de disfrutar de ese ocio residía el
rasgo de distinción, el estatus superior del intelectual. Y ese estatus, al mismo
tiempo que servía de disfraz para la posición dependiente del intelectual,
acentuaba el carácter ornamental de la cultura dominante de la época.
En ese clima surge lo que llamé (usando un término de Thomas
Mann recogido por Lukács) “intimismo al resguardo del poder”. El intelectual
cooptado no tiene que ser necesariamente un apologista directo del régimen
social que lo mantiene y del Estado al que está ligado. Puede, en su creación
cultural o artística, cultivar su propia intimidad, o sea, dar expresión a las
ideologías o estilos estéticos que le parezcan los más adecuados para su
subjetividad creadora. Pero el hecho es que la propia situación de aislamiento
respecto del pueblo nación, la “torre de marfil” voluntaria o involuntaria en
que es puesto por la situación de cooptación (y por la ausencia de la sociedad
civil), hace que esa cultura elaborada por los intelectuales “cooptados” evite
someter a discusión las relaciones sociales de poder vigentes, con las cuales
están directa o indirectamente comprometidos.
Por ejemplo: el Romanticismo, con su culto de la
subjetividad, funciona ciertamente como estímulo para la evasión. El propio
indianismo, como mostró Nelson Werneck Sodré, es un modo de dejar en la sombra
la cuestión más candente de la vida nacional de la época: la cuestión de la
esclavitud negra (no me parece casual que el romántico José de Alencar,
“vanguardista” literario, fuese –además de político conservador– un esclavista
convicto). El Naturalismo, tan diverso del Romanticismo en tantos aspectos,
tiene un punto semejante: al decir que la “miseria brasileña” es fruto de
condiciones fatales, naturales, eternas, de raza y de clima, los naturalistas
desvían la atención de los puntos concretos, histórico-sociales, por ende
modificables, que están en la raíz de aquella miseria.
Nos parece que estos dos ejemplos indican bien la
característica central de la cultura que no solo nace de la cooptación: se
trata de una cultura que promueve una “apología indirecta” (Lukács) de lo
existente, que justifica la estructura social, no mediante su defensa
indirecta, sino mediante su mistificación u ocultamiento (caso del
Romanticismo); o mediante la afirmación de que, aunque fea e inhumana, dicha
estructura es inmutable y debemos resignarnos a ella (como en el Naturalismo).
Es evidente que existen excepciones, y no es casual que ellas sean precisamente
las mayores figuras del período desde el punto de vista cultural; basta pensar
en Manuel Antônio de Almeida o en Machado de Assis, que supieron –en sus
creaciones literarias– escapar de los impasses generados
por la cultura del “intimismo”. 4
Esta situación no se alteró radicalmente durante la Primera
República. También la República, como la Independencia, fue fruto de un cambio
“por arriba”; fue poco más que un golpe militar; las grandes masas, que
continuaban desorganizadas, no participan de su proclamación. El remedo de
instituciones republicanas creado a continuación no era propicio para
fortalecer la sociedad civil. El parlamento continuó siendo un mero apéndice
del Poder Ejecutivo; los partidos no eran más que cofradías locales al servicio
de algunos coroneles implicados en la política. En lo esencial, la vida
intelectual continúa restringida a pocos sectores de las capas medias; continúa
en gran parte siendo una “cultura ornamental”, algo que Afrânio Peixoto expresó
muy bien cuando, ingenuamente, definió la literatura como “la sonrisa de la
sociedad”. Las polémicas culturales abren fisuras en la superficie homogénea de
la capa intelectual, pero no tocan las cuestiones de fondo: no pasan, en la
mayoría de las veces, de tempestades en un vaso de agua. Parnasianos,
simbolistas, románticos tardíos: todos se identifican en una común concepción
de cultura, o sea, una concepción elitista, aristocratizante, ornamental.
3. Pero sería errado no ver que algo comienza a moverse, algo que estallaría a la luz del sol sobre todo a partir de la década de 1920. La sociedad brasileña va tornándose más compleja (o menos simple), el capitalismo va volviéndose el modo de producción dominante también en las relaciones internas. Nuestra estructura social, con la Abolición, con los primeros inicios de la “vía prusiana” en el campo, comienza a volverse más próxima a la estructura de una sociedad capitalista, aunque continúe atrasada y fuertemente marcada por restos precapitalistas; nuevas clases y capas sociales se presentan en el escenario político del país. Antes que nada, comienza a surgir la clase trabajadora formada aún esencialmente por semiartesanos; los primeros esbozos de industrialización, la gran inmigración de finales del siglo pasado crean un bloque social contestatario, que pone en discusión de modo organizado (lo que tal vez ocurra por primera vez en Brasil) el modelo “prusiano” de dominación política económica y social, elitista y marginalizador, hasta entonces dominante.
Comienza así a surgir, con la introducción del capitalismo,
con el inicio de las luchas obreras y con las agitaciones de las capas medias,
un germen de lo que podría llamarse “sociedad civil”. Se multiplican las
asociaciones proletarias; en consecuencia, surge una prensa trabajadora aún
rarificada pero activa, de orientación predominantemente anarquista. Tenemos
así que, a un embrión de sociedad civil (asociaciones sindicales y primeros
grupos políticos de artesanos y trabajadores), corresponde un embrión de
organización cultural exterior al Estado (la prensa y las asociaciones culturales
de los proletarios).
En ese cuadro, a mi modo de ver, puede explicarse el
“fenómeno” Lima Barreto; Lima es el primer gran intelectual brasileño en
beneficiarse de esa mayor explicitación de las contradicciones sociales, de esa
primera (aunque incipiente) tentativa para organizar desde abajo la vida
política y cultural brasileña. Lima publicó gran parte de su producción
cultural, sobre todo periodística, en esa nueva prensa trabajadora que surgía
en su época. En su principal novela, Policarpo
Quaresma, hace una crítica demoledora de la sociedad brasileña, tocando su
punto tal vez más típico: el modelo del desarrollo “prusiano”, “por arriba”,
que el florianismo 5 y el militarismo (tema
principal de la novela) encarnaban tan bien.
Y tampoco es casual que en 1922 se asista a un hecho de
mayor importancia en la vida del país: la fundación del Partido Comunista de
Brasil. Tenemos con esto, por primera vez en la historia, la creación de un
partido político hecha por a partir de un partido no solo independiente del
Estado, sino también antagónico a él. El PCB, aunque aún no fuera un organismo
de masas, representaba el embrión de un auténtico partido moderno, que es el
momento básico de una sociedad civil efectiva.
El modo “prusiano” por el cual se dio la llamada Revolución
de 1930 –una maniobra más “por arriba”, fruto de la conciliación de sectores de
las clases dominantes y de la cooptación de los liderazgos políticos de las
capas medias emergentes (expresadas en el “tenientismo”)– quebró en gran parte
las tendencias que venían esbozándose anteriormente. Pero no las destruyó
totalmente. Es cierto que el Estado posterior a 1930 luchó para extinguir la autonomía
de la sociedad civil naciente, incorporando corporativamente a los sindicatos a
la estructura del Estado (y destruyendo su autonomía), instalando en 1937 una
dictadura abierta que cerró partidos y parlamentos, creando, con el
Departamento de Prensa y Propaganda (DIP), un remedo de organismo cultural
totalitario (o sea, una tentativa de poner la cultura directamente al servicio
del Estado). Pero la diversificación de la formación social brasileña
prosiguió; el propio capitalismo “à la prusiana”, impulsado por el Estado getulista, 6 se encargaba de promover esa
diversificación. Se tenía ahora una condición (que se podía ciertamente
reprimir, aunque ya no eliminar) para la creación de una sociedad civil, de una
organización de la cultura menos
vinculada a un Estado omnipotente.
La novela nordestina –una gran protesta literaria contra el
modo “prusiano” de modernizar al país– es un ejemplo vivo de que entonces se
volvió posible, y ya no solo como excepción que confirma la regla, crear una
cultura no elitista, no intimista, ligada a los problemas del pueblo y la
nación.7 Una cultura, en suma,
nacional-popular.
Y no me parece posible desligar la irrupción de fenómenos
como el florecimiento de importantes estudios sociales en el período (es de
1933 la primera tentativa seria de interpretar la historia de Brasil a la luz
del marxismo: el ensayo pionero sobre la Evolución política de Brasil, de Caio Prado Júnior), de tendencia a
la socialización de la política que, a pesar de los evidentes límites, comienza
a manifestarse en la década de 1930. La Alianza Nacional Libertadora y la
Acción Integralista Brasileña son movimientos políticos de masas de
proporciones hasta entonces desconocidas en nuestra historia. Esta
socialización de la política indica que ya estaban en marcha los procesos que
llevarían a la creación, en Brasil, de una sociedad civil autónoma y pluralista.
Pero que se trataba aún de embriones débiles, con raíces recientes y delicadas,
es algo que el propio golpe de 1937 iría a comprobar: pero una vez más fue
posible que las clases dominantes se sirvieran del Estado, de mecanismos de
dominación “de arriba hacia abajo” (y que ahora representaban rasgos
terroristas y totalitarios, tomados en préstamo al fascismo internacional) para
emprender un proceso de modernización capitalista conservadora, apartando al
pueblo de cualquier decisión, quebrando cualquier veleidad de autonomía de la
sociedad civil naciente.
Esa debilidad de la sociedad civil –es bueno no olvidarlo–
se revela también por el lado opuesto: en el carácter abiertamente “golpista”,
igualmente autoritario y elitista que marcó la actuación de las fuerzas
políticas renovadoras del período. Lejos de apostar al fortalecimiento de la
sociedad civil, las fuerzas populares apostaban al golpe, al Putsch blanquista, a la acción de
exiguas minorías, como se vio en 1935, cuando el movimiento de masas esbozado
en la ANL –que fuera puesto en la ilegalidad– es abandonado a favor de un
cuartelazo.
4. Esos embriones de sociedad civil, esos presupuestos de una
autonomía de la cultura, favorecidos además por la situación internacional,
aparecerían de modo más claro en 1945, con la redemocratización del país. Hecho
significativo es que, por primera vez, el Partido Comunista de Brasil,
legalizado, se torna un partido de masas; y revela, en esa época, comprender
mejor que en 1935, aunque de modo aún insuficiente, la importancia de la lucha
democrática, del fortalecimiento de la sociedad civil en los combates por el
socialismo en nuestro país. 8 Los sindicatos obreros,
aunque continuasen sujetos a la tutela del Ministerio de Trabajo, comienzan a
tener un peso creciente, no solo en las luchas económicas, sino inclusive en la
vida política nacional. También las capas medias buscan formas de organización
independientes, en los partidos y fuera de ellos: escritores, abogados,
periodistas crean asociaciones para la defensa de sus intereses y de sus
ideales. Todo esto amplia el campo de la organización material de la cultura;
una amplia y muchas veces fecunda batalla de las ideas comienza a tener lugar
entre nosotros. Hay un acentuado empeño social de la intelectualidad, un mayor
compromiso con las causas populares y nacionales
La posibilidad de subsistir fuera de la cooptación de los
poderosos, gracias a la red de organizaciones culturales que se amplía (con la
publicación de diarios y revistas independientes, con el aumento del número de
editoriales, con una creciente autonomía de las recién creadas universidades,
etcétera), permite al intelectual escapar más fácilmente de los impasses a los que es llevado por
la situación, poco confortable en muchos casos, del “intimismo al cuidado del
poder”. Y eso no vale solo para los intelectuales desligados del aparato de
Estado: muchos productores de cultura obtienen el sustento material gracias a
cargos públicos; al poder ahora beneficiarse del clima de activación de la
sociedad civil, se ponen claramente del lado de las fuerzas progresistas, se
comprometen con posiciones políticas y visiones del mundo que colisionan de
manera frontal con la dominación de clase encarnada por el Estado del que son
funcionarios.
Esto demuestra, a mi modo de ver, el carácter mecanicista y
esquemático de las tesis que afirman que el intelectual brasileño, en cuanto
intelectual, es un miembro de las clases dominantes; o que afirman que él está
obligado a asumir posiciones elitistas, o incluso reaccionarias, tan solo por
ser funcionario público. Basta recordar que Lima Barreto, “maximalista”
radical, violento crítico del militarismo, fue durante muchos años un pacato
funcionario del Ministerio de guerra. La cuestión es mucho más compleja. En
primer lugar, es cierto que hay una tendencia de los intelectuales ligados
directamente al Estado en el sentido de adoptar una cultura intimista,
elitista; pero esa tendencia solo se impone en la media, permitiendo
naturalmente las excepciones, que no son pocas. Y, en segundo lugar, esas
excepciones aumentan, tienden incluso a dejar de ser excepciones, en el momento
en que se estructura una sociedad civil, en que comienzan a formarse
diferenciaciones en el mundo de la cultura; surge para el intelectual, aun para
aquel que continúa ligado “profesionalmente” al Estado, una posibilidad mucho
más concreta de romper las paredes del mundo cerrado del “intimismo” y de ser
influido por la riqueza de la vida cultural, por el ambiente pluralista de la
batalla democrática de las ideas. La relación de dependencia entre cooptación y
adopción de una cultura elitista tiende a relajar, a dejar de ser una tendencia
dominante, en el momento en que surge o se fortalece una sociedad civil
articulada. Con amarga lucidez, Carlos Drummond de Andrade recordó que no se
debe confundir “prestar servicios bajo una dictadura” con “prestar servicios a
una dictadura”.
El clima favorable a la democratización de la vida cultural
abierto en 1945 sufrió altibajos (basta pensar en el cierre del Partido
Comunista Brasileño en 1947, en el clima de guerra fría que marca el gobierno
Dutra 9), pero puede decirse que la
tendencia en el sentido de una
democratización general de la vida brasileña continúa imponiéndose,
ampliándose mucho a fines del período pre-1964, sobre todo a partir del
gobierno Kubitschek. 10 Pero, incluso así, aún son
poco sólidas las bases de un nuevo camino (democrático) para la vida nacional y
de una nueva hegemonía (nacional-popular, y ya no elitista) en la cultura
brasileña.
5. Esto se tornó evidente cuando, en 1964, una alianza entre los varios segmentos de las clases dominantes consiguió truncar el proceso de democratización en curso, imponiendo una vez más una solución “prusiana” para los problemas derivados de la necesidad de llevar al país a un nuevo nivel de acumulación capitalista. El nuevo régimen dictatorial, particularmente en el período que sucede al AI-5, 11 intentó por todos los medios destrozar el embrión de sociedad civil autónoma que se venía esbozando. Y es evidente que la organización de la cultura no fue desatendida. No es casual que, entre las primeras medidas del régimen dictatorial implantado en 1964, estuviese el cierre de los principales institutos democráticos de organización cultural de la época, los Centros Populares de Cultura (CPCs) y el Instituto superior de Estudios Brasileños (Iseb), así como la disolución del Comando de los Trabajadores Intelectuales (CTI) e intervenciones en las universidades.
Todo el esfuerzo de la “política cultural” del régimen se
volcó en el sentido de dar fuerza a las corrientes elitistas y/o escapistas en
el plano cultural. Y eso se obtenía principalmente de dos modos: por un lado,
reprimiendo y censurando a los intelectuales que defendían una orientación
cultural nacional-popular, con lo que se abría espacio para el monopolio de
hecho de las corrientes “intimistas”; por otro, quebrando la autonomía de la
sociedad civil, autonomía que, como vimos, es la base necesaria para una
cultura pluralista y democrática.
Otro factor conspiró para obstaculizar la democratización de
la cultura. El régimen dictatorial-militar creó las condiciones para una nueva
etapa: la etapa de dominación de los monopolios, la etapa del capitalismo
monopolista de Estado. Con eso, se introdujo un hecho nuevo en el sistema de organización de la cultural: una parte
sustancial de este, la de los medios de comunicación de masas, pasó a ser
dominada por grandes monopolios. La televisión es el caso más evidente, pero el
fenómeno se manifiesta también en otras áreas, como la gran prensa, el cine,
etcétera. El “capital mínimo” (Marx) necesario para la creación de un organismo
cultural se volvió ahora tan elevado, en sectores fundamentales, que solo los
grandes grupos monopólicos pueden disponer de él.
Pero debo advertir que no pienso como Theodor W. Adorno: no
creo que la industria cultural sea un sistema monolítico, sin brechas. Incluso
antes de que se llegue a una radical inversión de tendencia, a una situación en
la cual los organismos de difusión cultural sean apropiados colectivamente por
la comunidad, a través de los productores culturales asociados, lo que solo
ocurrirá en una sociedad socialista fundada en la democracia política; incluso
antes de eso, y para que podamos
llegar a eso, la lucha por la democratización de la cultura puede y debe
obtener triunfos parciales de importancia y significación grandes.
Por un lado, es preciso recordar que hay aún sectores
culturales en los que las pequeñas y medias empresas pueden operar,
garantizando así una mayor variedad de orientaciones, un mayor pluralismo; es
el caso de la industria editorial, de la llamada prensa alternativa, del
montaje teatral, etcétera. Y, por otro lado, a medida que la resistencia
democrática va poniendo fuera de funcionamiento los instrumentos de represión y
de censura, los propios monopolios de la cultura –pienso particularmente en la
televisión y en la gran prensa escrita– comienzan a abrir más espacios para las
exigencias de la sociedad civil, a dar paso relativo al pluralismo que en ella
tiene lugar. Más allá de eso, se pueden concebir formas directas de control
–ejercidas tanto por los propios productores como por los organizadores de la
sociedad civil– sobre la generación de los programas televisivos y sobre la
información en general.
Es más: a pesar del carácter destructivo de la “política
cultural” de la dictadura, no todo fueron sombras en la cultura brasileña
durante los años del régimen militar. No quiero referirme solo a la resistencia
pasiva o activa de la aplastante mayoría de los intelectuales, que
–independientemente de sus posiciones ideológicas– se situaron en oposición a
las medidas represivas del régimen en el plano de la cultura. Hay un hecho que
me parece todavía más significativo, ya que está en la raíz de esa resistencia:
es que el régimen militar –modernizando el país, promoviendo un intenso
desarrollo de las fuerzas productivas, aunque al servicio del capital nacional
y multinacional, aunque conservando rasgos esenciales del atraso en el campo–
dio impulso a los factores objetivos que llevan a una diferenciación social y,
como tal, a la construcción de una auténtica sociedad civil entre nosotros. La
intensa sed de organización que, en los últimos años, atravesó el país,
implicando a trabajadores, mujeres, jóvenes, sectores medios, intelectuales,
incluso a sectores de las clases dominantes, da testimonio de la presencia ya
efectiva de esa sociedad civil.
Es cierto que el régimen militar lo hizo todo para encubrir
ese florecimiento de la sociedad civil desde el momento en que percibió las
inmensas potencialidades democráticas de su actuación. Pero la dictadura
brasileña no fue una dictadura fascista “clásica”, o sea, un régimen
reaccionario con base de masas organizada. No disponía de organismos de
masas capaces de luchar y conquistar la hegemonía en la sociedad civil para
luego destruir su autonomía y hacer funcionar sus organismos como “correas de
transmisión” de un Estado totalitario, como ocurrió en la Italia o la Alemania
fascistas. Es cierto que la dictadura brasileña luchó para conquistar –y, en
algunos momentos (durante su implementación o en los años del “milagro),
consiguió incluso obtener– el consenso de estimables parcelas de la población.
Pero se trató siempre de un consenso pasivo, que presuponía la atomización de
las masas y no se expresaba mediante organizaciones de apoyo activo a la
dictadura. El régimen militar, en suma, era desmovilizador: su tentativa de
legitimación no se fundaba en una ideología claramente fascista, sino en la
lucha contra las ideologías en general, contra la propia política, acusadas de
“dividir la nación” y de impedir así la “seguridad” que “garantice el
desarrollo”. Y, en la misma medida en que estaba obligada a prescindir de la
organización de masas, de la lucha en el interior de la sociedad civil, la
dictadura prescindió también del concurso de intelectuales orgánicos que
elaborasen una ideología totalitaria a su servicio: lo que ella exigía de los
intelectuales, del mismo modo como lo habían hecho los viejos regímenes
totalitarios brasileños, es que ellos continuaran cultivando su “intimismo” a
la sombra del poder, dejando a los tecnócratas “anti ideológicos” la discusión
y el encauzamiento de las cuestiones decisivas de la vida política.
Ahora, durante la fase del llamado “milagro económico”, esa
“ideología de la no ideología” (de fondo neopositivista) puede disfrutar de un
relativo consenso entre los sectores medios y servir a la legitimación parcial
del régimen. Pero, a partir del inicio de la crisis del “modelo” y de la
reactivación y reorganización de la sociedad civil –lo que tiene lugar a
mediados de la década de 1970–, esa ideología entró en bancarrota. Como vimos,
el régimen militar no tenía (ni podía crear) movimientos de masas capaces de organizar el
consenso en la sociedad civil, de tornarlo relativamente estable, aun en épocas
de dificultades y crisis. Para luchar por la obtención de ese consenso, se vio
forzado a emprender una tentativa de “autorreforma”, a abandonar la represión
como único instrumento de gobierno; y esa autorreforma, para ser ejecutable,
implica de cierto modo la necesidad, por parte del régimen, de hacer
política. Incluso luchando para conservar su monopolio de decisión, la
dictadura se vio obligada a respetar en cierta medida los espacios conquistados
por las fuerzas democráticas en la sociedad civil, a convivir con la presencia
de algo que escapaba a su control. Se confirma así, de cierto modo, la tesis
del Partido Comunista Brasileño en 1958: a pesar de los retrocesos, la
democratización de la vida brasileña –que se apoya en el desarrollo de la
sociedad civil generada objetivamente por la modernización capitalista– parece
ser una tendencia permanente y, a largo plazo, irreversible.
El propio desarrollo del capitalismo, al crear un mercado de
fuerza de trabajo intelectual, alteró la situación de los productores de la
cultura: la posibilidad de que ellos ejerzan su función ya no depende del favor
personal, ya no resulta de la cooptación. El viejo intelectual elitista,
prestigiado por poseer cultura, se convierte cada vez más en trabajador
asalariado. Experimenta ahora la necesidad de organizarse, como cualquier otro
grupo social, para luchar por sus intereses específicos, entre los cuales no se
sitúa solo la mejora de las condiciones de trabajo; y, entre esas últimas,
ocupa un lugar destacado su autonomía en cuanto creador. La lucha por lo
específico se articula aquí con la lucha general, o sea, con la lucha por la
libertad de expresión, de creación y de crítica, que solo pueden ser aseguradas
plenamente en un régimen democrático abierto a la renovación social. De casta
cerrada, de corporación de notables, los intelectuales pasan a ser una parcela
del mundo del trabajo.
Se crearon así condiciones para que los intelectuales
comprendan desde adentro, como
una exigencia de su propia supervivencia como productores de cultura, la
necesidad de la construcción de una sociedad democrática. La conquista de la
democracia –de un sistema de organizaciones culturales abierto y pluralista,
apoyado en una sociedad civil autónoma y dinámica– se vuelve la base para el
florecimiento de una cultura nacional-popular entre nosotros; pero la
elaboración y difusión de tal cultura, contribuyendo a la hegemonía de los
trabajadores (del brazo y de la mente) en la vida nacional, es a su vez un
momento imposible de eliminar en la conquista, consolidación y profundización
de la democracia, de una democracia de masas que sea parte integrante de la
lucha y de la construcción de una sociedad socialista en nuestro país.
Bibliografía
“Declaração do CC do PCB” (marzo de 1958). En:
Nogueira, Marco Aurélio (ed.), PCB: Vinte anos de política. San
Pablo: Ciências Humanas, 1980.
Konder, Leandro, La democracia y los
comunistas en Brasil. Río de Janeiro: Graal, 1980.
Título original: “Os intelectuais e a organização da
cultura”. En: Nelson Coutinho, Carlos, Cultura e sociedade no Brasil.
Ensaios sobre ideias e formas. San Pablo: Expressão Popular, 2011, pp.
13-33. Trad. y publ. por gentil autorización de la editorial y de los
familiares del autor. Trad. de Miguel Vedda.
Notas
1 Solo
en 1975, bajo los cuidados editoriales de Valentino Gerratana, fue publicada
una edición crítica (Quaderni del carcere. Turín: Einaudi) que no solo
presenta los cuadernos en el orden en que fueron escritos, sino que provee
también las variantes de los textos y recoge de manera íntegra los apuntes de
Gramsci.
3 Es
claro que hubo intelectuales abolicionistas; pero, en general, su vínculo
cultural con los esclavos era exterior, retórico –basta pensar en la poesía
Castro Alves–, y la lucha abolicionista no se hacía en nombre de un proyecto
cultural y político de los esclavos, sino de un nuevo orden liberal que
garantizaría el desarrollo del capitalismo.
5 Referencia
a las manifestaciones de apoyo al mariscal Floriano Peixoto durante la revuelta
armada que se extendió desde septiembre de 1893 a marzo de 1894, y que se
consolidaron luego como un movimiento político (nota del trad.).
6 Getúlio
Vargas (1882-1954) fue presidente de la República del Brasil en cuatro
períodos: 1930-34, 1934-37, 1937-45 y 1951-54. Desarrolló una política
reformista y “paternalista” que fue duramente cuestionada por los movimientos
de izquierda (nota del trad.).
7 La
crítica novelística de la “vía prusiana” no aparece solo en las excelentes
novelas de Graciliano Ramos. Basta pensar en las novelas de José Lins do Rego,
que tratan de las devastaciones humanas provocadas por la capitalización del
latifundio, por la conversión del viejo ingenio en la moderna usina.
9 Eurico
Gaspar Dutra (1883-1974) fue presidente constitucional de Brasil entre 1946 y
1951 (nota del trad.).
10 En
1958, el Partido Comunista Brasileño indicó claramente esa tendencia, que
consideraba –a pesar de sus altibajos– “una tendencia permanente”: “Las fuerzas
nuevas que crecen en el seno de la sociedad brasileña, principalmente el
proletariado y la burguesía, vienen imponiendo un nuevo curso al desarrollo
político del país […]. Ese nuevo curso se realiza en el sentido de la
democratización, de la extensión de los derechos políticos a capas cada vez más
amplias” (“Declaração, 1980: 8) [Juscelino Kubitschek de Oliveira (1902-1976),
presidente constitucional de Brasil entre 1956 y 1961 (nota del trad.)].
11 El
Acto Institucional N° 5 (13/12/1968-13/10/1978) fue el quinto de una serie
emitida por el régimen militar brasileño desde el golpe de 1964. Daba poderes
extraordinarios al presidente y suspendía diversas garantías constitucionales
(nota del trad.).

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