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El autor que resulta de mayor
importancia para la teoría constitucional no es otro que Antonio Gramsci que,
desde las entrañas de la cárcel fascista, nos legó suficientes elementos de
análisis para construir teorías constitucionales contrahegemónicas
Fernando Muñoz León
En estas líneas expondré una crítica política a las teorías
constitucionales que han prevalecido en América Latina; señalaré por qué
eventos como la movilización estudiantil desafían radicalmente a dichas teorías
e indicaré el camino que dichos eventos le señalan a la teoría constitucional;
y expondré una crítica a mi propia propuesta teórica en esta materia, contenida
en el libro de mi autoría recientemente publicado, Hegemonía y nueva Constitución, con el propósito de reformularla y
hacerla más consistente consigo misma.
Doctrinas jurídicas de la derrota subalternaComenzaré afirmando que durante las últimas dos décadas, la teoría constitucional latinoamericana ha estado dominada por aquello que yo llamaría doctrinas jurídicas de la derrota subalterna. Con este nombre me refiero colectivamente a las teorías constitucionales de Ronald Dworkin en Estados Unidos, de Robert Alexy en Alemania, y del neoconstitucionalismo italiano; teorías que han alcanzado una gran difusión en América Latina el marco de las relaciones de intercambio desigual que subsisten entre la academia de esta región y la academia norteamericana y europea.
En los tres casos, que se trata de teorías constitucionales
vagamente progresistas que promueven que su agenda de reformas o de resistencia
al cambio sea llevada a cabo por los jueces constitucionales, pues ellos, en la
medida en que son el ‘foro de la razón’ (Dworkin), cuentan con procedimientos
conceptuales como la ‘ponderación’ (Alexy) que les permiten determinar lo
constitucionalmente correcto. Estas teorías han sido criticadas habitualmente
desde una perspectiva científica: dejan fuera del foco de atención del
constitucionalista numerosos fenómenos relacionados con la mantención y la
transformación del orden constitucional. A mí, en cambio, me interesa formular
una crítica política; lo que esas teorías constitucionales callan es quién no consideran
que deba ser el conductor de la agenda en materia de derechos constitucionales:
el pueblo movilizado. Su silencio, sin embargo, es elocuente, en la medida en
que miremos al contexto de producción de estas teorías: en los tres casos, se
trata de teorías constitucionales que emergen y logran éxito cuando los movimientos
de masas subalternas de cada uno de esos países son derrotados a través de la
violencia, el desprestigio y la persecución.
Cada uno de los casos, desde luego, presenta sus respectivas
particularidades, provenientes de la realidad local que le tocó enfrentar. En
el caso norteamericano, la derrota política se expresa en la decadencia del
movimiento afroamericano por los derechos civiles hacia fines de los 60’ y su
reemplazo por la Nueva Derecha como fuerza política conductora de ese país. En
el caso alemán, la derrota en cuestión atraviesa varias décadas; va desde el
violento aplastamiento del levantamiento espartaquista
en 1919 al ‘bypasseo’ de la demanda
popular por una asamblea constituyente tras la caída del Muro de Berlín en
1990. Ahora bien, en estos dos casos, Dworkin y Alexy hacen su aparición como
teóricos cuando el movimiento popular está o bien ya derrotado o bien en camino
a ser derrotados; y jamás llegan a entenderse a sí mismos como ‘intelectuales
orgánicos’ de dicho movimiento. En el caso italiano, sin embargo, la historia
es más intensa y dramática aún. Los mismos individuos que, en medio del ciclo
de lucha de clases más intenso de Europa occidental, encarnada en el operaismo italiano de fines de los 60’,
actuaban como sus ‘intelectuales orgánicos’ y llamaban a producir un uso alternativo del diritto –es decir,
una teorización transformadora del derecho burgués, un marxismo jurídico que
fuera instrumental a las luchas obreras– fueron los individuos que,
paralelamente al colapso de las luchas operaistas
en medio de una lluvia de fuego y plomo, comenzaron a fijar su atención
preferencial en los tribunales y a emplear el lenguaje liberal de los derechos
como marco conceptual de su agenda política, desvestida ahora del partisano
lenguaje de clase.
Topografías de los poderes constituyentes para el avance de la movilización subalterna
Las doctrinas jurídicas de la derrota, evidentemente, nada
tienen qué decirle a quienes en diversos rincones del mundo se han alzado
contra el mismo sistema global de explotación y dominación contra el cual se
rebelaron los movimientos populares cuya derrota permitió, a su vez, su
aparición. Su obsesión teórica con la razón judicial les ciega a la comprensión
de la razón popular. Su fijación institucional en los tribunales excluye la
comprensión de las sutiles formas en que el pueblo movilizado, decretando
fácticamente un estado de excepción a través de su capacidad de suspender la
normalidad cotidiana mediante la huelga y la protesta, persigue y logra sus
objetivos, actuando en las condiciones más extremas; en un permanente estado de
emergencia al que le condena el desmantelamiento de las redes vigésimoseculares
de protección social y la mercantilización de la vida toda.
En estas circunstancias, creo que el ciclo de movilizaciones
sociales en curso desafía radicalmente no sólo a las doctrinas jurídicas de la
derrota, sino a la teoría constitucional misma. La teoría constitucional parece
haberse entendido a sí misma desde hace tiempo como un estudio de instituciones
estatales; no como un estudio de la manera en la que el derecho constituye lo
social, es decir, de la manera en que el derecho contribuye a darle a las
interacciones sociales su identidad específica. Por supuesto que la regulación
de las instituciones estatales dotadas de la potestad de crear derecho (es
decir, ejecutivos, parlamentos y tribunales), contenida invariablemente en los
textos constitucionales, forma parte de aquello que contribuye a darle a las
interacciones sociales su identidad específica, de aquello que constituye lo
social; pero no lo es todo, ni es lo central.
No es difícil comprobar que, guiada por sus premisas
teóricas, el derecho constitucional se ha entendido como el derecho de las
instituciones estatales que crean derecho. Desde fines del siglo XIX, demostró
entenderse como un estudio de la relación entre Poder Ejecutivo y Parlamento;
evidencia arqueológica de ello, por así decirlo, es el estudio constitucional
chileno más destacado de dicha época, La
Constitución ante el Congreso de Jorge Huneeus (1879). Y ya he señalado
que, inspiradas por las doctrinas
jurídicas de la derrota subalterna, a fines del siglo XX la teoría
constitucional europea e interamericana comenzó a comprenderse como un estudio
de los tribunales constitucionales.
Lo sorprendente sería darse cuenta de que el camino tomado
por la teoría constitucional y, consiguientemente, por el derecho
constitucional, no solamente le ha impedido dialogar y debatir con el malestar
social, sino que también ha representado una traición a sus orígenes. Con tal
calificativo me refiero específicamente al programa teórico trazado por
Emmanuel Sieyès, quien en su conocido panfleto ¿Qué es el Estado Llano? (1789), distribuido poco antes de las
elecciones de Estados Generales convocada por Luis XVI, buscó no sólo dar forma
y contenido al concepto de poder
constituyente, sino que también buscó identificar las condiciones
materiales que harían posible el ejercicio de dicho poder por parte del Estado
Llano. Harían bien los constitucionalistas en leer más a menudo este texto
fundacional; les recordaría que su disciplina nace de manera insurreccional,
lejos de los oropeles y la vanagloria con que muchos buscan hoy distinguirse.
Resumiré brevemente el argumento de Sieyès caracterizándolo como un argumento
de economía política: dado que el Estado Llano desempeñaba la totalidad de los
oficios productivos que hacían funcionar a Francia, y dado que también servía
la totalidad de las funciones públicas que hacían funcionar al estado francés, entonces
el Estado Llano tenía la posibilidad fáctica, y por lo tanto el derecho, de
imponerle al 1% restante de la población sus propias condiciones sobre el
ejercicio del poder político y sobre las características del orden social en
que vivían. Ese argumento, por cierto, sigue estando vigente.
Aquello que perduró de la Revolución Francesa, las ideas de
libertad negativa e igualdad formal que encontraron su máxima consagración en
el Código Civil francés de 1804 promulgado a iniciativa de Napoleón, demostró
cuál de los elementos integrantes del Estado Llano prevaleció: la burguesía, el
estamento que se caracteriza por derivar su sustento del control de los
recursos productivos. Ese control le fue garantizado mediante el régimen de la
riqueza contenido en dicho Código, régimen estructurado en torno a concepciones
individualistas de la propiedad, concepciones patriarcales de la familia y la
herencia, y concepciones liberales de la contratación. En cambio, fue relegada
a un lugar subalterno aquella parte del Estado Llano caracterizada por derivar
su sustento de su propio trabajo, la clase trabajadora; la subalternidad de
dicho segmento fue tal, que la Revolución le prohibió su organización autónoma
mediante la famosa Ley Le Chapelier de 1791, mientras que su existencia misma
fue invisibilizada jurídicamente por un largo tiempo, situación que se subsanó
recién en el tránsito del siglo XIX al XX mediante la promulgación de
regulaciones laborales. Lo paradojal es que, en la realidad social posterior a
la Revolución, la clase trabajadora siguió ocupando la posición del Estado
Llano en el sentido de que es el segmento social más numeroso y vital; aquel
cuyo sudor mantiene funcionando las estructuras productivas e institucionales
de la sociedad. La paradoja se disuelve cuando observamos el innegable poder constituyente que da el control
de los recursos productivos; en particular cuando observamos la capacidad del
dinero, en una sociedad mercantilizada, de reconvertirse en poder político,
estatus simbólico y autoridad epistémica, diversificando así los fundamentos
del poder constituyente de la clase
propietaria.
Ambos segmentos de la sociedad, desde entonces, han cambiado
significativamente su respectiva composición, su configuración material y su
subjetividad. Por ello mismo, sigue siendo urgente continuar la tarea que
realizó en su momento Sieyès: la elaboración de topografías de los poderes constituyentes, de mapas conceptuales
diacrónicos y sincrónicos que le permitan a los movimientos de masas comprender
cuál es la fuente del poder de construcción de realidad que detentan sus
adversarios, y comprender cuál es la capacidad real con la que ellos cuentan
para transformar las demandas que emergen desde su malestar en una positividad,
en un orden concreto, en una constitución.
Elementos de autocrítica
Tras haber criticado a la teoría constitucional
prevaleciente hoy en día en América Latina, he extendido aquella crítica
incluso a la tradición decimonónica y vigésimosecular en esta materia. Por
razones de extensión, no haré aquí el rescate de quienes, trabajando dentro de
la disciplina o en sus cercanías, sí continuaron el programa de Sieyès, como
Rudolf Jhering, Ferdinand Lasalle, Leòn Duguit, Maurice Hariou, Rudolf Smend,
Hermann Heller, Carl Schmitt, y, sobre todo, Constantino Mortati. Tampoco
intentaré aquí demostrar que también debe contarse entre quienes continuaron el
programa de Sieyès a Karl Marx, Lenin, Rosa Luxemburg y Antonio Gramsci, entre
otros teóricos revolucionarios. Lo que en cambio quisiera hacer en el espacio
restante es sumar, a la crítica del trabajo de otros, una crítica a mi propio
trabajo; esto es, a la respuesta que he dado anteriormente, específicamente en Hegemonía y Nueva Constitución (de ahora
en adelante, HyNC), a las siguientes
preguntas: ¿cómo comprender teóricamente la naturaleza del conflicto sobre lo
constitucional que está librándose en Chile? ¿Qué esquemas conceptuales pueden
ofrecer caminos para comprender la demanda de un movimiento de masas que exige
no sólo participación política, sino que también cuestiona el régimen de la
riqueza y del bienestar social existente, y que discute el lugar que la
educación ocupa en la organización de la sociedad?
Mi camino en aquella publicación consistió en sostener que
toda constitución es expresión de la hegemonía existente en la respectiva
sociedad, entendiendo por hegemonía un conjunto históricamente construido de
relaciones de dominación y subalternidad. Esta definición iba acompañada por
una categorización sobre cuáles relaciones sociales son aquellas que forman
parte fundamental, constitutiva, del entramado de relaciones sociales
relevantes para estos efectos. Lo que sostuve al respecto fue que las
relaciones sociales relevantes para estos efectos eran aquellas que estaban
posibilitadas por y encarnadas en diversas formas de desigualdad económica,
crática, simbólica y epistémica entre los grupos o clases que componen la
sociedad en un momento determinado. La desigualdad económica involucra la
existencia de distintas fuentes económicas para sustentar las funciones
biológicas y la satisfacción de necesidades sociales; hay quien se sustenta y
se satisface mediante el sudor de su frente, mediante su trabajo, y hay quien
se sustenta y se satisface gracias a que controla determinados recursos
materiales. La desigualdad crática,
neologismo que construí a partir del griego kratos,
implica que existen desigualdades de poder, es decir, de la posibilidad de
tomar decisiones que obligan a otros a nivel macrosocial, microsocial e
individual. La desigualdad simbólica es desigualdad de estatus, entendido como
el prestigio que una determinada categoría de sujetos considera que merece, y
que otros le reconocen, en virtud de redes culturales de significado
compartido. La desigualdad epistémica, por último, es desigualdad de autoridad,
desigualdad en la condición de legítimo emisor de contenidos comunicativos
considerados por otros como relevantes.
En HyNC construyo
esta categorización cuádruple de la desigualdad, es decir de la dominación y la
subalternidad, a través de una detenida lectura del clásico pasaje de Quaderni del Carcere donde Antonio
Gramsci formula su teoría sobre los intelectuales orgánicos. Mi concentración
en dicho texto, creo, oculta el rol de una fuente adicional, que en cierto
sentido es incluso más interesante, pues no se trata de un único texto con
afirmaciones congeladas en el tiempo, sino que se trata de un devenir
intelectual. Esto queda más claro si uno piensa en que parte de la crisis
intelectual del marxismo occidental en los años 80’ consistió en la acusación,
levantada por los feminismos y la teoría racial crítica, de que la matriz
economicista del marxismo le había impedido a la izquierda comprender
problemáticas distintas a la explotación económica. Esa acusación era correcta
en cuanto ella apuntaba a una insuficiente teorización de las relaciones entre
distintas formas de desigualdad; y los escritos de Gramsci siempre habían
ofrecido elementos para pensar en esas relaciones y para construir esa teoría.
Ahora bien, los escritos de Gramsci, como he dicho, estaban
ahí, disponibles; pero había que ponerlos a caminar. Hubo quienes hicieron ese
esfuerzo en los 80’, mientras que otros decidieron no sólo caminar sino también
emprender la marcha, abandonando la vieja matriz conceptual marxista en lo que
Ellen Meiksins Wood llamó el “abandono de la clase” (retreat from class). Y justo en ese momento, ocurrió la caída del
Muro, desencadenando una nueva crisis para el marxismo, ya no intelectual sino
política y, por ello, existencial. La pregunta en los 90’ parecía ahora ser la
inversa; la pregunta ya no era si había que complementar la preocupación
marxista por la desigualdad económica, sino si valía la pena seguir preocupados
de lo económico. La respuesta predominante en los 90’ parecía ser que lo único
importante eran las identidades, la política del reconocimiento.
Por eso es tan importante el diálogo filosófico entre Axel
Honneth y Nancy Fraser en torno al reconocimiento, publicado en 2003. Allí
Honneth insistió en su tesis de que la noción de reconocimiento, en contraste
con el uso que se le dio en los debates públicos de los 90’s sobre
discriminación racial y sexual, puede ser utilizado para conceptualizar de
manera unitaria todos los casos en que se le deniega a un miembro de la
sociedad la satisfacción de alguna necesidad fundamental. Para Honneth, todas
las demandas por justicia social pueden ser entendidas como demandas por
reconocimiento. Esa alternativa teórica me parece válida, y de hecho la sigo en
HyNC. Pero si asumimos la noción de
reconocimiento como una matriz teórica ampliamente abarcativa, entonces
adquiere plena validez la insistencia de Fraser de distinguir analíticamente
entre una dimensión material, económica, y una dimensión simbólica, cultural,
de las demandas por justicia social, de las demandas por reconocimiento, y de
asumir que ambas demandas son igualmente importantes en la lucha por la
justicia social. Habría que hablar, entonces, sintetizando los aportes de
Honneth y de Fraser, de demandas por reconocimiento económico y demandas por
reconocimiento simbólico, ambas con derecho a gozar de un estatus igual en la
agenda de la izquierda. Tamvién habría que agradecerle a Fraser, así como
también a Iris Marion Young, ambas teóricas feministas, el haber restablecido
sensatez en la filosofía política surgida durante los 90’, dispuesta como
estaba a olvidarse de la desigualdad económica.
Ahora bien, Fraser, en su contribución a dicho debate, había
mencionado además un tercer eje, la participación política; sin embargo, no
llegó ahí a hablar de la necesidad de que la perspectiva filosófico-política de
la izquierda fuese triple. Ese elemento, sin embargo, estaba ahí, invocado
insistentemente en entrevistas que Fraser dio en torno a la época del libro con
Honneth. Fue tan sólo en un posterior libro, en Scales of justice, publicado en 2009, donde Fraser dio un paso
adelante y argumentó a favor de una teoría tridimensional de la justicia, que
incluyera simultáneamente demandas económicas, demandas simbólicas, y demandas
políticas por participación. Me parece que con ese paso, Fraser hizo una gran
contribución al debate filosófico.
Sin embargo, el punto al que ella llegó, el enfoque
tridimensional de la justicia, me siguió pareciendo insuficiente cuando me puse
a pensar en este asunto durante la redacción de HyNC. De ahí la importancia que en mis reflexiones tuvo el pasaje
ya citado de Gramsci sobre los intelectuales, y de ahí el rol protagónico que
le asigno en mi libro. Pues Gramsci no sólo estaba consciente de que las luchas
económicas, las luchas simbólicas, y las luchas políticas, si bien son
conceptualmente distinguibles entre sí, están íntimamente relacionadas entre
sí. También estaba consciente de que había una cuarta dimensión también
analíticamente diferenciable pero íntimamente relacionada también, la dimensión
de ser productores de información, de opinión, y en última instancia, de verdad;
dimensión encarnada paradigmáticamente en los intelectuales, pero en última
instancia extendida por toda la sociedad, dado que, como el propio Gramsci lo
dice, todos somos intelectuales y todos somos filósofos. Esta preocupación por
lo epistémico tiene una vieja tradición en el pensamiento occidental; que
comienza con la distinción romana entre potestas,
el poder socialmente reconocido, y auctoritas, el saber socialmente reconocido,
y avanza con la idea atribuida a Francis Bacon, y actualizada por Michel
Foucault, de que el saber es poder. Esta preocupación por lo epistémico como un
asunto de justicia social se renueva constantemente a nivel microsocial cada
vez que nos enfrentamos a una disputa sobre hechos entre un sujeto privilegiado
y un sujeto subalterno; por ejemplo, entre un policía blanco y un adolescente
negro en donde se discuten las condiciones en que este último fue arrestado, o
entre un jefe hombre y una empleada mujer en que se discute si efectivamente
aquel la acosó sexualmente. ¿A quién escuchamos? ¿A quién le creemos? A nivel
macrosocial, ¿qué narrativas sobre la realidad prevalecen en la esfera pública?
¿Aquellas producidas por los vencedores, o aquellas murmuradas por los
derrotados? Todas estas son problemáticas que están causalmente muy vinculadas
con lo crático y lo simbólico, es decir, con el poder y con el estatus; pero,
así y todo, son problemáticas que no son reducibles conceptualmente a lo
crático y a lo simbólico, así como tampoco lo económico es reducible a lo
político, ni viceversa. Todo esto, creo, puede ser extraído del texto de
Gramsci sobre los intelectuales.
Por otro lado –y aquí comienza la crítitica de mí mismo
propiamente tal– en HyNC también
sostuve que había que deconstruir la noción de Constitución para identificar
tres versiones de ella: la constitución normativa, la constitución política, y
la constitución social. La constitución normativa consistiría en la regulación
dictada por un legislador extraordinario, el
poder constituyente, que determina las condiciones para la producción de
nuevas normas y establece los objetivos o fines que dichas normas ulteriores
deben realizar; la constitución política correspondería a aquellas normas e
instituciones que determinan las condiciones del proceso político; la
constitución social, finalmente, corresponde a aquellas normas e instituciones
que determinan las circunstancias que facilitan o dificultan que un grupo se
constituya como un agente colectivo al codificar e institucionalizar –o
reconocer y proteger– los intereses que lo definen en sí.
Ahora bien, desde que publiqué HyNC he intentado refinar mis categorías conceptuales, esfuerzo que
también ha afectado la terminología que empleo hoy en día. Refinar, sin
embargo, implica dejar algo atrás, y eso involucra estar dispuesto a criticar
con precisión aquello que uno mismo ha hecho. En el curso de ese ejercicio
llegué a convencerme de la inadecuación de algunas definiciones teóricas allí
formuladas.
Comenzaré volviendo a la distinción entre constitución
normativa, constitución política, y constitución social. Recientemente he
llegado a la convicción de que, así formulada, esta categorización es inadecuada.
Examinemos la categoría de “constitución normativa”. Mi objetivo al identificar
la existencia de una constitución normativa era el de evidenciar que parte de
aquello que denominé “constitución social” y “constitución política” podía no
estar en el texto constitucional, sino encontrarse en leyes como el Código
Civil o en la Ley de Votaciones y Escrutinios Populares. Pero esa precisión, en
realidad, era innecesaria; al menos, en la medida en que reconozcamos que el
jurista siempre tiene que reconstruir el sistema jurídico a partir de los
retazos producidos por el legislador. En otras palabras, dado que nunca los
textos jurídicos hablan por sí mismos, y dado que siempre es necesaria una
intervención adicional, quien busca reconstruir las reglas y principios de que
se compone lo constitucional (el así llamado derecho constitucional) siempre
tiene que contemplar la posibilidad de que, en su reconstrucción, segmentos del
texto constitucional queden fuera y segmentos contenidos en la legislación sean
incluidos. Puede que los juristas no estén conscientes del constructivismo que
su profesión implica; puede incluso ocurrir incluso que por razones
oportunistas, por razones de autoridad y, por ello, de poder, decidan no
decirlo en público; pero eso ya no es un problema teórico sino práctico,
incluso ético. La categoría de constitución normativa, en definitiva, es
teóricamente innecesaria.
Quedan dos categorías: la constitución social y la
constitución política. ¿Qué relación mantienen entre sí? Cuando formulamos la
pregunta de esta manera, resulta fácil darse cuenta de dos cosas. En primer
lugar, ¿por qué la constitución social tiene en mi categorización original un
estatus o posición similar a la constitución política? ¿No debiera más bien
haber una cierta jerarquía entre ambas? Pensemos que el estudio de la hegemonía
es el estudio del conjunto de las relaciones desiguales que tienen un carácter
central, definitorio, constitutivo del orden concreto en cuestión. Y lo que
sostengo al distinguir estas cuatro dimensiones de la hegemonía, las
dimensiones económica, crática, simbólica y epistémica, es que todas ellas dan
contenido a las relaciones existentes dentro de un orden concreto; por lo
tanto, lo que ocurre aquí es que el amplio campo de la desigualdad social, de
la hegemonía, contiene dentro de sí formas específicas de desigualdad.
Al presentar de tal manera esto, entonces el concepto de constitución
social o, reformulado terminológicamente, de constitución de lo social,
adquiere una relación muchísimo más directa y más clara con el concepto de
hegemonía; la constitución de lo social es la proyección jurídica e
institucional de la hegemonía existente. Con eso, el concepto de constitución
de lo social adquiere prioridad conceptual respecto del concepto de constitución
política; la constitución política forma parte de la constitución de lo social,
pues la constitución política corresponde a la constitucionalización de las
relaciones desiguales de poder que constituyen lo social. La constitución
política es una especie que pertenece al género de la constitución de lo
social.
En segundo lugar, y sobre todo una vez que hemos dado ese
paso, situando a la constitución política como un elemento integrante de la
constitución de lo social, es fácil darse cuenta de que en la categorización
que había ofrecido en HyNC había un
desequilibrio, una asimetría, respecto de mi definición de hegemonía, la que,
recordemos, entendí como un conjunto de relaciones desiguales o, más
sencillamente, de desigualdades materiales, cráticas, simbólicas y epistémicas.
¿Por qué hablé tan sólo de una constitución política? ¿Qué pasa con las
desigualdades económicas, simbólicas y epistémicas? ¿Dónde quedaron? ¿Por qué
veo la necesidad de decir que hay una constitución política y no también que
hay una constitución económica, o una constitución simbólica, o una
constitución epistémica? Pareciera ser, de hecho, que esas categorías reclaman
nacer a la vida de la teoría constitucional. Es necesario que el estudio de la
constitución de lo social acometa, de manera simultáneamente y integrada, el
estudio de la constitución económica de
lo social, de la constitución crática de lo social, de la constitución
simbólica de lo social, y de la constitución epistémica de lo social. Cada una
de esas dimensiones pueden servir como caminos investigativos en su propio
mérito, o bien pueden ser invocadas al hablar de problemáticas específicas, tal
como las transformaciones contemporáneas del régimen de lo sexual.
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Fernando Muñoz León |
En definitiva, lo que sostengo es que el constitucionalismo,
en la medida en que esté interesado en comprender la producción y mantención de
un orden concreto, de una positividad históricamente existente, debe buscar
comprender las fuerzas que hacen posible su existencia, y que no son otras que
las fuerzas económicas, cráticas, simbólicas y epistémicas que inscriben en la
sociedad patrones de dominación y de subalternidad. Debe ser un estudio no de
las instituciones estatales, sino de la constitución de lo social. Debe estudiar
aquello que Constantino Mortati llamó en 1940 la constituzione in senso materiale. El Mortati de 1940 glorifica
dichas relaciones; mis coincidencias analíticas con él no me llevan a abrazar
su compromiso político con la dominación. En ese sentido, sigo creyendo que el
autor italiano que resulta de mayor importancia para la teoría constitucional
no es otro que el Antonio Gramsci que, desde las entrañas de la cárcel
fascista, nos legó suficientes elementos de análisis para construir teorías
constitucionales contrahegemónicas.
Este texto se basa en
una exposición que el autor presentará el 5 de julio de 2016 ante el Seminario
Doctoral de la Scuola di Giurisprudenza de la Università di Bologna.
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