◆ Patrick Iber
propone el concepto de “gramscianismo
irónico” para reinterpretar las lealtades políticas del intelectual
latinoamericano en la Guerra Fría
Al choque intelectual de la Guerra Fría se han dedicado muchos estudios en las dos últimas décadas. La caída del Muro de Berlín y el colapso del bloque soviético produjeron visiones de aquella confrontación que oscilaban entre el triunfalismo liberal de François Furet en El pasado de una ilusión (1995) y la “reactivación” de Lenin que ya podía leerse en El acoso de las fantasías (1997), uno de los primeros libros de Slavoj Žižek. Después de La CIA y la guerra fría cultural (2001), de Frances Stonor Saunders, el último libro del historiador Patrick Iber es la más seria, documentada y flexible reconstrucción de la querella ideológica entre democracia y comunismo, especialmente en América Latina, durante la segunda mitad del siglo XX.
A diferencia de Saunders, que siguiendo la tradición de la
izquierda comunista centró su análisis en el financiamiento de la CIA a las
publicaciones e instituciones liberales de Occidente, Iber se interesa además
por la filantropía rival, agenciada por Moscú y que llegó a tener una presencia
más sólida de lo que se cree en el Tercer Mundo y especialmente en América
Latina.
Pero la apuesta analítica de Iber, sustentada en una exhaustiva exploración de fuentes primarias, busca complementar la trama financiera de las redes intelectuales de la Guerra Fría con un mayor discernimiento de las ideas en juego, sobre todo, dentro de la izquierda no comunista latinoamericana, de raíz nacionalista revolucionaria o populista, que jugó un papel protagónico en aquellas disputas.
Como eje de la narración, Iber toma el antagonismo de dos instituciones, el Consejo Mundial de la Paz y el Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC). Ambas asociaciones surgieron a fines de los años cuarenta, cuando se quiebra la alianza antifascista: la primera, propiciada y financiada por la Unión Soviética y el campo socialista, y la segunda, por Estados Unidos, la cia y varios gobiernos europeos y latinoamericanos. Las raíces de ambos movimientos intelectuales se encuentran en las redes estalinistas y antiestalinistas de los años treinta, del Comintern, el trotskismo o la iv Internacional, y de la reformulación paralela de la socialdemocracia y la democracia cristiana en Europa y América. La tesis de Iber favorece la interpretación de que la disputa intelectual de la Guerra Fría fue escenificada por distintas ramas de la izquierda más que por una tensión binaria entre derecha liberal e izquierda comunista.
El peso del catolicismo, el conservadurismo o el
anticomunismo más reaccionarios, en la órbita del CLC, fue casi imperceptible.
En América Latina, trotskistas como Victor Serge y Julián Gorkin, exiliados en
México en la década de los cuarenta, académicos o letrados liberales como
Daniel Cosío Villegas, Alfonso Reyes, Jorge Mañach, Jaime Benítez o Germán
Arciniegas, o “socialistas democráticos” de los sesenta como Emir Rodríguez
Monegal, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o Jorge Edwards,
ocuparon el centro de aquellas polémicas. Iber destaca la visibilidad que
alcanzaron en la plataforma del CLC algunos apristas eminentes como el peruano
Luis Alberto Sánchez o, luego, una franja de la democracia cristiana
identificada con las premisas del Concilio Vaticano ii.
En América Latina, las antinomias doctrinales de la Guerra
Fría se veían mediadas por las tradiciones ideológicas y el mapa político de la
región. Eso producía, en muchos casos, una contradicción entre las prioridades
de la CIA y los posicionamientos de la intelectualidad pública antitotalitaria.
La reacción contra el golpe de Estado que derrocó el gobierno guatemalteco de
Jacobo Árbenz, en 1954, fue un buen ejemplo. El golpe fue diseñado y organizado
por la cia y, sin embargo, el CLC y la alianza de nacionalistas
revolucionarios, contra las dictaduras de Pérez Jiménez, Rojas Pinilla,
Batista, Trujillo y Somoza, conocida como Legión del Caribe, se solidarizaron
con Árbenz y se opusieron firmemente al régimen de Castillo Armas. La revista Humanismo,
fundada en México por el aprista peruano Mario Puga y dirigida entonces por el
marxista antiestalinista cubano Raúl Roa, que recibió apoyo del CLC, condenó el
golpe de la CIA y la derecha militar en Guatemala.
Lo mismo podría decirse de la experiencia de Mundo Nuevo, la revista fundada por Emir
Rodríguez Monegal en París, en 1966, y que se convirtió en el órgano principal
del boom de la nueva novela latinoamericana. La publicación fue financiada por
el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales, un desprendimiento
del CLC, y por la Fundación Ford. Pero su línea editorial se inscribió, en
buena medida, en el horizonte de la Nueva Izquierda: denunció las guerras de
Vietnam, Laos y Camboya, se solidarizó con los movimientos de descolonización
de Asia, África y América Latina, y se opuso a la política hostil de Estados
Unidos hacia la Revolución cubana. Libre, una revista sucesora de Mundo Nuevo, también fundada en París,
en la que colaboraron los mayores narradores del boom, respaldó el gobierno de
Unidad Popular de Salvador Allende en Chile y rechazó el golpe de Estado de
Augusto Pinochet, aunque a la par denunció el encarcelamiento del poeta Heberto
Padilla y la represión de intelectuales disidentes en Cuba.
En el momento de mayor calentamiento de la Guerra Fría, en
los años sesenta, estos desencuentros entre los dineros y las ideas de las
filantropías enemigas llegaron a extremos paradójicos. Pablo Neruda, figura
central del comunismo intelectual en América Latina, artífice del estalinista
Congreso Cultural Continental de Santiago de Chile en 1953, combatido por
trotskistas y liberales, participó en una sonada reunión del Pen Club de Nueva
York, en 1966, junto a Emir Rodríguez Monegal y Carlos Fuentes, en la que este
último llamó a enterrar la Guerra Fría en la literatura. La colérica reacción
del gobierno de Fidel Castro contra Neruda puso en evidencia que la Guerra
Fría, en América Latina, había entrado en una fase de radicalización ideológica
en la que no solo la socialdemocracia sino el propio comunismo prosoviético
podían ser acusados de “cómplices” del imperialismo yanqui.
Esa fase, sin embargo, fue lo suficientemente breve como
para que en 1971 la ideología del Estado cubano reafirmara su alineamiento con
la urss y englobara dentro del intolerable y reprimible “revisionismo de
izquierda” las ideas de mayo del 68, el maoísmo, el estructuralismo, el
marxismo social británico, la Escuela de Fráncfort e, incluso, el guevarismo.
No es extraño que en esos mismos años, en que se sella el acoplamiento de Cuba
al socialismo real, Ramón Mercader, el asesino de León Trotski, recibiera asilo
en La Habana y que las instituciones y leyes del régimen cubano adoptaran
algunos principios centrales de la constitución soviética de 1936, redactada
por Stalin. También en La Habana de los años setenta se llegó a escuchar la acusación,
descrita por Iber en su libro, del trotskismo como “operación intelectual” de
la cia.
Iber relata estos episodios con precisión y soltura,
eludiendo la mentalidad maniquea que todavía rige las visiones de aquel
conflicto en la izquierda autoritaria latinoamericana. En un reflejo bastante
nítido del dilema Sartre-Camus en Francia, muchos escritores latinoamericanos,
entre las décadas de los cincuenta y ochenta del pasado siglo, comenzaron
defendiendo un modelo de intelectual comprometido, leal a las instituciones del
comunismo internacional, y terminaron cuestionando el legado estalinista,
criticando los socialismos burocráticos de la Unión Soviética y Europa del Este
y defendiendo el tránsito a la democracia en la región. Al final, aquel desplazamiento
parecía suscribir la herencia no siempre reconocida de Antonio Gramsci, que
había pensado el “intelectual orgánico” como un sujeto inmerso en una sociedad
civil y una esfera pública concretas y no como el mero ventrílocuo de un
partido o un gobierno.
Patrick Iber propone el concepto de “gramscianismo irónico” para reinterpretar las lealtades políticas
del intelectual latinoamericano en la Guerra Fría. Entiendo la sugerencia como
la admisión de que en ambos lados –si es que se puede hablar, únicamente, de
dos lados– se verificó una mezcla de “coerción” y “consenso” o de intereses y
valores. Pero también como un exhorto a repensar la acción política de los
intelectuales, abandonando las rígidas nociones de compromiso y neutralidad,
realismo y esteticismo, que con frecuencia nublan el debate. La imagen de la
Guerra Fría cultural como una alternativa entre la “paz” de Moscú y la
“libertad” de Washington es un mito. Lo que fue y sigue siendo una realidad es
la función de las ideas democráticas en la ampliación de los derechos
ciudadanos bajo regímenes cerrados o abiertos.
Patrick Iber: Neither peace nor freedom. The cultural Cold
War in Latin America. Cambridge, Harvard University Press, 2015, 336 pp.
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