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Antonio Gramsci ✆ Tullio Pericoli |
Por extensión, los intelectuales orgánicos eran figuras que aun gozando de una
“autonomía relativa”, contribuían a “cimentar” –la del “cemento” es una metáfora
importante en Gramsci– lo que llamaríamos vida partidaria. Esta dicotomía
gramsciana no es lo más atractivo de su obra y lo demuestra el uso al que se
asistió en las últimas décadas en torno a esta lectura, para festejarse lo
“orgánico” (noción que Gramsci tomó de Durkheim, como tantas otras,
dejándola a sus espaldas, sin hacerla objeto de deliberadas insistencias). Lo
orgánico se empleaba en tanto prueba de fidelidad a un sentido predeterminado
de la historia, el “ascenso de un partido”, de una “clase”, etc. Siempre me
pareció mejor el destino del intelectual tradicional, y en este sentido Gramsci
es también un “intelectual tradicional”, con la diferencia de que su
característica principal, a diferencia de lo que dice Manguel, es la de
ser alguien que sí es “interrumpido” por el conflicto social. Personalmente
agrego para esta interesante figura del intelectual tradicional, quien trabaja
con los legados permanentes, que debe tener “ética de izquierda”, como se sabe,
una noción del joven Lukács.
No hay continuidad existencial y vital entre el intelectual
tradicional y el orgánico, pues el primero es el intelectual amenazado,
poseedor de un legado, que asombrosamente, en medio de su libertad ética,
puede retomarse o transfigurarse con diversas definiciones sociales avanzadas.
Un Erza Pound en un sentido, un René Char en otro. Eran intelectuales
“tradicionales”. Borges mismo lo era, lo que le permitió ser avanzado en sus
fantasmagorías y decir lo que políticamente es conocido de él. La oculta politicidad
permanente, trágica y prodigiosa que existe en su obra no habría sido posible
si no hubiera sido creíble su condición “tradicional”, es decir, heredero de
Berkeley tanto como de Macedonio, de Groussac como de Coleridge, de José
Hernández como de Stevenson.
En la Argentina, como todos sabemos, se leyó mucho a
Gramsci, más que en Francia y casi tanto como en Italia. Manguel lo leyó en
inglés, Prision notebooks, An Antonio
Gramsci Reader: Selected Writings, lo que no significa otra cosa que el
modo diversificado en que se difundió el creador del Moderno Príncipe en todas las lenguas. Pero indica, además, una
ajenidad que desterritorializa sin dejar nunca de ser saludable, también una
opción de lectura que en los procedimientos de Manguel apuntan a otros rendimientos
conceptuales. Pues no carece de interés, por ejemplo, el pensar, a la manera
borgeana, que el sistema de enunciaciones de esta suerte de humanidad literaria
lectora y secretamente comunicativa tiene un recóndito eco de voces que
acompañan cualquier dicho o enunciación. Una red que subyace con toda clase de
citas dispersas que un imprevisto imán siempre atrae. Así, Manguel ve un
eco inconsciente de Hamlet en la frase gramsciana sobre si es preferible la
conciencia crítica o, en cambio, poseer una conciencia despojada del propio
acto de autorreflexión. Veo aquí un verdadero interés en el procedimiento de
Manguel. Es el cuidadoso moldeado de cerámica con el que elabora sus obras, que
implica el refinamiento de la relación “por ecos” de todo el tejido
significativo del espíritu literario de la humanidad. Se persigue el sujeto
metafórico, a través de pequeñas perlas atemporales, sea en La Biblia o en Gilgamesh, sea en la Divina
comedia de Dante o en el Ulises
de Homero, en un océano de textos en el que se pescan, algo benjaminianamente,
prendas que poseen las secretas alquimias con las que se atraen, a pesar de su
supuesta heterogeneidad y distancia de siglos.
Así procede Manguel, pues, con el “eco” del famoso monólogo
de Hamlet sobre si son preferibles los sórdidos dardos de la fortuna o el mar
de adversidades. La imperecedera frase del famoso monólogo: “¿Qué es más noble
para el alma sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna o tomar las
armas contra un mar de adversidades y oponiéndose a ella, encontrar el fin?”,
puede aparecer, entonces, a la par de las consideraciones de Gramsci sobre la
cuestión de la alternativa intelectual: o la pasividad del sentido común o
la pedagogía de la conciencia crítica. He aquí la frase de Hamlet en el cuerpo
de Gramsci. Creo así ejemplificar adecuadamente sobre el método de trabajo de
Manguel, laborioso, de una delicada puntillosidad. Se halla sumergido en un mar
de búsquedas en el interior del yacimiento de la cultura más encumbrada
de todos los tiempos. El resultado es una historia de la lectura amena y
encantadora, sostenida en un fervor de pesquisas en torno a rarezas icónicas y
textuales, munido de un grato microscopio leibnitziano. Este tipo de cruces
inesperados y escuchas sutiles del “eco de los muertos” convertidos en
hallazgos textuales es familiar a todo lector de Borges, de Lezama Lima o de
Aby Warburg. En la Argentina, muchos otros lo practican con solvencia y
adecuado dramatismo. Bienvenido, señor Manguel, a este diálogo entre
“intelectuales tradicionales” pero “interrumpidos”. Sólo que como antecesor
suyo en el que cargo que en algún momento ocupará, le propongo que piense
detenidamente en no permitir que se use su prestigio internacional para
justificar indebidos y reprobables despidos del personal de la Biblioteca, que
en estos años hizo notables progresos que se desean ocultar bajo insinceros
pretextos, propios de oficiales censores, encargados de groseras tareas de
limpieza.
[*] Nota del editor:
Se refiere a Alberto
Manguel (Buenos Aires, 1948) quien es un escritor, traductor y editor argentino-canadiense que
escribe generalmente en inglés, aunque a veces lo hace también en español.
Título original: “Intelectuales tradicionales”
Título original: “Intelectuales tradicionales”
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