Adriano Erriguel | El gran
tablero –decía Zbigniev Brzezinski– Rusia es la pieza a batir. El juego se llama hegemonía. Mal se
comprenderá el sentido de la nueva “guerra fría” si no se la sitúa en el
contexto de una batalla global por la hegemonía. Antonio Gramsci daba una
definición precisa de ese término. “Hegemonía”
es –según el teórico italiano– “el
dominio que no es percibido como tal por aquellos sobre los que se ejerce”.
La hegemonía no necesita ser enfatizada ni declarada, existe como un hecho, es
más implícita que expresamente declarada. El liberalismo occidental – desde el
momento en que hoy es percibido como la realidad objetiva, como la única
posible – es una forma de hegemonía. La otra forma, complementaria de la
anterior, es la hegemonía norteamericana.
La hegemonía cuenta hoy con dos instrumentos principales.
Uno de ellos es la proyección del poder político, económico y militar de
Estados Unidos como gendarme universal y como “imperio benéfico”. Es el
unipolarismo reivindicado sin tapujos por los neoconservadores
norteamericanos. La otra manera – tanto o más efectiva a la larga – es la
“globalización” entendida como diseminación de los valores occidentales. Se
trata, ésta, de una “hegemonía disfrazada”, en cuanto no se ejerce en nombre de
un solo país, sino en nombre de unos códigos supuestamente universales pero que
sitúan a Occidente en la posición de “centro invisible”.[1]