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Mariposa ✆ Eduardo Cardozo |
Roberto López Belloso | ¿Tienen sentido las ideas de hegemonía,
intelectual orgánico o guerra de posiciones, en tiempos que parecen haber
difuminado los límites de productor y consumidor de artefactos culturales, de
mensajes políticos y de información; en tiempos donde la inteligencia no define
un estamento al servicio o en contra del poder, sino una cualidad de los
teléfonos?
Demencia. Eso argumentó la defensa para pedir la absolución
de Dios. En cambio la fiscalía arremetió con una avalancha de pruebas en su
contra. Bastaba con mirar el mundo, o el barrio, para darse cuenta de que era
culpable de asuntos de lesa humanidad.
Un hombre con aspecto de profesor amable fue el encargado de
llevar adelante el proceso. Calvo y con barba de candado, algo más alto que
Lenin, en todo caso más erguido en esas fotos que los muestran juntos. Su
historia, la de Anatoli Lunacharsky, es conocida en esta parte del mundo,
principalmente porque la narró Eduardo Galeano en una de las pastillas de Los hijos de los días.
Era 1918. Si alguien dudaba de que la revolución bolchevique iba en serio, debe de haberse quitado las dudas cuando el pelotón de fusilamiento apuntó al cielo y ejecutó la sentencia. Dios no había muerto, como postulaban los nihilistas. Dios había sido ajusticiado por orden de un tribunal revolucionario.
Era 1918. Si alguien dudaba de que la revolución bolchevique iba en serio, debe de haberse quitado las dudas cuando el pelotón de fusilamiento apuntó al cielo y ejecutó la sentencia. Dios no había muerto, como postulaban los nihilistas. Dios había sido ajusticiado por orden de un tribunal revolucionario.
No es raro que el mismo Lunacharsky haya sido el impulsor de
Proletkultur, esa usina de las
vanguardias artísticas rusas. Este dramaturgo poco talentoso, y que a pesar del
sonado proceso parece haber tenido poca madera para el comisariato político, sí
sabía que una revolución, para consolidarse, debía ganar la guerra cultural.
No usaba la palabra “hegemonía”. Ni él ni su jefe, Lenin. De
hecho ni siquiera el creador del término, Antonio Gramsci, la usaba “en sentido
gramsciano” en sus primeros escritos. Menos ha de extrañar entonces que Lenin,
focalizado en las cosechas, la electrificación de lo inconmensurable, la
industrialización incipiente, y en echar un ojo a Trotsky en su guerra de rojos
contra blancos, haya dejado fuera de su radio de acción aspectos tan poco
palpables.
Pero cuando se toman los escritos de Gramsci, un par de
décadas después de las andanzas de Lunacharsky, y se lee al atormentado turinés
nacido en Cerdeña decir que todo ser humano es un intelectual, no sería malo
recordar que aquella Proletkultur del
dramaturgo poco talentoso montó una estructura de más de 80 mil personas
haciendo arte en un país que hasta ese momento había reservado el lado
izquierdo del cerebro para aristócratas y elegidos. Tal vez estaban
construyendo una contrahegemonía al esquema autocrático que se había derrocado.
Eso parece haber entendido Stalin, que terminó con las vanguardias y usó el
zarismo como montura. Eso entendió Gramsci, que escribió a los dirigentes
soviéticos una carta sobre el error que implicaba abandonar ese camino. La
carta nunca fue entregada.
Curtina
En el siglo XXI, en las antípodas de octubre, la primavera
egipcia no fusiló a su divinidad terrena, Hosni Mubarak, que llevaba tres
décadas en el poder. En su lugar, poco tiempo después y varias vueltas de
tuerca más tarde, siguió enquistado el mismo estamento militar que sostenía a
Mubarak. Ese fracaso no responde la pregunta del comienzo, pero ayuda a
desmitificar la falacia de las “revoluciones Twitter”.
Más cerca en el tiempo y el mapa, en la primera mitad del
siglo pasado, una leyenda cuenta algo que habría ocurrido en la localidad
tacuaremboense de Curtina. No había smart
phones, pero sí redes sociales. Un grupo de jóvenes decidió crear la
República Socialista Soviética de Curtina. Para eso emborracharon a los dos
policías del lugar, tarde en la noche convocaron al pueblo en la plaza, e
izaron la bandera roja. Y no pasó más nada. Al día siguiente alguien abrió la
celda antes de que los policías despertaran, alguien bajó la bandera, y pocos
preguntaron qué había sido de aquella flashmob
que había producido un cambio tan profundo en las estructuras de poder como el
que ocurrirá en la primavera egipcia.
Diferente fue Túnez. Ahí el Cuarteto del Diálogo Nacional,
reciente ganador del premio Nobel de la paz 2015, construyó una base de cultura
democrática, gramsciana, y apuntaló las movilizaciones ciudadanas con un
cimiento mucho más sólido y un resultado que, por el momento y a pesar del
desafío yihadista, está siendo mucho
más duradero.
Tahir
La historia de la fallida primavera egipcia la está contando
el periodista Jon Lee Anderson (el nuevo Kapuscinski, como se ha dicho) ante un
auditorio relativamente reducido, en el Centro Histórico de México, a fines de
este mes de octubre, 98 años después de la otra revolución, la que fusiló a
Dios.
Dice que había algo de performance en esas multitudes
convocadas por las redes sociales en la plaza Tahir de Egipto para escenificar
el derrocamiento. Menciona al pasar al ciberejecutivo
que desde uno de los estrados prometía el mundo de la libertad. Ya nadie
recuerda su nombre. Pero era un ejecutivo de Google, así que puede googlearse su nombre: Wael Ghonim.
¿Dónde estaba Gramsci entonces? ¿No debería haberse
producido una “guerra de posiciones”, con aspectos centrales a la hegemonía
cultural de la sociedad egipcia –la educación, la religión, los medios– siendo
tomados uno por uno, como casamatas de un territorio enemigo?
El ejecutivo de Google. No importa que Google y Facebook sean
enemigos. El imaginario occidental necesitaba esa escena. Como necesitaba la
foto trucada del egipcio con la caja de cartón donde estaba escrito Facebook en letras árabes y caracteres
latinos. Era la revolución de las redes sociales. Con un teléfono inteligente
en lugar de un fusil (aunque en las siguientes, en Libia, por ejemplo, habría
de ambos). Smart phones. ¿Los
amplificadores del vacío podían ser también un arma democrática? El areópago
griego parecía reencarnar en Tahir. Todos somos griegos, decía Percy Shelley en
el siglo XIX. La performance de la militancia tecnológica puede ponerle al
comienzo un signo de numeral y transformar esa frase en hashtag, etiqueta para unir todas las conversaciones solitarias, y
al unirlas tomar la primavera árabe, o la defensa de los leones africanos
contra los dentistas de safari, y volverlas causa del día o la semana. El trending topic. La tendencia.
Teherán
La primavera árabe –exceptuando la excepción tunecina– tuvo
su amarga cuota de desilusión. Pero Occidente todavía tenía a Irán. Jon Lee
Anderson, aunque no habla de Gramsci ni de hegemonía, sino de periodismo, pone
ese ejemplo como la cara y contracara de la potencialidad de esas maneras de
saltearse, en unos cuantos clics, años de acumulación de fuerzas y toma de
casamatas.
Los iraníes vieron que las redes sociales eran un
maravilloso canal para dejar de pensar en el control estatal de los medios de
comunicación y convocarse por sí mismos. Pero también lo entendieron los
cuerpos represivos. Así que monitorearon las redes y los propios manifestantes
les dijeron no sólo la hora y el lugar, sino también por qué ruta irían desde
tal o cual barrio. Y los esperaron. Hubo algunos muertos. Otros fueron
encarcelados. Se pasó de la opacidad total –cuenta Anderson– a una inusual
apertura informativa para reconocer, de parte de las autoridades, que sí, había
habido abusos en las comisarías, que sí, tal o cual joven había sido violado en
la celda. Los manifestantes, indignados, twitearon
y reprodujeron esas informaciones. Las autoridades contaban con eso. En una
semana los mismos manifestantes, desde sus redes sociales, habían sido el canal
para propagar el miedo que los servicios de seguridad quisieron propagar.
No eran eslabones de una cadena que la adversidad podría
galvanizar. Eran frágiles hilos de una tela de araña que ni siquiera adhería
bien. Y sin embargo por debajo, lejos de las pantallas, y tal vez ayudada por
los smart phones pero no sólo con los
smart phones, ha de estarse
construyendo la lenta contrahegemonía cultural iraní.
Estarán sus casamatas y sus intelectuales orgánicos. Algunos
del tipo tradicional que conoció Gramsci y por lo tanto pudo conceptualizar.
Otros serán twiteros a sueldo (¿quién
paga las cuentas de Yoani Sánchez, la twitera
cubana?) o entusiastas perfiles de Facebook (¿son espontáneos todos los cíberK en Argentina?). Nuevos exponentes
de una vieja capa, intermediadora, entre el ciudadano y el mensaje. También en
ese terreno se juega la gramsciana guerra de posiciones. Pero no solamente.
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