Adriano Erriguel | El gran
tablero –decía Zbigniev Brzezinski– Rusia es la pieza a batir. El juego se llama hegemonía. Mal se
comprenderá el sentido de la nueva “guerra fría” si no se la sitúa en el
contexto de una batalla global por la hegemonía. Antonio Gramsci daba una
definición precisa de ese término. “Hegemonía”
es –según el teórico italiano– “el
dominio que no es percibido como tal por aquellos sobre los que se ejerce”.
La hegemonía no necesita ser enfatizada ni declarada, existe como un hecho, es
más implícita que expresamente declarada. El liberalismo occidental – desde el
momento en que hoy es percibido como la realidad objetiva, como la única
posible – es una forma de hegemonía. La otra forma, complementaria de la
anterior, es la hegemonía norteamericana.
La hegemonía cuenta hoy con dos instrumentos principales.
Uno de ellos es la proyección del poder político, económico y militar de
Estados Unidos como gendarme universal y como “imperio benéfico”. Es el
unipolarismo reivindicado sin tapujos por los neoconservadores
norteamericanos. La otra manera – tanto o más efectiva a la larga – es la
“globalización” entendida como diseminación de los valores occidentales. Se
trata, ésta, de una “hegemonía disfrazada”, en cuanto no se ejerce en nombre de
un solo país, sino en nombre de unos códigos supuestamente universales pero que
sitúan a Occidente en la posición de “centro invisible”.[1]
Las armas de esta forma de hegemonía son ante todo
culturales. Una gran empresa de exportación de “Occidente” al conjunto de la
humanidad. Quede claro que todo ello no responde a una lógica “conspirativa”
sino sistémica: Occidente es un gran vacío que no puede cesar de expandirse.
“El desierto crece”, que decía Nietzsche. Cuando los países tratan de defender
su relativa independencia, la hegemonía forma su “quinta columna”. Aquí hay una
cierta ironía de la historia. De la misma forma en que la Unión Soviética
utilizaba a los partidos comunistas locales como “quinta columna” para la
subversión del mundo capitalista, los Estados Unidos utilizan hoy a sus
filiales de la “sociedad civil” como agentes de subversión de las sociedades
tradicionales.
Las “revoluciones de colores” o el amago de la “revolución
de la nieve” en Moscú ofrecen ejemplos de manual. Las elites globalizadas y
consumistas, las ONGs engrasadas con dinero occidental, los medios de
comunicación “independientes”, las llamadas “clases creativas” –
burgueses-bohemios, artistas “transgresores”, minorías sexuales organizadas – y
una juventud estandarizada en la cultura de masas, imbuida de una sensación de
protagonismo. Todos ellos pueden ser –convenientemente trabajados por el soft power– eficaces agentes de aculturación.
Esto es, de imposición de los valores y de los cambios deseados desde el otro
lado del Atlántico. Difusión de ideas y valores, ahí está la clave. Los
programas de intercambio académico son tan necesarios como el agit-prop cultural. La formación de elites
de recambio en Occidente es un elemento esencial de todo el proceso.
La batalla del soft
power no consiste en dos ejércitos bien alineados, con fuerzas
disciplinadas lanzándose a la carga. Consiste más bien en una cacofonía en la
que innumerables voces pugnan por ser oídas. De lo que se trata es de orientar el
sentido de esa cacofonía. La clave de la victoria reside en una idea: quien
impone el terreno de disputa, condiciona el resultado. Por ejemplo, si el
terreno de disputa es la dialéctica “valores modernos versus valores
arcaicos”, está claro que el bando que impone esa visión del mundo llevará
siempre la ventaja. Cuando el adversario intente “modernizar” sus valores
–conforme a la idea de “modernidad” suministrada por la otra parte–
estará implícitamente desautorizándose y reconociendo su inferioridad. La
insistencia del soft power occidental
en erosionar una serie de consensos sociales caracterizados como
“tradicionales” se inscribe en esa dinámica: ése es su terreno de disputa.[2]
La fractura del vínculo social
Entre jóvenes y viejos, mujeres y hombres, laicos y
creyentes, “progresistas” y “conservadores”. Los llamados “temas societales”
son un instrumento privilegiado por su capacidad de generar narrativas
victimistas, idóneas para ser amplificadas por el show-business internacional. El objetivo es siempre proyectar
una imagen opresiva, odiosa e insufrible del propio país – preferentemente
entre los más jóvenes y los sectores occidentalizados – y crear una masa social
crítica portadora de los valores estadounidenses.[3]
Se trata de una apuesta a medio o largo plazo que en Rusia
se enfrenta a no pocas dificultades. La desintegración de la Unión Soviética
coincidió con un vacío de valores que dio paso al cinismo, a la degradación
moral y a una asunción acrítica de los códigos de Occidente. Los oligarcas
apátridas fueron la manifestación de ese “capitalismo de frontera” que sería
reconducido, en tiempos de Putin, hacia una especie de “capitalismo nacional”.
Pero la memoria es todavía reciente. La ofensiva occidental de “poder blando”
es percibida, por gran parte de la población rusa, como un intento agresivo de
revertir el país hacia los años de Yelstin: la época de los “Chicago boys”, de los odiados oligarcas
y del caos social.
La realidad es que Rusia ha tenido su dosis de revoluciones.
Los intentos de generar entre los rusos el desprecio por su propio país y el
deseo mimético por Occidente chocan contra un muro de resistencia popular.
Decía el líder socialista Jean Jaurès: “para
quienes no tienen nada, la patria es su único bien”. Seguramente la
hegemonía necesitará, para remodelar un país a su deseo, algo más que una
revuelta de los privilegiados. La tentación es entonces pisar el acelerador.
La ofensiva del caos
El Imperio posmoderno se distingue por una peculiar fusión
entre orden y caos. La difusión viral de principios individualistas
erosiona las sociedades tradicionales – basadas en principios holistas – y
provoca un caos del que el Imperio extrae su beneficio. Una reformulación
posmoderna del “divide y vencerás”. Es el Chaord (síntesis de orden y caos) del que hablan los postmarxistas
Toni Negri y Michael Hardt. Es la Doctrina
del shock, de la que habla Naomí Klein. Es el Imperio del Caos, en expresión del periodista brasileño Pepe
Escobar. Quede claro que el Chaord no
se limita, ni mucho menos, a operaciones de poder blando. El Chaord es una panoplia, una
espiral, una “guerra en red” en la que el soft power se complementa con el hard power:
desestabilización política, terrorismo y guerra.
En el año 2013 los Estados Unidos experimentaron, en su
pulso contra Rusia, una serie de contratiempos diplomáticos. En Siria, una
mediación rusa de última hora frustró el ataque que ya había sido anunciado por
Washington contra el régimen de Hafez El Assad. La mediación rusa jugó
igualmente un papel esencial para evitar otra escalada de sanciones contra
Irán. Por si fuera poco, Rusia concedió asilo político a Edward Snowden, el
desertor que había expuesto a la luz las actividades de espionaje masivo de los
Estados Unidos. Y para rematar el año el gobierno de Ucrania anunció que no
firmaría el esperado “Acuerdo de Asociación” con la Unión Europea, y que sí
firmaría un acuerdo con Rusia que abría una perspectiva de ingreso en la Unión
Eurasiática.
Había llegado la hora de demostrar lo que el Imperio era
capaz de hacer.
El modelo de Maidán
“Ucrania es un pivot geopolítico
–escribía Zbigniew Brzezinski en 1997–
porque su mera existencia como Estado independiente ayuda a transformar Rusia.
Sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio eurasiático. Sin embargo, si Rusia
recupera el control de Ucrania, con sus 52 millones de habitantes y sus
reservas, aparte de su acceso al Mar Negro, Rusia automáticamente recupera la
posibilidad de ser un Estado imperial poderoso, que se extiende entre Europa y
Asia”. El gran Tablero –el
libro firmado por Brzezinski en 1997– es considerado por muchos como un
anteproyecto de lo que ocurriría años más tarde en la “revolución de Maidán”.
La “revolución naranja” de 2004, auspiciada por Estados
Unidos en Ucrania, no dio los resultados esperados. Tras varios años de
corrupción, de degradación del nivel de vida y de querellas intestinas,
las elecciones presidenciales de 2010 – convenientemente validadas por la OSCE
– dieron la victoria al pro-ruso “Partido de las Regiones” de Victor
Yanukovich. El gobierno de Yanukovich retomó las negociaciones que el anterior
gobierno pro-occidental había emprendido para firmar un Acuerdo de Asociación con
la Unión Europea. Las pretensiones rusas de tener voz en esas negociaciones
fueron rechazadas como intentos de injerencia. Conviene tener presente, a esos
efectos, que Rusia estaba previamente vinculada a Ucrania por una red de
acuerdos comerciales y que la economía rusa se vería inevitablemente afectada
por el Acuerdo de Asociación. Pero Bruselas planteó a Kiev la negociación como
un chantaje: o con Rusia o con Europa.[4]
Una elección extravagante, si tenemos en cuenta no sólo la
vinculación milenaria entre Rusia y Ucrania – el Principado de Kiev fue, en el
siglo X, el origen histórico de Rusia – sino la absoluta imbricación económica,
lingüística, cultural y humana entre ambos pueblos. Más allá de todo eso la
preocupación de Moscú era otra: el riesgo de la posible extensión de la OTAN
hasta el corazón mismo del “mundo ruso”. Si bien la aproximación a la
Unión Europea no estaba vinculada a la negociación con la Alianza Atlántica,
todos los precedentes demuestran que el camino hacia ambas organizaciones es
paralelo. Y para Rusia la perspectiva de ceder a la OTAN su base naval en
Crimea – territorio ruso “regalado” por Nikita Krushov a Ucrania en 1954 – era
una línea roja absoluta, como lo es la perspectiva de ver instalados los
sistemas balísticos norteamericanos en sus fronteras.
El 21 de noviembre de 2013 –ante la sorpresa de todos–
el Presidente Yanukovich anunció que no firmaría el Acuerdo con Bruselas. El
motivo esgrimido: frente a los 1.000 millones de dólares ofrecidos por la Unión
Europea, Rusia ofrecía 14.000 millones de dólares más una rebaja del 30% sobre
el precio del gas ruso. Un gas del que Ucrania es completamente dependiente. La
oferta rusa había pesado más que la realidad del panorama “europeo” que se
abría ante Ucrania: reconversión económica salvaje; liquidación a precio de
saldo de su industria siderometalúrgica; reparto de sus recursos mineros y
agrícolas (entre Alemania y Francia, principalmente); pérdida del mercado ruso;
subida del precio del gas; emigración masiva de la población a Europa;
terciarización de su economía y conversión de Ucrania en un gigantesco mercado
para los productos europeos. Las rutinas de la globalización.
A partir de noviembre 2013 comenzaron a sucederse en Kiev
las protestas de la población, movilizada por una idea de “Europa” como panacea
y exasperada por la corrupción rampante.[5] Las
protestas se radicalizaron hasta devenir batallas campales en torno a la plaza
de Maidán, el epicentro de la protesta. Las barricadas de Maidán presenciaron
un inédito desfile de dignatarios, ministros y atildados funcionarios
norteamericanos y europeos, desplazados hasta Kiev para animar la revuelta. Los
líderes occidentales no dudaron en fomentar la violencia contra un gobierno
que, por muy corrupto que fuera, había sido democráticamente elegido. La
historia es bien conocida. El 21 de febrero de 2014 Victor Yanukovich firmaba
un acuerdo – patrocinado por Alemania, Francia y Polonia – en el que cedía en
todas sus posiciones y acordaba organizar elecciones presidenciales. Al día
siguiente tenía que huir para salvar su vida.
La revolución de Maidán es algo más que la crisis puntual de
un “Estado fallido”. Es todo un paradigma. Es un recital de técnicas de “guerra
en red”. Es la demostración de cómo alimentar una crisis, una espiral de
violencia, de anarquía y de guerra en un período mínimo de tiempo. Al igual que
en Libia, que en Siria, que en Irak, pero en Europa. Es el “modus operandi” del
Imperio del caos. Es todo un modelo: el “modelo ucraniano” para nuestra Europa.
Conviene retener varias imágenes.
La escalada
El “poder blando”
La Vicesecretaria de Estado norteamericana Victoria Nuland
declaró, a fines de 2013, que desde 1991 los Estados Unidos habían gastado
5.000 millones de dólares para fomentar en Ucrania una “transición democrática”
a su gusto. La red de ONGs, de medios de comunicación, de activistas y de
políticos locales promovida por el “poder blando” norteamericano había dado sus
resultados en la “revolución naranja” de 2004, que por la incompetencia de sus
líderes se saldó con un fiasco. Diez años más tarde las apuestas habían subido.
Frente a un adversario cada vez más alerta habría que actuar de forma
contundente. Algo que no podía confiarse al circo de la “sociedad civil”. Haría
falta la intervención de elementos más curtidos.
Los tontos útiles
Cuando en invierno de 2014 el “Euromaidan” entró en su fase
“caliente” las Berkut(fuerzas especiales de la policía ucraniana) se
vieron desbordadas. Y no era precisamente ante hipsters liberales blandiendo i-pads último modelo. Las bandas neonazis de Pravy Sektor (Sector derecha) y las
milicias del partido nacionalista Svoboda, con su disciplina hoplita, fueron el
factor clave que elevó la violencia a niveles intolerables para las
autoridades, que eligieron la desbandada ante el riesgo de provocar una guerra
civil.
Tras la caída de Yanukovich el partido Svoboda obtuvo
algunos ministerios y cargos en las estructura de seguridad del Estado,
mientras que sus activistas se integraban en la Guardia Nacional y eran
expedidos al frente del Donbass, supervisados por instructores norteamericanos.
A la espera de ser enviados, cuando hayan concluido sus servicios, al basurero
de la historia. [6]
La "falsa bandera"
El 20 de febrero 2013 tuvo lugar un evento que forzó el
cambio de régimen. Más de 100 manifestantes y policías fueron abatidos o
heridos en las calles por francotiradores incontrolados. El suceso provocó una
oleada de indignación internacional contra Yanukovich, inmediatamente acusado
de promover la matanza (con Rusia como “instigadora”). El cambio de régimen era
cuestión de horas. Pero en los días posteriores, numerosos indicios y análisis
independientes comenzaron a apuntar que los disparos procedían de sectores
controlados por el Maidán…
Se llama “operaciones de falsa bandera” a aquellos ataques
realizados de tal forma que pueden ser atribuidos a países o a entidades
distintas de los auténticos autores. Son también los casos en los que la
violencia es ejercida por organizaciones o ejércitos que, lo sepan o no, están
controlados por las “victimas”. La indignación moral y su rentabilización son
las mejores palancas para desencadenar una guerra.[7]
El Kaganato
La visibilidad neonazi en el Maidán fue un regalo
propagandístico para Rusia, que pudo así movilizar los recursos emocionales de
la “resistencia contra el fascismo”. Como resulta que para el mundo occidental
Putin es “neo-estalinista” se estableció así un anacrónico juego de
estereotipos. Lo cierto es que el régimen de Kiev no es fascista. Se
trata de un sistema oligárquico, dirigido por un gobierno semicolonial
revestido de formas democráticas.[8]
El régimen de Kiev es un ectoplasma de la estrategia neocon norteamericana: cerco geopolítico
de Rusia, prevención de la integración económica continental – para lo cual se
precisa una nueva guerra fría – y exportación agresiva del modelo
norteamericano. Victoria Nuland – patrocinadora del cambio de régimen
– y su marido, el teórico “neocon”
Robert Kagan, sintetizan en pensamiento y obra el trasfondo real del Maidán. Kagan
fue uno de los gurús de la invasión de Irak y de la política intervencionista
que favoreció la destrucción de Libia, la guerra civil en Siria y – como
efectos indirectos – la expansión de Al-Qaeda y el surgimiento del ISIS. El
“Kaganato” – expresión acuñada por el periodista Pepe Escobar – es la Ucrania
dividida, ensangrentada, troquelada por el pensamiento Kagan. Una operación en
la línea de las anteriores chapuzas. Nueva cortesía – dedicada esta vez a los
europeos – del Imperio del caos.[9]
¿Otra guerra fría?
El Euromaidan nos
sitúa ante un escenario inédito. Un gobierno legítimo puede ser derrocado en la
calle si la violencia se acompaña de una dosis adecuada de “poder blando” que
la justifique. Un ejemplo ante el que muchos, en Europa, deben haber tomado
nota.
Para alcanzar sus fines la agenda ideológica mundialista no
duda en convocar a las fuerzas del caos. Tras cosechar resultados en diversas
partes del mundo – la situación del mundo islámico es un buen ejemplo – los
aprendices de brujo se vuelven hacia una Europa donde los secesionismos, la
crisis inmigratoria y las explosiones de violencia social están a la orden del
día. Todo ello en un contexto de pauperización provocada por el neoliberalismo.
Ofuscado por sus propias quimeras, el sistema pierde sus referencias y se
confunde con el antisistema. El relativismo posmoderno de las democracias europeas
abre un camino hacia su suicidio.[10]
Por de pronto en Europa ha estallado otra guerra. Amparándose
en el precedente de Kosovo, el Kremlin reincorporó Crimea al seno de Rusia tras
obtener el apoyo de la población local, expresado en referéndum. Una decisión
que demuestra que Moscú no cederá su espacio estratégico a la OTAN.[11] La
rebelión de las regiones pro-rusas de Donetsk y Lugansk – situadas en la cuna
histórica de Rusia y de su cultura – ha sellado el punto de no retorno.
Alemanes, franceses, italianos y españoles se ven convertidos en rehenes de los
gobiernos del Este de Europa – serviles comparsas de Washington – y de su
rencor mal digerido hacia Rusia.[12]
La nueva guerra fría responde a una apuesta estratégica: la fidelización norteamericana de sus
vasallos europeos; la disrupción de los proyectos de integración energética
entre Rusia y Europa (perjudiciales para la competencia anglosajona); el
lanzamiento de una nueva carrera armamentística (a beneficio del mayor
exportador de armas del mundo); el impulso a la globalización de la OTAN y,
sobre todo, el alejamiento de la auténtica pesadilla de Washington: la
alianza geopolítica entre Alemania, Francia y Rusia. Una alianza que fue
amagada en 2003, en vísperas de la guerra de Irak.
El enfrentamiento entre la Unión Soviética y el mundo
capitalista fue una lucha entre dos concepciones del mundo. ¿Puede decirse lo
mismo de la nueva guerra fría?
¡Sin duda alguna!, responden los voceros del atlantismo: es
la lucha cósmica entra la “sociedad abierta” y sus enemigos. Claro que estos
portavoces suelen aplicar la “reductio ad hitlerum” y la “reductio ad stalinum”
a todo lo que no encaje en sus designios. Y así se van sucediendo (como observaba
el admirable Philippe Muray) los “Hitler” o “Stalin” de temporada. Siguiendo
con la analogía, todos los que no se plieguen a los planes del Pentágono serán
cómplices de nuevas capitulaciones de Munich. Pretendidos expertos en política
internacional nos explican que el mundo libre se enfrenta a un expansionismo
megalómano, a una hidra que tan pronto es Hitler, tan pronto Stalin, tan pronto
ambos a la vez. Evidentemente todo eso tiene poco que ver con la realidad. [13]
¿En qué consiste entonces el enfrentamiento con Rusia? ¿Se
trata de un mero enfrentamiento geopolítico y estratégico? ¿O hay algo
más? ¿Cuál es la dimensiónmetapolítica de esta nueva guerra fría?
Notas
[1]Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed
from the Right. Arktos 2014, Edición Kindle.
[2] Otra cosa sería
que el terreno de disputa sea, por ejemplo, la dialéctica: “soberanía versushegemonía
”, “el pueblo versus las elites” , “valores arraigados versus valores
de mercado” o “economía social versus neoliberalismo”.
[3] Aquí entra en
escena la ideología “de género”, el activismo gay y episodios como el del
grupo punk Pussy Riot en la Catedral de Moscú, provocaciones tras de
las que se adivina la mano de los chicos de Langley.
Adriano Erriguel, Alabados sean los gays.
Adriano Erriguel, Alabados sean los gays.
[4] El Presidente
de la Comisión Europea Durán Barroso declaró en febrero 2013 que “El acuerdo de
Asociación con la Unión Europea es incompatible con la pertenencia a otra unión
aduanera”, en referencia directa a las negociaciones que a esos efectos Ucrania
estaba manteniendo paralelamente con Rusia, Bielorrusia y Kazajstán.
[5] Conviene
subrayar que la corrupción es la constitución real de Ucrania desde
su independencia en 1991, y no es por tanto algo privativo del gobierno
Yanukovich. Carente de toda tradición estatal –Ucrania jamás fue independiente
antes de 1991– el elemento vertebrador del país son los clanes de hombres de
negocios (los“oligarcas”). Ejemplo sobresaliente de la corrupción
ucraniana es Yulia Timoshenko, la multimillonaria heroína de la “revolución
naranja” (también conocida como “la Princesa del gas”), celebrada en occidente
como una democrática Juana de Arco.
[6] La colaboración
de la CIA con el movimiento neonazi ucraniano tiene una larga historia.
Concluida la segunda guerra mundial los restos del Ejército Insurgente
Ucraniano de Stefan Bandera (formado durante la ocupación nazi) se convirtió en
un instrumento de la agencia norteamericana, que estuvo organizando operaciones
de sabotaje en Ucrania hasta finales de los años 1950. En la Ucrania
independiente los partidos neofascistas fueron siempre marginales, excepto en
la parte occidental de Galitzia, la zona más antirrusa de Europa. En las
elecciones locales de 2009 el partido Svoboda (Libertad) obtuvo notables
resultados en esa zona. La peculiaridad de los ultras ucranianos es su odio a Rusia,
su hiperactivismo y su militarización. Dos meses antes del Maidán, 86
activistas neonazis de Pravy Sektor
recibieron entrenamiento en instalaciones policiales en Polonia, según reveló
la revista polaca NIE.
[7] Semanas después
de estos sucesos se divulgaba en Internet la grabación de una conversación
telefónica entre la Alta Representante de la UE, Sra. Ashton, y el Ministro de
Asuntos Exteriores de Estonia, Urmas Paet, en la cuál éste señalaba (citando
fuentes médicas sobre el terreno) que el nuevo gobierno no estaba interesado en
investigar los asesinatos y que todo apuntaba a que los autores de los disparos
estaban vinculados a la oposición. http://www.youtube.com/watch?v=kkC4Z67QuC0.
Diversas investigaciones independientes corroboraron
posteriormente esta hipótesis. Desde entonces, en los medios mainstream occidentales un espeso
silencio rodea a estos sucesos, mientras que el gobierno ucraniano y Rusia
siguen acusándose mutuamente de la matanza. Las causas del derribo del avión de
las líneas aéreas de Malasia, en julio 2014, continúan también sumidas en la
confusión.
[8] En su famosa
conversación telefónica (Fuck the European Union!) difundida en Internet
la Vicesecretaria de Estado Nuland dictaba a su Embajador en Kiev, días antes
de la caída de Yanukovich, el nombre del próximo Primer Ministro ucraniano:
Arseni Yatseniuk, un veterano de la banca anglosajona. En mayo de 2014 el
oligarca Poroshenko ganaba unas elecciones presidenciales celebradas en un
clima de violencia, con una abstención cerca del 60%. Apenas un 20% de
electores inscritos votó por el nuevo Presidente. El gobierno formado por
Yatseniuk en diciembre 2014 cuenta con tres extranjeros: una norteamericana, un
lituano y un georgiano-norteamericano, reclutados en un casting controlado
por la Fundación Soros. En la región de Odessa – de fuerte sentimiento prorruso
– Mikhail Saakhasvili, el antiguo peón de los Estados Unidos en Georgia, fue
nombrado gobernador en mayo 2015.
[9] Rafael Poch, "El
kaganato de Kiev y otras historias".
[10] El analista
Martin Sieff, colaborador de The Globalist, lo expresa del siguiente
modo: “ Es una decisión catastrófica, revolucionaria. Contiene
implicaciones mucho más peligrosas de lo que nadie en Estados Unidos o en
Europa Occidental parece dispuesto a reconocer. Está situando a la Unión Europea
y a los Estados Unidos en el bando del caos revolucionario y del desorden no
solamente en otros países del mundo, sino también en el corazón de Europa. (…)
Las mismas fuerzas que intentan romper Ucrania son las mismas que intentan
desestabilizar otras naciones europeas. Si las sublevaciones callejeras
hubieran tenido lugar en España, Francia, Italia o Gran Bretaña, Europa no
estaría alentando a las fuerzas de la destrucción. Entonces, ¿por qué lo hacen
en Ucrania? Martin Sieff, Entrevista en RT, 21 de febrero 2014.
http://rt.com/op-edge/us-blaming-ukraine-violence-catastrophic-012/
[11] Cabe subrayar
que, a diferencia de Crimea, en Kosovo la independencia se decidió en 2008 tras
una limpieza étnica, por un Parlamento dominado por albaneses y sin
referéndum ni consulta a la población.
[12] Elemento
determinante de la sublevación del Este de Ucrania fue la decisión de las
nuevas autoridades de prohibir el idioma ruso, en un país en que es hablado
por el 70% de la población. La medida fue derogada días más tarde (bajo
presión occidental) pero el efecto causado entre la población local fue
irreversible.
[13] En el “Pacto
de Múnich” en 1938, las democracias occidentales cedieron ante las pretensiones
de Hitler de anexionarse el territorio de los sudetes en Checoslovaquia, en un vano intento de evitar la guerra.
Un ejemplo de letanía tremendista: Hermann Tertscht en este
artículo de ABC.
Nota del Editor:
Este artículo forma parte de una serie escrita por Adriano Erriguel y titulada “Rusia, metapolítica del otro mundo” (VII)
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