Manuel Anxo Fortes Torres | Cuando Gramsci desarrolla sus conceptos más
conocidos (como hegemonía, guerra de posiciones, o el partido político como
intelectual orgánico) lo que pretende hacer es un intento de recomposición
teórica y estratégica del marxismo a partir de las nuevas condiciones
económicas, sociales y políticas del poder burgués (en los países capitalistas
avanzados). En otras palabras, adaptar el marxismo al problema del orden
revolucionario de su tiempo; esto es, entender desde el marxismo las
condiciones de la acción política en el momento en el que se está: en el
capitalismo desarrollado; cuando parece que el momento de las explosiones
revolucionarias ya no es, sino que la burguesía estableció mecanismos de
consolidación de su poder de una mayor consistencia y que, por lo mismo, exigen
de los revolucionarios la adaptación a esas condiciones y el diseño de una
práctica política que pueda servir para sus fines: cambiar el mundo de base.
Las dificultades con las que se encontrará el revolucionario
italiano harán aún más meritorias sus reflexiones. Esas dificultades son de
orden objetiva y subjetiva. De orden objetiva: las condiciones de la lucha de
clases en su momento, especialmente por lo que hace referencia a la evolución
del proceso revolucionario en la Unión Soviética, pues estamos en la época de
ascenso del stalinismo tras la muerte de Lenin, con lo que significa de
imposición dogmática de unas directrices emanadas desde el centro del poder
comunista (de la Internacional) y el desdén, en el mejor de los casos, delante de
cualquier pretensión de originalidad si ese discurso no se integra o no es
integrable en el de la burocracia dirigente.
De orden subjetiva están dos clases de dificultades,
teóricas y de condiciones de elaboración de sus reflexiones. Teóricas por lo
novedoso y por cómo trabajar con conceptos nuevos con un vocabulario viejo, en
parte tomado de Croce y Machiavelli. Y, por otra parte, están las condiciones
de la elaboración de la obra de Gramsci en la cárcel y sus posibles
interpretaciones, que, de algún modo, posibilitan las necesidades de una
escritura “ambigua” en las condiciones de censura política carcelaria.
1. Hegemonía
El término hegemonía tiene una larga historia. Fue una de
las consignas políticas más centrales en el movimiento socialdemócrata ruso
desde finales de 1908 hasta 1917. En ese momento se aplicaba a la hegemonía del
proletariado sobre los otros grupos explotados.
Será a partir del cuarto congreso (de
la Internacional Comunista) cuando se hará alusión a la hegemonía de la
burguesía sobre el proletariado. De ahí vendrá el uso gramsciano.
En la búsqueda de una definición de hegemonía se
contemplarán los mecanismos de la dominación burguesa sobre la clase obrera en
una sociedad capitalista estabilizada; es decir, para el caso, análisis de las
estructuras de poder burgués en Occidente. Se trata, pues, de comprender, con
la ayuda de ese concepto (y de la realidad a la que se refiere), la complejidad
de la dominación burguesa en los Estados capitalistas desarrollados.
Se entiende que hay dos mecanismos básicos de imposición y/o
mantenimiento del poder y que no tienen que ser contradictorios en el tiempo ni
en el espacio, sino que su uso puede ser perfectamente, y suele ser,
complementario: son el consenso y la coerción; o también denominados,
consentimiento y fuerza. O, dicho de otro modo, el poder burgués puede
conquistarse y mantenerse mediante el uso de métodos coercitivos, pero también
puede basarse en la legitimidad conseguida de su orden de dominación. Digamos
que esta última es mucho más “económica” y propia de la “normalidad”. Al uso de
instrumentos coactivos se recurrirá en situaciones “extremas” o excepcionales;
cuando menos, en el capitalismo desarrollado.
En su análisis, Gramsci detecta unas claras diferencias
entre oriente y occidente; diferencias en el modo de ejercer el dominio de
clase en ambos ámbitos geográficos (que también lo son económicos y, por lo
tanto, políticos). Básicamente, estas diferencias son entre una sociedad civil
débil en Oriente y una sociedad civil fuerte, consolidada, en occidente; lo que
supone que aquí hay todo un complejo de instituciones y representaciones
ideológicas (al margen de la coerción). Esto explica las diferencias entre los
dos modelos básicos de dominio burgués, entre Europa Occidental y Oriental: el
despotismo y la democracia; o, retomando los anteriores conceptos: el consenso
(consentimiento, legitimidad) y la fuerza (coerción). Son, pues, claras
diferencias en el poder burgués y, naturalmente, eso requerirá diferencias en
el modo de enfrentarse a ese poder. Sobre esto es sobre lo que nos está
hablando el revolucionario italiano; y entiende que tener claras estas
distinciones es condición para orientarnos adecuadamente en la lucha de clases,
comprenderla, para diseñar estrategias de victoria. Si no vemos las dos
realidades, con sus características, estaremos condenándonos a la irrelevancia
política, al fracaso.
A este modo de dominio burgués, asentado en el consenso, en
el consentimiento, en la legitimidad, denominará Gramsci hegemonía.
2. Hegemonía, ideología, cultura
El poder ideológico es la “fuerza” fundamental creadora de
consenso. Y reside, este poder ideológico, fundamentalmente, en las
instituciones culturales (escuelas, partidos, iglesia, asociaciones ...). La
escuela, en todos sus grados, y la Iglesia son las dos mayores organizaciones
culturales de cada país; es decir, las principales constructoras de hegemonía
burguesa; a cuyo objeto es de especial importancia el estudio de la
organización cultural que mantiene en movimiento el mundo ideológico y examinar
su funcionamiento práctico, pues de ahí viene el sentido común (“filosofía”
espontánea de las multitudes) y la homogeneidad ideológica; y, así, la
hegemonía. De ahí viene, fundamentalmente, la legitimidad popular de la dominación
burguesa; son las fuentes básicas de irradiación moral y cultural de la
hegemonía.
Pero el núcleo ideológico burgués está en la ilusión
democrática -la ideología de la democracia burguesa (que se presenta alejada de
la economía, de las condiciones económicas)-: dominación cultural corporeizada
en instituciones concretas, en elecciones regulares, libertades civiles,
derechos democráticos... Ahí radica la creencia en la igualdad democrática de
todos los ciudadanos, en la “soberanía popular” (no hay clase dominante: todos
pertenecemos a la misma, sólo hay diferencias cuantitativas -de nivel de renta,
como por ejemplo-): el núcleo de la legitimidad del orden burgués.
La forma del estado parlamentario es el eje de los aparatos
ideológicos del capitalismo. Los sistemas de control cultural juegan un papel
complementario (insertados en una ideología de la democracia representativa).
De hecho, la clase burguesa se presenta como un organismo en continuo
movimiento capaz de absorber a toda la sociedad, asimilándola a su nivel
cultural y económico.
3. Hegemonía y coacción
Ahora bien, existe el peligro reformista de centrar el poder
burgués exclusivamente en la ideología; y, por lo tanto, reducir la lucha de
clases a una “cuestión política” (y de ahí la idea “de la vía parlamentaria al
socialismo”); o sea, situar la cuestión de la hegemonía exclusivamente en la
sociedad civil, con lo que de lo que se trataría sería exclusivamente de
desideologizar, desadoctrinar; esto es, pensar que la lucha por la hegemonía, que
la lucha de clases, es una cuestión que se puede reducir a una lucha cultural,
a una lucha de ideas.
Lo anterior sería olvidar el papel fundamental o
determinante de la violencia dentro de la estructura de poder del capitalismo
contemporáneo y regresar al reformismo, con la antedicha ilusión de la “vía
parlamentaria al socialismo”. Sería olvidar, además, todas las enseñanzas de la
historia, particularmente de la historia del siglo XX (y de lo que llevamos del
siglo XXI). Sería olvidar la historia de todos los golpes de estado, de todas
las intervenciones de los “guardianes del sistema” cuando la decisión
democrática de una ciudadanía pone en tela de juicio el procedimiento normal de
acumulación capitalista. Sería olvidar la incompatibilidad, históricamente
constatable, entre capitalismo y democracia: el capitalismo sólo es democrático
si los ciudadanos optan por el capitalismo; si los ciudadanos optan por algo
distinto, o por una variable que el poder burgués considera “inadecuada”
entonces tenemos el Chile de Allende, la Indonesia de Sukarno, etc., etc.
También la Venezuela de Chávez, sólo que el golpe fracasó, por una vez (habría
que decir, los diferentes modelos de “golpes”, nunca conclusos, pues se siguen
intentando: el primero fue el “clásico”, el militar, pero continuaron y
continúan otros, también “clásicos”, a fin de cuentas).
Debe, por tanto, asumirse la relación estructural entre
ideología y represión, consenso y coerción. De hecho, sería claramente frágil
el control cultural si no existieran los límites impuestos por la “violencia
legítima” del Estado. Así, las normas legales se asientan justamente en la
existencia de una sanción, de la que se encarga, obviamente, el Estado, de no
darse su cumplimiento. Naturalmente, cuanta mayor legitimidad (consenso), menor
necesidad habrá de utilizar los mecanismos coercitivos del Estado y más “económico”,
como decíamos antes, resulta el ejercicio del poder por el capitalismo; pero
siempre debe estar presente el recurso a la fuerza para asegurar, en todo caso,
el cumplimiento de la “legalidad vigente”.
Pero no sólo eso: que el Estado disponga de una judicatura y
de unos “cuerpos represivos”, de unas “fuerzas del orden”, es sólo una parte de
la “historia”. Además, también pueden darse “crisis de hegemonía”; y ese es el
momento de la fuerza: la coerción, pues, como determinante en esos momentos de
“agudización de las contradicciones”. Esto es, en los momentos de crisis, en
los momentos en que la lucha contrahegemónica pone en tela de juicio la
legitimidad misma del Estado, el poder de clase, los “de arriba” no asumen “pacíficamente”
su derrota, sino que recurren al otro instrumento con el que mantienen su
dominio. En fin, no debe olvidarse que la coerción (la fuerza), es,
precisamente, monopolio del Estado y resulta ser el resorte central del poder
de clase burgués. En suma, que hay que “estar preparado” para enfrentar este
“segundo recurso” si fuimos quien de enfrentar satisfactoriamente “el primero”.
Hay, pues, también que tener fuerza, contra-fuerza, tal y como hay y hubo
contrahegemonía.
Naturalmente, la fuerza puede tomar diferentes caras; y a
veces no hace falta que ésta tome los aspectos más duros y represivos, físicos;
a veces es suficiente con la “amenaza” (el famoso “ruido de sables”); o,
naturalmente, con la propaganda apocalíptica (en la que colaborarán los medios
de comunicación, parte del poder de clase burgués, de su dominio cultural); o
con recursos económicos de diversa índole; pero, finalmente, si hace falta,
también se recurre a los “cuerpos de seguridad del Estado”, o directamente al
ejército (o, incluso, a ejércitos extranjeros, como la historia nos ha mostrado
abundantemente). Lo que se haga depende, en último término, de la correlación
de fuerzas de las clases en lucha y no exclusivamente, según los casos, de la
correlación de fuerzas en el ámbito estatal, sino, a veces, en el ámbito
internacional, a la hora de utilizar unos u otros mecanismos coercitivos. En
todo caso, lo que es una ingenuidad culpable es pensar que todo se dirime en el
pulcro mundo de las ideas. Hablamos de lucha de clases.
4. Guerra de posiciones
Este es el otro concepto, paralelo al de hegemonía, para
intentar comprender el momento histórico de la lucha de clases y para poder
hacer propuestas válidas en el mismo.
La experiencia del dominio de clase burgués en la realidad
occidental, y sus diferencias con oriente, sigue siendo el fundamento de esta
idea que forma parte de la misma reflexión, sólo que ahora haciendo referencia
al modo de hacer política, y no sólo de comprender los elementos actuantes en
el dominio y como se consigue. Ahora se trata de, una vez que somos conscientes
de cómo se ejerce y en que se basa el poder burgués (en los países capitalistas
avanzados), como intervenir políticamente.
Lo que entiende Gramsci es que no es posible trasplantar la
experiencia soviética a occidente, al estar éste en una fase más evolucionada y
compleja del capitalismo. O sea, que al estar asentado el dominio de clase en
unas condiciones diferentes, del mismo modo, enfrentarse a él exigirá de los
revolucionarios diseñar nuevos procedimientos; o, más bien, un modo nuevo de
pensar y de actuar global.
La determinación, que en Rusia era directa y lanzaba a las
masas a la calle, al asalto revolucionario, en Europa central y occidental se
complica con todas estas superestructuras políticas creadas por el superior
desarrollo del capitalismo (por las condiciones de su dominio de clase, por la
realidad de su hegemonía). No parece, así, que tenga sentido esperar la
conquista mediante acciones directas, o intervenciones puntuales que puedan
tener un efecto decisivo. Más bien, exige al partido revolucionario una táctica
y una estrategia mucho más compleja y duradera en el tiempo, mucho más paciente
y constante.
Hay que cambiar la concepción política; y Gramsci utilizará
una terminología extraída del arte militar: hay que pasar de la guerra de
movimientos a la guerra de posiciones. Estaremos hablando, por tanto, de un
largo proceso de confrontación, en los países capitalistas avanzados. Y será un
largo proceso por ser inviable un ataque frontal dada la complejidad de la
dominación burguesa, dada la estabilidad del poder burgués, que consigue tener
una ascendencia sobre la clase obrera. Se trata de “desestabilizar” el orden
burgués y de romper con esa “ascendencia”.
Y este paso de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones
(única posible en occidente), se debe a la anteriormente señalada hegemonía
burguesa en la sociedad civil, a su dirección político-cultural de la sociedad.
Se trata, pues, de diseñar una lucha contrahegemónica.
Y esto es así por todo lo que venimos
diciendo, porque la sociedad civil aparece como una estructura muy compleja y
resistente a las “irrupciones catastróficas” del elemento económico inmediato;
así, las superestructuras de la sociedad civil (y, señaladamente, la citada
utopía democrática) son como el sistema de trincheras y las “fortificaciones”
permanentes del frente en la guerra de posiciones, de la guerra moderna, de la
lucha de clases moderna.
Ganar a las masas, único modo de avanzar en el capitalismo
desarrollado, en esa lucha cultural, contrahegemónica, va a exigir una
organización paciente y agitación hábil. En ese proceso, la política de frente
único (versión de la guerra de posiciones, o al revés), asumiendo la pluralidad
de la conciencia y de las fuerzas políticas de las clases trabajadoras, en las
que nos significaremos como el polo claramente revolucionario, será expresión
de la necesidad de un trabajo político-ideológico profundo y serio entre las
masas. Olvidar la influencia de la ideología burguesa y como ésta provoca esa
pluralidad política, en la que el proyecto revolucionario deberá conquistar la
hegemonía, es olvidar las condiciones políticas de los tiempos que nos tocó
vivir. Aislarnos de las masas con una pretensión de pureza revolucionaria y de
desprecio de todas las fuerzas políticas que, reclamándose de la clase obrera,
presentan alternativas, para nosotros rechazables por tibias e inconsecuentes,
es otra forma de caer también en el “mundo de las ideas” y en esa “pureza
revolucionaria” solipsista. Claro, eso no significa ser meros compañeros de
viaje del reformismo, sino, antes bien, denunciar las limitaciones,
contradicciones, ingenuidades, del mismo; y la realidad diaria del conflicto
dirá cuánto y cuándo podemos ir juntos y cuánto y cuándo la denuncia de la
política claudicante implique la ruptura. No debemos perder de vista que
conquistar la hegemonía para el proletariado en la sociedad pasa primero por
conquistar la hegemonía en el seno mismo del proletariado por parte de los
revolucionarios. La lucha de clases comienza en la misma clase; no alejados de
la clase porque circunstancialmente el reformismo pueda ser mayoritario en la
misma.
Puede haber guerra de movimientos si
nada “importante” está en juego, aún. Lo importante, la hegemonía, en
definitiva, se juega en la guerra de posiciones; pero cuando ésta se gana,
cuando la política contrahegemónica dio sus frutos, entonces asistimos al punto
decisivo; de nuevo hay que “moverse”, pues es mucho “lo que está en juego”.
En cualquiera lucha final el aparato armado de la represión desplaza
inexorablemente a los aparatos ideológicos; en el momento decisivo esta máquina
estatal coercitiva es la última barrera para una revolución obrera y sólo puede
destruirse mediante una contra-coerción. Ya lo dijimos antes, de la lucha por la
hegemonía, por la legitimidad, se pasa al momento de la fuerza; la conquista de
la legitimidad revolucionaria no sale “gratis”; y, para conseguir la victoria
hay que haber acumulado fuerzas también: hay que estar preparados. La guerra de
posiciones, por tanto, no es el último momento; el momento decisivo viene
después. No es una partida de ajedrez; es, ya lo dijimos, lucha de clases.
5. Intelectuales y lucha por la hegemonía
Gramsci destaca, y desarrolla toda una reflexión, sobre el
papel de los intelectuales en la socialización de la cultura y, por lo mismo,
en la lucha ideológica por la hegemonía.
Los intelectuales son los gestores del grupo dominante para
el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno
político; o sea, 1) del consentimiento espontáneo y 2) del aparato de coerción
estatal, que asegura legalmente la disciplina de los grupos que no dan su
consentimiento. Los intelectuales son agentes organizadores de los sistemas
ideológicos; por lo que es relevante su intervención (a favor o en contra) de
la hegemonía de las clases explotadores sobre las explotadas. Así, que hay que
tener en cuenta la eficacia y capacidad de persuasión de unos pocos, de las
minorías activas, de las élites (intelectuales).
En el mundo moderno se amplió de un modo inaudito la
categoría de los intelectuales, justificado por las necesidades políticas del
grupo dominante. Pero no hay que entender exclusivamente por intelectuales los
que entendemos habitualmente que integran este “grupo” (el mundo de la “cultura”,
de las “ideas”), sino también a los técnicos, a los que cumplen algún papel no
sólo estrictamente cultural, sino también en los organismos necesarios para el
funcionamiento del sistema.
Cada nueva clase produce intelectuales orgánicos al
constituirse ella misma. Todo grupo social se crea al mismo tiempo y
orgánicamente una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y
consciencia de su propia función, no sólo en el campo económico, sino también
en el social y político. No puede hablarse, pues, de una clase independiente de
intelectuales, sino que cada grupo social tiene su propia capa de intelectuales
o tiende a formarla. De modo que no sólo hay intelectuales que realizan una
función de dominio ideológico del orden burgués; también podemos hablar de la
existencia de intelectuales que participan en la lucha cultural
contrahegemónica. Esto es, hay intelectuales que actúan, más o menos
conscientemente, según los casos, al servicio de la burguesía; pero también hay
intelectuales que defienden los intereses del proletariado.
Los intelectuales de la clase obrera luchan por fundar una
hegemonía alternativa, lo que significa un cambio en el nivel cultural y moral,
para lo cual hace falta la participación política de los trabajadores, para, en
este proceso, formar conciencia política, a través de la crítica de la cultura
y la ideología dominantes.
La nueva hegemonía deberá entenderse como una nueva
dirección político-cultural (conseguir la autoconciencia -racional- de las
masas); conseguir una socialización de la cultura; pero esa alternativa
ideológico-cultural sólo es posible con conciencia de clase, autogobierno
consciente y el relevo del bloque ideológico.
6. El partido político como intelectual orgánico
Los intelectuales orgánicos (de partido; es decir, de los “de
abajo”, de los trabajadores) son precisos como impulsores de la nueva
hegemonía. En ese sentido es cómo debe entenderse el partido político y su
función básica en la lucha de clases: el partido político como el intelectual
orgánico de la clase obrera. Una exigencia para éste, por tanto, es su
responsabilidad en la formación de los dirigentes y la capacidad de dirección;
el partido político como instrumento para liderar intelectualmente la lucha
contrahegemónica.
Todo partido es la expresión de un grupo social y de un sólo
grupo social. Todo partido es sólo una nomenclatura de clase. Viene siendo el
Estado Mayor Intelectual de la clase; pero también existen las “fracciones” del
partido de la clase, que pueden ser diferentes organizaciones políticas y
culturales; y también otra clase de “fracciones” del partido, como un
periódico, una revista....
Pero todo lo anteriormente señalado, claro está, no sólo
vale para la clase de los trabajadores; también vale para la burguesía. De este
modo, pueden coexistir varios partidos burgueses, partidos de fracciones de la
burguesía, partidos que, en el caso de una crisis, de un conflicto agudizado, “se
unifican” de hecho, pues, de hecho, responden a los intereses globales de la
burguesía como clase; por lo que, cuando la cuestión es clara, de “clase contra
clase”, las “fracciones” se reúnen en un bloque único. No tenemos más que
pensar y recordar situaciones históricas de agudización de las contradicciones.
Y, naturalmente, también forman parte del partido de la clase burguesa,
determinadas fracciones del mismo, que se presentan, por ejemplo, como medios
de comunicación (“independientes”, claro está, como claro está que no son
independientes de sus dueños), u otras instituciones “neutrales”, como la
iglesia o los diversos aparatos del Estado (recordemos que la burguesía
pretende ser “la clase”, pretende expresar la “voluntad general”, los “intereses
comunes”).
7. Gramsci, lector de Machiavelli
Tal y como decíamos antes, una de las referencias para
pensar estos nuevos conceptos es la obra machiavelliana; y la lectura e
interpretación del Príncipe será su punto de partida para la extensión de la
teoría de la hegemonía. De éste recogió como mecanismos de dominación burguesa
la doble naturaleza del poder, del centauro de que nos hablaba el secretario
florentino: fiera y humana; de la fuerza y del engaño (o consenso).
Y en la lectura gramsciana de la misma obra se interpreta
que el Príncipe moderno podría ser un jefe de Estado, un jefe de gobierno, pero
también un jefe político, que quiere conquistar un Estado o fundar un nuevo
tipo de Estado; en este sentido, el Príncipe se podría traducir en lenguaje
moderno por el partido político. O sea, que para el italiano el Príncipe
moderno viene siendo el partido político revolucionario: expresión de la
voluntad colectiva de la clase revolucionaria; y su objetivo, el del partido,
esto es, el de la clase, sería la reforma intelectual y moral; o sea, la
conquista de una nueva hegemonía, la lucha contrahegemónica.
Justamente, en el Príncipe el tema es, básicamente, la
construcción y mantenimiento del Estado en tiempos de corrupción; esto es, el
poder constituyente en tiempos de crisis. Aquí aparece el momento de la fuerza
como instrumento para recuperar el orden, o para establecerlo, que viene siendo
lo mismo. Pero, como también decíamos, para el mantenimiento del poder no sólo
cuenta la fuerza; éste no es sólo el “león”, que diría el florentino; también
es importante la “zorra” (otro modo de expresar, por parte de Machiavelli ,la
fuerza y el engaño); o sea, también es convencimiento, legitimidad, consenso.
Hay que saber usar estas dos capacidades; cada una tiene su momento dependiendo
de las circunstancias. La crisis, el mencionado poder constituyente, parece
requerir más de la fuerza (para su establecimiento), mientras que el poder ya
constituido se asienta más bien en el consenso.
Pero Gramsci no nos hace una interpretación de los
Discursos, la más importante obra de Machiavelli, cuando esta sería,
precisamente, el escrito fundamental y más sugerente para lo que quiere hacer
el revolucionario comunista. En los Discursos la reflexión es sobre la
República o el momento del consenso. Y la República, para el secretario
florentino, exige la igualdad sustancial (la que hay en Florencia o Venecia,
por ejemplo; no en Milán). Hay, pues, República, cuando ya desapareció la
nobleza como sujeto político, cuando sólo hay un sujeto, la nueva clase
ascendente, la naciente burguesía.
En esta otra obra la cuestión central será el mantenimiento
del orden, el ejercicio del poder en tiempos de normalidad, en tiempos de
estabilidad, en tiempos de hegemonía; cuando ésta no se “discute”, sino que se
ejerce por la nueva clase dominante.
Así, nos dice que condiciones de la hegemonía son las buenas
leyes, el orden legal como el orden de la normalidad, del consenso; que, para
conseguirlo y evitar en lo posible las crisis, debe contemplar mecanismos para
la institucionalización de la resolución de conflictos en el seno del pueblo
(el pueblo, en Machiavelli, es la clase hegemónica, la burguesía naciente). Las
leyes, pues, deben procurar la participación de las distintas fracciones de la
clase dominante, para, de este modo, resolver los posibles conflictos de modo
negociado; así es como se establece la posibilidad de asegurar el consenso y la
estabilidad del orden burgués.
En los tiempos gramscianos la ilusión democrática, antes
citada, también tiene por objetivo la resolución de los conflictos; pero,
fundamentalmente, mediante la ocultación de los mismos (que ya no son en el
seno del pueblo machiavelliano); pues ahora los conflictos fundamentales ya son
antagónicos, entre clases con intereses contradictorios, no armonizables, sino
que sólo se pueden velar ideológicamente (y así mantener el orden hegemónico,
el poder de clase).
Y de lo que ya hablaba el florentino era de los mecanismos
ideológicos (aunque él no los llamara así) funcionales al mantenimiento del
poder: la importancia de la opinión pública (que él tematizaba como el simular
y el disimular, el aparentar). Y también en Machiavelli asistimos a la
inauguración de la consideración de la funcionalidad política de la moral y la
religión, que pierden toda consideración de valor intrínseca, para pasar a
formar parte de los aparatos ideológicos de conformación de la hegemonía (como
la anteriormente señalada opinión pública); pues de lo único de lo que se trata
es del asentimiento, de la justificación moral y religiosa de las decisiones
políticas, de clase; su función es, pues, de legitimación social. En fin, que
lo que cuenta es sólo su capacidad integradora: ideológica.
Ahora bien, las “buenas leyes”, justamente si son buenas,
también deben ofrecernos respuestas para los momentos de crisis y no solo para
los de la estabilidad del orden de dominación. Siempre hay, pues, que contar
con el recurso a la fuerza para tiempos de “corrupción”, en los que la cuestión
de la hegemonía está al orden del día, cuando ésta está en crisis. Y ahí está
su versión de los dictadores romanos (o de nuestro estado de excepción): máximo
poder al ejecutivo para que “restablezca el orden” (burgués); el resto de las
instituciones se ponen entre paréntesis hasta que se “resuelva el problema”. No
cabe, por tanto, siguiendo al secretario de la república de Florencia, reducir
el conflicto (de clases), al ámbito institucional (o electoral, si no es lo
mismo).
Interpretando a nuestro autor, podríamos concluir diciendo
que la lucha de clases no se agota en la lucha por el “dominio” de las
instituciones democrático-burguesas (incluso el momento de la fuerza lo podemos
pensar fuera de la legalidad -si las circunstancias lo exigen-). Y esto es así
porque las únicas que pueden “resolver democráticamente” los conflictos son las
fracciones de la clase dominante, dado que sus contradicciones no son
antagónicas, sino armonizables en un supremo interés, común, de clase; mientras
que cuando hablamos de intereses antagónicos, en el seno de esas instituciones
sólo pueden “armonizarse” ilusoriamente, ideológicamente; y eso precisamente
porque se supone (de nuevo ilusoriamente, ideológicamente) la existencia de una
unidad sustancial (como ya nos decía el florentino); pero como esto no es sino
una falsa conciencia, el conflicto real del que hablamos no se “resuelve” ahí,
no puede resolverse ahí: está el momento de la fuerza (que podrá, incluso, ser
legal, ilegal o “paralegal”). Si la hegemonía entra en crisis, entonces es el
momento de la excepción. En suma, claro está en Machiavelli cuál es el
principio: la Razón de Estado (el poder de clase).
Bibliografía básica
![]() |
http://anticapitalistes.net/ |
GRAMSCI, Antonio: La política y el Estado moderno
(traducción de Jordi Solé-Tura), ed. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1992.
MAQUIAVELO, Nicolás: El Príncipe (tradución de Miguel Ángel
Granada), Alianza Editorial, Madrid, 1992.
MAQUIAVELO, Nicolás: Discursos sobre la primera década de
Tito Livio (traducción de Ana Martínez Arancón), Alianza Editorial, Madrid,
1987.
ANDERSON, Perry: Las antinomias de Antonio Gramsci, ed.
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FORTES TORRES, Manuel A.: Maquiavelo, Baía ed., A Coruña,
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