Carmen Gloria Jarpa | La
educación constituye un acto político en el pensamiento de Antonio Gramsci. Al
respecto, el autor realiza un aporte transcendental a la discusión de este
fenómeno mediante el estudio del concepto de hegemonía. En efecto, la reflexión
gramsciana nos aproxima al concepto de hegemonía y sus vinculaciones
ineludibles con la educación y la política. Esta relación la analizamos
resaltando tres cuestiones centrales: la “función intelectual”, que según el
filósofo italiano es inevitablemente educativa y política a la vez; el “bloque
histórico” y “lo ético” como constituyentes principales de la educación.
La tesis del artículo es poner de relieve el imperativo
ético‐político de la educación como
fundamento del desarrollo y del progreso humano. El presente trabajo se inicia
con la revisión del concepto de hegemonía, intelectual orgánico y bloque
histórico como conceptos gramscianos esenciales. Seguidamente, hacemos una
reflexión respecto de cómo estos conceptos se vinculan a la educación.
Finalmente, ofrecemos una lectura, en código gramsciano, de la educación como
ejercicio ético‐político,
aplicable a la sociedad actual.
El concepto de hegemonía en la obra de Gramsci
El autor define hegemonía como “la capacidad de guiar, por
lo tanto, implica dirección política, intelectual y moral” (Gramsci 1981:25).
De esta manera, el concepto de hegemonía es un principio central en el
desarrollo del pensamiento político y educativo de Gramsci. En efecto, para este
autor la hegemonía supone un proceso de dirección política e ideológica donde
una «clase» o un sector social logra una apropiación preferencial de las
instancias de poder. En otras palabras, la hegemonía supone la capacidad de un
bloque dominante de configurar la vida económica, civil y cultural de un
colectivo. Aunque parezca paradójico, en código gramsciano esta «dominación»
debe conseguir el logro de la «unidad social», ya que la constitución del
«bloque histórico» (concepto que abordaremos en el siguiente apartado) se
sustenta en el consenso que logre articular las fuerzas políticas y sociales
diferentes, con el fin de mantener ese ensamble. En consecuencia, en el
pensamiento de Gramsci pareciera que uno de los elementos clave para comprender
la hegemonía es que ella requiere de estrategias que oculten la intención
explícita de la clase dominante de dirigir política, intelectual y moralmente a
la clase dominada, propiciando la naturalización de esta forma de explotación a
través del «consenso manipulado». Por consenso manipulado podemos entender ese
proceso social a través del cual el poder se sustenta en la persuasión.
Conforme con lo anterior, la hegemonía utiliza estrategias de convencimiento,
más que estrategias violentas, aunque no es posible sostener la ausencia
absoluta de estas últimas. Lo expresado nos permite decir que, logrado el
consenso, la clase dominante puede reducir la cantidad de coerción necesaria
para reprimir y someter a sus subalternos.
Reafirmando lo anterior, Gramsci (1981) plantea que para
perpetuar una sociedad basada económicamente en la explotación de clase
(sociedad burguesa), está obligada a servirse de formas de hegemonía que
oculten dicha circunstancia y naturalicen esa explotación. De este modo, la
hegemonía tiene necesidad de estrategias apropiadas para suscitar un «consenso
manipulado», emergiendo así la construcción cotidiana del consentimiento
otorgado al orden social imperante. Podemos confirmar entonces que, en el
pensamiento del autor, una «clase» que consigue dirigir y no sólo dominar en
una sociedad basada económicamente sobre la explotación, para poder perpetuar
tal explotación está obligada a servirse de formas de hegemonía que oculten esa
circunstancia. En otras palabras, tiene necesidad de formas de hegemonía
apropiadas para suscitar el llamado «consenso manipulado», es decir, un
consenso de aliados subalternos. En definitiva, una relación de alianza en una
sociedad estructurada sobre la explotación de clase no es posible de otra forma
(Gramsci 1990).
La inevitable consecuencia de lo descrito anteriormente es
que el mantenimiento de un sistema hegemónico de poder se perpetúa por el grado
de consenso que obtiene de las masas populares a las que domina. En palabras de
Gramsci, “es cuestión de vida, no el
consenso pasivo e indirecto, sino el activo y directo; la participación, por
consiguiente, de los individuos, incluso si esto provoca una apariencia de
disgregación y de tumulto” (Gramsci 1981:35). Para este autor, por tanto,
la hegemonía exige una constante capacidad para renovar la legitimidad y para
construir nuevas esferas de consenso y de productividad cultural.
Consecuentemente, sostiene que “una
conciencia colectiva, es decir, un organismo vivo, no se forma sino después de
que la multiplicidad se ha unificado a través de las fricciones entre los
individuos” (Gramsci 1981:42). De esta forma, el conflicto por la hegemonía
queda siempre abierto. Lo expresado nos permite afirmar la presencia de la
dialéctica en la obra de Gramsci, una dialéctica que recupera a un sujeto
(individual o colectivo), que se niega constantemente y en esa negación se
despliega su ser otro. Esto supone un sujeto inmerso en una red de relaciones
que lo modifican y lo reconstituyen en su proceso de desarrollo.
Dialécticamente, por tanto, un proceso social es y al mismo tiempo no es,
porque continuamente se niega y se supera. A partir de esta disquisición, la hegemonía
está regulada por las leyes de la dialéctica.
Otro elemento constitutivo de la hegemonía es el compromiso,
la capacidad para sacrificar ciertos intereses, para matizar la «concepción de
mundo». En palabras de Gramsci, la hegemonía se manifiesta:
“como un continuo formarse superarse de equilibrios inestables (…) entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados, equilibrios en los que los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea no hasta el burdo interés económico‐corporativo” (1981:37).
Lo expresado nos permite sostener que a la hegemonía le
subyace la construcción de la «concepción de mundo», que se sostiene en una
articulación como una práctica de relaciones de influencia recíproca entre los
sujetos (individuales o colectivos), provocando que la identidad de éstos sea
modificada. A no dudarlo, esta articulación incluye siempre momentos de fuerza
y represión, donde los agentes sociales concretos, situados históricamente y
«articulados» en relaciones sociales, se relacionan en lógicas de
dominación/sumisión; coerción/consenso. Logrado el consenso, la clase dominante
puede reducir la cantidad de coerción necesaria para reprimir y someter a los
subalternos. De esta forma, los mecanismos de control para asegurar el consenso
residen en una red ramificada de instituciones culturales (escuelas, iglesia,
partidos, asociaciones, entre otros). En consecuencia, para Gramsci la
hegemonía no es estática, sino que es disputada por las distintas fuerzas
sociales, de manera viva y constante.
El concepto de bloque histórico en Gramsci
Para Gramsci (1971) el bloque histórico puede ser considerado
como el punto de partida del análisis acerca de cómo un sistema de valores
culturales (lo que Gramsci llama ideología) penetra, se expande e integra un
sistema social. En esta línea de interpretación, un sistema social está
integrado sólo cuando se construye un sistema hegemónico. Cuando ocurre lo
descrito estaríamos en presencia de un «bloque histórico».
Para el autor, el bloque histórico está formado por la
estructura y las superestructuras. La infraestructura es la base material de la
sociedad que determina la estructura social, el desarrollo y el cambio social.
Incluye las fuerzas productivas y las relaciones de producción. La estructura
social son «las clases» que dependen de las fuerzas productivas. De ella deriva
la superestructura, es decir, el conjunto de elementos de la vida social
dependientes de la base o infraestructura, como por ejemplo, las formas
jurídicas, políticas, artísticas, filosóficas y religiosas de un momento
histórico concreto. En palabras de Gramsci: “El
análisis de estas afirmaciones, creo, lleva a reforzar la concepción de ‘bloque
histórico’ en cuanto las fuerzas materiales son el contenido y las ideologías
la forma, siendo esta distinción de contenido y de forma puramente didascálica,
puesto que las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin
forma y las ideologías serían caprichos individuales sin la fuerza material”
(1971:57). Por consiguiente, en el pensamiento gramsciano la sociedad humana se
nos presenta como una totalidad y esta totalidad se expresa en todos los
ámbitos de la vida social.
En esta mirada holística, es la hegemonía la que construye
un bloque histórico, o sea, contribuye a articular una unidad de fuerzas
sociales y políticas diferentes y tiende a mantenerlo ensamblado a través de la
«concepción del mundo» que ella ha trazado y difundido. En consecuencia, la
lucha por la hegemonía debe involucrar todos los niveles de la sociedad: la
base económica, la superestructura política y la superestructura espiritual.
Por consiguiente, es posible afirmar que el concepto de «bloque histórico» se
crea para Gramsci en el contexto de las relaciones entre intelectuales y pueblo‐nación, entre dirigentes y
dirigidos, entre gobernantes y gobernados, cuando se logra una adhesión
orgánica en la cual el sentimiento‐pasión deviene en comprensión y, por lo tanto, en saber (entendido
como algo vivo y viviente). Según el autor, solo entonces la relación es
de representación y se produce el intercambio de elementos individuales entre
gobernantes y gobernados, entre dirigentes y dirigidos; solo entonces se
realiza la vida de conjunto, la única que es verdadera fuerza social (Gramsci
1971).
Si nos detenemos en la idea de «bloque histórico» es posible
sostener que su comprensión requiere sumergirse en tres niveles de análisis: a)
el análisis de las relaciones entre estructura y superestructura; b) el estudio
dinámico de cómo estas relaciones son fundantes en la construcción de sistemas
sociales y c) el análisis del quiebre de la hegemonía de la clase dirigente, lo
que nos lleva al terreno de la acción política.
Respecto de las relaciones entre estructura y
superestructura, es posible sostener que Gramsci no le otorga supremacía a
ninguna sobre la otra, al contrario, enfatiza en las relaciones, en los
vínculos que ocurren entre ellas para la materialización de su unidad. De esta
manera, siendo Gramsci un teórico marxista, sostiene que el bloque histórico
debe ser entendido como una situación histórica global. Dicho lo anterior,
podríamos inferir que Gramsci le otorgaba más importancia a los estudios
históricos que a los económicos. En consecuencia, dedica gran parte de su obra
al estudio histórico de los fenómenos sociales que observaba. Su respuesta a la
clave de la vinculación entre estructura y superestructura son «los intelectuales»,
especialmente los que él denomina «intelectuales orgánicos» (concepto que será
revisado en el próximo apartado). Gramsci plantea que los intelectuales que
operan en la superestructura (o son «funcionarios de la superestructura») son
la clave en la configuración de los vínculos y la unidad entre estructura y
superestructura.
En cuanto al estudio dinámico de las relaciones entre
estructura y superestructura, Gramsci propone un análisis acerca de cómo la
ideología, entendida como sistema de valores culturales, circula, se propaga y
se reproduce en los sistemas sociales. En palabras del autor “los hombres toman conciencia de su posición
social en el terreno de las ideologías” (1999:78), advirtiéndonos que le
asigna al concepto de ideología un significado asociado a la «concepción del
mundo», como expresión de diversas manifestaciones (arte, derecho, actividad
económica), tanto individuales como colectivas. En esta línea de
interpretación, un sistema social logra la integración sólo cuando se construye
un sistema hegemónico, o sea, un bloque histórico.
Finalmente, respecto del quiebre de la hegemonía de la clase
dirigente, esto supone necesariamente subvertir el bloque dominante e instalar
un bloque emergente. En consecuencia, la irrupción de un nuevo bloque histórico
requerirá no sólo de la ruptura de la estructura con respecto a la
superestructura, sino también de la consolidación de un nuevo bloque
ideológico, de una nueva hegemonía. A no dudarlo, el surgimiento de un nuevo
bloque histórico estará antecedido de la separación, por parte de la clase
subalterna fundamental, del sistema hegemónico dominante, en el mismo seno de
la sociedad que se quiere cambiar. En consecuencia, subvertir el orden
establecido y crear uno nuevo a través de una nueva conciencia ideológica y
organización política aparecen como dos elementos ineludibles de un proceso re‐evolucionario. Esta dimensión nos instala
en el análisis de la acción política, que Gramsci entiende como la ética
de lo colectivo.
Los Intelectuales e «intelectuales orgánicos» en la obra de Gramsci
El concepto de intelectual y particularmente el de
«intelectual orgánico» también forman parte de las nociones claves del
planteamiento educativo de Gramsci. Según el autor: “No hay actividad humana de la que pueda excluirse toda intervención
intelectual: no se puede separar al homo faber del homo sapiens” (1970:392).
Según lo anterior, es posible inferir que en el pensamiento gramsciano la
noción de intelectual es una visión amplia. Así lo afirma el propio autor:
“Todo hombre fuera de su profesión despliega alguna actividad intelectual, es un ‘filósofo’, un artista, un hombre de buen gusto, participa de una concepción de mundo, tiene una idea consciente de conducta moral y contribuye, por tanto, a sostener o modificar una concepción del mundo, o sea, a suscitar nuevos modos de pensar” (1970:392).
De acuerdo a lo señalado anteriormente en este trabajo, es
posible confirmar que el autor asigna una función intelectual a todas las
personas, en tanto cada uno de nosotros disponemos de una «concepción de
mundo». Asimismo, es posible decir que toda «concepción de mundo» es una
concepción filosófica, en tanto está vinculada a percepciones, creencias, ideas
sobre la vida y el mundo. En palabras de Gramsci:
“Por intelectuales es preciso entender no sólo aquellas capas comúnmente designadas con esta denominación, sino en general toda la masa social que ejerce funciones organizativas en sentido lato, tanto en el campo de la producción como en el de la cultura y en el político‐administrativo” (1981:412).
Como podemos apreciar, los intelectuales desempeñan un papel
fundamental en las concepciones de Gramsci. No obstante, podríamos afirmar que
todos los seres humanos somos intelectuales, pero no todos cumplimos en la
sociedad una función intelectual. En este sentido, el autor distingue que la
verdadera función intelectual es ejercida por aquel que denomina «intelectual
orgánico». Respecto del adjetivo orgánico, el autor señala: “Se podría estimar lo orgánico de las
distintas capas de intelectuales, respecto su mayor o menor conexión con un
grupo social básico, fijando una graduación de las funciones y de la
superestructura desde abajo hacia arriba, desde la base estructural hasta lo
alto” (1967:30). Hecha la distinción anterior y parafraseando al filósofo,
podemos declarar que los «intelectuales orgánicos» serían «funcionarios de la
superestructura» y cumplirían dos funciones: a) lograr el «consenso espontáneo»
que las grandes masas de la población dan a la dirección impuesta por el grupo
dominante y b) ser funcionales al aparato de coerción estatal que asegura
«legalmente» la disciplina de aquellos grupos que no «consienten», ni activa ni
pasivamente, la dirección del grupo dominante.
En la interpretación de Dias (2006), los intelectuales –en
la acepción gramsciana– son aquellos que, independientemente del título
académico, son capaces de enfrentar los problemas que afectan a las clases
sociales y dar respuesta a ellos. En este sentido, podemos decir que el
«intelectual orgánico» aparece cuando se comporta desde la solidaridad de
clase, es decir, asume la relación estrecha que lo une con la clase de la que
es representante. En nuestra interpretación, el «intelectual orgánico» requiere
de altos niveles de conciencia para impulsar el disenso y el cuestionamiento al
ya explicado «consenso manipulado». Ahora bien, en el pensamiento gramsciano,
una cuestión a resolver es justamente la generación de intelectuales orgánicos
conscientes y críticos. Sobre el particular Gramsci sostiene: “El problema de la creación de una nueva
capa intelectual consiste, por tanto, en elaborar críticamente la actividad
intelectual que existe en cada individuo con cierto grado de desarrollo”
(1970:67). Consecuentemente, para el autor, la escuela como institución de la
superestructura y el educador como funcionario de la superestructura, son los
instrumentos por excelencia en la preparación de intelectuales. Si aceptamos la
idea planteada por Gramsci, parece posible afirmar que estos intelectuales
formados en las escuelas, pueden contribuir al mantenimiento del sistema
ideológico dominante o participar de un proyecto de disenso y cuestionamiento
del sistema establecido, constituyéndose en indiscutibles «intelectuales
orgánicos».
Utilidad de los conceptos de hegemonía, bloque histórico e intelectual orgánico para comprender el fenómeno de la educación
Una vez examinados los conceptos de hegemonía, bloque
histórico e intelectual orgánico, intentaremos comprender su utilidad en el
análisis del mundo educativo. En efecto, en el pensamiento de Gramsci existe
una relación dialéctica entre las ideas de hegemonía y educación. Tomando como
base lo expresado en los apartados anteriores, a nuestro juicio, la dialéctica
en Gramsci recupera a un sujeto (individual o colectivo), que se niega
constantemente y en esa negación se despliega su ser otro. Esto supone un
sujeto inmerso en una red de relaciones que lo modifican y lo reconstituyen en
su proceso de desarrollo. Para Gramsci, en eso consiste el devenir. En este
devenir, la contradicción es permanente, entendiendo la dialéctica como la
unidad de los opuestos. Desde esta perspectiva, podemos plantear que la
hegemonía “se hace” en un proceso contradictorio que involucra a los sujetos
dominados desde el conformismo y a los sujetos dominantes desde la persuasión.
A no dudarlo, desde el pensamiento gramsciano la hegemonía adquiere ribetes de
complejidad, ya que supone una renegociación permanente del «sentido común»
como lugar primario de la lucha ideológica. En efecto, este proceso lo
entendemos no como algo exterior y que sucede fuera de los sujetos, sino como
un proceso donde los sujetos son protagonistas, incluyendo ideas diversas y
hasta antagónicas. En este sentido, para Bonal (1998) el concepto gramsciano de
hegemonía aplicado a la educación define una forma de dominación que ejerce el
control social a partir del uso de instrumentos ideológicos, con el propósito
de imponer una determinada y única visión del mundo sobre los dominados.
Retomando algunas ideas previas, lo peculiar de la
hegemonía, en el sentido gramsciano, es justamente que esta dominación no se
ejerce por imposición o inculcación ideológica, sino que ella radica en la
naturalización del control social mediante un proceso de saturación que se
vuelve cotidiano y por tanto naturalizado y no cuestionable. En este sentido,
la hegemonía hace uso del «consenso manipulado», esto es, una alianza con los
subalternos para perpetuar la dominación, por medio del «sentido común». Este
sentido común es el que alimenta el «conformismo social», provocando así un
estado de aceptación, de naturalización de las condiciones impuestas por la
ideología hegemónica. En suma, la dominación se consolida a través del
equilibrio entre consenso y coerción.
En atención a lo expresado, podemos afirmar que la relación
entre hegemonía y educación se traduce en la utilización de un dispositivo de
transmisión ideológica que eleva el capital cultural de los individuos para la
adquisición de la conciencia de clase. Este proceso, para Gramsci, lo realizan
«los intelectuales» y particularmente los intelectuales que él llama
«orgánicos». Como lo mencionáramos anteriormente, estos «intelectuales
orgánicos» al actuar como «funcionarios de la superestructura» cimientan la
unidad de la estructura y la superestructura, que constituye un «bloque
histórico» determinado, mediante la elaboración y difusión de la ideología de
la clase dominante, dando lugar a la hegemonía.
De aquí la importancia de la educación, ya que ella
desempeña un rol esencial en la formación de los intelectuales del bloque
emergente, como ya lo había desempeñado en la gestación del bloque dominante.
Por consiguiente, el proceso educativo es trascendental en la construcción de
un nuevo sujeto, de un nuevo ciudadano con conciencia de clase. En palabras de
Gramsci:
“La realización de un aparato hegemónico, en cuanto crea un nuevo terreno ideológico, determina una reforma de las conciencias y de los métodos de conocimiento, es un hecho de conciencia, un hecho filosófico. En lenguaje crociano: cuando se logra introducir una nueva moral conforme a una nueva concepción del mundo se concluye por introducir también tal concepción, es decir, se determina una completa reforma filosófica” (1971:46).
En este sentido, el mensaje central de Gramsci lo encontramos
en el hecho que la organización de la cultura es orgánica para el poder
dominante. Considerando esta perspectiva, los intelectuales no pueden definirse
como tales por el trabajo que hacen, sino debido al rol que desempeñan en la
sociedad. Esta función es siempre, de modo más o menos consciente, la de
liderar técnica y políticamente un grupo, sea el grupo dominante o bien otro
grupo que tiende a asumir una posición dominante. Ahora bien, entendiendo que
los intelectuales no necesariamente operan “intelectualmente” en el mundo en
sentido gramsciano, resulta evidente que la actividad educativa, como una
contribución neutra al desarrollo y progreso del ser humano, es una falacia. En
efecto, los diversos movimientos del marxismo han denunciado el carácter ideológico
y clasista de la actividad educativa, en el sentido que los usos (o no) de los
saberes disponibles por parte de la educación dependen de la correlación de
fuerzas hegemónicas en la sociedad.
En esta línea, Tello (2012) afirma que al estudiar la práctica
del intelectual insertado en un amplio contexto histórico, emergen nuevos
elementos de análisis. Entre estos elementos, se destacan las opciones y las
posiciones del intelectual frente a la relación de las fuerzas políticas. En
este ámbito, interesa el análisis de las concepciones ideológicas inherentes a
las prácticas que realizan los intelectuales. Ya hemos señalado que el concepto
«ideológico» nos remite –en clave gramsciana– a una concepción del mundo, a una
visión de la sociedad. Si aceptamos que la educación se encuentra
indefectiblemente vinculada a la realidad cultural, social, económica y
política de cada sociedad y que esta realidad como «concepción de mundo» está
sedimentada en la ideología dominante, parece posible pensar que la educación
no es neutra. A partir de esta “no neutralidad” pretendemos acercamos a nuestra
tesis de la educación como acto político.
Ahora bien, parece relevante aclarar que la política en
Gramsci alude a la ética de lo colectivo y tiene su expresión esencial en las
acciones que impulsa o permite el Estado. En palabras de Gramsci: “El político
de acción es un creador, un suscitador, más no crea de la nada ni se mueve en
el turbio vacío de sus deseos y sueños. Se basa en la realidad efectiva.
Aplicar la voluntad a la creación de un nuevo equilibrio de las fuerzas
realmente existentes y operantes, fundándose sobre aquella que se considera
progresista, y reforzándola para hacerla triunfar, es moverse siempre en el
terreno de la realidad efectiva, pero para dominarla y superarla (o contribuir
a ello). El ‘deber ser’ es por consiguiente lo concreto o mejor, es la única
interpretación realista e historicista de la realidad, la única historia y
filosofía de acción, la única política” (1990:38).
De este texto podemos inferir una estrecha relación entre
política y ética, reafirmándonos la noción de que para nuestro autor, la
política es la ética de lo colectivo. En este contexto y en el entendido que el
intelectual actúa como «funcionario de la superestructura», el educador es
visto como un intelectual que puede asumir una función política en la
construcción del «bloque histórico». Así, la pedagogía y la política van de la
mano, como los mecanismos que pueden conducir a la construcción de sociedades
que favorezcan los más altos niveles de desarrollo humano. Esta relación entre
educación y política devela otro componente que nos parece insoslayable: la
relación pedagógica es una relación de hegemonía. Para Gramsci, esta relación
hegemónica es además dialéctica.
Conforme a lo anterior, la práctica pedagógica como vínculo
entre el maestro y el aprendiz es una conexión activa, construida por
relaciones recíprocas y donde el maestro es aprendiz y el aprendiz es maestro.
Podemos inferir que en la obra del autor están presentes las ideas de autonomía
del educando, la interrelación permanente entre maestro y aprendiz y la
configuración de una relación de respeto, pero que deja abiertos espacios para
la co‐construcción de un proceso donde el
maestro puede aprender del aprendiz y el aprendiz puede aprender del
maestro. En efecto, el aprendizaje‐enseñanza se percibe en el autor como un proceso vivo, donde
existe autoridad, pero una autoridad que es legitimada por acciones de
confianza y grados crecientes de libertad para la formación del ciudadano
consciente. Por consiguiente, el educador, tal como lo entiende Gramsci,
requiere de altos niveles de conciencia y de formación para que pueda
interpretar las fuerzas en pugna por la hegemonía y, por otra parte, para
valorar el grado de correspondencia entre los discursos, las ideologías y las
realidades que son impulsadas por el grupo que se encuentra en el poder en un
momento determinado. Esta interpelación nos trae algunas interrogantes respecto
de la función de cualquier educador, en cualquier cultura: ¿el educador debe
liberar al educando? o ¿el educador debe adaptar al educando al sistema
hegemónico establecido? Para Gramsci, el educador (en tanto intelectual
orgánico), puede y debe realizar una elección libre y responsable de su
función. En efecto, el educador puede generar los vínculos orgánicos para
perpetuar la ideología del grupo dominante en el poder o puede elevar su nivel
de conciencia para construir el disenso o el cuestionamiento a esta forma de
organización social. Este tipo de educador, entonces, sería capaz de asumir
posiciones de liderazgo y contribuir a la consolidación de sociedades más
democráticas.
Función política y ética de la educación en el pensamiento gramsciano
Ahora, considerando los planteamientos realizados, intentaremos
responder la pregunta cómo piensa Gramsci la escuela en el sentido de cumplir
su función política y ética.
Gramsci se muestra partidario de socializar la educación
estrechando los lazos entre la escuela y la vida. En este contexto, la tarea de
la escuela –y dentro de ella el papel activo del educador como «intelectual
orgánico»– es realizar el nexo entre instrucción y educación. Para Portanteiro
(1988), este proceso implica un grado de coacción disciplinaria. Conforme a
ello, planteamos que la educación en el pensamiento gramsciano articula
dialécticamente dominio y dirección, coerción y consenso. Podríamos decir,
entonces, que la escuela opera desde la hegemonía, pero en un proceso de
transformación social, donde el «intelectual orgánico» actúa concertadamente en
todos los medios de socialización y comunicación, para construir un sistema de
valores culturales (ideología en Gramsci), que reemplace al establecido. En
este acto de transformación, educador y educando participan activamente como
protagonistas de un proceso bidireccional, vivo y constante, es decir, en un
proceso dialéctico.
Respecto de la relación entre política y ética o entre lo
ético‐político, es posible constatar que en la
obra de Gramsci la ética debe constituirse en una norma de conducta de
toda la humanidad, es decir, se le asigna un carácter universal. El pensamiento
gramsciano, entonces, implica la reafirmación de la universalidad en un marco
histórico concreto. En este sentido, podemos afirmar que Gramsci recupera de la
concepción griega aristotélica esta noción de vinculación estrecha entre ética
y política, pero también agrega la extensión del concepto maquiaveliano,
especialmente en lo relativo a la doble moral burguesa. Con todo, en la obra de
Gramsci, se le da supremacía a «lo político», entendiendo como inevitable la
participación del «individuo ético» en los asuntos colectivos de la ciudad. En
este escenario, el autor postula que debería existir coherencia entre lo
privado y lo público, aunque no renuncia a la división permanente entre las
«clases», ya que como buen marxista incluye la conciencia historicista de los
procesos sociales, lo que supone que esta proximidad entre ética y política
sólo se lograría en un orden nuevo, en una sociedad alternativa, en una nueva
hegemonía.
En este contexto, si la escuela opera desde una función
ética y política, su imperativo es organizar los aspectos centrales de la tarea
formativa del Estado (como parte de la superestructura), guiada por la elaboración
de un consenso hegemónico. Esta tarea consiste, como ya lo habíamos aseverado,
en elevar a la gran masa de la población a un determinado nivel cultural y
moral, en correspondencia a las necesidades del desarrollo de las fuerzas
productivas y, por consiguiente, a los intereses de las clases dominantes. Para
Portanteiro (1988), esta adecuación no puede ser formal, ni se agota en la
instrucción referida a alguna “especialidad” ya que se trata de un proceso más
complejo que compromete la formación de la personalidad. Consecuentemente, para
Gramsci el proceso educativo, para alcanzar la igualdad social, debe ser
gradual, destacándose en los primeros años de estudio un carácter activo y
estimulante de la disciplina para el aprendizaje y la libertad. En una segunda
etapa, la escuela activa debe dar paso a la escuela creativa. La primera tiene
como propósito nivelar los conocimientos, la segunda, debe promover la asunción
de una personalidad autónoma y creativa. Para ello, el educador deberá erigirse
en un guía que oriente los aprendizajes, ya que el niño no es un recipiente
mecánico y pasivo, por el contrario, se lo debe tratar como un ser activo.
Nuestro autor propugna así un sistema escolar desde una escuela única inicial
de cultura general, humanística, formativa, que conforma el desarrollo de la
capacidad del trabajo (técnica o industrialmente), y el desarrollo de la
capacidad del trabajo intelectual. De este tipo de escuela única, a través de
repetidas experiencias de orientación profesional, se pasará a una escuela
especializada o al trabajo productivo. En este esquema, lo formativo
“desinteresado” de la escuela humanística y lo especializado de la escuela
profesional, que en el pasado marcaban la separación entre la educación para
los ricos y la educación para los pobres, se articulan en una unidad que
reconoce la necesidad de vínculos entre cultura y producción, superando así la
contradicción entre humanismo y técnica.
Como síntesis de este apartado, podemos constatar la
existencia de una relación orgánica entre los conceptos de hegemonía, intelectual
orgánico y bloque histórico, y su estrecha vinculación con la educación, y
específicamente con la escuela como institución que forma parte de la
superestructura. Esta escuela imparte un sistema de valores, creencias y
saberes, elegidos y determinados por la clase dominante. Por tanto, ella
transmite ideología, ejerciendo una función política en la sociedad.
Entonces, desde el pensamiento gramsciano, la política nos
remite indefectiblemente a la esfera del poder, pero también nos ofrece la
posibilidad de ampliar la mirada hacia los dispositivos de transformación
social. En efecto, la interrogante de Gramsci nos abre a una mirada de la
esencia de la educación y su relación con la política, esto es, la generación
de nuevas y mejores condiciones de desarrollo humano. Este desarrollo debería
acontecer en condiciones de igualdad social y de respeto por los derechos
humanos. En suma, la política y lo político deberían ser vistas, desde el
pensamiento gramsciano, como elementos esenciales de la vida humana y dotadas
de un profundo sentido ético.
Consideraciones finales
En el pensamiento gramsciano la educación cumple una función
política. Ahora bien, cuando el autor italiano esgrime esta afirmación, supone
el subverso de lo ético, ya que bajo su planteamiento lo político implica lo
ético, al ocuparse del bienestar de lo colectivo por sobre los intereses
individuales. En efecto, la educación como dispositivo ético‐político o político‐ético, se constituye como tal cuando una
de sus funciones más importantes es la de elevar a la gran masa de
población a un determinado nivel cultural y moral. Asimismo, bajo su componente
político, la educación promueve una forma de guía intelectual y moral. En el
ideario de Gramsci esto constituye la hegemonía.
En consecuencia, la educación constituye un acto ético y
político y se configura en una función inherente al Estado como parte de la
superestructura. Por consiguiente, si todo Estado tiende a crear y mantener cierto
tipo de civilización y de ciudadano (y por lo tanto de convivencia y de
relaciones individuales), tiende a hacer desaparecer ciertas costumbres y
actitudes y a difundir otras. La escuela es uno de los dispositivos de que se
vale el Estado para realizar esta función.
Releer a Gramsci nos ayuda a entender el rol de la educación
como acto político y el papel transformador del educador, en cuanto
«intelectual orgánico». El filósofo italiano se basa en una profunda creencia en
la capacidad humana de cambiar al mundo, por lo tanto, en la negación del
determinismo histórico. Es un pensamiento que defiende un determinado proyecto
de sociedad, que afirma la politicidad como carácter inherente a todo lo que es
humano, que reconoce la legitimidad del saber popular, de la cultura popular,
del buen sentido popular. Por consiguiente, Gramsci postula un proceso
educativo que para alcanzar la igualdad social, debe ser gradual, destacándose
en los primeros años de estudio por un carácter activo y estimulante de la
disciplina para el aprendizaje y la libertad. En una segunda etapa, la escuela
activa debe dejar paso a la escuela creativa. La primera tiene por principal
fin nivelar los conocimientos, la segunda, debe promover la asunción de una
personalidad autónoma y creativa. Para ello el educador debe erigirse en un
guía que oriente los aprendizajes ya que el niño no es un recipiente mecánico y
pasivo.
Para Gramsci los intelectuales tienen un papel
significativo, ya que son los que se encargan de la construcción teórica
ideológica que legitima al grupo hegemónico. En lo que respecta a educación,
entonces, ésta puede servir para mantener una estructura social o para
transformarla a través del disenso; en este proceso cumplen una función trascendental
los intelectuales orgánicos. Así, el papel del educador –en tanto intelectual
orgánico– es fundamental, pero no como el que enseña en la escuela sino como
representante de la conciencia crítica de la sociedad que asume el papel de
mediador entre la sociedad general y la comunidad educativa.
Finalmente, podemos apreciar la vigencia del pensamiento
gramsciano en el actual contexto económico y político. Esto es, la educación se
constituye en un dispositivo ético‐político dónde el Estado establece el proyecto de persona, de
individuo, de ciudadano que formará. Para Gramsci este proyecto de sociedad
implica la trasformación social y el progreso humano, lo que implica el
desarrollo de todas las potencialidades del individuo, desde su creatividad y
autonomía hasta su conciencia social y política. Sin embargo, en el actual
contexto económico y político nacional y mundial este ideal de sociedad se ve
conculcado, ya que la hegemonía del Estado capitalista se contrapone al ideario
gramsciano. El conformismo social con el modelo de desarrollo neoliberal
provoca un estado de paralización frente a la desigualdad educativa que
observamos en nuestro entorno. La interpelación –como reflexión final– se
dirige, entonces, a los educadores en tanto intelectuales orgánicos. En efecto,
para poder reinstalar la idea de una educación que forme personas y ciudadanos
autónomos, solidarios, creativos, reflexivos y críticos, se requiere de
educadores que, en su condición de intelectuales orgánicos, realicen un
ejercicio de su práctica pedagógica orientada a generar las condiciones
necesarias para la elevación de la conciencia social, ética y política de los
educandos.
Bibliografía
Bonal, X. 1998. Sociología
de la educación. Una aproximación crítica a las corrientes contemporáneas.
Barcelona: Paidós.
Dias, E. 2006. Política
brasileira em debate: embates de projetos hegemónicos. Sao Paulo: Instituto
José Luis e Rosa Sundermann
Gramsci, A. 1967. Los
intelectuales y la organización de la cultura. México: Grijalbo.
Gramsci, A. 1970. Antología.
Madrid: Siglo XXI.
Gramsci, A. 1971. El
materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce. Buenos Aires:
Nueva Visión.
Gramsci, A. 1981. Cuadernos
desde la cárcel. Puebla: Universidad Autónoma de Puebla.
Gramsci, A. 1990. La
política y el estado moderno. Puebla: Premia.
Gramsci, A. 1999. Introducción
a la filosofía de la praxis. México D.F: Fontamara.
Portantiero, J. 1988. Gramsci
y la educación. En: G. González y C. Alberto. Sociología de la educación. Corrientes contemporáneas. México:
Centro Estudios Educativos, pp. 191‐196.
Tello, C. 2012. Las
epistemologías de la política educativa: vigilancia y posicionamiento
epistemológico del investigar en política educativa. Praxis educativa 7(1):
53‐68. doi: 10.5212/PraxEduc.v.7i1.0003
Carmen Gloria Jarpa es profesora en la Facultad de Educación y
Humanidades, Universidad del Bío‐Bío
(Chillán, Chile)
![]() |
http://www.cintademoebio.uchile.cl/ |