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Gramsci a los 25 años ✆ Rap |
► Relación en el seminario dedicado a “Il giovane Gramsci e la Torino d'inizio secolo”, celebrado en el Istituto Gramsci de
Torino. Esta intervención fue publicada en la revista ‘Quale Stato’, números 3/4, septiembre-diciembre 1997,
pp. 41-60.
Bruno Trentin | La
reflexión sobre la crisis, muy avanzada ya, de lo que se suele definir como el «modelo fordista de economía y sociedad»,
y sobre la crisis, mucho más lenta y tortuosa, de la «organización científica
del trabajo» (el sistema de Taylor) que había sido, en cierta manera, su
partera, me ha llevado en varias ocasiones a plantearme dos grandes
interrogantes; o, si se quiere, dos grandes paradojas que han marcado
la historia de los movimientos sociales en el siglo XX. Y, a partir de ahí, a
medirme, una vez más, con la búsqueda que Antonio Gramsci llevó a
cabo en el Turín obrero, después de la primera guerra mundial.
I
Dos grandes paradojas. Por un lado, y en primer lugar, el
hecho de que, un siglo después de la aparición de las grandes asociaciones
políticas y sindicales que asumieron la emancipación del trabajo —sobre todo a
través de la redistribución de los recursos en favor de los débiles y de los
excluidos— como su objetivo estratégico, dichas organizaciones no hayan
alcanzado en este terreno (con o sin ruptura revolucionaria) más que unos
resultados relativamente modestos en términos de mayor igualdad y de una
más equitativa distribución de rentas.
En esos resultados influyó más el crecimiento impresionante de los recursos globales, que el
impacto duradero de la acción reivindicativa de los sindicatos y de la
iniciativa legislativa de la izquierda. De hecho, incluso una gran conquista
política y social como fue el Estado del bienestar ha estado más marcada, en
Europa, por los nombres de un conservador autoritario como el
canciller Bismarck y de un liberal reformador como Lord Beveridge, que por el
recuerdo de una gran lucha reivindicativa de los trabajadores destinada a
conseguir ese objetivo. Y las normas por las que se rige el Estado del
bienestar llevan aún la impronta de las dos personalidades citadas, y no
la de los ideólogos del movimiento obrero.
Por otro lado, choca el hecho de que las conquistas más
duraderas arrancadas a lo largo de un siglo de luchas obreras y de
legislaciones sociales, antes y después del trágico fracaso de los regímenes
del «socialismo real», se refieren a algo que la “vulgata” marxista
consideraba medios , instrumentos (inevitablemente contingentes e incluso
ocasionales), susceptibles de hacer más eficaz la lucha por la redistribución
de los recursos y por la reducción de las desigualdades. Me refiero a los
derechos fundamentales, individuales y colectivos; a la ampliación progresiva
del ámbito de la ciudadanía. Con la circunstancia añadida de que tales derechos
de ciudadanía se han detenido por lo general a las puertas del lugar «privado»
donde se produce materialmente la prestación de trabajo de las personas
contratadas al efecto.
La segunda paradoja para la “vulgata” marxista y socialista
consiste en el hecho de que, una vez más, ha cambiado en la sociedad
civil, antes incluso que en la esfera de la política (entendida esta como
el ámbito de actuación de una categoría separada de personas, que ejercitan una
profesión especializada sirviéndose de la maquinaria del Estado), el escenario
económico y cultural que había presidido el siglo. El desarrollo de las fuerzas
productivas ha cambiado el rumbo al que parecía predestinado, y lo ha hecho
antes de «haber agotado todos sus efectos» (lo que contradice uno de los
cánones fundamentales de cierta teoría marxista). El «progreso», en definitiva,
está una vez más cambiando de curso, sin que por otra parte las «relaciones de
producción» —no solo y no tanto las relaciones de propiedad sino, sobre todo,
las relaciones de poder— hayan sufrido una transformación de igual importancia,
en primer lugar en los lugares donde se producen bienes y servicios.
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Foto: Bruno Trentin |
Resulta difícil (aunque muchos, sobre todo los
«neopositivistas» de «derecha» y de «izquierda», lo intentan todavía) dejar de
plantearse la pregunta siguiente: ¿cuáles son las raíces de estas paradojas? Y,
ya de paso, ¿cuáles son las raíces de esta crisis errática del fordismo y del
taylorismo? ¿Solo se debe a la aparición y la difusión de las «nuevas
tecnologías» basadas en la informática y en los sistemas digitales de las
comunicaciones, en la medida en que estas tecnologías facilitan y demandan una
organización más flexible y menos fragmentada de las personas que trabajan? ¿No
se deberá también —así lo asumimos nosotros— a una «compresión» y una
desarticulación, insostenibles a la larga, del crecimiento cultural y civil de
los recursos humanos y de las potencialidades creativas que todavía siguen
inscritas en los genes de las fuerzas productivas cuyo desarrollo habría tenido
que conducirnos a los umbrales del socialismo?
Pero si admitimos como cierta, aunque sea solo parcialmente,
la segunda de las respuestas posibles, ¿no deberíamos entonces pensar que
también antes, en años más lejanos, fueron posibles otras vías para la
valorización del trabajo y de su papel creativo? ¿Acaso no se dieron, antes del
inicio de la decadencia del sistema taylorista
y fordista —esa gran «racionalización»
del trabajo, de la sociedad y del Estado—posibilidades, descartadas y sin
embargo siempre abiertas, de situar el trabajo concreto en todas sus formas
(tanto la prestación del trabajo y los derechos de la persona en la prestación
del trabajo, como las relaciones que se definen entre los hombres y las mujeres
cuando organizan y dividen el trabajo) como una de las grandes cuestiones
centrales de la polis, de la política y de la ciudad, entendida esta
como el lugar sin límites donde se definen las relaciones que tutelan y
vinculan a tantos seres diferentes que viven en comunidad?
Responder esta pregunta y explicar las causas profundas que
han llevado a los movimientos reformadores de occidente a evitar plantearse ese
interrogante, nos lleva inevitablemente a tratar de entender las
razones de la extraordinaria influencia hegemónica (sobre todo en el plano
cultural, pero desde luego también con la ayuda del endurecimiento de las
características opresivas de la relación de trabajo subordinado) que grandes
revoluciones sociales, como lo han sido el taylorismo y el fordismo, han
ejercido no solo en el mundo de la empresa, en las clases dominantes y en su
personal político, sino también (y en un momento determinado de forma muy
especial) en el movimiento socialista y en los movimientos sindicales de todos
los países industrializados.
Ha sido una gran «revolución
pasiva», según término acuñado por Gramsci, y sin duda ha tenido como
objetivo fundamental las clases sociales subalternas, pero ha encontrado además
sus «pífanos» y sus apologetas en numerosos intelectuales que en diversos
momentos ligaron sus destinos y sus suertes a la «misión histórica» de la clase
obrera.
En la pista de esos interrogantes investigaremos,
precisamente a través de Gramsci —que representó sin duda, por lo menos en
Italia, el testimonio más elevado, más complejo y más sufrido y consciente de
esa «revolución pasiva»—, alguna
explicación posible (que será, ciertamente, “a toro pasado”) de otra paradoja
aun, la tercera que provoca esta investigación: la representada por el hecho de
que una revolución social y cultural madurada por «intelectuales del capital»
en el corazón de la sociedad civil («desde abajo» se decía entonces), como fue
el taylorismo, vino a marcar el tránsito, ante todo en la cultura del
movimiento socialista, hacia un redescubrimiento del papel taumatúrgico del
Estado, como fuente de legitimación de la organización de la sociedad, y como
«motor» de la historia. Y, finalmente, el tránsito al redescubrimiento de la «política
en el Estado», como momento creador de la misma sociedad civil.
II
Al releer siguiendo esta pista toda la obra de Antonio
Gramsci, y no solo la de los tiempos del Ordine Nuovo, creo entender que tal conclusión paradójica no fue
ajena, aunque de forma controvertida y contradictoria, a su investigación sobre
las relaciones entre política y sociedad civil; y sí inseparable de otra
contradicción que marcará, aunque con acentos y resultados diversos, toda una
época del pensamiento socialista desde los comienzos del siglo XX, teatro de
aquella primera crisis de la cultura marxista que se suele colocar bajo la
rúbrica del «Debate Bernstein».
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Torino - Pabellones para la exposición de 1911 |
Me refiero a la contradicción siguiente: se da, por un lado,
un historicismo finalista, empapado de determinismo, que acaba por encerrar el
análisis, muy fecundo por otra parte, de Gramsci sobre las transformaciones y
los conflictos que recorren la sociedad civil (análisis del que buena parte de
la izquierda italiana, en nuestros días, parece haber perdido el método, el
gusto y también la memoria) en el «corsé» de un proceso histórico
ineluctablemente predeterminado en su devenir incluso en el más largo plazo, y
que muestra una evolución unidireccional de las fuerzas productivas,
en las que se incluyen, como se sabe, la «fuerza de trabajo» propiamente dicha,
la división del trabajo y la organización de la sociedad civil. Por otro lado,
un voluntarismo, una primacía de la voluntad y de la acción creadora («la
revolución contra el capital»), también, sin embargo, encerrada en un curso
histórico marcado por la necesidad de sus diferentes fases.
Se trata, de hecho, de un voluntarismo cuyas matrices
ideológicas le impiden dedicarse a la investigación problemática y experimental
de opciones alternativas a las dominantes, e insertarse en una historia siempre
abierta a resultados diversos, aunque dentro de los límites indudablemente
objetivos dictados por los distintos contextos económicos, culturales y
sociales. Un voluntarismo que excluye la sustitución de la primacía terrible
del cumplimiento de un destino histórico ineluctable, por la primacía de la
libertad y de la autorrealización de la persona humana. Un voluntarismo capaz
tan solo de quemar etapas en alguna de las fases determinadas e
inmutables del desarrollo humano y social; pero no, desde luego, libre para
ignorar o «saltarse» esas etapas predeterminadas y predefinidas; y tanto
menos para imaginar y para experimentar (sobreponiéndose a la dura criba
crítica de los resultados y de la búsqueda de un consenso consciente) vías
distintas a las «inscritas en la historia», ya dada, del desarrollo de las
fuerzas productivas (incluido el trabajo) y de su conflicto potencial con las
«relaciones de producción».
Este es el modo que me ha parecido más fecundo de
reencontrar en Gramsci, más allá de cualquier exégesis consolatoria, estímulos,
indicaciones, pistas a seguir para confrontarnos con los problemas del
presente. No tanto distinguir de forma pedante «lo que está vivo y lo que está
muerto» (¿respecto a qué?) en su investigación incompleta, y siempre en
movimiento; ni limitarse a desmenuzar en la obra de Gramsci, con un escrúpulo
que ha alcanzado en muchos casos resultados engañosos e ilusorios, «aquello que
corresponde a Gramsci y lo que pertenecía a Lenin, a Sorel o a Croce» (el
famoso texto de Togliatti sobre el Leninismo
de Gramsci me parece, por ejemplo, lastrado para siempre por una
parcialidad muy marcada). Sino, por el contrario, tratar de «liberar» algunos
momentos cruciales de su reflexión de las ambigüedades y de las aporías que se
derivaban de estar aprisionada por la contradicción, vital durante un largo
periodo de la historia del movimiento socialista, pero perversa y fatal en el
momento de su desenlace, entre historicismo finalista y voluntarismo
prometeico.
O dicho de otra manera, centrándonos ahora en el punto de vista
de los sujetos de la historia, entre quienes viven la historia como un vehículo
más o menos inconsciente de la dirección (ya definitiva) que ha adoptado, y los
que se proponen incluso violentar los tiempos de la misma (posiblemente con
altísimos costos humanos en la contingencia inmediata) porque detentan el
privilegio, negado a la mayoría, de conocer sus etapas predefinidas y su fin
último; porque poseen el don trágico y exclusivo de saber a dónde va la
historia.
III
Para dar algunos ejemplos de esta posible línea de
investigación, fijémonos, partiendo de los escritos del Gramsci joven, en el
tema de la sociedad civil y su papel en la construcción de un
proyecto político reformador (incluso cuando se efectúa a través de una ruptura
revolucionaria).
Si releemos con los ojos de hoy (y teniendo en cuenta las
muchas contradicciones que contienen, todavía en nuestros días, las propuestas
políticas de la izquierda occidental, a menudo tan pobres en valores) los
escritos del Gramsci de los primeros años veinte; y si consideramos con
atención el papel que él asigna a las transformaciones, a las crisis y, sobre
todo, a los conflictos que emergen en la sociedad civil (incluidos los que no
son un calco servil de los relacionados con el binomio clase obrera/clase
burguesa) en la construcción de un proyecto político reformador, no podemos
dejar de asombrarnos.
La «sociedad civil», con sus incesantes cambios y su
terrible y apremiante presencia, es para Gramsci el «teatro de todas
las historias», y es preciso indagar en ella y descifrarla continuamente, no
para reproducir acríticamente el mapa de la misma en el programa político del
partido reformador, sino para mediar en sus conflictos y para reconstruir una
posible superación de las contradicciones, según un proyecto que no es en
absoluto neutro, sino que extrae su fundamento y su legitimación de las
tensiones libertarias y de la exigencia de poder de las clases y grupos
sociales más débiles y, sobre todo, más excluidos de los procesos de
decisión centrales. Una sociedad civil con sus trincheras y sus
«casamatas», como escribirá más tarde; una sociedad civil con sus puntos de
confluencia y sus alianzas, sus conflictos de intereses y sus conflictos de
poder, con sus resistencias corporativas y con sus tensiones en relación con el
cambio. Y pese a todo ello, una sociedad civil en la cual es posible descifrar,
como dato permanente, la tendencia de las luchas sociales de las clases
oprimidas a transformarse, en la fase más madura del capitalismo industrial
(así lo sostiene Gramsci volviendo al núcleo duro de la lección de Marx), en
una lucha por el poder.
Pero aquí hay que prestar atención. El poder de que se trata
no se alcanza a través de la conquista o la ocupación preliminar del Estado
central, como premisa ineluctable de la producción «política», ni
tampoco tras el momento mágico de la «expropiación de los medios de
producción». Se trata más bien de un poder «aquí y ahora», en cada una de las
casamatas y, ante todo, en cada centro de trabajo y de producción, allí donde
la lucha social se convierte necesariamente, partiendo de la defensa
intransigente de sus formas de representación, en acción política; allí donde
sus sujetos (y no solo los partidos o los sindicatos) se convierten en «sujetos
políticos» con los que, acaso, partidos y sindicatos deben confrontarse. Aquí,
ciertamente, la distancia entre el enfoque de Gramsci y el de Lenin, sobre todo
el Lenin del ¿Qué hacer?, es abismal. Y Gramsci se esforzará en vano
en disfrazarla frente a los seguidores más coherentes del pensamiento de Lenin.
Para Gramsci, de hecho, si falta ese punto de partida —las
transformaciones de la sociedad civil— en cualquier proyecto político
reformador, y si falta por tanto la mediación —política, pero desde luego no
neutral— de los conflictos que la atraviesan, sucede, o bien que la sociedad
civil se venga, de algún modo, de esa «ausencia de la política»,
produciendo fenómenos desestabilizadores de la convivencia civil, como el
populismo o el fascismo; o bien que es el Estado el que trata de someter a la
sociedad civil a un «dominio sin consenso», produciendo él mismo (añadimos
nosotros) rupturas y divisiones corporativas, organizando y
legitimando esas divisiones (y el compromiso entre ellas) y poniendo en marcha así
un proceso de inclusión-exclusión en el que el único árbitro (por lo menos
mientras puede cumplir ese papel) es una clase política separada de la
sociedad, aunque incorporada al Estado.
No es casualidad que sea precisamente este Gramsci tan
actual el que se han visto obligados a omitir, o a rechazar, los recurrentes
profetas de la «autonomía de lo político», y también sus oponentes
simétricos, los profetas de la «autonomía de lo social». Pero he aquí la
cuestión: las transformaciones de la sociedad civil, igual que los conflictos
de poder y primariamente políticos que Gramsci redescubre en las luchas
sociales, ante todo en las que se desarrollan en el interior de la empresa
industrial (marcando en esto una ruptura con el «lassallismo» de Lenin y con su
condena del conflicto social y del sindicato a una insuperable subalternidad
respecto del mundo de la política), tienen lugar para él, sin embargo, según un recorrido
marcado por las condiciones y por los límites dictados por el desarrollo de las
fuerzas productivas, por los obstáculos interpuestos en ese desarrollo y, en
cualquier caso, por los imperativos que se deducen de la necesidad de asegurar, a
cualquier coste y en el tiempo más rápido, la consecución de ese desarrollo.
Por esa razón, en el conflicto social se revela un momento
esencial de la lucha por el poder, en este caso el poder que conlleva el
ejercicio de determinados derechos y responsabilidades; a pesar de que Gramsci
sostiene que los objetivos y contenidos «históricamente determinados» y no contingentes
de esta lucha están «ya dados» y son, en cierto modo, obligados, más allá de su
formulación, de su apariencia exterior o incluso de la misma conciencia de los
sujetos que se hacen portadores de los mismos; más allá de de las
reivindicaciones contingentes (y, según Gramsci, más o menos
fundamentadas) que en cada caso sirven de justificación ocasional.
Ya se trate de la huelga “de las manecillas”, es
decir, la lucha contra la introducción del horario legal en las fábricas
turinesas, o del conflicto de 1920 por la conquista del primer convenio
nacional de los metalúrgicos, por la negociación del trabajo a destajo o por la
reducción del horario de trabajo, es curioso constatar el sustancial desinterés
y la distracción de Gramsci ante la especificidad de las reivindicaciones
situadas en el origen, al menos, de la eclosión de un determinado
conflicto social y de buena parte de su evolución posterior.
Lo que cuenta para Gramsci es la reivindicación subyacente de
poder que se expresa a través del conflicto social; por más que se trate, y no
es poca cosa, de una demanda de poder difuso, diseminado en la sociedad; de una
reivindicación de poder que para expresarse y para realizarse no
espera al momento de la ocupación del Estado y de la expropiación de los medios
de producción.
Y de esta forma, aunque Gramsci demuestra conocer bien la
temática marxiana del autogobierno del trabajo y de la realización de la
persona en el trabajo, también a través del cuestionamiento de las formas
contingentes de la división técnica del trabajo y de su organización, parece
asumir tal objetivo como sustancialmente incompatible con el actual
desarrollo posible de las fuerzas productivas. Gramsci no ignora en absoluto
que la reflexión marxiana se ejercita sobre un proceso de opresión y de
expropiación de oficios y de saberes que gravita sobre los trabajadores de
carne y hueso. A diferencia no solo de Lenin, sino de buena parte de la misma
investigación de los Cuadernos, el Gramsci de los años veinte es
totalmente consciente de la destrucción de la personalidad y la potencialidad
creativa que representa el «taylorismo salvaje» experimentado en las fábricas
turinesas, de la destrucción de cultura (y no de «animalidad», como escribirá
más tarde), de saber hacer, de «amor por la calidad», que el trabajador de
carne y hueso podría transmitir al objeto de su trabajo. En los escritos de los
años veinte estamos, de hecho, todavía lejos del «hombre nuevo» de la
revolución fordista, del hombre que
libera su mente a través del gesto mecánico, y logra, aunque forzado por otros,
separar radicalmente y enajenar la ejecución del conocimiento. Frente a esta expropiación
de la subjetividad Gramsci hablará del sacrificio de toda una generación
en el altar de la conquista del poder en los lugares de trabajo: «Pensemos, sin embargo, que una generación,
por ejemplo, puede trabajar “a pura pérdida” para garantizar a la siguiente una
libertad que de otro modo no podría conquistarse.» (Socialismo ed economia, no firmado, en Ordine Nuovo, reprint, 17 enero 1920, a. I, n. 34.)
Pero, ¿por qué es necesario ese sacrificio, por qué una
generación debería «trabajar a pura pérdida», a fondo perdido, y privarse
de ese modo de su libertad? No solo porque, según Gramsci, a la clase obrera le
faltaban las condiciones culturales para elaborar una solución distinta y
alternativa de aquella que las fuerzas más modernas de la burguesía ofrecían al
problema de conseguir la organización óptima de las fuerzas de producción y una
división técnica del trabajo cuantitativamente más eficiente. También porque la
naturaleza (y la composición, y la organización) de las fuerzas productivas,
incluido el trabajo útil para la puesta en valor de esas mismas fuerzas,
era un factor históricamente determinado, al menos para todo el largo periodo
marcado por la máxima racionalización posible del uso de los recursos
materiales y humanos representado por el taylorismo.
Ciertamente, Gramsci no llega a asumir la técnica y la
ciencia como factores neutrales, en tanto que «históricamente determinados».
Pero, anclado casi de forma fideísta en el binomio «fuerzas
productivas-relaciones de producción», parece considerar a las «fuerzas
productivas» como un todo indisociable en el que el hombre acaba por constituir
una variable dependiente de la tecnología; unas fuerzas productivas que, desde
luego, están determinadas históricamente en su grado de utilización, pero que
no obstante definen «el progreso» posible para toda una fase histórica; para
una fase larga y, en todo su trayecto, inmodificable.
En este sentido, para Gramsci (como para Taylor) parece
existir solamente one best way, una
única opción válida, en la organización y en la utilización de las fuerzas
productivas, incluyendo en ellas al hombre que trabaja. En este sentido el
taylorismo (y, más tarde, el fordismo) representará para Gramsci, como para la
mayor parte de los dirigentes socialistas y comunistas de la época, la única
encarnación posible del «progreso», no solo de la máquina, sino del hombre
mismo. Se puede, todo lo más, acelerar su cumplimiento —y Gramsci mide sus
fuerzas en ese desafío— para forzar por esa vía la contradicción entre el
«progreso» y el atraso, la involución burocrática de las «relaciones de producción»,
a partir, en primer lugar, de las áreas con déficits mayores en la organización
del Estado y de la misma sociedad civil: Rusia, Italia, Europa en general,
respecto a la cual el fordismo americano anticipa los tiempos de un desarrollo
posible de las fuerzas productivas.
En esta visión historicista, la hipótesis de que sea posible
salirse de una «historia» con un final dado una vez para siempre y asumir, por
el contrario, otra con varios finales posibles, sobre los cuales incidir a
través de la acción consciente de los hombres, no es ni siquiera tomada en
consideración, igual que tampoco entra en sus cálculos la eventualidad de bajar
al terreno de una sociedad abierta a muchas y distintas evoluciones posibles de
la organización del trabajo y de la vida cotidiana, y no está prevista la
existencia de progresos posibles, sobre los que las decisiones de
los hombres puedan influir de manera determinante partiendo de forma
consciente del «laboratorio» de la sociedad civil.
La historia verdadera se ha encargado de poner al desnudo la
«miseria» de esa noción positivista del progreso, que carga de forma inevitable
todo voluntarismo «históricamente determinado» con una connotación paternalista
y autoritaria. La ideología del one best way es de hecho
orgánicamente enemiga de cualquier visión pluralista y abierta de la historia
de la sociedad civil.
Esa es la razón por la que es útil reflexionar sobre la
contradicción entre historicismo y voluntarismo que atraviesa toda la búsqueda
de Gramsci acerca de las transformaciones de la sociedad civil. Sobre todo si
se quiere evitar recuperar de Gramsci únicamente la parte más
desfasada de su reflexión, dejando de lado una vez más su parte más fecunda.
¿Qué quiere decir al día de hoy «modernizar» o alcanzar un
«estadio de normalidad» en el proceso de modernización? Como si hubiera una
única modernidad posible en un mundo con tantos capitalismos distintos, y
sometido a una continua transformación dramática hacia un final no
establecido y, con toda probabilidad, inalcanzable. Si hay tantas
«modernidades» posibles, cualquier referencia a la «modernidad» o a la
«modernización» como valores en sí se convierte para una fuerza reformadora en
algo puramente mágico e ideológico. La modernidad ¿respecto a qué? ¿Y para
conseguir la realización de qué valores?
En cualquier caso —volviendo a Gramsci y a su búsqueda
atenazada por un «progreso» con connotaciones al menos temporalmente
inmodificables y por un voluntarismo que podía solo acelerar la realización de
este «progreso» sin modificar sus contenidos—, para legitimar la exigencia de
poder que las clases oprimidas exteriorizaban a través del conflicto en la
sociedad civil, no tuvo más opción que recurrir a la misión prometeica de
sustituir a una burguesía absentista en el objetivo, que le correspondía a
ella, de llevar a su pleno desarrollo a las fuerzas productivas, en las formas
históricamente posibles. Sustituir a una burguesía que se podía describir como
ausente, bien porque su defensa de la propiedad la llevaba a negar su misión
modernizadora y a recurrir al sabotaje (como sostenía Lenin en el caso de
Rusia), o bien porque estaba implicada en la especulación financiera y en
turbios intereses compartidos con la burocracia estatal, e incapacitada por su
carencia de cultura liberal (como sostenían Gramsci y Gobetti): esa misión
llegó a ser imperativa para una izquierda revolucionaria. Y esa «sustitución de
funciones» era en cualquier caso necesaria y legítima en el momento en que el
conflicto, también el conflicto social, se planteó, más allá de las
apariencias, como un conflicto entre progreso y conservadurismo, entre el
desarrollo de las fuerzas productivas —concebido como un todo indisociable e
inmodificable, al menos durante toda una fase histórica— y las resistencias
inevitablemente corporativas de los viejos aparatos de gobierno y de los mismos
sindicatos.
Así, la tenaza representada por la «pareja» historicismo
finalista y voluntarismo entendido como misión predeterminada, acabó por
aprisionar y distorsionar la búsqueda gramsciana en torno a la relación entre
la transformación de la sociedad civil y la construcción de un proyecto
político reformador.
IV
Puede resultar revelador analizar en profundidad la singular
construcción política, pero también jurídica, trufada ciertamente de ideología,
que Gramsci propone para legitimar la función de los organismos de dirección de
las empresas industriales que sustituyen a la propiedad y a las viejas
direcciones empresariales, en el momento de la ocupación de las fábricas, en el
verano de 1920: los consejos de fábrica.
Como es sabido Gramsci los definió «embriones de un
nuevo Estado» y sobre todo «organismos públicos», contraponiéndolos
drásticamente a la «categoría» de las asociaciones privadas (y caducas) a la
que pertenecían tanto los partidos políticos como los sindicatos.
Tenía, ciertamente, razón Bordiga al denunciar que la
ideología consejista elaborada por Gramsci comportaba la ruptura con el
leninismo; y no solo en lo que respecta al rechazo de la función dirigente y
hegemónica del partido respecto de otras formas de organización y asociación de
la clase obrera. Para Bordiga (y para Lenin), de hecho, los consejos, como
organismos de democracia directa (sobre todo en el territorio, no tanto en las
fábricas), eran instrumentos de lucha destinados a la conquista del poder en el
Estado central, y no, en sí mismos, organismos públicos; y mucho menos
organismos autónomos de gobierno de la empresa. Para los socialistas
maximalistas, la legitimación de los consejos destinados a ejercer una función
—delegada— de gobierno de la empresa no podía derivar sino del Estado central y
solo sería verificable, por tanto, después de su conquista y su
transformación. Cualquier otra configuración del poder consejista llevaba el
conflicto social al aventurerismo y a la derrota.
Y tenía probablemente razón, desde otra perspectiva, Angelo
Tasca cuando se preocupaba de reconstruir una estrecha relación entre la acción
reivindicativa concreta de los trabajadores y de sus sindicatos y la acción
dirigida a condicionar, a través del «control obrero», el gobierno de la
empresa, prefigurando en los consejos de fábrica no tanto una estructura
pública separada, como la estructura de base de un nuevo tipo de sindicato.
Como se sabe, Gramsci corregirá después sus posiciones, bien
por la fuerza, o bien por convicción. A veces irá incluso más allá por ese
camino, como en el caso de su elaboración acerca del partido como príncipe
moderno.
Pero sería equivocado, cuando se reflexiona también sobre
los problemas actuales, despreciar o eliminar la gran intuición presente en la
investigación de Gramsci al identificar, a diferencia de Lenin y del socialismo
maximalista, el lugar del trabajo colectivo, el lugar de la producción de
riqueza, el lugar de la cooperación y del conflicto —que constituye ciertamente
el embrión de cualquier sociedad, si no de cualquier Estado— como el ineludible
punto de partida (y no como el punto de llegada) del cambio de la relación
entre gobernantes y gobernados en la sociedad civil.
En el consejo de fábrica Gramsci buscaba de hecho configurar
una sede de decisión, cierto que delegada por los trabajadores, cierto que
todavía separada de la promoción de nuevas formas de autogobierno en el trabajo
—ya hemos visto las razones de ese «vacío»—, pero de ningún modo delegada por
un Estado centralizador. En el proyecto consejista de Gramsci se delinea, de
hecho, una concepción del Estado basada en un sistema de autonomías, no solo
territoriales, y en la libre expresión de una pluralidad de sujetos
institucionales: el parlamento, el poder ejecutivo, los consejos, los partidos,
los sindicatos, las asociaciones.
Al valorar críticamente la formulación, sin duda improvisada
y «forzada», de un consejo de fábrica entendido como «organismo público»
contrapuesto a las asociaciones privadas (partidos, sindicatos), no puede ser
infravalorada la preocupación de Gramsci por comenzar, sin esperar el momento
mágico de la ocupación del Estado, una «revolución institucional», en primer
lugar en el seno de la sociedad civil, al modificar, sobre todo en la empresa,
las relaciones entre gobernantes y gobernados. También aparece esa tensión en
su intento de legitimar una «sustitución en las funciones» entre propiedad y management de
la empresa y consejos de fábrica.
Además, en la definición del consejo como un «organismo
público» es plausible atribuir a Gramsci un intento, en verdad
extraordinariamente innovador, de hacer entrar, aunque a través de una
instrumentación improvisada y equivocada, al trabajo y a los trabajadores como
tales en la «polis», desde la consideración de que ésta, la comunidad política,
no se agota necesariamente en el Estado; y abrir así una brecha en el gueto del
derecho privado y familiar en el que una tradición secular había encerrado al
mundo del trabajo.
En abierta ruptura con la doctrina liberal, que mostraba en
la ausencia de propiedad y de independencia económica el obstáculo insuperable
que inhibía el pleno acceso del trabajador subordinado a los derechos de
ciudadanía —y sobre todo a una ciudadanía activa— también en
los centros de producción; que defendía, sobre la base de este dogma, la
impermeabilidad del universo privado de la familia, de la relación patriarcal,
de la relación entre los sexos y del trabajo subordinado a la cultura de los
derechos y deberes, a la cultura del contrato social, Gramsci verá en
definitiva, precisamente en las características del trabajo subordinado, tras
el cual hay siempre una persona sometida a la decisión discrecional de otra, el
fundamento de un derecho a la decisión compartida y a la ciudadanía activa. Y
esto, no hay que olvidarlo, sin ninguna necesidad de invocar, como un a
priori determinante, la atribución preliminar al Estado (o a cualquier
otra estructura de poder) de la propiedad de los medios de producción y la
conversión al ámbito de lo «público» de ese derecho concreto de propiedad.
Es cierto que debido a la «tenaza» antes mencionada entre
historicismo finalista y voluntarismo, bajo la cual permaneció siempre
encerrada la labor de búsqueda de Gramsci (y quizás fuera esa precisamente la
causa de que calificara la construcción artificial e ilusoria de los consejos
de «embriones de Estado»), su reflexión no aborda la elaboración de una cultura
de los derechos individuales y de las oportunidades de realización de la
persona en el trabajo. Por la misma razón, la sociedad y el Estado de las
autonomías, que Gramsci (y con él Gobetti) prefiguró y en el que se incluía a
las empresas, no llegó a configurarse como una concepción completa fundamentada
en el pluralismo de centros de decisión y en la dialéctica, también
institucional, entre el Estado y la sociedad civil, implicando no solo a
sujetos políticos como los partidos y sindicatos, sino a todo el universo de
las asociaciones no estatales, que habría visto legitimada por esa vía su
participación en la formación de procesos decisionales de interés colectivo sin
sustituir a las asambleas representativas.
Después de Gramsci, durante un largo periodo la cultura del
movimiento socialista no conseguirá ir más allá de su gran intuición e
intención de regular la relación de trabajo, incluso el subordinado, sobre la
base de principios no muy diferentes de los que en derecho público tutelan las
prerrogativas de la persona y del ciudadano.
Estamos, todavía hoy, ante una cuestión no resuelta: las
reglas que presiden la disponibilidad de la persona que trabaja bajo el mando
de otra (no de la mercancía trabajo, que es intercambiada en el mercado gracias
a una ficción jurídica) permanecen excluidas de la normatividad de los derechos
de ciudadanía. Igualmente, permanece excluida de la normatividad de los
derechos de ciudadanía la determinación de ese objeto del proceso decisional
que es la prestación del trabajo concreto, reconducible a una persona
concreta (con sus derechos y sus responsabilidades), la cual no puede ser
anulada por la vía de su asimilación a un «trabajo abstracto», descomponible y
transformable en mercancía.
V
Se pueden deducir consideraciones parecidas acerca de las
verdaderas razones de la actualidad de Gramsci si se examina a contraluz y
desde una perspectiva laica su larga y no siempre lineal búsqueda en torno a la
cuestión de la hegemonía.
Si nos liberamos de una lectura acrítica y simplista de la
concepción gramsciana de la hegemonía, es difícil, de hecho, sustraerse a la
apreciación de que, sobre todo en los Cuadernos, el concepto de hegemonía
se acoraza de coerción y en cierto modo atenúa pero no suprime la violencia que
las elites revolucionarias son llamadas «por la historia» a
ejercitar sobre los hombres de carne y hueso, autorizadas para ello por la
legitimación propia de quien interpreta los destinos de estos, y quizás incluso
sus voluntades recónditas e inexpresadas.
El obrero de la civilización «fordista-socialista» se convierte así en un Alfieri inconsciente de
serlo, atado a la silla no por su ayuda de cámara sino por el severo preceptor
impersonal del partido de vanguardia. Y aparece el «hombre nuevo», forzado a
expresar sus potencialidades, en contra de su voluntad y de su propia
«animalidad». Se trata de una concepción en la que, más allá de sus muchos
matices, el voluntarismo visionario que legitima la autoridad de las elites
lleva la indagación de Gramsci por caminos que hoy nos parecen aberrantes. Si
no a la teorización de una suerte de «fordismo de Estado», a algo muy parecido
a aquel modelo de Estado-planificador que fascinaba en los años treinta a
muchos dirigentes del movimiento socialista y a los jefes de la
Unión Soviética.
Pero en los años del Ordine Nuovo, en los años de la experiencia turinesa, si bien está
ya presente en las reflexiones de Gramsci aquel voluntarismo «iluminado», capaz solo de
acelerar las etapas del «progreso» pero no de cambiar sus formas, sus espacios
y su recorrido, se advierte a la vez una gran preocupación por ofrecer a los
trabajadores, oprimidos por la jerarquía de la fábrica y expropiados de sus
saberes, nuevos instrumentos cognitivos capaces de garantizar el aumento de su autonomía
cultural. Gramsci no se resigna a pedir a las generaciones obreras, aplastadas
por la carga de un trabajo fragmentado y «embrutecedor», sin mayor sentido ni
significado, que sacrifiquen también su propia autonomía de conocimiento y de
decisión, en nombre de un poder delegado por otros (y puramente visionario), en
nombre de la libertad de las generaciones futuras. Y desde luego no se limita a
sugerir, como oportunos complementos (y compensaciones) de la aplicación del
sistema taylorista, el aumento de
salarios y la reducción de la jornada de trabajo (como decía Lenin y como
escribirá el mismo Gramsci en los años de los Cuadernos).
Para el Gramsci de los años veinte, de hecho, a la espera de
que los trabajadores conquistasen un efectivo poder de decisión y
una mayor libertad en su trabajo, había que promover la apropiación inmediata
de una cultura de base polivalente, capaz de proporcionar una visión global de
los procesos productivos y de los mecanismos de decisión. Esta estaba destinada
a cumplir una función decisiva en la formación de una nueva clase dirigente (y
no tanto de una elite predestinada), consciente de sus propios límites y
de sus propios vínculos, así como de sus propias y crecientes potencialidades
de autogobierno; capaz, por eso mismo, de convertirse en culturalmente
hegemónica en la sociedad civil.
La educación y la formación que los consejos de fábrica
debían garantizar a todos los trabajadores, independientemente de sus funciones
circunstanciales, no estaba de hecho basada en el aprendizaje de las reglas
básicas del oficio y ni siquiera era reducible a la difusión de algunos
rudimentos técnicos desprovistos de sus fundamentos teóricos (como viene a
suceder, en el lenguaje actual, con el uso del ordenador y el basic
english). Aquella consistía, por el contrario, en la adquisición de una cultura
de base, abierta a las más diversas y cambiantes experiencias profesionales; y
en el conocimiento del entramado de relaciones complejas que existe entre los
distintos segmentos del proceso productivo y da un significado global a una
serie de actividades parceladas, singulares, aisladas y aparentemente privadas
de sentido. Esa educación debía conferir un conocimiento que, al estar basado
en el dominio de los sistemas relacionales que gobiernan la empresa, podía
permitir la formación de una cultura crítica entre los trabajadores
subordinados, haciéndolos capaces no solo de aplicar soluciones prefijadas,
sino de «resolver problemas».
No por casualidad Gramsci habla ya, a este respecto, de una
especie de revolución cultural que deberá realizarse a través de un proceso de
formación y de información sistemático y permanente. Por más que parece
escapársele la insostenible contradicción que surgiría entre la conquista de
esa cultura de base y la expropiación incesante del saber y del saber hacer que
la aplicación del sistema taylorista
conlleva como necesidad ineludible.
En cualquier caso, pensar en una cultura de la hegemonía
sobre estas bases, y no ya a partir del énfasis en el papel prometeico de las elites o
de los políticos profesionales, querría decir, hoy, afrontar de verdad con
instrumentos inéditos la gran amenaza que pende sobre los hombres y mujeres del
siglo XXI: la fractura, que puede llegar a ser irremediable, entre quien
detenta y amenaza con mantener el monopolio del saber, y quien es o puede ser
excluido (también a causa de la cada vez más veloz obsolescencia de las herramientas
especializadas) del dominio de los más modernos lenguajes del saber, y se
convierte cada vez en más incapaz de dar un sentido y un significado a las
exigencias o a las órdenes de las que es receptor.
También en este caso, pues, Gramsci nos proporciona
estímulos importantes para una investigación dirigida a recomponer una
«comunicación» entre las transformaciones de la sociedad civil y la
construcción, también desde el punto de vista institucional, de un proyecto
reformador capaz de basarse en un análisis crítico de los conflictos que
recorren esta sociedad y de las mediaciones capaces de mejorar las exigencias
de libertad y las oportunidades de autorrealización de las personas que
trabajan autónomamente o bajo la dirección de otros.
Gramsci nos aporta estos estímulos, desde luego, no a través
de una obra compacta y lineal, sino a través de una búsqueda que es preciso
descifrar críticamente, a través de una reflexión marcada por profundas
contradicciones y por obstáculos de naturaleza ideológica. Es necesario
«liberar» de esos escollos el método de indagación sobre la sociedad civil como
«teatro de todas las historias» utilizado por aquel a quien debemos el
descubrimiento de una nueva dimensión, cultural pero también ética, de la
acción política.
La búsqueda esforzada y contradictoria de Gramsci nos
interpela todavía, tanto en sus intuiciones felices como en sus fracasos. Unas
y otros, de hecho, nos sirven de ayuda para no volver a recorrer, en un mundo
sacudido por gigantescas transformaciones, los caminos de una nueva revolución
pasiva; para no limitarnos a «planear» sobre las «novedades» en el
intento de gobernar los efectos de una modernidad que se nos hace indescifrable
en su génesis y en su futuro. Si la interrogamos críticamente, esa reflexión
nos ayuda a no permanecer como espectadores, o incluso esclavos, de la nueva
revolución que está en marcha en la sociedad civil; una revolución que, por
ahora, está dirigida por fuerzas que escapan al control democrático de la
ciudadanía, y se orienta hacia desenlaces que nadie puede prefigurar
precisamente porque, una vez más, nos encontramos frente a un proceso
contradictorio y abierto a las más diversas soluciones. Y sobre todo, nos ayuda
a conjurar el verdadero y mortal peligro que acecha en nuestra época a
cualquier proyecto reformador (cuya necesidad tantos sienten, pero cuyos rasgos
y valores tanto nos cuesta definir): el de no ser capaces de alzarnos a la
condición de protagonistas conscientes de una historia que está todavía por
escribir.
Traducción del italiano por Javier
Aristu & Paco Rodríguez de Lecea
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