![]() |
Arresto del papa Bonifacio VIII ✆ Giovanni Villani |
Aldo Torres Baeza | Maquiavelo llegó a la metáfora del poder
encarnado en un centauro. El centauro posee dos partes, una animal y otra
humana. El poder, según Maquiavelo, respondía a esa dualidad, en tanto
presentaba una parte animal, simbolizada en la fuerza (la estructura de un
sistema), y otra humana, simbolizada en la idea (superestructura).
Gramsci tomó
esta metáfora. A partir de ella, analizó la superestructura del sistema, el
dispositivo ideológico que llevaría el gobernante a consentir el poder con el
gobernado. De ahí nace su propio concepto de hegemonía, distinto al concepto de
la URSS. Es decir: la hegemonía como la capacidad ideológica de un gobierno
para hacer coincidir sus intereses con los intereses de las mayorías.
Por más de 25 años (y quizás durante toda la historia), el
espacio político de este país [Chile] estuvo sustentado en el funcionamiento de las
instituciones. Las instituciones reemplazaron la deliberación ciudadana. La
democracia, en ese sentido, era sólo el vehículo para renovar una elite que, sustentada
en dicha institucionalidad, manejaba la superestructura del sistema instalando
la idea del bien común. De este modo, el espacio político, en el sentido de la
deliberación y dinámica del poder, fue sustituido por el funcionamiento de las
instituciones. Mientras estas funcionaran, poco importaba quien ocupara el
gobierno. “Hay que dejar que las instituciones funcionen”, repetía Ricardo
Lagos. ¿Qué estaba diciendo en el fondo de esta afirmación?: que en las
instituciones descansaba la verdad y, por sobre todo, el sentido común,
entendido como el único orden posible. Antes los casos de corrupción, siempre
se adujo la codicia individual. Ante las crisis de legitimad, las salidas
siempre fueron institucionales, léase: acuerdos, pactos y empates. La institucionalidad
jamás se erosionaba. En definitiva, había una cúpula de poder funcionando sobre
instituciones estables. Por lo menos esa era la impresión generada hacia el
público-elector, publico-elector que, por identidad nacional, sentía orgullo
por esa capacidad de regeneración institucional. Eso hacía que, legitimado o
no, el poder se sustentara en la parte humana del centauro. Funcionaban,
entonces, los dispositivos ideológicos que nos enseñaban la producción de la
vida. Así, la iglesia, mediadora en lo político, retenía su cuota de verdad,
otra parte residía en el mercado y otra en los medios de comunicación. Podemos
indagar en las características históricas que sustentaron esta estructura de
poder: un sistema electoral diseñado para la estabilidad, no para la
representación, un modelo de desarrollo ideado para la competencia, no para una
idea de país, etcétera.
Hoy, existe la creciente sensación respecto a que esa
superestructura se resquebraja. Parecen deslegitimarse todos los
dispositivos ideológicos que proponían los alcances del bien común, todas las
instituciones intermedias que naturalizaban una visión de la sociedad por sobre
otras. Y sin esos dispositivos ideológicos, sin la institucionalidad, un
gobierno, cualquiera sea, pierde el consentimiento, la aceptación social, la
hegemonía. Cae, por tanto, la parte humana del poder y sólo queda la animal, es
decir: el poder como fuerza. En este sentido, podemos indagar los modos en que
la Nueva Mayoría dejó de ser mayoría, decir, por ejemplo, que no supo administrar
la superestructura del poder, porque no supo instalar sus posiciones políticas
en un discurso general. Probablemente, la mala comunicación y falta de relato
político, unido a los casos de corrupción, terminaron por hundir su proyecto
político. Es probable.
Sin embargo, cuando se estudian los procesos políticos que
han perdido la hegemonía, se entiende que el desplome no es de uno u otro
sector político, de una u otra reforma, sino que del sistema en su conjunto. Y
esto sucede por una razón simple, pero a la vez profunda: cuando cae la
superestructura, cae la idea general del sistema, cae el paradigma sobre el
cual se sostenían los relatos que, aunque aparentemente opuestos, se fusionaban
en una idea general. Por eso, no se derrumba tal o cual intento de reforma
sobre la estructura del poder, se derrumba la legitimidad que se sustentaba en
la superestructura, y, jugando en las reglas de esa plataforma, es imposible no
perder el equilibrio.
Ante este panorama, los relatos de fondo pueden direccionarse
hacia diferentes rumbos, en búsqueda de una u otra estrategia. El arribo de la
DC, por ejemplo, es la búsqueda del relato concertacionista
de “lo posible”: la iglesia, los empresarios y la derecha unidos otra vez
en post del crecimiento económico. El enemigo es la delincuencia y los sectores
“minoritarios” que exigen cambios. He ahí el nuevo discurso hegemónico de la
superestructura. Una de las características más importantes de la hegemonía es
reducir las opciones de las minorías a la no viabilidad. Para Zizek, la
apropiación de la hegemonía es la lucha por los conceptos no necesariamente
políticos. Por ejemplo, el que consigue contemplar que su relato es el
depositario del orden, y que, por consiguiente, el resto no lo son, está
situando su orden por sobre el orden del otro. En esa apropiación se manifiesta
la búsqueda de hegemonizar un discurso. Pero la búsqueda de la hegemonía es,
ante todo, indagar en una interpretación distinta de lo cotidiano, es mirar con
sospecha el discurso de la normalidad y proponer alternativas ante éste. Es, en
definitiva, la búsqueda de otro sentido común, distinto al del discurso
hegemónico. Por eso, ante este contexto surgen un par de preguntas: ¿qué pasa
cuando la medida de lo posible no alcanza por qué ya no descansa en la
hegemonía sino que en la cara animal del poder?, ¿qué pasa cuando el sentido
común de la elite ya no es el sentido común de las mayorías?, ¿qué pasa cuando
el centauro se queda sólo con su parte animal?...
![]() |
http://www.g80.cl/ |