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Foto: Raymond Williams |
Álvaro Alonso
Trigueros | Este artículo intenta poner de manifiesto la
deuda de los estudios culturales de Raymond Williams con la obra del
filólogo-político Antonio Gramsci. En concreto, intenta demostrar cómo Williams
encuentra en Gramsci el método adecuado para analizar las manifestaciones
artístico-culturales en relación con la lucha por la hegemonía y cómo es a
partir de Gramsci que pueden ser entendidos los desarrollos posteriores de los
estudios culturales, desde Williams hasta Stuart Hall. Mediante el análisis de
la obra de Williams y a partir del conocimiento del pensamiento de Gramsci
hemos sido capaces de encontrar la herencia de Gramsci como elemento decisivo
en la fundación de los estudios culturales tal y como nacen de manera
multidisciplinar a partir de los pioneros trabajos en este campo de Raymond
Williams. Asimismo podemos llegar a la conclusión de que tanto los Quaderni de Gramsci como los
denominados “escritos juveniles” supusieron para Williams el descubrimiento no
sólo del método adecuado para analizar las manifestaciones artístico-culturales
en relación con la hegemonía, sino que además Gramsci aportó un número
importante de problemáticas y palabras clave sobre las que han sido fundados
posteriormente los estudios culturales en las distintas universidades de manera
global.
1. Introducción
La actualidad de los estudios gramscianos sufrió la reciente
desaparición de Giorgio Baratta, autor de Las rosas y los cuadernos y director
hasta su muerte de la IGS, así como la de Francisco Fernández Buey, el mayor
especialista en Gramsci de habla hispana (Alonso, 2013). Sin embargo, los
estudios gramscianos se han visto reforzados por la aparición del monumental Dizionario Gramsciano dirigido por Guido
Liguori y Pasquale Voza (Liguori, 2009) que aglutina a lo más granado del
gramscismo a nivel mundial. Del mismo modo, puede observarse en este nuevo
siglo un “giro lingüístico” en los intereses por la obra de Gramsci como
precursor de los estudios culturales. Así, aparece Gramsci, Language and Translation (Ives, 2010),
obra conjunta en la que el hilo conductor de los diferentes trabajos es la
relación entre la categoría gramsciana de subalternidad, el lenguaje y la
política. En todos ellos, de Marcus E. Green a Derek Boothman, se encuentra un
intento de incorporar al presente la herencia de Gramsci en relación con el
problema de la cultura. Una cuestión de largo recorrido que intentaremos en lo
que sigue enfocar desde la seminal recepción que Raymond Williams realizó de la
obra de Gramsci.
2. El encuentro de Williams con Gramsci

En el origen de la cultura está el hombre, sostiene
Williams, y dentro del hombre su creatividad. Sin creatividad no habría
lenguaje, ni literatura, ni arte, ni periodismo, ni ninguna otra faceta
cultural. Ahora bien, desde la óptica de la revitalización de la filosofía de
la praxis, el estudio de la “mente creativa” se ve como un tema de principal
importancia, puesto que había sido objeto de apropiación por el pensamiento
romántico idealista hegeliano y, en buena medida, si no abandonado cuando menos
desplazado del centro de gravedad de los intereses teóricos y prácticos del
pensamiento posterior a Marx y Engels.
Gramsci había puesto en el centro de su proyecto de trabajo
en la cárcel, como es sabido, el concepto de “espíritu popular creativo” en una
seminal carta a Tatiana (Gramsci, 2003: 70-71), y abandonado después
probablemente por el matiz idealista de tal formulación, aunque solo en
apariencia. Cuando Gramsci, materialista convencido, habla de “espíritu” de lo
que habla es del carácter orgánico, espacio-temporal y supra-individual de las
creaciones humanas, atendiendo al conjunto de condiciones y determinaciones
tanto históricas como económicas, políticas y culturales de dicha actividad y
de sus productos. Por lo que puede decirse que Gramsci siguió adelante con su
proyecto inicial, enriqueciéndolo con innumerables desbordamientos.
Raymond Williams, por su parte, comenzó a ocuparse del
concepto de cultura en su obra Culture
and Society (escrita tras las guerra con Alemania y Japón al recibir la
baja del ejército e incorporarse a Cambridge), obra que terminó de “ensamblar”
en 1956. Reaparece en Keywords, en principio un apéndice a la obra anterior, y
veinte años después (Williams, 1976) convertido en libro con vida propia. Sigue
presente en The Long Revolution
(Williams, 1961), donde se apoya en las pesquisas de Gramsci a la hora de
escribir la primera parte, dedicada a la “mente creativa”; y, finalmente, ocupa
el primer capítulo titulado “Conceptos
básicos” (cultura, lenguaje, literatura e ideología) que junto a la teoría
cultural y la teoría literaria conformarán Marxismo
y Literatura, de 1977.
En la “Introducción” a esta última, el propio Williams
explica, de un modo autobiográfico, su encuentro con la obra de Gramsci. Fue a
mediados de la década de los cincuenta cuando comenzaron a surgir formaciones
luego agrupadas bajo la denominación de la New
Left. Por otro lado, “encontré –dice Williams– que el pensamiento marxista
era diferente, y en algunos aspectos radicalmente diferente, de lo que yo y la
mayoría de la gente entendía en Gran Bretaña por marxismo. Se establecieron
contactos con trabajos anteriores que hasta entonces no se habían cruzado en
nuestro camino; por ejemplo, la obra de Lukács y de Brecht”.
Comienza entonces Williams a leer “más intensamente” la
historia del marxismo, en la sistematización original de Plejanov popularizada
por las tendencias dominantes del marxismo soviético. Asimismo comienza a
estudiar “de un modo diferente” a los marxistas ingleses de los años treinta,
especialmente a Christopher Caudwell. Williams reconoce el valor que para él
supuso conocer la variedad de tradiciones selectivas y alternativas que se
agrupaban dentro del marxismo, del mismo modo que le sirvió conocer el esquema
según el cual la tradición ortodoxa generaba un patrón discriminatorio para
distinguirse de otras líneas de pensamiento, como el no marxista, el
neo-hegeliano o el burgués.
“He llegado a comprender cada vez con mayor claridad las diferencias radicales que presenta el marxismo respecto de los demás cuerpos de pensamiento; y, al mismo tiempo, las complejas conexiones que mantiene con ellos y los numerosos problemas que todavía se hallan en vías de solución” (Williams, 1980: 14).
Williams entra en contacto con nuevas obras marxistas, sobre
todo con las obras del último Lukács, el último Sartre, Goldmann y, de manera
más bien polémica, Althusser y determinadas manifestaciones del
estructuralismo. Al mismo tiempo, tiene acceso a trabajos más antiguos,
especialmente la Escuela de Frankfurt (en su periodo más significativo, durante los años treinta y cuarenta) y particularmente la obra de Walter Benjamin; la obra extraordinariamente original de Antonio Gramsci; y, como un elemento decisivo de un nuevo concepto de la tradición, la obra nuevamente traducida de Marx, y especialmente los Grundrisse (1980: 15).
El reconocimiento de la herencia gramsciana queda patente al
incluir al pensador sardo en esta selecta troupe de lecturas con las que dará
comienzo su periodo más original y fecundo. Como enseguida veremos, estará
explícitamente presente en el análisis de la superestructura y en el capítulo
dedicado a la “hegemonía”.
Hay que añadir que Gramsci vuelve a ser mencionado pocos
años más tarde por Williams en “The Uses
of Cultural Theory”, conferencia dictada en Oxford el 8 de marzo de 1986 y
recogida en 1989 en Politics of
Modernism. En este ensayo Williams hace un recordatorio del estado de la
cuestión de los acercamientos teóricos a las artes y las manifestaciones
artístico-culturales desde la cultura y la sociedad. Según Williams un punto de
inflexión fue protagonizado por lo que él denomina “la ruta de Vítebsk”:
Me refiero a ese movimiento todavía imperfectamente comprendido pero fundamental que incluía (incierta e inextricablemente) a P. N. Medvedev, V. N. Volóshinov, y M. M. Bajtín, que estuvieron juntos en Vítebsk a principios de los años veinte y luego trabajaron en Leningrado (2008: 131).
Ahí ve Williams el modelo a seguir en lo que respecta al
carácter indispensable del análisis social e histórico para el estudio de la
estructura de una iniciativa en teoría cultural.
El gran logro de este reducido círculo fue dar con el
problema de la “especificidad”, aplicable tanto a su propia obra intelectual
como a la comprensión del arte, un problema que también aparece en Gramsci al
hablar de la estética. En efecto, se enfrentaban a esa polarización del arte y
la sociedad característica de los modelos heredados. En aquellos turbulentos
años, en los que Medvedev era rector de la Universidad Proletaria “trabajando
intensamente en programas de alfabetización y nuevas formas de teatro popular”,
las tendencias teóricas dominantes eran el formalismo, por un lado, con su
énfasis en los elementos distintivos y autónomos del arte, y por el otro, “una
aplicación marxista de las categorías sociales a las condiciones de la
producción cultural”. Lo que insistentemente ponían de relieve era toda la
intrincada red de relaciones que el modelo base-superestructura dejaba
insistentemente a un lado o en penumbra.
Al analizar los logros del formalismo ruso, Williams habla
desde un punto de vista asombrosamente cercano a Gramsci, es decir, desde un
absolutismo histórico capaz de ver la complicación de los procesos y sus
múltiples formas, “las complejas interacciones internas de posibles estrategias
y dispositivos”. Según Williams:
El proceso en el cual los artistas y escritores en actividad –y sin duda los teóricos- aprenden, se adaptan, se apartan y regresan a métodos usados por sus predecesores específicos, en sociedades y periodos históricos muy distintos, es desde luego innegable y hasta crucial. Lo que los formalistas no pudieron ver fue que este proceso específico y complejo es en sí mismo histórico […] una práctica históricadistintiva, encarada por agentes reales, en complejas relaciones con otros agentes y prácticas, a la vez multiformes y variados (2008: 134).
Williams menciona a Gramsci inmediatamente después de dar el
salto hacia la aparición en Gran Bretaña de los “estudios culturales empíricos”
y el papel de la historia en ellos, reconociendo que “la obra de Gramsci sobre
las formaciones culturales había sido un gran avance, especialmente en sus
elementos históricos y analíticos, aunque la indicación teórica de tipos de
formación todavía era relativamente simple”.
A continuación rememora los avances de aquellos años, en
particular los comienzos de la Escuela de Frankfurt, en Alemania, que “había
encontrado de manera genuina, aunque con sus propios fundamentos distintivos,
nuevos y penetrantes métodos de análisis histórico formal. La obra de Benjamin,
el primer Adorno, Löwenthal y otros significó un avance sorprendente”.
Para Williams (2008: 138), uno de los elementos que
contribuyeron a la creación de la Nueva Izquierda en Gran Bretaña –además del
hecho de que una parte de sus figuras principales decidieran trabajar en la
educación de adultos, como una forma de “volver a unir el valor de una
educación más elevada y la persistente privación educacional de la mayoría de
los miembros de su propia clase originaria o de afiliación”–fue el influjo de
“teorías culturales marxistas menos ortodoxas, provenientes de otras partes:
obras de la índole más seria, desde Lukács y Goldmann a Gramsci, Benjamin y
Brecht”.
Williams hace balance del desarrollo histórico del
formalismo y de las formas de vanguardia de entreguerras, cuyo ámbito de acción
política se extendía de manera indiferenciada desde el socialismo
revolucionario hasta el fascismo –véase el futurismo de Marinetti en Italia–,
que iba a desembocar en lo que se concibió como una “teoría cultural nueva”, la
cual rechazaba tanto el “realismo” como el “humanismo”. Señala Williams cómo en
esos años “la mezcla precisa de teorías que había sido confrontada en Vítebsk
–una versión de la teoría de Saussure, una versión de las fuentes e intenciones
individualistas humanas tomada de Freud y el psicoanálisis, una abstracción
racionalizada de sistemas autónomos de esa disidencia burguesa que constituyó
la vanguardia, no solo contra la sociedad burguesa sino contra toda sociedad
activa y autoconstruida (incluidas las revolucionarias)–, esa mezcla precisa,
decíamos, se derramó ahora sobre la teoría cultural occidental y modificó
radicalmente sus intenciones de práctica”.
El punto central de esta conferencia es la pregunta: ¿qué
puede ser y hacer una teoría cultural significativa? Williams analiza algunos
movimientos que considera cruciales, como el citado Círculo de Vítebsk, con su
acento sobre el carácter social y dinámico del lenguaje, en contrapunto con el
formalismo de Víktor Shklovsky y Jakobson y su estudio de la forma de la
manifestación artístico-cultural, el efecto, el extrañamiento como “modo de
desvío de la percepción corriente de la obra artística mediante la disposición
de los elementos para conseguir unos determinados efectos en el lector”.
Williams, al igual que Gramsci, va a considerar que la
cuestión central del análisis cultural es “el análisis de las relaciones
específicas a través de las cuales se hacen y se mueven las obras”; y se apoya
en las palabras de Medvedev y Bajtín para decir que “Las obras sólo pueden entrar en contacto real como elementos
inseparables del intercambio social […] No son las obras las que se ponen en
contacto sino las personas, quienes, sin embargo, lo hacen por intermedio de las
obras” (Bajtín, 1985: 152).
Además de los hallazgos de Gramsci en todo lo relacionado
con el estudio de la cultura y las manifestaciones artístico-culturales,
Williams tuvo muy en cuenta la relación que éstas tienen con la hegemonía y el
aparato hegemónico. Como ha señalado Kate Crehan (1986), el interés por Gramsci
en determinados ámbitos como la antropología y los “estudios culturales”
alcanzó su cota máxima en los años ochenta y principios de los noventa, sobre
todo en torno al concepto de hegemonía, si bien los antropólogos (al decir de
D. V. Kurtz), asimilan la hegemonía a la descripción de una forma particular de
poder, y no al problema de la producción, reproducción y consolidación del
poder. Aunque los antropólogos que citan a Gramsci se basan en autores que se
las han visto con los textos gramscianos (Perry Anderson, Femia, Laclau,
Mouffe), la fuente más influyente ha sido Raymond Williams en Marxismo y
literatura. El Gramsci de Williams lo que hace es subrayar los escritos sobre
la hegemonía para “pensar” el poder de una forma, a la vez cultural y material,
que vaya más allá de la dicotomía “base/sobreestructura”. Williams rescata de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte
(1851-52) una definición de “sobreestructura” menos conocida que la del Prefacio
de la Contribución de 1859, y que dice:
Sobre las numerosas formas de propiedad, sobre las condiciones sociales de existencia (estructura o base), se erige toda una sobreestructura de sentimientos (empfindungen), ilusiones, hábitos de pensamiento y concepciones de vida variados y peculiarmente conformados. La clase en su totalidad las produce y configura a partir de las condiciones sociales correspondientes (1980: 94).
Para Williams, la sobreestructura es sinónimo de la “forma
de conciencia” de una clase, sus modos constitutivos de comprenderse dentro del
mundo. A partir de aquí, Williams considera que a partir de los usos
posteriores de este término, emergen tres sentidos de “sobreestructura”: 1) Las
formas legales y políticas que expresan relaciones de producción existentes de
manera real y efectiva (instituciones). 2) Las formas de conciencia que
expresan una particular concepción clasista del mundo (formas de conciencia).
3) Un proceso, en el cual, los hombres tomen conciencia de un conflicto económico
fundamental y lo combatan (las prácticas políticas y culturales).
El concepto de hegemonía
en Gramsci según Williams constituye “todo un cuerpo de prácticas y expectativas
en relación con la totalidad de la vida. Constituye un sentido de la realidad
para la mayoría de la población, un sentido de lo absoluto por ser una realidad
viva más allá de la cual la movilidad es muy difícil para la mayoría de la
sociedad en prácticamente todas las esferas de la vida” (1980: 131). Aquí vemos
hegemonía = el sentimiento transferido de posesión, dominación, subyugación,
barrera, alambrada, límite infranqueable, fatalidad, marginalidad. Pero
Williams reconoce que hay una “hegemonía alternativa” “por medio de la conexión
práctica de diferentes formas de lucha –algunas de ellas no fácilmente
reconocible– al no ser típicamente políticas o económicas, y que conducen
dentro de una sociedad altamente desarrollada a un sentido de la actividad
revolucionaria”. Lo que Gramsci observa, según Williams, “es un pueblo
trabajador que, precisamente, debe convertirse en clase y en una clase
potencialmente hegemónica, contra las presiones y límites que impone una
hegemonía poderosa y existente”. Esto es, una “hegemonía en proceso de
construcción” enfrentada a una ya existente pero viva y mutable hegemonía del
adversario. En la práctica, la hegemonía jamás puede ser individual. Además, no
se trata de una estructura o sistema, sino de un proceso, “una lucha
estratégica”: la del adversario es renovada, recreada, defendida y modificada;
la alternativa resiste, se ve limitada, alterada y desafiada por presiones que
no le son propias. Por tanto, para Williams existe una hegemonía y existe una
contra-hegemonía y una hegemonía alternativa, todas ellas reales y persistentes
en la práctica.
En el ámbito de esta “lucha estratégica” es de gran interés
la propuesta que E. Balibar hace a partir de la ampliación del Estado
propugnada por Gramsci: hace falta que el Estado se haya ampliado a la sociedad
civil, que ésta no sea ya el escenario de la lucha de clases, sino que se haya
convertido en el terreno cotidiano de la lucha cultural e intelectual, mediante
una inversión paradójica que lleve a los dominados a adueñarse de las ideas de
la clase dominante, efectuando una lucha intelectual y profesional.
3. Gramsci en la “larga revolución” de Raymond Williams
Parece obligado que en las páginas siguientes intentemos
enriquecer de alguna manera el particular desierto de habla hispana en relación
con la obra de Williams, solventado en parte en los últimos años gracias al
trabajo de A. Martín Cabello publicado bajo el título de La escuela de Birmingham (2008). Y lo haremos en primer lugar
haciendo un breve recorrido por aquellos puntos de conexión entre Gramsci y
Raymond Williams a partir de Culture and Society, en lo que se conoce en
Williams como “materialismo cultural” y su idea revolucionaria de la cultura.
En su primer importante trabajo, Culture and Society (1958), Williams realiza un análisis del
pensamiento social en la tradición inglesa. Su resonancia depende de cómo se
entienda la cultura, concebida como las ideas e ideales de perfección extraídos
del material de la vida social, dentro de un proceso de cambios de gran escala
que incluyen la industria, la democracia, las artes y las diferentes clases
sociales. En una sociedad dividida en clases, “cultura” aparece como opuesto a
“negocio”, masificación urbana, e individualismo posesivo. Según su conclusión,
Williams diagnosticó el ethos de
servicio como derivado de una visión medieval, jerárquica, frente a la cual
cabía proponer el ethos de la
solidaridad, con raíces en los grandes logros de la “cultura de clase” de los
trabajadores (San Juan Jr., 2009). La idea de una cultura común (donde “común”
tiene por denotación la participación democrática plena e igualitaria, no la
uniformidad homogeneizada) está basada en los enormes esfuerzos y la
extraordinaria creatividad de millones de trabajadores hombres y mujeres organizados
en colectivos dentro de las instituciones democráticas de las trade unions, las cooperativas y otras
formas de autogobierno.
Pero es en su obra principal, en lo que respecta a la
fijación de sus ideas principales, The
Long Revolution (1961), donde Williams realiza un ataque a la tradición
liberal burguesa (desde Hobbes y Locke hasta Stuart Mill) con vistas a lograr
una nueva teorización de la cultura. “Cultura” no es ya solamente una “completa
forma de vida”, sino la diferenciada totalidad dinámica de las prácticas
sociales en la historia.
Desde este punto de vista, el arte o la literatura –al igual
que hemos visto en Gramsci– no pueden ser privilegiadas o idealizadas, puesto
que ellas son “parte del proceso general que crea convenciones e instituciones,
a través de las cuales los significados que son valorados por la comunidad son
compartidos y activados”. Williams propone una relacional y procesual visión de
la cultura que, de nuevo en sintonía con el proyecto de Gramsci, rompe los
confines y las barreras que separan la literatura, la cultura, la política y la
vida cotidiana en general. Así, “empatiza” las conexiones, las disonancias, las
negociaciones interactivas, desdoblando los conflictos y los cambios implicados
en patrones de aprendizaje y comunicación:
Desde que nuestro modo de ver las cosas es literalmente nuestro modo de vivir, el proceso de comunicación es, de hecho, el proceso de vida en comunidad: el conjunto de significados compartidos y de actividades y propósitos comunes; la aparición, recepción y comparación de nuevos significados, liderando tensiones y logros de crecimiento y cambio… Si el arte es parte de la sociedad, no hay una sólida totalidad para la cual, fuera de ésta, puedan ser realizadas las cuestiones prioritariamente. El arte está ahí, como una actividad, junto a la producción, los políticos, el comercio, el crecimiento de las familias. Para estudiar las cuestiones adecuadamente nosotros debemos estudiarlas activamente, viendo todas las actividades como particulares y contemporáneas formas de energía humana (Williams, 1961: 55).
La concepción de la cultura como toda una constelación de
actividades, formas en las que se dispone la energía humana, es crucial en este
punto. La antinomia entre el sujeto y el objeto, o el dualismo que separa la
conciencia del mundo externo, es decir, el drama de la metafísica y la teoría
del conocimiento del pensamiento burgués que arranca con el racionalismo
abstracto y el empirismo, encuentra en esta concepción de la cultura la
mediación mediante la cual resolverla dialécticamente. En un trabajo posterior,
The Sociology of Culture, Williams
define la cultura “como el sistema significante a través del cual
necesariamente un orden social es comunicado, reproducido, experienciado y
explorado” (1982: 13).
Cultura, entonces, no es solamente equivalente a arte de
altura, artefactos insólitos o representaciones estereotipadas, sino que
integra todo un complejo de expresiones articuladas y sus correspondientes
matrices experienciales y de ricas y volátiles coyunturas que crean vasos
comunicantes entre las polaridades.
Williams se opone de manera estratégica al ethos
individualista del capitalismo tardío, siguiendo una línea abierta por Gramsci
en la reivindicación de una voluntad transindividual a partir de la reforma
moral e intelectual. Y, al igual que Gramsci, entiende la cultura como una
totalidad formada por “redes de relaciones”, un complejo en el que hay que
desentrañar su modo de organización, sus patrones y soldaduras que revelan
identidades y correspondencias insospechadas, a veces discontinuas, a veces
dispersas.
El énfasis puesto por Williams en los patrones y la
organización de la cultura puede explicarse desde su discurso sobre la sociedad
de la “libre empresa” (concebida como una colección de individuos monádicos con
derechos naturales, etc.) y el correspondiente sistema de creencias centrado en
el mercado, una crítica que remite al descubrimiento de la “reificación”
realizado por Georg Lukács en su texto ya hoy clásico Historia y Conciencia de Clase (1923).
Al decir de Coll Blackwell, “la gran originalidad de la obra de Raymond Williams estriba en que
abordó sus investigaciones desde una perspectiva marxista aunque culturalista,
esto es, fue muy consciente de las implicaciones de la “cultura” en los
procesos históricos y de cambio social, sobre todo en las sociedades en las que
las nuevas tecnologías pueden ser aplicadas para la manipulación por la
industria cultural” (1997: 35). Anthony Barnett había indicado en su
artículo sobre Williams para la New Left
Review que:
Los estudios culturales son un componente crucial del materialismo histórico, y esa lucha cultural es una parte ardua, rigurosa y vital de la praxis revolucionaria. De ello se infiere, pues, que cualquier intento de hacer extensas generalizaciones sobre la “cultura” no puede proceder convincentemente si se presupone que los problemas principales de la teoría y de la praxis política han sido efectivamente solventados en esferas compartimentadas. Al contrario, parece mucho más probable que haya un fuerte vínculo entre las debilidades políticas y las culturales del marxismo occidental” (1976: 23).
Lo que llama la atención es este fenómeno de poligénesis
intelectual mediante el cual Williams desarrolla esa sensibilidad hacia el
análisis cultural sin haber conocido las obras de Gramsci y de Benjamin hasta
mediados de los años sesenta, momento en que introduce –como hemos visto–
conceptos gramscianos como el de “hegemonía”. En este sentido, llega a
conclusiones muy parecidas a las de Gramsci, algo similar a lo ocurrido en el
caso del historiador E. P. Thompson, quien llegó a encrucijadas similares a las
del filólogo-político sardo a partir de los estudios de historia de la clase
obrera británica.
Puede hablarse, utilizando la fórmula acuñada por Manuel
Sacristán, de “marxistas de la subjetividad”, en oposición al “marxismo del
teorema y de la objetividad” que tanto criticó el viejo Lukács, y Raymond
Williams podría incluirse en dicho grupo, junto a Lukács, Korsch y Gramsci.
Aquella apuesta por las “ideologías comparadas” propuesta por F. Fernández Buey
en Marx (sin ismos) (1998: 131) al adjudicar a Korsch y Gramsci la posibilidad
de construir una ideología del proletariado.
El interés de éstos radica en haber introducido en el
pensamiento marxista la centralidad de la conciencia, de la acción orientada
por los valores, de la voluntad transformadora como eje del cambio histórico,
en oposición tanto al optimismo metafísico como al fatalismo
mecanicista-positivista que atribuía el cambio social a una serie de fuerzas
ajenas a la voluntad consciente de los hombres e independientes de su praxis
racionalmente fundamentada.
El Williams que aquí nos interesa destacar es el que realiza
un trabajo teórico centrado fundamentalmente en la organización de la cultura
en su relación con el desarrollo de las fuerzas productivas –entre las que se
incluyen los medios de producción cultural y también más tarde los de difusión
informativa en sus análisis de la comunicación–, al que hay que añadir el
pormenorizado análisis de algunas de las categorías del análisis cultural
marxista.
Williams, en sintonía con Gramsci, tiene un proyecto
transformador de la sociedad, enraizado en la democratización de los procesos
de producción cultural, que se apoya en premisas socialistas que se van a ir
generando y enriqueciendo en el mismo proceso de investigación y lucha
política. Una de estas premisas de las que parte Williams es que la cultura es
una creación individual y colectiva de significados, de valores –morales y
estéticos–, de concepciones del mundo, de modos de sentir y de actuar,
incardinadas en un lenguaje –en un idioma–, enmarcada en instituciones sociales
concretas y condicionada por unas circunstancias materiales determinadas. Así
pues, la producción cultural es una manifestación espiritual condicionada por
un sustento material, es una producción individual a la vez que el resultado de
la interacción social de individuos históricamente constituidos. O lo que es lo
mismo, que cuando hablamos de un artista o productor de cultura, hemos de
hacerlo teniendo en cuenta su pertenencia a una clase social, habla un idioma
concreto y es fruto de un modo de vivir, de pensar y de actuar propio de un
lugar y una época. Por consiguiente, las producciones culturales y su
manifestación solo pueden entenderse en este contexto.
Lo que pretende demostrar Williams mediante el análisis
histórico de la cultura –su mayor imbricación de raíz con Gramsci, sin duda– es
que “la producción cultural siempre ha estado estrechamente ligada a condicionantes
materiales e institucionales que, inevitablemente, están directamente
relacionados con el desarrollo concreto de las fuerzas productivas de la
sociedad” (Coll Blackwell, 1997: 37). Williams va a realizar este análisis
histórico desde la crítica de la arraigada práctica de distinguir los medios de
producción material de los medios de producción cultural, y propone
definir dos áreas de análisis: en primer lugar, las relaciones entre estos medios materiales y las formas sociales en las que se utilizan […] y, en segundo lugar, las relaciones entre estos medios materiales y formas sociales y las formas artísticas específicas que constituyen una producción cultural manifiesta (1994: 82).
Introduce dentro del análisis marxista también la producción
cultural, desde el momento en que las creaciones culturales no son una
manifestación espiritual sin más, sino que tienen un componente material, que
está sometido al desarrollo de los modos y relaciones de producción; es decir,
los modos en que se organiza la producción material de objetos adquiribles
(bienes de cultura) y las relaciones que el productor mantiene con el
detentador de los medios de producción, que puede coincidir, en el caso del
artesano, ser un capitalista, o ser un mecenas, por ejemplo.
Dicho con otras palabras, que los creadores, los artistas, a
pesar de su individualidad, no pueden escapar de las relaciones socioeconómicas
que engloban a todo el desarrollo histórico; y que en el desarrollo de la
sociedad capitalista ha llevado a la progresiva expropiación de los medios de
producción a los productores. Dicha expropiación fuerza a los productores en
sentido amplio, ya sean intelectuales, científicos, artistas, etc., a entrar en
relaciones alienadas de producción cada vez más dependientes de criterios
mercantiles. Este fenómeno se da, en mayor o menor medida, en todos los campos
de la producción cultural: las letras, el teatro, las artes plásticas, la
música, el cine, etc., y su dependencia de las fuerzas económicas es
directamente proporcional a los recursos que su práctica requiere.
Así pues, no es sólo el trabajo manual del tool making man el que sufre un proceso
histórico de progresiva dependencia respecto de los bienes del capital, sino
que ésta abarca también el trabajo intelectual y la labor de los intelectuales,
como magistralmente puso de relieve E. Garin (1997) en lo que respecta al
análisis de Gramsci.
En un conocido ensayo de Stuart Hall, “Cultural Studies: Two Paradigms” (1980), Hall recoge la teoría de
Williams sobre el “culturalismo”. Tanto Williams como E. P. Thompson, centraron
su atención en la praxis humana a partir de la experiencia. En cambio, los
estructuralistas direccionaron su atención hacia la ideología y las condiciones
de determinación, la articulación de esferas autónomas en los campos sociales,
en orden a elucidar la relación inmanente entre poder y conocimiento. Hall
entonces va a definir “culturalismo” como el análisis de Williams de “la producción (y también la reproducción)
de significados y valores mediante formaciones sociales específicas, y su poner
el foco en la centralidad del lenguaje y la comunicación como fuerzas sociales
formativas, así como el conjunto de interacciones complejas entre las
instituciones, las relaciones sociales y las convenciones formales”.
Estas preocupaciones en Williams, según Stuart Hall, son
manifiestas en The Long Revolution,
Modern Tragedy, The English Novel from Dickens to Lawrence, Orwell, y otros
textos de los sesenta y los primeros setenta. La rúbrica “culturalismo” puede
resultar, sin embargo, inapropiada, por cuanto parcela, distorsiona y segrega.
En un ensayo de 1976, Williams realiza una aproximación a su
concepto de cultura (que elaborará más en Marxism
and Literature y en Culture)
dentro de las coordenadas del materialismo histórico:
Una teoría de la cultura como un proceso productivo social y material y unas prácticas específicas, de “artes”, como usos sociales de modos materiales de producción (desde el lenguaje como “conciencia práctica” material, hasta las tecnologías específicas de la escritura y sus formas de manifestación a través de los sistemas de comunicación mecánicos y electrónicos)… una teoría de las variaciones históricas de los procesos culturales, los cuales están necesariamente conectados (tienen que estar conectados) con una teoría social, histórica y política más general (Williams, 1980a: 243-244).
En la evolución del concepto que Williams ofrece de
“cultura” encontramos una temprana formulación en la que es asimilada a “una
entera forma de vida”, para desembocar en su concepción del culturalismo, al
que puede imputársele un cierto empirismo radical. En la entrada de Keywords,
en su edición de 1983, Williams discrimina entre los dos sentidos más usados de
“experiencia”: la experiencia pasada, como lecciones reflejadas, analizadas y
evaluadas; y segundo, la experiencia presente como inmediata y auténtica fuente
para todo razonamiento y análisis, en tanto que es plena y activa.
El Williams anterior a la mitad de los setenta se sitúa en
una concepción de la cultura como una práctica social y material, no tanto
basada en la cruda experiencia inmediata sino en el carácter dado de los
procesos de producción que condicionan la completa fábrica de la sociedad.
El conjunto de los procesos productivos constituye la social
totalidad en movimiento, con una serie de determinaciones que son orquestadas
por una variedad de circunstancias históricas. Los significados y los valores
son producidos junto a y por formaciones sociales específicas, con el lenguaje
y otros significados de comunicación como fuerzas formativas de primer orden.
Es por tanto una compleja interacción de instituciones, formas, convenciones, y
formaciones intelectuales en las cuales las cuestiones políticas y económicas
están profundamente imbricadas.
A partir del ensayo de 1973 “Base y Superestructura en la
Teoría Cultural Marxista”, Williams se las va a ver con el poder, esto es, con
la problemática de la determinación humana. En efecto, el mónadico sujeto
burgués (con la ayuda adicional de la crítica de Lukács y Goldmann de la
construcción de la conciencia del positivismo y el empirismo), es observado
desde el análisis de la categoría de “sujeto” y “subjetividad”. Williams
retomará poco después, en 1977, esta cuestión dentro del trabajo más general de
reconstrucción del materialismo histórico que realiza en Marxismo y Literatura.
Será en parte gracias a los trabajos de E. P. Thompson en
los primeros años sesenta que Williams va a descubrir a Antonio Gramsci y la
teoría de la hegemonía. En su reseña crítica de The Long Revolution, Thompson
arguye que cada totalidad social está indefectiblemente invadida con el
conflicto entre los opuestos modos de vida. Williams está en esto de acuerdo
con Thompson. Pero a continuación, interpreta la “base” (en el esquema base/superestructura)
de forma diferenciada: no es, para él, un estado uniforme ni un mecanismo
tecnológico prefijado, sino más bien un complejo de actividades específicas y
relaciones entre gentes reales, repleta de contradicciones y variaciones; en
definitiva, un proceso de apertura-cierre dinámico, no estático. Williams tiene
una concepción de las fuerzas vitales productivas (sus propias producciones y
reproducciones a través de las relaciones sexuales, el trabajo, la
comunicación, de gentes productoras de sí misma y de su historia) como básico,
no superestructural o un mero epifenómeno. En una vía sin precedentes, Williams
distinguió la producción capitalista de comodidades, del sentido general de
“producción de vida y potencialidades humanas”.
Criticando la idea abstracta (San Juan Jr. 1999: 122) de
Lukács de “totalidad” como vacía de contenido y por consiguiente formalista,
Williams redefine dicho concepto recogiendo la idea de un complejo diferenciado
totalmente fundado en las intenciones sociales convergentes y divergentes, con
el antagonismo de clase como nudo más saliente:
Durante algún tiempo es verdad que toda sociedad es un complejo entero de semejantes prácticas, pero es también verdad que toda sociedad tiene una organización específica, una estructura específica, y que los principios de esta organización y estructura pueden ser vistos como directamente relacionados con tales intenciones sociales, intenciones sobre las cuales definimos la sociedad, intenciones que a lo largo de toda nuestra experiencia han sido la dirección de una clase particular (Williams, 1980b: 36).
Esta intencionalidad es dada con más precisión cuando
Williams se enfrenta a la teoría de Gramsci de la hegemonía tal y como quedó
registrada en los Quaderni.
La primera aparición del término “hegemonía” es en Q I, 44, 41, donde encontramos la expresión
“hegemonía política”, introducida por Gramsci entre comillas para indicar su
particular valor respecto a las acciones genéricas de “preeminencia” y
“supremacía”, tomando en poco tiempo un espectro extremadamente amplio de
significados en un ámbito de contextos que van desde la economía a la
literatura, de la religión a la antropología, de la psicología a la
lingüística. Se trataría de una serie de distinciones más metódicas que
orgánicas, como aparece con toda claridad en la última aparición del término,
en Q 29, 3, 2346. Cada vez que aflora la cuestión de la lengua, dice entonces
Gramsci, significa que se están planteando toda una serie de otros problemas: “la formación y el alargamiento de la clase
dirigente, la necesidad de establecer relaciones más íntimas y seguras entre
los grupos dirigentes y la masa popular-nacional, o sea, de reorganizar la
hegemonía cultural”.
Gramsci hace uso del término hegemonía no sólo en relación
con la cultura sino también en relación con la política, y así es frecuente la
aparición de fórmulas tales como “hegemonía político-cultural”,
“político-intelectual” o “intelectual, moral y político”, siguiendo la idea
gramsciana de que “la filosofía de la
praxis concibe la realidad de las relaciones humanas de conciencia como
elemento de ‘hegemonía’ política” (Q
10, II, 6, 1245).
El terreno en el que se despliega la “lucha por la
hegemonía” es aquel de la sociedad civil, cuestión ésta desarrollada por
Gramsci (Q 4, 38, 457-60) en las notas acerca de la relación entre estructura y
sobreestructura. Gramsci distingue tres momentos: un primero ligado
estrechamente a la estructura; un segundo dentro de “las relaciones de fuerza”
políticas; y un tercero en las relaciones de fuerzas militares. Lo interesante
aquí es la transformación que puede producirse en dicho desarrollo en el lugar
que ocupan las clases subalternas: el grupo todavía subalterno puede salir “de
la fase económico-corporativa para elevarse a la fase de hegemonía político-intelectual
en la sociedad civil y convertirse en dominante en la sociedad política”. Este
mismo tema será desarrollado particularmente en el Q 6, 24, 703, donde explica
de manera más precisa que al hablar de hegemonía se refiere a la “hegemonía política
y cultural de un grupo social sobre la entera sociedad”.
Frente a la asimilación que Gentile hace entre “hegemonía y
dictadura, como indistinguibles, donde la fuerza es consenso sin el otro, donde
no se puede distinguir la sociedad política de la sociedad civil, donde existe
solo el Estado y naturalmente el Estado-gobierno”, mera hipostación del régimen
totalitario impuesto por el Partido fascista, Gramsci propone mostrar la
diferencia entre tal Estado fascista y el comunista: como ha indicado Giuseppe
Cospito (2009: 222) citando una nota de Gramsci titulada Armas y religión, en
la que trae al presente el pensamiento del gran pensador florentino
Guicciardini, “la diferencia entre el totalitarismo fascista y el comunismo
consiste entonces en que, mientras el primero tiende a reabsorber la sociedad
civil al interior del Estado, reduciendo la hegemonía a la fuerza, en el
segundo `el elemento Estado-coerción se puede imaginar extinguible a medida que
se afirman elementos cada vez más conspicuos de sociedad regulada (o Estado
ético o Estado civil)´”. Gramsci considera que en la doctrina del
Estado-sociedad regulada,
en la que el Estado será igual al Gobierno, de una fase coercitiva que tutelará el desarrollo de los elementos de la sociedad regulada en continuo incremento, y por lo tanto reduciendo gradualmente sus intervenciones autoritarias y coactivas. Tampoco puede esto hacer pensar en un nuevo ‘liberalismo’ ni ser el inicio de una era de libertad orgánica (Q 6, 88, 763-4).
El componente económico no es, para Gramsci, el único
escenario donde se manifiesta la lucha de clases:
En el desarrollo de una clase nacional, junto al proceso de su formación en el terreno económico, se debe tener en cuenta el desarrollo paralelo en el terreno ideológico, jurídico, religioso, intelectual, filosófico, etc. […] Pero todo movimiento de la tesis comporta el movimiento de la antítesis y, por consiguiente, una síntesis parcial y provisional” (Q 6, 200, 839-40).
Ya desde los escritos juveniles, pero de manera muy clara en
el primero de los cuadernos, Gramsci había descubierto un agente de suma
importancia en este proceso, los intelectuales, donde aparece su interpretación
del “intelectual orgánico” o vanguardia de la propia clase. El propio concepto
de intelectual pasa a sufrir un alargamiento en sí mismo, a partir del Q 4, 49,
comprendiendo en su seno a los intelectuales profesionales, los industriales,
los científicos, eclesiásticos, etc., hasta llegar a comprender, en una segunda
escritura, que “todos los hombres somos intelectuales” si bien “no todos los
hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”.
Gramsci no trata de superar el horizonte del marxismo, sino
de devolverlo a sus fuentes originales: de aquí la atribución a partir del Q 4,
38, 465 de la paternidad del concepto mismo de hegemonía, que en sí representa
“la aportación máxima de Ilìch a la filosofía marxista, al materialismo
histórico, aportación original y creadora”. Y es a través de Lenin que Gramsci
retorna a Marx, en Q 10, II, 41, 1315, donde innovando sobre la primera
escritura, escribe que ya Marx “ha
contenido in nuce también el aspecto éticopolítico de la política o la teoría
de la hegemonía y del consenso, además del aspecto de las relaciones de fuerza
y de la economía”.
Según Williams, la hegemonía hace referencia a un sistema
central de prácticas, incluidos significados y valores sentidos como prácticas.
Las reglas de la hegemonía se trasladan al ámbito de la realidad experimentada
y vivida, dondequiera que se ejercite la efectiva dominación sobre nosotros.
Es interesante comprobar la importancia que Williams otorga
a este componente subjetivo que invoca a la necesaria toma de conciencia de que
se está, en una situación dada, produciendo dicha dominación, dado que ello
comporta una poderosa fuerza desveladora de los mecanismos de dominación y una
permanente lucha contra el fetichismo del cual pueda estar revestida o
disfrazada.
En la particular visión de Williams, la hegemonía es “el
cuerpo completo de prácticas y expectativas; nuestras asignaciones de energía,
nuestra común comprensión de la naturaleza del hombre y su mundo”. Esto
significa que el concepto de hegemonía trasciende su papel heurístico para
cobrar un papel eminentemente filosófico sin dejar de ser político en tanto que
práctico.
Williams prefiere el concepto de “hegemonía” de Gramsci al
de “totalidad” de Lukács dado que el primero incluye el hecho de la dominación
y la subordinación a la vez que la tensión y la resistencia implicada en ella.
La hegemonía serviría para integrar los tres niveles de cultura definidos por
Williams en The Long Revolution: la cultura vivida de un tiempo y un lugar
determinado, la cultura grabada (desde las manifestaciones artísticas hasta los
actos más cotidianos), y la cultura de una tradición selectiva. La legitimidad
o validez de cada tradición dependerá de cómo sea experienciada, esto es,
integrada dentro de una cultura efectiva y dominante. Cada dominación depende,
a su vez, de una serie de variados procesos de incorporación que van desde la
educación hasta otros agentes a los que Althusser llamó “aparatos ideológicos
del estado”, como ya vimos anteriormente.
De este modo el concepto de hegemonía de Gramsci
proporciona, según Williams, una herramienta de análisis más flexible para
abordar la comprensión de la compleja interacción entre el aparato dominante y
los correspondientes valores, significados, actitudes, etc., alternativos, a la
vez que el proceso de transmisión e incorporación, así como los desplazamientos
que se producen en los ámbitos de la educación, la familia, etc. Y, lo que es
más importante, nos permite aprehender también las formas culturales y las
prácticas emergentes opuestas, que buscan el cambio y la alternativa a un
determinado ordenamiento social y político.
Al analizar las dinámicas de los procesos de hegemonía,
Williams reconoce la dificultad inherente a la idea de un proceso social
constitutivo, desde el momento en el que sale a la luz su histórica
variabilidad. La sociedad, entonces, es vista como un orden constituido por formas
de significados y prácticas alternativas, ascendentes y oposicionales que va a
clasificar como “dominante”, “residual” y “emergente” y que coexisten en
determinadas coyunturas.
¿Cuál va a ser la consecuencia ético-política de este
mecanismo metodológico? Williams sugiere la siguiente línea de investigación:
la hegemonía nos revela el grado hasta el cual llega una formación social
dentro del completo abanico de prácticas y experiencias humanas. De esta forma
nos estaría ofreciendo “un antídoto a la seducción de lo que Adorno llama ≪industria cultural≫, así como una sublimación del
cosmos de simulacros y simulaciones de Baudrillard”: “Ningún modo de
producción, y por lo tanto ninguna sociedad dominante u orden social, y por lo
tanto ninguna cultura dominante, agota en realidad el completo abanico de
práctica humana, de energía humana, de intención humana” (Williams, 1980b: 43)
La intencionalidad creativa, tan cara a Williams, junto a
las posibilidades de elección en las dimensiones tanto particulares como colectivas,
operan juntas en lo que llamó “estructuras del sentir” (Williams, 1977), una
categoría heurística y analítica útil para medir la distancia entre lo actual y
lo posible, dentro de los parámetros del materialismo cultural (Milner, 2002).
Williams alcanza a evitar las reducciones de la estética
formalista y sus variantes postmodernistas, insistiendo en “la restauración del
entero proceso social y material, y de manera específica la producción cultural
como un todo social y material”. Uno debería entonces no dejar de tener en
mente la multiplicidad de las prácticas culturales que juegan un papel en todas
las formaciones y tendencias intelectuales, los mecanismos e instituciones de
recepción y distribución, los significados materiales de la producción
cultural, el carácter social del lenguaje, y por último la “determinación”,
histórica de todas estas diversas prácticas culturales. Aunque Williams llamó a
este método analítico “semiótica radical”, rechaza la separación entre lo
“social” y lo “estético” fundada en el postestructural fetichismo de la
“textualidad” derivado de una cierta interpretación de Saussure. Ya en 1977
Williams presentó su propia orientación para el problema del lenguaje:
Un sistema-de-signos es en sí mismo una estructura específica de relaciones sociales: internamente, por el hecho de que los signos dependían de –y eran formados en- las relaciones; externamente, por el hecho de que el sistema depende de –y está formado en- las instituciones que lo activan (y que por lo tanto son a la vez instituciones culturales, sociales y económicas); integralmente, por el hecho de que “un sistema de signos”, adecuadamente comprendido, es a la vez una tecnología cultural específica y una forma específica de conciencia práctica: los elementos aparentemente diversos que en realidad se hallan unificados en el proceso social material (Williams, 1980a: 164).
Así, el lenguaje es solamente una de aquellas prácticas
implicadas en la crisis de la sociedad del capitalismo tardío. Williams se
opuso con firmeza tanto a las formulaciones mecánicas del “marxismo vulgar”
(que reducían la cultura a una simple reflexión sobre las comodidades, la
producción y el beneficio) como a los axiomas positivistas del
funcionalismo-estructural. Williams nos devuelve a las ineluctables presiones y
límites de la historia, a la naturaleza física, en orden a hallar la medida de
la necesidad y sus determinaciones. Este punto de vista ilumina también las
diferencias entre las clases hegemónicas y las clases subalternas.
Desde Culture and
Society (1958) a Communications
(1962) y desde Television: Technology and
Culture Form (1974) hasta The Country
and the City (1973) y Writing and
Society (1981), la cuestión planteada por Williams es inequívoca: la
democratización de la cultura a través de la participación de las masas en las
decisiones políticas y el acceso a la educación y a los recursos de la
comunicación. Ya en su ensayo de 1958 “Culture
is Ordinary”, como en The Long Revolution
(1961), Williams destruye las razones a favor de una segmentación jerárquica de
la cultura en alta, media y popular/de masas. Lo que es ordinario en relación
con la cultura es su ubicuidad: todas las sociedades las enlazan, encontrando
significados y direcciones comunes, creciendo mediante “un proceso activo de
debate y enmienda bajo las presiones de la experiencia, el contacto y el
descubrimiento”. A parte de los significados compartidos por todos, la cultura
–para Williams– también incluye las artes y el aprendizaje, “los procesos
especiales de descubrimiento y el esfuerzo creativo”, los cuales reúnen los
significados personales profundos con las aspiraciones comunes. Si de verdad
creemos en la democracia –dice Williams–, la tarea del intelectual políticamente
comprometido no será otra sino la de hacer efectivas las energías
transformadoras de millones de personas –aquellas que no tienen democracia allá
donde trabajan y sienten–, fundada en los siguientes valores:
Que debería gobernar la gente corriente; que la cultura y la educación son algo ordinario; que no hay masas a las que salvar, captar o dirigir, sino más bien esta multitud en el curso de una expansión extraordinariamente rápida y confusa de sus vidas. La tarea de un escritor consiste en ocuparse de los significados individuales y hacerlos comunes. Percibo estos significados en la expansión, allá donde, a lo largo de la travesía, los cambios necesarios están escribiéndose en la tierra, donde el lenguaje cambia pero la voz sigue siendo la misma (Williams, 2008: 62).
Posteriormente, esta agenda democratizadora sería
cuestionada por Stuart Hall, quien veía una posición en Williams etnocéntrica y
nacionalista, si bien todo pueda deberse a un malentendido sobre el concepto de
“cultura común”. En el ensayo de 1968 sobre este tema, Williams (1989: 32-39)
aprobaba la perspicaz afirmación marxista según la cual “en una sociedad
dividida en clases la cultura tendría inevitablemente un contenido de clase y
guardaría relación con la clase social; y en que, en la evolución histórica de
una sociedad, una cultura cambiaría necesariamente conforme cambiaran las
relaciones entre los seres humanos y las clases sociales” (2008: 102).
Williams insiste en que la cultura no es propiedad o
creación de una minoría privilegiada; los significados y valores comprendidos
en una determinada forma de vida afloran desde la experiencia común y las
actividades de todos. Pero la posibilidad de crear, articular y comunicar estos
significados y valores está limitada por la propia naturaleza del sistema
educativo, el control del trabajo y la propiedad privada de los medios de
comunicación. La posible “comunidad de cultura” o la “auto-realización de la
comunidad” estarían limitadas por las divisiones de clase de una sociedad dada.
De lo que se trata, en primer lugar, es de desvelarlo. Y de esta forma se
entiende que Williams proponga la idea de un elemento común de la cultura, “su
carácter comunitario”, como una vía para criticar lo que porta y lo que esconde
el ordenamiento de la sociedad capitalista, a saber, la división y
fragmentación de una cultura que en realidad tenemos. Y Williams realiza una
interesante distinción, al afirmar el hecho genérico – independiente de
cualquier etapa histórica concreta-, de que existe en toda sociedad dada
comunidad de cultura, y criticar al mismo tiempo a una sociedad concreta porque
restringe, y en muchos aspectos impide activamente, que la comunidad se
comprenda a sí misma. De este modo lo que comenzó siendo crítica cultural,
acabó siendo crítica social y política –muy en sintonía con Gramsci–:
La cultura común no es una generalización de lo que una minoría se propone y cree, sino fruto de una condición en la que el pueblo en su conjunto participe en la articulación de significados y valores, y en las consiguientes elecciones entre un significado u otro, entre un valor u otro” (Williams, 2008: 105).
En esta visión de la sociedad es donde hay peligro de que la
“cultura común” pueda devenir estandarización, uniformidad, nivelación por
abajo, mediocridad, represión y conformismo, todos elementos que, en efecto,
fueron instalándose en las modernas sociedades a partir de entonces.
Williams propone transformar un sistema educativo que divide
a las personas desde muy temprano en cultas –o lo que es lo mismo, emisores,
comunicadores–, y no cultas, o pasivos receptores de mensajes, para admitir la
aportación y la recepción por parte de todos. Williams llegó a esta conclusión
tras analizar concienzudamente las instituciones de los medios de comunicación
y el efecto de la educación divisoria. Como antídoto o vía positiva de acción
para el futuro propuso la revitalización de una cultura común como “democracia
instruida y participativa”, cuyos valores servirían para llevar a cabo su
peculiar visión de una democracia socialista. Pensando en esa sociedad del
futuro, Williams finalizaba su ensayo diciendo:
Sucede también que la idea de cultura común no consiste en modo alguno en una sociedad del consentimiento, de la mera conformidad. Una vez más, volvemos al énfasis que inicialmente hacíamos en la determinación común de los significados por parte de todas las personas, actuando unas veces de modo individual y otras en grupo, en un proceso que no tiene un fin particular y del que nunca se puede suponer que en algún momento se ha completado o concluido finalmente. En este proceso común, lo único incuestionable será mantener abiertos los canales y las instituciones de la comunicación de forma que todos puedan colaborar y recibir ayuda para hacerlo… Al hablar de cultura común, uno está hablando precisamente de ese proceso libre, contributivo y común de participación en la creación de significados y valores, tal como he tratado de definirlo (Williams, 2008: 108).
Este principio fundamental de una genuina democracia participativa
que delinea su teoría de la cultura le sirvió para ser especialmente sensible a
los nuevos desarrollos acaecidos en su tiempo, como el empuje de los
movimientos feministas, las reacciones contra el racismo y la xenofobia o las
demandas de reconocimiento de las comunidades étnicas, así como los diferentes
movimientos ecologistas. Williams, como pensador inaugural de la New Left, no puede fácilmente ser
criticado de reduccionismos de clase u otros tipos de reduccionismo
determinista, justamente contra los cuales él luchó y se opuso a lo largo de
toda su vida.
Hacia el final de su vida Williams reflexionó sobre los
“usos de la teoría cultural” y el futuro de los “estudios culturales” en dos
ensayos incluidos en The politics of
Modernism (1989). En la primera, Williams nos recuerda que la cultura en
tanto que sistema realizado de significados posee una imbricación con una
enorme variedad de actividades, relaciones e instituciones de la vida de todos
los días. La teoría cultural, por tanto, necesita ser examinada dentro de unas
situaciones históricas y sociales concretas, tal y como se había propuesto
desde el Circulo de Bajtín.
Como ya hemos visto, la apropiación de la teoría de la
hegemonía de Gramsci y el papel de los intelectuales en las formaciones culturales
ayudó a Williams a avanzar y profundizar en los logros de la teoría cultural.
“Cultura” deviene ahora el campo de batalla de diferentes líneas de fuerza y
antagonismos de poder. Y lo aplica al análisis del debate sobre el cambio en el
sistema educativo británico, por un lado, y a la influencia de los nuevos
medios de comunicación de masas (televisión, cine), que han trastocado
drásticamente todas las definiciones heredadas. Los estudios culturales
deberían examinar los agentes históricos y socialmente especificables. Tales
agentes deberían incluir tanto materias como intenciones, en diferentes grados
de determinación, siendo accesibles en toda su especificidad en tanto que
susceptibles de ser puestos sobre la mesa en su faceta interna (textual), por
un lado, y social e histórica (formal, en sentido pleno), por otro. Para tal
tarea, Williams recomienda el concepto de Bajtin de artwork, como indisociable de las dinámicas del lenguaje social con
toda su compleja variedad de elementos e intenciones: analítica,
interpretativa, creativa y emancipatoria.
De esta forma, incluyendo a un tiempo a Bajtín y a Gramsci,
Williams hace que los estudios culturales se ocupen no ya solamente de textos o
trabajos particulares sino de instituciones y de la formación de los
intelectuales. Y ello requiere de un análisis que ha de ser histórico y
estructural para determinar los propósitos, las intenciones, y también las
consecuencias. Aquí es donde Williams se las ve con el problema de la ideología
y la problemática de la determinación. Un buen lugar donde se comprueba esta
preocupación es en “Advertising: The
Magic System” (Williams, 1980b: 188) (originalmente parte integrante de The Long Revolution aunque publicado
separadamente).
Williams analiza la publicidad, el arte oficial de la
moderna sociedad capitalista –en sintonía aquí con John Berger–, como una forma
de comunicación determinada por fuerzas económicas, sociales y culturales
convergentes. La publicidad, como de manera magistral demostraría John Berger
en Modos de ver (Berger, 2005:
143-169), se le antoja a Williams un acontecimiento cultural que responde a la
necesidad por objetos “que requieren ser validados, aun cuando solo sea
mediante la fantasía, por asociación con ciertos significados sociales y
personales” no fácilmente adquiribles o descubribles en nuestra vida ordinaria.
Este sistema de inducción mágica a la satisfacción es un mecanismo de mercado
que, en su tarea de obtener ganancias, oscurece funcionalmente la elección que
los humanos deberían hacer entre ser consumidores o ser usuarios. Dentro de un
sistema donde solo una minoría toma las más importantes decisiones, el consumo
–o los humanos entendidos como consumidores– es ofrecido como “el propósito
social dominante”. Sin embargo, muchas de las necesidades sociales (hospitales,
escuelas, espacios de descanso) no obtienen respuesta de un posible consumidor
ideal, porque el consumo es siempre una actividad individual.
El consumo ideal es animado permanentemente por medio de la
publicidad. Ésta, la publicidad, opera para preservar al consumo ideal del
criticismo inexorablemente producido por la experiencia. El aura mágica de los
anuncios publicitarios oculta las fuentes reales de la satisfacción general de
las necesidades humanas porque, según Williams, “su descubrimiento podría
envolver un cambio radical en todo el modo de vida común”. La publicidad es un
síntoma de “fracaso social para encontrar significados de información pública y
de decisión sobre un variado abanico de asuntos de la vida económica”. Williams
particulariza este fracaso en el hecho de que los valores dominantes y sus
significados no dan respuestas a los problemas de la muerte, la soledad, la
frustración, la necesidad de identidad, de amor y respeto; por eso, lo que se
publicita como un compendio de fantasías organizadas está en el fondo enlazando
una carencia particular a la condición en la cual se ha creado.
Este análisis de la publicidad como una forma de
comunicación que actualmente contamina profundamente la propaganda política y
la formación de la opinión pública –prosigue Williams– es emblema de una
crítica deliberada, a saber: que las contradicciones del capitalismo (entre las
controladoras minorías y las amplias mayorías “expectantes”) es el problema de
fondo que demanda solución, si llegamos a tomar conciencia de que tal ideología
está para ser rota. En definitiva, tal crítica permitiría desencadenar ciertas
esperanzas éticas y agencias políticas desde cada uno, para poder realizar así
algún tipo de intervención transformativa.
El proyecto de los estudios culturales promovido por
Williams es, en principio, no solamente crítico o dotado de un momento
negativo, sino que también posee un momento positivo en tanto que liberador o
emancipador. Puede atraer a tanta gente como sea posible a “la dimensión del
conocimiento social y humano y a la posibilidad de crítica” que le ha sido
sistemáticamente negado desde un mundo donde priman las prioridades del mercado
y las abstracciones burocráticas. En otras palabras, el programa de los
estudios culturales está determinado “por la aceptación y la posibilidad de las
relaciones comunes, en una compartida búsqueda de la emancipación” del
alienante mundo de la producción capitalista al que Williams (1989: 161) llama
“la nueva orientación del sustento: unas prácticas auto-dirigidas, en
autorenovadas sociedades, en las cuales la gente cuide primero del otro, en un
mundo habitable”. En resumen, los estudios culturales pueden promover una
democracia genuina en la cual “los sistemas de producción y comunicación se
hayan enraizados en la satisfacción de las necesidades humanas y el desarrollo
de las capacidades humanas”.
La “larga revolución” cultural que Williams tenía en mente a
partir de los años sesenta se fundaba en los estudios culturales, como la
producción de un conocimiento practicable que iba a anticipar una interacción
democrática innovadora y participativa de diversas comunidades con sus
experiencias históricas específicas, un logro obtenido gracias a la extensión
de la educación pública y el control público y el acceso a los medios de
comunicación. Desde que los procesos de aprendizaje y comunicación son claves
para los estudios culturales, Williams concibe esta “larga” revolución cultural
como el compromiso con una radical transformación de la sociedad que promueva
los siguientes valores:
que los seres humanos puedan crecer en capacidad y poder para dirigir sus propias vidas –mediante la creación de instituciones democráticas, la utilización de nuevas fuentes de energía para el trabajo humano, y mediante la extensión del intercambio de expresión y experiencia del cual depende el entendimiento– (1989: 161).
4. Conclusiones
Queda comprobado y puesto de relieve con el presente
artículo el interés que la obra del filólogo-político sardo tuvo para la fundación
en sus orígenes de los “estudios culturales”, tal y como fueron concebidos por
Raymond Williams y que fueron desarrollados posteriormente por Stuart Hall.
Asimismo cabe situar a partir de este estudio a Antonio Gramsci como precursor
de un punto de vista integrador de disciplinas y campos de investigación en
torno a los problemas culturales que ha sido continuado en gran parte por
pensadores de la talla de Edward Said y John Berger. Finalmente, este artículo
consigue validar la tesis según la cual el interés por la cultura y las
manifestaciones artístico-culturales no estuvo solo presente en los llamados
“escritos juveniles” de Gramsci, sino que fue una de las preocupaciones
constantes en la redacción de los Quaderni.
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Álvaro Alonso Trigueros es Doctor en
Filosofía por la UNED. Autor de la tesis “Antonio
Gramsci, manifestaciones artístico-culturales y hegemonía” (2011) dirigida
por F. Fernández Buey. Ponente en el Congreso Internacional Gramsci y la
sociedad intercultural celebrado en la UPF de Barcelona, colabora con la
Revista Internacional de Pensamiento Político de la UPO de Sevilla. Sus líneas
de investigación se centran en los estudios culturales y en el desarrollo de la
música popular, siendo autor de Las
músicas de nuestro tiempo. El universo pop (Dykinson, 2010).
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