Abraham Rionegro
Martínez | Las aportaciones gramscianas configuran
un punto de inflexión en la elaboración teórica marxista. En este trabajo
pretendemos mostrar cómo ha sido la lectura española de su obra. Siguiendo la
línea de su propio pensamiento, vamos a recomponer el contexto histórico que marcó
la acogida de su obra en España, el debate politológico marcado por las
distintas perspectivas interpretativas, nuevas esferas de reflexión a partir de
su elaboración teórica y la influencia en la práctica política del comunismo
español. Todo ello concentrado en tres grandes bloques temáticos que centran la
atención en conceptos trascendentales de su obra.
Introducción
Volver a recuperar el pensamiento de Antonio Gramsci es
importante hoy por muchos motivos. Más allá de la originalidad de su obra, su
condición de clásico del marxismo no viene determinada por la calidad de la
misma sino por su capacidad de hacernos comprender y transformar nuestro
presente. Sin duda, la crisis orgánica que sufre el capitalismo nos debe
posicionar ante conceptos tan claves del pensamiento gramsciano como su
elaboración de la hegemonía, la reforma intelectual y moral o la revolución
pasiva entre otros. El consenso social que fundamenta el capitalismo está, poco
a poco, siendo minado por la lucha ideológica de numerosos actores en las
sociedades contemporáneas que cuestionan la racionalidad de las relaciones
sociales de poder, determinadas por la ideología dominante y la dirección del
sentido común.
Recurrir a Gramsci únicamente como pensador marxista
supondría una grave injusticia hacia su figura. Más allá de eso, fue, sobre
todo, uno de los hombres de acción más importantes del siglo pasado. Su lucha
en las cárceles fascistas nos muestra un reflejo claro de la ética de la
resistencia de aquellos revolucionarios que dieron su vida por convertir este
mundo en un lugar más justo e igualitario (Fernández Buey, 2001: 54). Lo hizo
desde el pleno convencimiento de construir la política como ética de lo
colectivo, como un nuevo espacio donde la solidaridad entre iguales sustituya
al individualismo competitivo (Fernández Buey, 2001: 87; Jardón, 1995: 77).
Para Gramsci el capitalismo era algo más que unas determinadas relaciones de
producción, era una forma de entender la vida y las relaciones humanas a la que
contraponer el marxismo como concepción alternativa del mundo que le otorgue al
individuo la libertad y la autonomía a través de la elevación intelectual y su
libertad transformadora (Jardón, 1992: 228; Sempere, 1992: 132).
Volver al revolucionario sardo es también entonar una lucha
contra el infantilismo, contra el subversivismo de pataleta, contra la
simplificación y vulgarización del marxismo y la revolución, contra las tesis
deterministas y contra la construcción de la hegemonía sobre la demagogia,
entre tantas otras cosas. Nadie como él supo construir una teoría y estrategia
de la Revolución en Occidente que partiera del análisis de la realidad del
capitalismo desarrollado, de los errores y los fracasos de los intentos
revolucionarios que siguieron a la Iª Guerra Mundial (Gruppi, 198: 54). Lejos
de las posiciones socialdemócratas que entendían el conocimiento como
contemplación, abogaba por la capacidad transformadora del marxismo como marco
analítico (Bermudo, 1979: 29). Esta tesis le otorga el carácter totalizador a
la filosofía de la praxis. Su voluntad clara de acabar con el dualismo entre
teoría y práctica de dotar a la verdad y al saber de una capacidad
revolucionaria en oposición al enciclopedismo propio del intelectual
tradicional alejado y autónomo de la política y el conflicto social, será una
constante en su obra (Fernández Buey, 2001:87).
El "mérito de Gramsci consiste en haber dibujado
críticamente la multiformidad de la maquinaria de dominación capitalista, la
complejidad de los aparatos de poder ideológicos y políticos del
capitalismo" (Lacasta, 1981: 99). El enriquecimiento teórico y estratégico
que supone la obra gramsciana al marxismo supera el simplismo que acompañaba a
las tesis positivistas y deterministas tanto de socialdemocracia alemana como
del oficialismo estalinista (Jardón, 1992: 270). En relación a ésta última, el
auge del interés por nuestro autor parte del rechazo del modelo soviética, por
la búsqueda de la construcción de un socialismo en libertad que parta, a la luz
de la teoría de la hegemonía, de la aceptación del pluralismo democrático, y de
la fórmula del consenso como fundamento del socialismo (Salvadori, 1978, 10;
Buci-Glucksmann, 1978: 70; Laso, 1992: 49-50). Todo ello tendrá su corolario en
el fenómeno del eurocomunismo que más adelante analizaremos.
Pero el objeto de este trabajo no es hacer un análisis del
marxista italiano exclusivamente, sino tratar de aproximarnos al debate
gramsciano y recomponer la lectura de sus escritos en nuestro país. ¿Fue
Gramsci importante en el análisis político de la sociedad española? ¿Qué
elementos de su pensamiento influyeron en la práctica del comunismo español?
¿Es todavía útil su lectura o por el contrario las transformaciones de un mundo
globalizado nos impiden una aproximación actual? Para responder a estas cuestiones,
vamos a acercarnos a Gramsci desde la perspectiva de una serie de pensadores
españoles que ocuparon buena parte de su tiempo en analizar e interpretar su
obra. Con ello cumplimos una de las premisas que postula en pensamiento
gramsciano: la necesidad de partir del ámbito nacional y sus relaciones de
fuerzas como unidad de observación y de estrategia revolucionaria
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 125). Nos encontramos, sin duda, ante debate
impregnado de la problemática que albergó nuestro país, que surge como
respuesta a las relaciones de fuerzas y los profundos cambios que sufrimos en
el último tercio del S. XX. Todo ello para examinar y plantear alternativas a
la realidad española, al movimiento obrero y a las distintas crisis orgánicas a
las que nos hemos enfrentado. No obstante, como veremos, el debate dejó en
varios instantes el terreno político para centrarse en un entorno académico más
tendente a la contraposición de distintas interpretaciones de su pensamiento,
premiando el carácter teórico frente a la influencia política de su obra
(Martínez Lorca, 1981: 36).
Las siguientes líneas van a mostrar una polémica viva, donde
encontramos distintas interpretaciones de la obra del autor sardo, que hemos
decidido condensar en tres grandes bloques temáticos con la intención de
dilucidar cuestiones politológicas que muestran conexiones importantes con la
problemática de nuestras sociedades. Comenzaremos centrando la atención en las
relaciones entre estructura y superestructura para entender la conceptualización
de la hegemonía como nuevo marco de comprensión de un mundo caracterizado por
el consenso entre gobernantes y gobernados. Ello nos llevará a la elaboración
gramsciana del Estado y sus consecuencias en términos revolucionarios y
estratégicos. Finalmente, analizaremos la importancia del partido político como
esfera de conexión con la reforma intelectual y moral de la ciudadanía y una
nueva forma de construir y entender la democracia. No obstante, primero
trataremos de sintetizar como fue, desde el punto de vista histórico, la
irrupción de Gramsci en España.
Eurocomunismo y reacción
neo-conservadora
La recepción del pensamiento gramsciano en nuestro país fue
relativamente tardía. Varios son los frentes que dilucidan las causas de dicho
retardo. La dictadura franquista suponía un gran obstáculo para el libre pensar
y especialmente para la familia marxista. De hecho, el relato de vida de muchos
de nuestros teóricos cuenta con capítulos carcelarios. Pero ésta no es la única
causa (Bermudo, 1979, 41). Es importante recordar como el positivismo, el
cientificismo y el determinismo histórico influyeron notablemente en la familia
socialista gracias al influjo de la socialdemocracia alemana en la primera
mitad del S. XX (Fernández, 1977: 108). El mismo Solé Tura nos muestra como
existía una gran ausencia de tradición comunista en España, singularmente en el
campo ideológico (Rodríguez-Aguilera, 1985: 7). Además, en el ambiente marxista
de la época encontramos una mayor atención a la obra de Althuser y pensadores
relevantes de la Escuela de Frankfort que monopolizaron la reflexión marxista
hasta la década de los setenta (Bermudo, 1979: 42).
En este sentido, dos figuras trascendentales marcan un punto
de inflexión en la recepción de Gramsci en España: Jordi Solé Tura y Manuel
Sacristán (Laso, 1973: 27). El primero fue responsable de la traducción
numerosas ediciones publicadas en Italia que todavía hoy, gracias a su labor,
conservamos. Además su participación en el IIº Congreso de Estudios
Gramscianos, celebrado en la localidad italiana de Cagliari en 1967, abrió paso
a la irrupción del "tema Gramsci" en el pensamiento español
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 17). Por su parte, Manuel Sacristán realizó la mayor
sistematización y ordenación de la obra del revolucionario italiano que se ha
realizado en nuestro país con la publicación de su Antología en 1970
(Sacristán, 1998: 18).Desde entonces, las relaciones con el Instituto Gramsci
de Italia han sido constantes en nuestro país, con la participación activa de
autores como Francisco Fernández Buey, Rafael Díaz-Salazar o Ramón
Vargas-Machuca, entre otros.
Pero, no obstante, existen características propias del
devenir de los acontecimientos en la historia del comunismo español que
explican la aparición del fenómeno Gramsci y que guardan relación con el
eurocomunismo. Para ello, es importante trasladarnos al seno del PCI y a la
dirección togliattiana después de la IIª Guerra Mundial, en la cual se produce
un intento de remarcar la figura de Antonio Gramsci como héroe de la
resistencia antifascista que poco a poco irá produciendo el incremento del
interés por su obra (Rodríguez-Aguilera, 1985: 14-16). Sin embargo, un rasgo
que caracteriza al florecimiento y publicación inicial de la obra de Gramsci es
la fragmentación temática de su pensamiento en función de los intereses
políticos de Togliatti (Lacasta, 1981: 80). Tras el estalinismo y los sucesos
de Checoslovaquia se va generando un clima de rechazo de la praxis soviética
que finalizará con el distanciamiento entre el PCI y el PCUS, y la necesidad de
recurrir a la figura de Antonio Gramsci como referente y fundamento de la nueva
estrategia del PCI contraria al oficialismo soviético (Tusell, 1979: 15;
Martínez Lorca, 1981: 38).
En esta línea, es importante remarcar el crecimiento
continuo del peso social y electoral del PCI que le convirtieron en el símbolo
de ese comunismo que miraba con recelo al modelo soviético. El caso español es
un ejemplo de ello, produciendo un cambio en la dependencia de nuestra
producción teórica marxista de Francia a Italia con el acercamiento del PCE al
PCI (Bermudo, 1979: 42). Este hecho hizo que el eurocomunismo hispánico se
asentara sobre la obra gramsciana pero bajo la interpretación realizada por
Togliatti (Lacasta, 1981: 82). No fue poco el debate que se generó, reflejo del
propio italiano, en relación al cambio estratégico hacia el reformismo en el
seno del comunismo español que culminaría con la aceptación de la monarquía y
la participación en los Pactos de la Moncloa como escenificación española del "compromiso
histórico" del PCI. El Gramsci recortado, democrático y humanista de la
interpretación oficial servía para la nueva política de alianzas del PCI y
también para su homónimo español (Lacasta, 1981: 81).
En cualquier caso, en el eurocomunismo Gramsci se convierte
en moda (Fernández Buey, 1992: 122). Se constituye como el gran periodo de
acogida de la obra del italiano en nuestro país y, sin duda, los condicionantes
históricos, influenciaron en las lecturas que se dieron. La producción marxista
de esta época aparece montada sobre el eje de la interpretación del pensamiento
gramsciano (Bermudo, 1979: 31). Para dibujar un escenario general, el
eurocomunismo, nacido en Madrid tras la convención de los partidos comunistas
de Francia, Italia y España en 1977, se caracteriza por la afirmación del
pluralismo político, la búsqueda del desarrollo de las libertades individuales
y colectivas, la distinción entre partido y Estado, el reconocimiento de los
parlamentos y finalmente, la lucha contra las tendencias monopolísticas del
capitalismo (Buci-Glucksmann, 1978: 69-70). En definitiva, constituye un
intento de desligar la estrategia comunista del modelo soviético mediante la
aceptación de la democracia y el juego político. En este nuevo escenario se
presentan las tesis de Berlinguer y Carrillo en las que ponen de manifiesto
cómo, para realizar la transformación social igualitaria, no basta con la mitad
más uno de los votos, sino que es necesario captar el consenso de la ciudadanía
con anterioridad (Tusell, 1979: 7). En lenguaje gramsciano, dirigir antes que
dominar.
Pero de nuevo, las transformaciones históricas generaron un
impacto en la lectura gramsciana. Los años ochenta suponen un giro
neoconservador sin precedentes. Esta década presencia la caída del Muro de Berlín,
con el derrumbe de la alternativa histórica al capitalismo, el auge del
neoliberalismo tras los Consensos de Washington, y la fuerza de los liderazgos
de Margareth Thatcher y Ronald Reagan. Todo ello supuso en definitiva, una
serie de acontecimientos que favorecieron al descrédito del comunismo y que
dejaron sin horizonte a buena parte de los partidos marxistas (Díaz-Salazar,
1992a: 32). Esté hecho favoreció que la obra gramsciana dejara de ser referente
de estrategia política para tomar un carácter académico que el propio
revolucionario sardo rechazaba (Fernández Buey, 1992: 125). Además, como nos
muestra Fernández Buey, el mundo académico de finales de los ochenta y los
noventa se ve contaminado por el "SIDA del transformismo" en el que "muchos
de los que antes se llamaban colectivistas se convirtieron al individualismo
(ético o metodológico) y la razón apasionada del análisis concreto de la
situación concreta dejó su sitio a la más fría teoría de juegos aplicada a las
conductas político-sociales o económicas"(Díaz-Salazar, 1991: 10).
En este nuevo entorno se dieron unas lecturas menos
politizadas de Gramsci, influenciadas por el punto de inflexión que supuso la
publicación de la edición crítica de los Quaderni de la mano de Valentino Gerratana, que favorecieron
la interpretación de su pensamiento más acorde con la evolución del mismo
(Vargas-Machuca, 1982: 22). También el cambio del escenario político y social
hizo que nuevas problemáticas fuesen entendidas desde categorías gramscianas.
Desde la aparición del ecosocialismo como nueva concepción de la vida
alternativa que surge de la crisis ecológica, los conflictos en la
configuración del bloque histórico en el marco de intereses antagónicos de las
clases subalternas del Norte y el Sur del planeta o la aparición del
cristianismo de la liberación y el análisis de su capacidad de movilización en
Latinoamérica como nueva esfera de entendimiento del conflicto entre marxismo y
religión (Fernández Buey, 2014: 41; Díaz-Salazar, 1992a: 24-26 y 1991: 316).
Todo ello con la intención de mantener la obra gramsciana dentro del
"espíritu de su tiempo"; es decir, con la convicción de que buena
parte de su obra viene influenciada por el ambiente en la que se gestó, con las
limitaciones que ello implica, y sin buscar fórmulas mágicas porque como dice
Manuel Sacristán, "todo autentico pensador descubre problemas más allá de
sus soluciones" (Bobbio, 1978: 50; Sacristán, 1977: 308).
Bloque histórico y hegemonía
Existen ciertos factores que hacen de los escritos
gramscianos un marco amplio de entendimiento de la problemática social y
política. En este sentido, como comenta Vargas-Machuca, las características de
su obra, marcadas por el sufrimiento en las cárceles durante la elaboración de
los Quaderni, hacen que sea dispersa y fragmentada. Sus escritos
envuelven contradicciones continuas que le convierten en un autor abierto a
grandes interpretaciones, muchas de ellas incluso antagónicas (Vargas-Machuca,
1982: 17). Son varias las vías que han tratado de aproximarse al pensamiento
gramsciano buscando claves analíticas y un horizonte político más acorde a la
realidad de las sociedades del capitalismo tardío. En este trabajo vamos a
diferenciar dos grandes marcos teóricos: la lectura social-liberal, que
pretende desligar el carácter revolucionario y marxista de Gramsci, y la
marxista-leninista que reivindican su figura como continuador, aunque con un
claro enriquecimiento teórico y estratégico, del marxismo de Marx y Lenin. Como
veremos, la influencia del debate gramsciano que se da en el resto de Europa,
especialmente en Italia, estructurará buena parte del diálogo con su obra en
España.
Dicho esto, comenzaremos abordando la problemática central
del materialismo histórico en Gramsci: las relaciones entre estructura y
superestructura (Díaz-Salazar, 1991:37). En esta cuestión, las aportaciones
gramscianas serán de gran originalidad y acierto teórico. Existe un consenso
importante que atribuye buena parte de las características del pensamiento del
italiano en esta materia a su formación idealista y el particular modo de
acercarse al marxismo (Sacristán, 1998: 105). Gramsci se encuentra con un
marxismo positivista que contemplaba con gran simplismo los vínculos y la
interacción entre estructura y superestructura (Vargas-Machuca, 1982: 17). La
estructura estaba marcada por las relaciones de producción, motor de la
historia, y las superestructuras cumplían un papel accesorio como reflejo de la
dominación en las relaciones de producción. Existía un gran interés por la
economía que contrastaba con el poco desarrollo teórico de las
superestructuras, siempre con la excepción de Lenin.
Para tratar de dilucidar como percibe la literatura política
española el conflicto estructura-superestructura en Gramsci, realizaremos una
aproximación a la idea de estructura. Existe una tendencia amplia que expone
como Gramsci asume de lleno el significado clásico que la tradición marxista
conceptualiza de la materia (Vargas-Machuca, 1982: 17). La escasa presencia de
temática económica en los Quaderni, fruto de su desconocimiento en la
disciplina, favorecería a que la aportación teórica gramsciana en la
elaboración conceptual de la estructura fuese escasa (Díaz-Salazar, 1991: 139).
Sin embargo, otra línea planteada por Ignacio Jardón, ve como Gramsci participa
en este debate planteando una historicidad de la materia que enriquece la
cuestión estructural. El autor italiano, desde esta perspectiva, no situaría
los hechos económicos en bruto como estructura sino que, las propias relaciones
de producción son resultado del conflicto de clases en su desarrollo histórico
(Jardón, 1992: 242).
En cualquier caso, pese a que Rodríguez-Aguilera piense lo
contrario, la reducida presencia teórica de la economía parece evidente. Esta
circunstancia se debe a su formación en el idealismo crociano y, como sugiere
Manuel Sacristán, los defectos en sus lecturas de la obra de Marx
(Díaz-Salazar, 1991: 211). No obstante, Gramsci va a ir perfilando un nuevo
modo de entender el materialismo histórico y lo irá haciendo en relación a la
superestructura. Parte de la premisa de que las fuerzas materiales no son
concebibles históricamente sin forma (Díaz-Salazar, 1991: 116). La ideología
nos permite la toma de conciencia de las condiciones estructurales. El valor y
peso de la ideología en el pensamiento gramsciano supone un punto de inflexión
dentro de la familia marxista. Desde Marx y Engels, la ideología mantenía una
concepción peyorativa entendida como falsa conciencia de la realidad impuesta
por las clases dominantes (Vargas-Machuca, 1982, 122). El marxismo científico
surgiría como un intento de derribar el edificio ideológico de la burguesía a
través el conocimiento científico de la realidad y su vocación transformadora.
Sin embargo, en Gramsci la ideología aparecerá como el nexo de unión entre la
estructura y superestructura a través de la figura de los intelectuales.
Pero antes de acercarnos a los intelectuales y su papel en
el bloque histórico, debemos aproximarnos a la conceptualización gramsciana de
las superestructuras. Para Gramsci, la superestructura está constituida por
aquellas instancias, formas de conciencia y de organización social que no
constituyen las condiciones materiales de existencia y las interacciones
derivadas de las mismas. Presentan un valor gnoseológico y estratégico
(Vargas-Machuca, 1982: 91 y 106). Es la esfera en la que se conforman las
diversas formas de conciencia que componen las concepciones de la vida, la
ideología dominante, que cohesionan y fundamentan la dominación material. La
sociedad civil, espacio donde se genera la lucha y producción ideológica, se
enmarcará en la categorización gramsciana de la superestructura
(Vargas-Machuca, 1982: 94). En la tradición marxista la presencia de la
sociedad civil en la estructura venía motivada de su vinculación con la esfera
económica. Sin embargo, la estimación positiva de la ideología como forma de
organización social y de la cultura, le hacen situar a la producción
intelectual y del consenso en el terreno superestructural.
Las ideologías tendrán en Gramsci una clara intencionalidad
política (Díaz-Salazar, 1991: 116). Los intelectuales, como categoría social,
mantendrían un determinado sistema cimentado ideológicamente mediante el
refuerzo del vínculo entre estructura y superestructura y con ello la dominación
de un grupo social sobre el resto (Rodríguez-Aguilera, 1985: 85). La ideología
dominante, entendida como concepción de la vida, constituye el soporte más
importante del sistema hegemónico (Laso, 1973: 65). A través de la importancia
del consenso social entre gobernantes y gobernados, se produce un
desplazamiento del acento en la lucha social hacia el espacio superestrucural y
al momento subjetivo. El lugar de la actividad socio-política se encontraría en
las conciencias (Díaz-Salazar, 1981: 95). La relevancia del consenso y la lucha
ideológica será el hilo conductor de las interpretaciones reformistas del
pensamiento gramsciano mediante una ruptura con la estructura y el carácter
revolucionario de su obra (Lacasta, 1991: 95).
Sin embargo, hay varios factores que, siguiendo la crítica
de Texier a la línea reformista de Bobbio, hacen de la lectura social-liberal
desligar la naturaleza de su pensamiento tratando de mitigar la importancia del
bloque histórico en favor de la superestructura (Díaz-Salazar, 1991: 140).
Desde esta línea, es cierto que las fuerzas materiales serían cognoscibles sin
forma, pero del mismo modo que las ideologías y las formas de pensamiento
serían meros caprichos individuales sin la presencia de fuerzas materiales
(Martínez Lorca, 1981: 44). El error al categorizar a los intelectuales como
"funcionarios de las superestructuras" olvida como los intelectuales
también organizan la estructura y las condiciones materiales y no sólo centran
su atención en la producción ideológica (Martínez Lorca, 1981: 212). Todo ello
hace que, junto con la distinción gramsciana entre ideologías orgánicas y
arbitrarias, veamos cómo se dibuja un nuevo escenario en el que se remarca la
importancia del enlace entre la estructura y la superestructura dentro del pensamiento
gramsciano (Rodríguez-Aguilera, 1985: 69). Se construye una teoría relacional
entre ambas esferas en la cual a través del bloque histórico, la fuerza social
dominante combina el elemento cultural-espiritual, como conciencia de su
acción, con el sometimiento en la estructura (Vargas-Machuca, 1982: 104;
Sacristán, 1977: 318).
En esta aproximación más acorde al pensamiento
revolucionario y marxista de Gramsci, el historicismo gramsciano vincula
estructura y superestructura mediante el bloque histórico (Rodríguez-Aguilera,
1985: 23). La mayor relevancia no será establecer que esfera tiene más
significación sino determinar cómo es el nexo orgánico entre ambas
(Díaz-Salazar, 1991:140). Es gracias a los intelectuales orgánicos, ligados a
la clase social, como entendemos el paso de la estructura a la superestructura,
como sobre las relaciones de producción se elabora un pensamiento acorde con el
sistema social imperante que genere cohesión entre ambas categorías y
reproduzca la ideología del grupo social dominante a través de la consecución
del consenso "espontáneo" (Lleixà, 1977: 35). En el fondo, tal y como
plantea Vargas-Machuca, con el bloque histórico Gramsci pretende retornar a la
filosofía romántica, especialmente a Hegel, y su intento de superación de los
dualismos antagónicos entre teoría y práctica, sujeto y objeto, etc.
(Vargas-Machuca, 1992: 272). No obstante, el propio Gramsci afirma la
existencia de movimientos que carecen del vínculo orgánico, como es el caso de
la Iglesia católica, pero su existencia queda cuestiona por la falta de
conexión con la estructura sobreviviendo por encima de las características
históricas del mundo moderno (Díaz-Salazar, 1991: 74).
En cualquier caso, sólo con la comprensión del bloque
histórico podemos aproximarnos a la idea gramsciana de crisis orgánica. La
filosofía de la praxis del italiano plantea la cuestión del derrumbe del
capitalismo con claras diferencias a la ortodoxia marxista. Gramsci no
compartía la visión ascendente y lineal de la historia (Rodríguez-Aguilera,
1985: 23). Las distintas fracturas que pueda sufrir el capitalismo representan
un proceso que admite distintas alternativas históricas (Laso, 1973: 77). La
crisis del capitalismo viene marcada por la ruptura de la ligazón del bloque
histórico, con la fragmentación del consenso hegemónico a través de la perdida
de la racionalidad y la utilidad organizativa de la ideología burguesa sobre
las masas. En líneas posteriores trataremos las diferencias entre sociedad
civil y sociedad política, pero por el momento, debemos sostener como las
crisis orgánicas suponen un retroceso del potencial de la sociedad civil, como
espacio de elaboración ideológica y cohesión social, que es subsanado por el
aumento de la represión y la coacción del grupo dominante mediante la sociedad
política (Rodríguez-Aguilera, 1985: 53).
En el fondo, las crisis orgánicas suponen una fractura en el
modelo de representación que escenifican la irracionalidad y las
contradicciones del capitalismo y la dominación burguesa (Díaz-Salazar, 1991: 238).
Las crisis económicas suponen la apertura de un proceso en que las
incoherencias del pensamiento dominante quedan más fácilmente escenificadas.
Este hecho puede hacernos deducir un carácter socialmente dependiente de la
estructura, pero lo cierto es que, para convertir una crisis económica en
crisis orgánica del sistema capitalista, la lucha ideológica contra la
burguesía se aventura imprescindible en un proceso en el que la propia clase
dominante puede rearmar sus fuerzas en la defensa de sus intereses de clase
(Laso, 1973: 109; Rodríguez-Aguilera, 1985: 87). Los factores económicos,
siendo sin duda alguna trascendentales, son uno más de los muchos
condicionantes que se apresuran necesarios para la crisis y superación del
capitalismo (Díaz-Salazar, 1991: 138). Como vemos, Gramsci supone un rechazo
contra el simplismo teórico al que contrapone el análisis de las relaciones de
fuerzas con rigor y a sabiendas de la complejidad social.
Tanto el análisis del bloque histórico como de la crisis
orgánica, nos acerca a la problemática de la hegemonía en Gramsci. Es
importante, cuando nos aproximarnos a esta cuestión, dilucidar como ha
entendido la literatura política española las relaciones y tensiones entre el
concepto de hegemonía en Lenin y Gramsci. Ambos comparten una posición teórica
marcadamente revolucionaria, abogan por devolver dicho carácter al pensamiento
marxista tras la degeneración reformista y presentan un intento de guiar la
estrategia del proletariado hacia la revolución (Sacristán, 1998: 125). Con
dicha pretensión, Lenin plantea la hegemonía como la capacidad de dirección por
parte del proletariado a todos los niveles, a través de una estrategia de
alianzas entre las distintas clases subalternas (Rodríguez-Aguilera, 1985: 78).
La clase obrera y el partido deben liderar la acción revolucionaria que
aglutine a todos sus aliados contra la burguesía en la praxis insurreccional y
la toma del poder político (Lleixà, 1977: 35). En la construcción leninista de
la hegemonía es clave la capacidad de dirección y cohesión del partido
revolucionario como instrumento de organización de lucha contra el capitalismo.
(Lleixà, 1977: 36).
En este sentido, Gramsci es heredero de buena parte de la
construcción teórica de Lenin. Sin embargo, para Gramsci la hegemonía es la
traducción política del bloque histórico (Díaz-Salazar, 1991: 227). Todas las
características del bloque histórico tendrán su reflejo en la elaboración de la
hegemonía gramsciana. Siguiendo a Lenin, el revolucionario italiano reafirma el
carácter de liderazgo que caracteriza a la hegemonía en relación a los aliados
del proletariado. La clase obrera, como sujeto histórico del capitalismo, debe
de guiar a sus aliados contra la burguesía a través de la unificación las
clases subalternas bajo su propia dirección ideológica (Laso, 1973: 76). Pero
la cuestión no termina aquí. Dado que la burguesía es capaz de vincular su
hegemonía al bloque histórico, el proletariado debe de tratar de fragmentar el
nexo ideológico que unifica las relaciones entre estructura y superestructura
mediante la ruptura del consenso y la gestación de un nuevo bloque histórico de
fuerzas subalternas (Rodríguez-Aguilera, 1985: 47).
La hegemonía gramsciana comporta la dirección intelectual y
moral de un grupo social sobre otro a través del consenso. Nace de las
relaciones de económicas pero el elemento específico radica en el influjo
cultural y educativo del grupo hegemónico (Lleixà, 1977: 44). Desde esta
lectura, el lugar específico de la hegemonía en Gramsci se sitúa en la
superestructura y la capacidad de debilitar el consenso burgués a través de la
lucha ideológica (Vargas-Machuca, 1982: 87). La actividad hegemónica no se
realiza a través de una práctica política sino que obliga a la transformación
de los valores epistemológicos de las masas. La construcción del socialismo se
genera mediante la búsqueda de un nuevo consenso con la reforma intelectual y
moral que más adelante desarrollaremos. En la actualidad, el propio
Díaz-Salazar apunta como la irrupción de los movimientos sociales supone un
nuevo espacio de elaboración de hegemonía que consigue politizar a buena parte
de la ciudadanía pero que cuestiona la centralidad del partido revolucionario
como actor principal (Díaz-Salazar, 1992a: 20).
Sin embargo, pese a que el consenso y la dirección
ideológica son la piedra angular de la conceptualización gramsciana de la
hegemonía, como apunta Fernández Buey, Gramsci no desliga el uso de la fuerza
en la lucha de clases (Fernández Buey, 2001: 151). La hegemonía se articula
como la capacidad de guiar ideológicamente a los aliados del proletariado pero
también, el dominio sobre los grupos antagónicos mediante la fuerza. Con esta
aportación nos encontramos ante la definición más rica de la hegemonía en el
pensamiento gramsciano entendida como dirección más dominio (Fernández Buey,
2001: 152). En el proceso de construcción de la sociedad socialista será
necesario tanto la capacidad de guiar ideológicamente a la clase obrera y sus
aliados, como el dominio a través del aparato estatal de una burguesía que pone
en riesgo la transformación social. Aunque la incorporación gramsciana del
consenso es singular y trascendental en su hegemonía, la incapacidad de obtener
el consenso de la totalidad social fruto del conflicto de clases, obliga a la
utilización de la coerción estatal contra la burguesía y sus aliados (Lleixà,
1977: 48).
En medio de este debate, aparece de fondo las relaciones
entre dictadura del proletariado y hegemonía. La intencionalidad política y
estratégica de aproximar o distanciar ambas categorías se sitúa en la base del
conflicto entre la interpretación del social-liberalismo y el
marxismo-leninismo. Si conseguimos desligar el contenido coercitivo del
ejercicio de la hegemonía, se focaliza la praxis en la sociedad civil y la
lucha ideológica mitigando el carácter revolucionario. En este sentido,
democracia liberal y hegemonía encuentra lazos de compatibilidad, mediante la
neutralización instrumental de la primera (Domenech, 1977: 65). Pero, como
apunta Díaz-Salazar siguiendo a Gerratana, una de las riquezas del pensamiento
gramsciano es no contraponer hegemonía con dictadura del proletariado sino
plantear la existencia de distintos modos de ejercer la hegemonía, de combinar
dirección y dominio. En este sentido, la dictadura del proletariado y el
ejercicio de la fuerza contra la burguesía es sólo una de las posibles
alternativas (Díaz-Salazar, 1991:235). Sin embargo, como veremos en el
siguiente punto, no podrá ser la alternativa válida para la clase obrera en
Occidente.
Estado y Revolución
La aportación gramsciana a la teoría del Estado modifica y
condiciona la concepción de la revolución proletaria (Lleixà, 1977: 48). Sin
embargo, la evolución en la categorización de la revolución y el Estado
evoluciona al ritmo de los acontecimientos que marcaron los años posteriores a
la Iª Guerra Mundial. En medio de su formación idealista y su escaso
conocimiento de la obra de Marx, encontró en la Revolución rusa un nuevo
paradigma revolucionario que remarcaba la importancia de la subjetividad frente
a los hechos (Fernández Buey, 2001: 99). El proletariado ruso encontró en la
ideología y el momento subjetivo la fuerza que empujó a la toma del poder aun
cuando no se daban los condicionantes estructurales que marcaba la senda
analítica del marxismo científico (Sacristán, 1998: 121). Para Gramsci, la
experiencia rusa era un acicate contra el positivismo reformista de la
socialdemocracia y reforzaba su idealismo revolucionario.
La influencia del bolchevismo en el Gramsci joven fue
notable (Lleixà, 1977: 32). Su esfuerzo político e intelectual se centró en la
búsqueda de paralelismos entre Rusia e Italia con el fin de implantar un
proceso revolucionario con el protagonismo de la clase obrera italiana (Lleixà,
1977: 30). La actualidad de la revolución presidía los primeros años de la IIIª
Internacional y Gramsci focalizaba su atención en una figura singular del
proceso revolucionario ruso: los soviets (Domenech, 1977: 57). La instauración
de los soviets suponía la búsqueda de un nuevo tipo de Estado que constituyera
una expresión estatal de la clase obrera (Sacristán, 1998: 126; Lleixà, 1977:
31). La fórmula de los Consejos obreros representó la vía italiana para
organizar políticamente al proletariado italiano con el reflejo de su homónimo
ruso.
Los Consejos levantaron políticamente a buena parte de la
clase obrera italiana en núcleos tan importantes como Turín, desde donde
Gramsci se erigió como el líder de los consejos obreros (Fernández Buey, 2001:
76). El interés por los nuevos espacios de organización del proletariado
italiano recaía en la negación del carácter estamental en la estructura de
ordenamiento de los obreros y su capacidad de unificar marcos de decisión que
vinculen la política y la economía, haciendo de la fábrica un organismo
político (Sacristán, 1998: 147; Jardón, 1998: 62; Domenech, 1977: 60). Los
trabajadores bajo la dirección de los Consejos impulsaban la reivindicación
política a través toma del poder en la esfera económica. Lejos de las premisas
del sindicalismo, conseguían redefinir las reivindicaciones económicas como una
lucha política por implantar la revolución proletaria que ponga fin a la
dominación de la burguesía e inauguren una senda al socialismo (Fernández Buey,
2001, 105).
Sin embargo, pese a las altas expectativas de los
revolucionarios europeos, la característica general de los intentos
insurreccionales en Occidente fue de absoluto fracaso. Ya en el IV Congreso de
la Internacional Comunista, celebrado en 1922, el propio Lenin apuntaba las
dificultades que suponía implantar procesos revolucionarios en los países más
avanzados en contraste con las facilidades encontradas en Rusia (Lleixà, 1977:
33). Poco a poco, el ánimo revolucionario fue decayendo y el clima de pesimismo
aumentaba por instantes entre los comunistas de Occidente (Fernández Buey,
2001: 31). Se produjo un cuestionamiento del carácter inminente de la
revolución que supuso el reconocimiento del fallo en la estimación del tiempo
revolucionario (Sacristán, 1998: 152). En medio de este clima de frustración y
agotamiento de las fuerzas subalternas en Occidente, Gramsci va a realizar
buena parte de la maduración de su pensamiento (Sacristán, 1998: 144). Pese a
la gran influencia de la Revolución rusa y los bolcheviques, el fracaso de la
revolución en los países desarrollados supuso el punto de partida de la
elaboración teórica gramsciana acerca de la problemática que caracteriza a las
sociedades occidentales y que conforman una barrera a la tentativa
insurreccional (Jardón, 1995: 55).
Gramsci comprendió la necesidad de trazar una vía propia al
socialismo adaptado a las condiciones culturales y económicas de Occidente
(Laso, 1992: 57). La recomposición de las fuerzas subalternas debía basarse en
el incremento del conocimiento analítico de la realidad y la idiosincrasia que
caracterizaba a las sociedades atendiendo a factores económicos pero, sobre
todo, a elementos que trascienden del factor estructural a través del estudio
de la cultura y los diferentes planos que conforman la superestructura. En
lugar de determinar el diferente grado de desarrollo del capitalismo entendido
como relaciones de producción, la perspectiva gramsciana va a tratar de
establecer como la burguesía ha configurado elementos subjetivos que
estructuran barreras trascendentales en favor de sus intereses y que son causa
del fracaso revolucionario en Occidente. La génesis en su formación del
marxismo le permite recomponer el cuadro de la derrota obrera con gran
originalidad mediante el replanteamiento en clave nacional del conflicto de
clase y la especial atención que realiza sobre el Estado (Domenech, 1977: 59;
Rodríguez-Aguilera, 1985: 96).
El desarrollo del concepto teórico y político del Estado fue
escaso durante la IIª Internacional y fue Lenin quien abrió la senda que
permitió la ulterior elaboración gramsciana del Estado (Lleixà, 1977: 30). De
nuevo, Lenin representa el horizonte teórico y político de Gramsci, y
constituye el punto de partida de sus reflexiones acerca del Estado. El estudio
del Estado, como superestructura, se fundamenta en su carácter instrumental
para la afirmación de los intereses económicos de la burguesía (Lleixà, 1977:
46). Sin embargo, a lo largo de su obra se construyen dos formas de entender y
categorizar al Estado que se irán entrecruzando y que generan puntos de claros
contradicción (Díaz-Salazar, 1991: 219). La literatura española se hará eco de
este hecho y será presa de las propias incoherencias del pensamiento gramsciano
en la construcción de marcos de entendimiento del Estado y sus relaciones con
la sociedad civil y el planteamiento de estrategias de acción por parte del
proletariado.
En la superestructura gramsciana encontramos dos grandes
planos diferenciados: sociedad política y sociedad civil (Vargas-Machuca, 1982:
92). Como vimos, la novedad que supone Gramsci en la conceptualización de la
sociedad civil radica en su carácter superestructural como complemento de la
dominación económica (Rodríguez-Aguilera, 1985: 50). La estructura de la
sociedad civil está compuesta por un conjunto de aparatos "privados"
que desempeñan funciones de hegemonía mediante la articulación y la transmisión
de la ideología de la clase dominante (Rodríguez-Aguilera, 1985, 48). Medios de
comunicación, partidos políticos, asociaciones, empresarios, intelectuales,
etc., todos ellos forman parte de la compleja ordenación de la sociedad civil
que constituyen las trincheras de la dominación capitalista (Domenech, 1977:
63). El análisis del americanismo nos muestra como la sociedad civil se erige
como el espacio de la dominación dulce, de la dirección intelectual de las
masas hacia la adecuación del pensar popular con los intereses del capitalismo
(Díaz-Salazar, 1992a: 28; Rodríguez-Aguilera, 1985: 57).
Por su parte, en la primera vía cognoscitiva del Estado en
el pensamiento gramsciano, se produce una identificación del mismo con la
sociedad política (Martínez Lorca, 1981: 46). La sociedad política, igualada al
Estado, desarrolla el ejercicio del monopolio de la violencia. Mediante la
coacción, la clase dominante es capaz de afirmar su poder a través de la fuerza
amparada en sus mecanismos legales. La construcción institucional del Estado
sería el garante último de los intereses de las clases dominantes en virtud de
los medios imposición violenta de su estatus de dominación. Sin embargo, como
afirma Vargas-Machuca, únicamente si entendemos al Estado en sentido
estrictamente jurídico podremos entender la vinculación del mismo con sociedad
política (Vargas-Machuca, 1982: 92). Las relaciones entre sociedad civil y
política generarían confluencia en el concepto de opinión pública entendida
como pensamiento mayoritario que se impone al resto de grupos sociales gracias
al uso del aparato estatal (Martínez Lorca, 1981: 199). Como vemos, la
aportación teórica gramsciana en la elaboración conceptual del Estado sería
ciertamente escasa si atendiésemos en exclusiva a esta definición.
Sin embargo, la segunda conceptualización gramsciana del
Estado es, sin duda, la que reviste de mayor interés teórico. El propio Gramsci
asumió que la distinción entre sociedad civil y política es únicamente
metodológica, en la realidad ambas quedan identificadas en el Estado
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 77). En esta línea, el Estado se identificaría con
el conjunto de la superestructura y nace de la singular combinación de fuerza y
consenso especialmente notable en el régimen parlamentario (Vargas-Machuca,
1982, 93; Lleixà, 1977, 46). Una construcción ampliada del Estado le permite a
Capella sostener que el Estado es una agregación de hegemonía más dictadura
(Capella, 1992:196). Pero, no obstante, como vimos, el concepto de hegemonía no
puede desligarse del ejercicio de la violencia. Este error nos puede hacer
desdibujar el entendimiento del propio Estado sin discernir la riqueza de la
elaboración teórica tanto de la hegemonía como del Estado. No es baladí si
afirmamos que el propio Estado constituye la expresión máxima del ejercicio de
la hegemonía de un grupo social dominante. Varios son los frentes que nos
aproximan a esta concepción ampliada del Estado.
En primer lugar, gracias a sus influencias hegelianas, para
Gramsci todo Estado es ético, buscar educar a los ciudadanos para alcanzar el
consenso social (Díaz-Salazar, 1991: 211). No es agnóstico, tiene una
concepción clara de la vida favorable con los intereses de la clase dominante y
tiene el deber de difundirla entre todas las capas sociales (Díaz-Salazar,
1991: 65 y 280). Joaquim Lleixà sostiene con acierto como la construcción del
Estado constituye un intento de la burguesía en conformar al hombre-masa en el
pensamiento conformista que genere la aceptación de la dominación capitalista y
aumente la pasividad de las clases sociales subalternas (Lleixà, 1977: 46).
Toda la elaboración gramsciana nace de la pretensión de desvincular el carácter
neutral que la tradición liberal le otorga al Estado en lo correspondiente a la
libertad ideológica. El Estado burgués cumple una función ideológica y
educadora de primer orden que queda reforzada con el ejercicio de la violencia
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 53).
Además, como expresión del carácter combinado de la sociedad
civil y la sociedad política, la dirección ideológica es realizada a través de
organismos privados en manos de la clase dirigente (Lleixà, 1977: 47). Uno de
los puntos más importantes del pensamiento gramsciano es haber vislumbrado la
función pública de los organismos privados en la conformación de la opinión
pública (Díaz-Salazar, 1991: 215-216). Las instituciones que conforman la
sociedad civil tienen una labor preeminente en el transcurso político que
favorece a la conexión de ambas esferas. Además, en los sistemas liberales
representativos, la unión entre sociedad civil y política también se articula
gracias a la relación entre los parlamentos y los partidos políticos. Los
partidos políticos se funden en el aparato institucional del Estado lo que
genera la integración de la organización de la hegemonía como uno de los
factores significantes que debe cumplir el Estado como expresión de la
afirmación positiva de la clase dominante (Rodríguez-Aguilera, 1985: 49-50).
Sin embargo, hay un punto clave que marca el paradigma de las relaciones entre
sociedad civil y política en el pensamiento gramsciano: las relaciones
Iglesia-Estado (Díaz-Salazar, 1991: 212).
El rechazo gramsciano hacia la Iglesia católica no le impide
centrar gran parte de su interés en las relaciones entre la misma y el Estado.
De hecho, constituye un paradigma que muestra como en las relaciones entre el
Estado y la sociedad civil el control de ésta última constituye la orientación
del Estado que le permite imponer su hegemonía sobre los demás grupos sociales.
Esta circunstancia obliga a un cuestionamiento de la neutralidad estatal que
defiende el liberalismo político (Díaz-Salazar, 1991: 215-216). Por ello, uno
de los factores de conflicto entre la Iglesia y el Estado radica en el control
y la difusión del pensamiento a través de la escuela y el especial interés que
tiene la primera en poseer dichos espacios para sostener su hegemonía
(Díaz-Salazar, 1991: 288). Además, es también importante remarcar como el
aparato estatal tampoco atesora un carácter no intervencionista en materia
económica dado que no sólo actúa activamente en la defensa económica de la
burguesía sino que, además conforma y organiza económicamente a las masas bajo
la concepción de la vida que busca transmitir (Díaz-Salazar, 1991: 217). De
este modo, de un lado y de otro vemos como el Estado va conformando una
estructura que unifica en su interior las características de la sociedad civil
y la sociedad política, que vincula la acción entre lo público y lo privado, y
que dibuja escenarios para una comprensión multifuncional del mismo
especialmente notable en Occidente.
La ampliación del concepto de Estado modifica la estrategia
revolucionaria (Rodríguez-Aguilera, 1985: 53). En el grado de desarrollo y
fortaleza de la sociedad civil en Occidente obliga a alterar la vía
bolchevique. En Rusia, la sociedad política y la fuerza prevalecían sobre la
sociedad civil y el consenso. El Estado zarista fundamentaba su poder en la
capacidad de controlar a las clases subalternas mediante el ejercicio de la
represión sistematizada contra la oposición (Díaz-Salazar, 1991, 246). Sin
embargo, la burguesía de las sociedades avanzadas tiene el control de la
dirección ideológica de las masas y la revolución se aventura algo más compleja
que el simple asedio a la fortaleza del Estado (Rodríguez-Aguilera, 1977: 64).
Entroncado con el concepto de hegemonía, Gramsci propone un cambio en la
estrategia de la clase obrera revolucionaria que pase de la "guerra de
movimientos" a la "guerra de posiciones". Siguiendo la línea
marcada por la izquierda de principios del siglo pasado, utiliza un lenguaje
militar para expresar una nueva manera de entender la estrategia revolucionaria
en Occidente (Díaz-Salazar, 1991: 247).
Por guerra de posiciones entiende la lucha centrada en la
sociedad civil por debilitar la hegemonía capitalista y la conquista progresiva
de la dirección ideológica de las masas (Domenech, 1977: 64). Pretende impulsar
la transformación de la sociedad civil como medio para construir un nuevo tipo
de Estado, basado en una moderna forma de construir voluntad colectiva propia
de Occidente mediante el desgaste de las trincheras defensivas de la sociedad
civil antes de la toma del poder por parte del proletariado (Díaz-Salazar,
1991: 210-211; Rodríguez-Aguilera, 1985: 93-94). La lucha ideológica por el
control del consenso y la guía intelectual de las masas supone un amplio
desarrollo de la estrategia del frente único adoptada por la Internacional
Comunista (Domenech, 1977: 58). Además plantea un eje de conflicto con otras
dos estrategias alternativas con gran trascendencia en su contemporaneidad: la
revolución permanente de Trotsky y la estrategia del cansancio adoptada por
Kautsky y la socialdemocracia alemana. Determinar los puntos de fricción y
confluencia con ambas perspectivas nos debe permitir entender de mejor grado la
estrategia gramsciana.
En primer lugar, Gramsci critica fuertemente a Trotsky y su
intento de propagar inminentemente la revolución proletaria. La recomposición
analítica de los factores que supusieron el fracaso de la revolución en
Occidente mediante la revalorización de la sociedad civil, le permiten entender
que la estrategia del ataque frontal al Estado es causa de derrota continua. Es
necesario la concertación previa de hegemonía antes de buscar el enfrentamiento
frontal con la toma del poder estatal (Díaz-Salazar, 1992a: 20). Esta
circunstancia no supone negar el carácter revolucionario del proletariado
occidental, sino la vía de consecución de la misma, ampliando la noción de
revolución a la fase previa y posterior de la toma del poder y no únicamente al
asalto insurreccional de las instituciones estatales (Rodríguez-Aguilera, 1985:
98; Jardón, 1995: 59). Además rechaza el cosmopolitismo trotskista como punto
de origen de la lucha revolucionaria, para centrar el mismo en las
características concretas del ámbito nacional y las relaciones de fuerzas, los
factores económicos y culturales, de dicho marco (Díaz-Salazar, 1992a: 25). En
este sentido, Laso nos muestra como con la irrupción de las instituciones
supranacionales, véase la Unión Europea, el espacio Estado-nación queda
superado por completo y la estrategia de las clases subalternas debe ser
reflejo y concordar con la realidad de un mundo en plena transformación
globalizadora (Laso, 1992: 52). Sin embargo, ampliar los márgenes estratégicos
del proletariado plantea un conflicto entre los intereses de las clases
subalternas de Norte y Sur del planeta difícil de solventar. Armonizar ambas esferas
es tarea compleja a sabiendas que buena parte del bienestar material de los
primeros se alcanza sobre la base de la explotación del resto de seres humanos
(Díaz-Salazar, 1992a: 24-26). En este sentido, es necesario un cambio
ideológico en el Norte (Fernández Buey, 2014: 44).
Por su parte, Gramsci también entra en conflicto con la
"estrategia del cansancio" kautskiana. De nuevo, el rechazo a la
socialdemocracia le hace desmarcar su pensamiento del reformismo mediante la
negación de la vía parlamentaria de transformación social (Sacristán, 1998,
23). Aunque el proletariado debe de ser hegemónico antes de intentar derribar
el sistema capitalista, la guerra de posiciones no es sino una modalidad que
permite alcanzar la guerra de movimientos y la toma del poder revolucionario
(Díaz-Salazar, 1991: 242). Son muchos los recelos que Gramsci tiene respecto al
parlamentarismo que, como veremos más adelante, le permiten centrar su atención
en la búsqueda otras vías para la representación de la clase obrera organizada.
Además, la estrategia del cansancio se fundamenta en postulados positivistas y
deterministas que auguran el fin del capitalismo por su desarrollo dialéctico y
fruto de sus propias contradicciones, en cuyo escenario el proletariado debe de
estar preparado para su aparición histórica cuando se produzca el desplome del
régimen. La guerra de posiciones niega tal senda histórica y augura la lucha
diaria por la hegemonía que produzca la crisis orgánica que permita a las
clases subalternas el ejercicio del poder (Domenech, 1977: 64).
Como vemos, la guerra de posiciones es el corolario
estratégico del análisis concreto de las características de Occidente que
hicieron fracasar la revolución proletaria tras la Iª Guerra Mundial y el
intento de plantear alternativas desde el conocimiento y la voluntad de
transformación social. La lucha hegemónica dibuja escenarios donde el
proletariado debe intentar fragmentar el consenso de la ideología dominante y
hacer del marxismo una nueva concepción del mundo capaz de remplazar al
liberalismo mediante una transformación global de la sociedad en clave
igualitaria. Sin embargo, pese a la gran significación del consenso en las
sociedades contemporáneas, no hay que olvidar que, todavía hoy, la burguesía
sigue haciendo uso de su capacidad de coacción para mantener el statu quo (Domenech,
1977: 68). Las guerras económicas son sólo el reflejo de como el aparato
estatal defiende y promueve los intereses de las clases domines a través del
ejercicio de la violencia. En cualquier caso, la comprensión de la hegemonía y
la guerra de posiciones, nos muestran un horizonte de confrontación intensa
contra el capitalismo. En esta perspectiva, la centralidad del partido
revolucionario y la búsqueda de una mayor y mejor democracia serán trascendentales
en el pensamiento gramsciano.
El Príncipe Moderno y democracia
En la concepción de la hegemonía de Gramsci y Lenin el
partido revolucionario ocupa un lugar esencial (Lleixà, 1977: 36). Una de las
consecuencias del fracaso de la experiencia de los consejos fue la exaltación
de la importancia del partido revolucionario como organizador de la clase
obrera para no repetir los errores que provocaron el desastre de postguerra
(Sacristán, 1998: 235). La elaboración teórica de los partidos políticos en
Gramsci supone un punto de inflexión respecto a la tradicional perspectiva que
ha abundado en la materia. Tanto Ostrogorski, como Michels, e incluso Duverger
en menor medida, centraron su interés en los elementos estructurales de los
partidos políticos (Laso, 1973: 34). Por su parte, Gramsci, gracias al reflujo
del pensamiento leninista y del propio Maquiavelo, va a tratar de buscar las
conexiones entre clases sociales y partidos políticos, las relaciones entre las
distintas esferas conforman los mismos, así como la necesaria función
pedagógica que el partido revolucionario debe impulsar. Lenin y Maquiavelo irán
confrontando en el italiano dos imágenes diferencias de los partidos políticos
que mantendrán una tensión constante a lo largo de su obra que escenifica el
conflicto entre jacobinismo y antijacobinismo.
Las relaciones entre clases sociales y partidos políticos en
Gramsci no es automática (Laso, 1992: 58). Pese a ello, los partidos no pierden
su esencia como nomenclatura de clase, ligan orgánicamente su actividad a los
intereses de los distintos grupos sociales que pretenden representar
(Sacristán, 1998: 166). Los partidos políticos buscan su expansión en la
sociedad civil como actores de hegemonía, cumplen en dicho marco las mismas
funciones que el Estado (Martínez Lorca, 1981: 212). Su vocación hacia la
asimilación de la totalidad social encuentra el límite de la particularidad de
los grupos sociales que simbolizan (Fernández Buey: 2001: 127). En este
sentido, únicamente el partido revolucionario como exponente de la clase
obrera, asumiendo el protagonismo histórico del proletariado, se encuentra en
condiciones de incorporar tendencialmente a toda la sociedad en su conjunto
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 115). La aproximación al carácter unificador del
partido revolucionario nos acerca a las fuentes leninistas de las que bebe la
elaboración gramsciana.
El partido revolucionario existe y extiende su actividad
como organización disciplinada de la voluntad de construir, por parte de las
clases subalternas, un estado socialista que permita la ordenación de las
fuerzas materiales existentes y sentar las bases de la libertad individual
(Domenech, 1977: 61). Para ello, parte de la necesidad de cohesionar a las
clases subalternas para la dirección y organización de la actividad
revolucionaria bajo el protagonismo del proletariado (Sacristán, 1998: 101).
Ello hace inevitable reforzar la capacidad del aparato organizativo a la hora
de influir en la praxis del partido mediante un núcleo capaz de disciplinar y
unificar la actividad del proletariado en su acción revolucionaria (Fernández
Buey, 2001: 112). El partido revolucionario ha de ser jacobino, ha de crear
voluntad nacional-popular y unitaria que movilice a los dominados
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 116). La prioridad del elemento organizativo nos
muestra los rasgos leninistas de su obra que quedan reflejados en la división
por estratos que plantea el italiano en el interior del partido
(Vargas-Machuca, 1982, 51; Díaz-Salazar, 1991: 211). Pero, pese a la obligada
cohesión y disciplina interna en el partido proletario, Gramsci va a superar
las vanguardias leninistas negando el carácter oligárquico en la dirección del
partido (Rodríguez-Aguilera, 1985: 27).
El punto de originalidad en su entendimiento del partido
político viene marcada por la aportación que encuentra en la lectura de
Maquiavelo que le permite el enriquecimiento de su leninismo
(Rodríguez-Aguilera, 1985:133). En él, Gramsci encuentra un nuevo horizonte que
marcará buena parte de su pensamiento. El valor de la autonomía de la política
respecto de la ética es, para Gramsci, un hecho que potencia la acción de los
gobernados sobre los gobernantes (Fernández Buey, 2001, 122). La grandeza de la
obra de Maquiavelo, fruto de su lectura en clave republicana, no supone negar el
carácter ético del quehacer político, sino remarcar la existencia de unos
valores que conforman la política como ética de lo colectivo que la desligan de
la moral religiosa (Fernández Buey, 2001: 87). El partido revolucionario, como
representante actual del Príncipe maquiaveliano, se constituye como el
intelectual colectivo que debe de realizar una nueva enunciación
socio-histórica de la supremacía de la política sobre la ética. El intelectual
colectivo ha de ser capaz de convertir una nueva ética laica y autónoma en
norma generalizable a toda la humanidad dadas las características que las
relaciones históricas le confieren como sujeto político y social emancipador
(Martínez Lorca, 1981: 155).
La nueva conceptualización del partido como intelectual
colectivo conlleva ampliar su marco de funciones. En el pensamiento gramsciano
el partido revolucionario no solamente tiene que crear voluntad colectiva sino
que, además, debe impulsar la reforma intelectual y moral sobre las clases
subalternas (Martínez Lorca, 1981: 216). Por reforma intelectual y moral
entiende una mejora y transformación del ser humano dentro del centro de
relaciones sociales en el que se encuentra inmerso que suponga una revolución
epistemológica que le permita el aumento de su autonomía moral e intelectual y
la conquista de la personalidad propia (Fernández Buey, 2001: 140; Jardón,
1992: 124; Sempere, 1992: 58). Implica toda una elevación cultural de las masas
que parta de la unificación del trabajo manual e intelectual que ponga fin a la
división del trabajo entre intelectuales y masas, y que genere una nueva
cultura culta y popular (Díaz-Salazar, 1991: 161; Sacristán, 1998: 95). Gramsci
se opone a una elevación de la cultura popular, pretende cultivar el
conocimiento entre las masas a través del saber culto que no suponga una
devaluación de la cultura (Martínez Lorca, 1981: 208).
En este nuevo escenario, el Príncipe Moderno,
conceptualización del partido revolucionario, como creador de nuevas
intelectualidades y concepciones del mundo, y espacio de fusión de teoría y
práctica, debe ser el impulsor de una nueva cultura global que sea capaz de
reemplazar a la cultura liberal impuesta irracionalmente sobre las clases
populares (Rodríguez-Aguilera, 1985: 113; Martínez Lorca, 1981: 209; Vargas-Machuca,
1982: 57 y 135). Para Manuel Sacristán, la "concepción del mundo" no
supone un conocimiento científico sino más bien una serie de principios que
configuran la conducta del individuo y que se encuentran explícitos en el marco
cultural de un país (Jardón, 1995: 124). El propio sentido común, base de
razonamiento de las clases populares, configura una concepción del mundo
ampliamente difundida que carga de responsabilidad y moderación al ser humano y
que conduce a un aumento de la pasividad en la acción de las clases subalternas
(Jardón, 1992: 225). El sentido común es, sin duda alguna, conservador y por
ello, los hombres y mujeres deben ser dejar atrás la ignorancia, el sentido
común y la religión por una nueva fuerza moral liberalizadora (Díaz-Salazar, 1991:
43). En el seno del partido obrero conlleva una transformación del militante en
intelectual (Díaz-Salazar, 1991: 290).
La reforma intelectual y moral nos conduce a la propia idea
de cultura que Gramsci plasma en sus Quaderni. En este sentido, Gramsci combina
una doble categorización de cultura: una en sentido etnográfico y otra
entendida como contenidos y marcos de representaciones (Vargas-Machuca, 1982:
136). En la primera de ellas, incorpora buena parte de la definición de cultura
del pensador alemán Wilhelm Dilthey que entiende la misma como los modos de
conducta que configuran el pensamiento del individuo (Vargas-Machuca, 1982:
134). Por su parte, la cultura entendida como las formas de representación del
sujeto nos acerca a un contenido más socrático del concepto de cultura que pone
el acento en la capacidad de crítica y actividad intelectual del ser humano
(Martínez Lorca, 1981: 232). La cultura, bajo este paradigma, supone
organización, obediencia del yo interior mediante la conquista de la personalidad
propia y una conciencia superior que le permita al sujeto comprender el valor
histórico que ostenta con el fin de alcanzar la autonomía individual y
colectiva (Sacristán, 1998: 95-96). Se busca con ello, la independencia de las
masas respecto de los intelectuales (Martínez Lorca, 1981, 125-126).
La filosofía de la praxis constituye la cima de la reforma
intelectual y moral. Es filosofía convertida en política transformadora, y
política que emana de la filosofía, del saber crítico del momento histórico
(Jardón, 1992: 223). El partido revolucionario debe expandir el marxismo como
cosmovisión de la reforma intelectual y moral (Díaz-Salazar, 1991: 294). Para
ello, en su labor de difusión ideológica debe de tratar a la clase obrera sin
infantilismos. Desde la premisa de que los hombres y mujeres son capaces de
discernir y razonar sin tutela alguna, el partido revolucionario debe de
impulsar el conocimiento de la realidad sin simplificar el mensaje ni el
contenido ideológico (Fernández Buey, 2014: 110). Gramsci es sumamente crítico
con aquellos que buscan en la devaluación del marxismo y la demagogia la vía
para movilizar y cohesionar a las clases subalternas (Martínez Lorca, 1981:
116). En este sentido, el conflicto con Bujarin es sinónimo del rechazo gramsciano
a la hora de instalar el pensamiento marxista en el sentido común de las masas
(Díaz-Salazar, 1991: 149). Para llevar a cabo un proyecto liberalizador de las
clases subalternas es necesario destruir el sentido común, no utilizarlo, es
necesario socializar el saber (Jardón, 1992: 228).
A la hora de actualizar la noción gramsciana de la reforma
intelectual y moral han surgido una serie de frentes de discusión interesantes.
El primero de ellos busca las conexiones entre el cambio en la concepción de la
vida dominante y la economía. En este sentido, la reforma económica se apresura
clave para la consecución de la reforma intelectual y moral. La estructura
económica supone una barrera trascendental para que los hombres y mujeres
avancen hacia una transformación cultural en pro de la autonomía intelectual de
las masas. El cambio del modelo productivo supone la formalización concreta del
cambio de valores dominantes (Laso, 1973: 46). El socialismo puede construir
una nueva moral laica mediante la modificación de la estructura de relaciones
de producción que facilite que todos los valores humanos oprimidos por la
explotación capitalista aparezcan espontáneamente en un nuevo ambiente moral
(Díaz-Salazar, 1991: 54). El carácter integral del pensamiento gramsciano vuelve
a conectar necesariamente política, ideología y economía en este punto.
Por otro lado, la crisis ecológica que sufre el planeta
también supone un nuevo marco de entendimiento de la reforma intelectual y
moral. Aunque Gramsci no fuera capaz de anticipar los efectos del hiperconsumo
como nuevo espacio de consenso, lo cierto es que existe un lazo de unión entre
la crítica gramsciana a la ideología dominante y el ecologismo (Capella, 1992:
157). Buena parte de las causas del desastre ecológico que sufre el medio
ambiente viene motivado por la existencia de una ideología capitalista que
difunde el consumo exacerbado entre las masas y que simboliza una autentica
crisis de valores (Fernández Buey, 2014: 38). En este sentido, el ecosocialismo
puede representar una nueva forma de entender la reforma intelectual y moral
que ponga fin a la dominación atroz del ser humano y el medio ambiente
(Díaz-Salazar, 1992a: 46). Además debe suponer un alejamiento del eurocentrismo
mediante el diálogo activo entre distintas tradiciones de emancipación social
para la construcción un nuevo humanismo integrador de carácter altermundista
que se fundamente en el respeto a la naturaleza (Fernández Buey, 2014: 42).
La búsqueda de unión de experiencias liberalizadoras nos
conduce hacia el cristianismo de la liberación como nuevo paradigma de acción
emancipadora de las clases subalternas en Latinoamérica. La reforma intelectual
y moral gramsciana encontraba en el laicismo el eje fundamental de
transformación contra el sentido común y la religión de las masas. El
cristianismo busca en la redención lo que el socialismo alcanza en la conquista
de su propia liberación mediante la voluntad revolucionaria, la religión busca
en la divinidad lo que el marxismo encuentra en el historicismo inmanentista
(Díaz-Salazar, 1991: 51 y 80). La oposición entre liberación social y religión
era manifiesta en Gramsci (Díaz-Salazar, 1991: 83). Sin embargo, la teología de
la liberación, como nos muestra Díaz-Salazar, supone un cambio de paradigma en
el entendimiento de los movimientos emancipadores que pone el acento en la fe
como factor de cohesión y liberalización de las masas oprimidas que nos obliga
a cuestionar las relaciones entre la religión y el socialismo (Díaz-Salazar,
1991: 83).
En cualquier caso, la noción gramsciana de cultura y su
reforma intelectual y moral determina una concepción del partido político
alejada del jacobinismo leninista que sosteníamos al principio, centrada en la
autonomía y autodirección de las masas (Díaz-Salazar, 1991: 51). En este nuevo
escenario, se potencia una participación dinámica de los miembros del partido
en la vida intelectual y organizativa así como la existencia de un estrato lo
más cuantioso posible entre los líderes y los militantes de base que suponga un
equilibro entre ambos (Martínez Lorca, 1981: 185). El rechazo contra el
fanatismo y el sectarismo en el interior del partido revolucionario será otra
de las claves de su funcionamiento que centre la atención revolucionaria en las
masas y no en las vanguardias (Martínez Lorca, 1981: 116; Rodríguez-Aguilera,
1985, 120). Todo ello cristaliza en la implantación de un centralismo
democrático que evite el autoritarismo y la degeneración burocrática del
partido e imponga una unión orgánica entre los gobernantes y gobernados sobre
la base del carácter revocatorio y rotatorio del grupo dirigente
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 119-120).
La obligatoria participación activa de las masas en la vida
política e intelectual, le hace mirar con recelo a la esfera pública liberal
entendida como el intento de mantener alejadas a las clases populares de la
participación política en beneficio del estatus de dominación de los grupos
dominantes (Fernández Buey, 2001: 121). La democracia parlamentaria se asienta
sobre un exceso de delegación de la voluntad popular que en nada beneficia a
los ciudadanos (Díaz-Salazar, 1991: 242). Además, el carácter igualitario y
democrático de los procesos parlamentarios pierde su esencia cuando el dinero y
el poder económico de la burguesía cubren buena parte del proceso político
liberal (Lacasta, 1981: 84). Por otro lado, también es importante mostrar como
entendía la realidad y degeneración autoritaria que sufría la Unión Soviética
como alternativa histórica al capitalismo. Pese al inicial apoyo a Stalin en su
enfrentamiento con Trotsky, en cuanto tuvo constancia de las formas despóticas
que iban cristalizando en la Unión Soviética, realizó una condena del carácter
tiránico de Stalin (Fernández Buey, 2001: 65). Gramsci entendió que el
proletariado ruso iba perdiendo el control político y poco a poco, convertía su
existencia en herramienta al servicio del poder del Secretario General del PCUS
(Rodríguez-Aguilera, 1985: 116).
La teorización gramsciana se consolida sobre la base de
alcanzar otro tipo de democracia que fundamente su esencia en la legitimidad,
integración y participación del proletariado en su construcción (Díaz-Salazar,
1991: 241). No supone una defensa del modelo pluralista y multipartidista del
liberalismo sino la búsqueda de un proyecto común sobre la base de la
solidaridad y libertad entre iguales, que respete la libertad de expresión y
crítica, y que sea expresión orgánica de la voluntad colectiva (Martínez Lorca,
198: 139; Sempere, 1992: 137; Rodríguez-Aguilera, 1985: 101 y 118). La defensa
de los Consejos obreros demuestra cómo existe una fuerte intención en el
pensamiento gramsciano en la reducción de las mediaciones en favor del poder
activo de las masas (Vargas-Machuca, 1982: 51). En ningún caso supone la
defensa de un modelo totalitario represivo sino la intención de afrontar el
conflicto social desde la raíz de la problemática del capitalismo
(Díaz-Salazar, 1991: 205). Sin necesidad de glorificar el pensamiento
democrático de Gramsci y con el pleno convencimiento de que el espíritu de su
tiempo limita en buena medida una comprensión actual de su democracia, el
revolucionario italiano si nos proporciona reflexiones sobre ciertos aspectos
de la problemática actual de la democracia como la necesaria participación
activa de la ciudadanía, la crisis epistemológica o la necesidad de expandir
una nueva moral solidaria en contra del individualismo competitivo.
No obstante, la izquierda española no ha sido capaz de
asumir las reivindicaciones gramscianas en favor del incremento de la
participación democrática más allá de los límites que marca la democracia
representativa (Díaz-Salazar, 1992b: 107). La crisis orgánica del régimen
franquista dio paso un proceso de transición hacia la democracia política al
margen de la integración activa de la ciudadanía en términos participativos
impidiendo la evolución hacia una democracia socio-económica (Díaz-Salazar,
1992b: 103). La estrategia reformista del nuevo "compromiso
histórico" del PCE escenificada en la colaboración activa en la transición
con el resto de fuerzas políticas conservadoras, asumió buena parte de la
lectura eurocomunista de Gramsci ligada a la aceptación del pluralismo y a la
búsqueda del consenso de los ciudadanos y ciudadanas (Tusell, 1979: 15). Pero,
no obstante, existe una gran falla en la asimilación del pensamiento gramsciano
en la izquierda española: su incapacidad de evolucionar hacia formas no
leninistas de organización (Tusell, 1979: 20).
Pese a que el nacimiento de Izquierda Unida supuso una
apertura organizativa que le otorga una mayor flexibilidad y descentralización
en su funcionamiento como partido, los conflictos internos han cegado la
capacidad de buscar frentes de confluencia social sobre la base de la
participación activa de la ciudadanía negando su carácter como movimiento
político y social (Ramiro, 2000: 264; Fernández Steinko, 2008: 96). La
izquierda española ha sido incapaz de incorporar en su organización las
aportaciones gramscianas del intelectual colectivo con la intención de conectar
con la ciudadanía en un proceso que favorezca la reforma intelectual y moral.
Sin embargo, la crisis económica ha modificado considerablemente el horizonte
político de la izquierda. La irrupción del 15-M y el resto de movimientos
sociales, ha generado nuevas experiencias de politización que permiten el
empoderamiento ciudadano a través de la participación horizontal activa
(Chaves, 2012: 8). Este nuevo escenario supone un reto para una izquierda
política a remolque de la social, que debe alcanzar espacios de organización no
jerárquica que remarque el protagonismo de los y las ciudadanas y que consiga
generar hegemonía anticapitalista (Garzón, 2014).
Conclusiones
A lo largo de estas líneas, hemos tratado de recomponer la
lectura de Gramsci en nuestro país con el eje de su propia elaboración teórica.
Pese a que la llegada de su pensamiento fue lenta y tardía, su recepción estuvo
marcada en gran medida por los acontecimientos históricos que transformaron las
relaciones de fuerzas en la familia comunista internacional y especialmente
europea. Tras el distanciamiento con la órbita soviética a finales de los años
sesenta, el comunismo italiano fue el nuevo referente de la producción marxista
en nacional. En Italia, Gramsci pasó de ser símbolo de la resistencia
antifascista a configurarse como el fundamento teórico de la nueva estrategia
del PCI tendente a la aceptación del pluralismo político, la democracia liberal
y la búsqueda de un socialismo en libertad que finalizará con el
"compromiso histórico" como nuevo paradigma de actuación. No obstante,
las primeras ediciones temáticas de los Quaderni, realizadas por el
propio Togliatti, se caracterizaron por el gran sesgo selectivo fruto de la
intencionalidad política de sostener la nueva línea estratégica del comunismo
italiano.
Este gramscianismo filtrado fue la base del eurocomunismo.
Con la irrupción de este nuevo fenómeno político, nos encontramos ante el
periodo de mayor acogida, reflexión e influencia del pensamiento del italiano
en el comunismo español. El PCE continuó con la línea impuesta por Togliatti y
el eurocomunismo, y transformó su estrategia política hacia el reformismo. La
búsqueda de la hegemonía a través de la lucha ideológica contra el capitalismo
y la consecución del consenso y el apoyo de la ciudadanía, terminó negando
buena parte del carácter revolucionario de la praxis comunista. La
participación activa en la transición española y en momentos cruciales del
nuevo régimen como los Pactos de la Moncloa, son la escenificación del cambio
de rumbo en la táctica un PCE eurocomunista y gramsciano. No obstante, el punto
álgido de la influencia gramsciana coincide con el periodo de menor calidad en
la lectura de su obra debido al sesgo selectivo en la tematización de sus
escritos impuesta por la dirección del PCI. La edición crítica de los Quaderni realizada
por Valentino Gerratana será un punto de inflexión en su lectura más acorde a
la evolución de su pensamiento y desligada de intereses políticos directos.
Sin embargo, la publicación de la edición crítica es
simultánea a la revolución neo-conservadora de los años ochenta que transformó
considerablemente el panorama un comunismo nacional e internacional indefenso
ante la ofensiva del neoliberalismo. En esta nueva circunstancia, el comunismo
español se enfrentó ante un electorado americanizado que impedía la hegemonía
de las fuerzas anticapitalistas (Díaz-Salazar, 1992a: 38). Con ello, la
influencia del pensamiento gramsciano en la praxis política de nuestro país fue
descendiendo por instantes y encontró en el entorno académico un nuevo foco de
desarrollo. El mundo universitario acogería a un Gramsci menos politizado, más
riguroso y acorde a la evolución de su pensamiento y con el interés analítico
de aportar claves para la comprensión de fenómenos políticos y sociales de nuestro
tiempo como el ecosocialismo, el antagonismo de clases en el conflicto
centro-periferia, la aparición de los movimientos sociales o la teología de la
liberación.
El debate gramsciano en la academia quedó configurado en dos
grandes líneas interpretativas: el social-liberalismo y el marxismo-leninismo.
En cualquier caso, ambas afrontaron la temática gramsciana sin la necesidad
política de encontrar en su figura el fundamento de una determinada estrategia
política lo que favoreció al rigor analítico e interpretativo de su obra. En
todos nuestros autores encontramos un compromiso intelectual por recomponer las
claves del pensamiento del italiano que generó un debate interesante y rico que
hemos tratado de recomponer en este trabajo. No obstante, hemos focalizado la
discusión en tres grandes bloques que entendíamos necesarios para mostrar el
diálogo más claramente politológico dentro de la totalidad de temas que maneja
la literatura gramsciana nacional. Hemos abordado el materialismo histórico y
las relaciones entre estructura y superestructura dentro del bloque histórico,
la elaboración gramsciana de la hegemonía, el Estado, las particularidades de
la revolución en Occidente, su conceptualización de los partidos políticos y la
democracia.
Muy a nuestro pesar, el debate ha sido más académico que
político pero, sin embargo, existen elementos de juicio que nos muestra como
Gramsci y su elaboración del partido político como intelectual colectivo, puede
constituir un paradigma en favor de la superación de la organización leninista
en el seno de la izquierda política española. La búsqueda de mayor democracia
interna en el seno de los partidos, que ponga el acento en el protagonismo de
los y las ciudadanas y finalice con la estructuración jerárquica y concentrada
del partido, supone sobrepasar la lectura eurocomunista de Gramsci y asumir de
lleno la riqueza de su elaboración teórica. No obstante, la importancia de la
participación activa de la ciudadanía en la construcción de la hegemonía debe
de vincularse con la reforma intelectual y moral. En Gramsci, el compromiso con
la verdad y la necesaria elevación intelectual de la ciudadanía, le impiden
aceptar la demagogia como estrategia de movilización. Sólo mediante la
comprensión de la problemática de un capitalismo financiero globalizado opuesto
a los intereses de las democracias, la ciudadanía puede construir alternativas
igualitarias dentro de los nuevos espacios de politización horizontal
(Stiglitz, 2012: 174). El propio Gramsci asumió como el escaso conocimiento del
capitalismo fue la principal causa del fracaso revolucionario en Occidente y la
embestida del fascismo en Europa (Fernández Buey, 1977: 27). El carácter
transformador del conocimiento puede ser la enseñanza gramsciana más importante
en la construcción de opciones políticas y sociales contra el capitalismo en
nuestros días.
Notas
1/ Este artículo constituye mi Trabajo de Fin de Grado
en Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid, defendido ante
tribunal el día 4 de Septiembre de 2014, realizado con la ayuda de mi tutor
Andrea Greppi al que agradezco su contribución.
2/ Son varias las personalidades que incluso le
reconocen como el pensador marxista más importante del S. XX. Véase Hobsbawn,
E. 1981. "De Italia a Europa" en Hobsbawn, E. Revolución y
democracia en Gramsci, Barcelona: Fontana.
3/ En concreto encontramos cinco grandes líneas
interpretativas de la obra del pensador italiano: eurocomunistas, leninistas,
socialdemócratas, maoístas y bordiguianos (Bermudo, 1979: 29).
4/ El autor considera que Gramsci desarrolla cuestiones
económicas con más profundidad de lo que entienden la gran mayoría de
interpretaciones de su obra (Rodríguez-Aguilera, 1985: 26).
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