► Las crisis orgánicas son acontecimientos que nos
permiten profundizar en las relaciones entre la esfera política y la económica
José Luis Villacañas |
La categoría de “crisis orgánica” es el núcleo de la filosofía, de la
praxis y de la historia de Antonio Gramsci. Para explicarla, necesitamos
algunos otros conceptos que constituyen la geografía teórica del pensador
italiano. Ante todo, son relevantes los conceptos de revolución activa y nación
política, básicos para entender la hegemonía y las ilusiones burguesas. La
Revolución francesa, como revolución nacional típica, aunque se enfrentaba a
una crisis política de largas raíces, se produjo en convergencia con una crisis
económica y fiscal inaplazable. El colapso verdadero concernía a la
imposibilidad de desplegar la forma capitalista bajo un régimen de omnipotencia
absolutista que obedecía a otros tiempos históricos y que disponía de una
capacidad fiscal extractiva obstaculizadora. Ajustando el tiempo histórico del
Estado y del capitalismo, la Revolución hizo que durante una época, se pensase
que la forma política nacional era la adecuada a la economía nacional burguesa.
Sin duda, la miopía de la época respecto de sí misma consistió en considerar a
la clase burguesa –el Tercer Estado, que diría Sieyès– como la clase nacional
total, frente a la que no habría alteridad. Los intereses políticos y
económicos de esa clase fueron durante un tiempo los de la nación entera.
Sectores campesinos y artesanales se integraron como elementos subalternos de
su hegemonía. La dominación burguesa fue legítima por un tiempo porque ayudó a
realizar los intereses históricos de los sectores populares.
Esta es la versión típica de Gramsci, que es la de Marx. La
crisis orgánica de 1848 permitió comprender que la clase burguesa no era la
clase total, ni nacional. Por el contrario, al desplegarse con la suficiente
libertad, producía en su seno su propia alteridad, la clase de los proletarios.
Con ello se hundieron las ilusiones burguesas de organizar una racionalidad
política orgánica sobre el capitalismo como forma económica. Allí quebró la
primera figuración hegemónica de la burguesía, que pasó a entenderse sólo como
una formación ideológica. La cooperación con los elementos populares,
campesinos, artesanos, intelectuales, que había sido eficaz en 1789, se
disolvió al verse estos últimos no como elementos subalternos cooperadores,
sino como elementos oprimidos y hostiles. Con la idea de crisis orgánica se
comprendió la contradicción interna del capitalismo, así como su imposibilidad
a la hora de asentar sobre sus meras bases económicas una racionalidad
política. Por eso se trató de una crisis orgánica: lo que parecía un organismo
se reveló como un dispositivo explosivo.
Desde entonces, podemos llamar crisis orgánica a los
acontecimientos históricos que desvelan la verdad socio-política del
capitalismo, su incapacidad para generar por sí mismo racionalidad política, su
necesidad de aparatos ideológicos potentes para ocultar esa incapacidad. Como
tales, las crisis orgánicas ponen en cuestión la estructura hegemónica que
resulta necesaria para ofrecer la expectativa de que bajo el capitalismo se
atiende a la razón política general. Las crisis orgánicas suponen una
oportunidad para evidenciar que el capitalismo no es soberano ni puede serlo, y
que necesita instrumentos para impedir que el Estado despliegue su razón
autónoma capaz de interferir en sus procesos de acumulación. Sin embargo, las
crisis orgánicas en el pensamiento clásico muestran mucho más. Como es natural,
para superarlas es necesario conformar visiones ideológicas que encubran esas
tensiones. Pero en el momento de la desnudez ideológica, de la pura dominación,
muestran los fortines de defensa de las estructuras económicas instaladas en
los aparejos de la sociedad civil y el Estado. Transparentan así las funciones
de los partidos políticos otrora hegemónicos y de aquellas instituciones que
son decisivas para la traducción ideológica de lo privado en lo público, para
la presentación de un régimen de beneficiarios limitados como un régimen de
interés general. En las crisis se hacen evidentes sus debilidades en tanto que
obligan a estas agencias a operar en condiciones que ya no son hegemónicas,
cuando los viejos elementos auxiliares y subalternos han dejado de creer que
sus intereses son compatibles y atendidos por la dirección política vigente. Se
produce, entonces, una dominación sin hegemonía, esto es, una dominación sin
legitimidad, que somete a las instituciones a estrategias defensivas brutales
que violan las propias bases normativas en las que pretenden instalarse, y las
expone a la tentación permanente de una desnuda función represiva.
Sin embargo, las crisis orgánicas muestran algo más
profundo, que no procede del análisis marxista, y que Gramsci tampoco vio. Las
crisis orgánicas son acontecimientos que nos permiten profundizar en las
relaciones entre la esfera política y la económica. Y es que la mayor premisa
ideológica es la que considera que la esfera real de la economía se parece a la
esfera teórica de la economía. Ni siquiera Foucault supo exponer con claridad
que, a pesar de que nunca antes ambas esferas estuvieron más cercanas que en la
época neoliberal –que impone que la gente rija su vida interiorizando las
categorías de la economía–, su unificación es imposible. La esfera real de la
economía jamás coincidirá con la esfera teórica. Esta confusión ideológica es
tan antigua como el liberalismo –lo que le obligó a dotarse de bases normativas
muy fuertes– y ha llegado a su cima en el neoliberalismo.
Como tal, esta ideología asume que el capitalismo puede desplegarse al margen de las instituciones políticas y de forma independiente de ellas porque, de hecho, solamente atiende necesidades y demandas individuales que se expresan en el mercado. Este enunciado, que evita toda consideración política del mercado, no goza de evidencia histórica. Nunca jamás en la historia se dio un mercado sin definición política. El capitalismo ha atendido de forma continua demandas sociales organizadas bajo formas políticas. No puede vivir al margen de ellas puesto que para producir ya las necesita. De ahí que las crisis orgánicas muestran sobre todo las formas de recomponer la hegemonía, propias de las elites y estratos sociales que no pueden desplegar el capitalismo sin la integración en los aparatos del Estado y, por tanto, sin la cooperación de elementos subalternos a fin de proponer sus intereses como generales. A diferencia de la revolución activa inaugural, estas nuevas formas de recomponer la hegemonía no necesitan darse mediante revolución activa. Pueden darse mediante revoluciones pasivas.
Como tal, esta ideología asume que el capitalismo puede desplegarse al margen de las instituciones políticas y de forma independiente de ellas porque, de hecho, solamente atiende necesidades y demandas individuales que se expresan en el mercado. Este enunciado, que evita toda consideración política del mercado, no goza de evidencia histórica. Nunca jamás en la historia se dio un mercado sin definición política. El capitalismo ha atendido de forma continua demandas sociales organizadas bajo formas políticas. No puede vivir al margen de ellas puesto que para producir ya las necesita. De ahí que las crisis orgánicas muestran sobre todo las formas de recomponer la hegemonía, propias de las elites y estratos sociales que no pueden desplegar el capitalismo sin la integración en los aparatos del Estado y, por tanto, sin la cooperación de elementos subalternos a fin de proponer sus intereses como generales. A diferencia de la revolución activa inaugural, estas nuevas formas de recomponer la hegemonía no necesitan darse mediante revolución activa. Pueden darse mediante revoluciones pasivas.
Lo peculiar de nuestra crisis orgánica es que no deriva de
la inicial separación de los subalternos de sus funciones y pactos en el seno
de la hegemonía vigente. Los sectores subalternos siguen fieles al imaginario
del Estado de bienestar. La crisis se deriva de la ruptura de los pactos
fundadores de dicho Estado social realizada por la posición dominante, la que
se instala en los cuarteles directivos del capitalismo, ahora bajo la forma de
capital financiero. Aunque se trata de un proceso muy complejo, la clave de la
crisis fue la incorporación del capital financiero al Estado de bienestar,
destruyendo su sentido, función y estructura. De ahí la necesidad de que ese
capital financiero, alojado en una crisis orgánica, necesite dotarse de
ideologías capaces de ofrecer una nueva estructura hegemónica. Esa es la
formación que hasta ahora se ha llamado neoliberalismo. Lo que necesita el
capitalismo actual no es sólo afirmar el principio de que el Estado no debe
determinar la economía. Este es un elemento necesario, pero no suficiente. En
realidad, el capitalismo no puede vivir sin Estado: él define, regula y perfila
las necesidades colectivas que constituyen la trama más nutrida de las demandas
económicas. Este capitalismo, como cualquier otro, necesita mantener en pie esa
estructura estatal. Y además, necesita mantener sus bases democráticas, sin las
cuales el hecho mismo del mercado no tiene verosimilitud. Mas para desactivar
estas posibilidades democráticas, se precisa de un elemento que reconfigure la
función del Estado, que haga olvidar su inexcusable dimensión económica, y que
presente la tarea del mantenimiento de la seguridad como única y esencial. Con
ello se pasa por alto la decisión que en todo caso debe tomar a favor de ordenar
lo común o privatizarlo.
Para que esta brutal construcción ideológica se convierta en
hegemónica se necesita una despolitización generalizada, favorecida por las
masas de emigración, con su desarraigo casi inevitable, pero sobre todo un
embrutecimiento educativo y cultural que evidencie en cada caso el imaginario
preferido de un individuo dejado a su suerte en un mundo selvático. Esta será
la ley de la hegemonía capitalista que viene: una elaboración teórica mínima,
basada en pulsiones descarnadas de seguridad y libertad de consumo, que bien
puede llamarse hegemonía en grado cero, puramente reactiva, que le basta anular
cualquier visión alternativa. Pero incluso en este grado cero, la posibilidad
de cierre orgánico es limitada y el futuro de crisis orgánica abierto. Pues no
hay manera de reconciliar una libertad de consumo que amenaza con la pobreza y
la vida precaria y una seguridad que amenaza con asfixiar toda libertad y toda
demanda de inteligencia de las cosas.
Lo que está en juego en estos momentos en Europa y en el
mundo es la aceptación pasiva de esos planes de despolitización general de la
ciudadanía. Lo único que puede detenerlos es la configuración de ciudadanías
políticamente activas, capaces de fundar pactos diferentes entre sectores
productivos y demandas sociales y generar un escenario de futuro que abandone
el llamado Estado de bienestar, una fórmula que encerraba en su seno todas las
contradicciones que han acabado con él. Ese escenario de futuro pasa por el
reconocimiento de los límites de lo que puede ser atendido por soluciones
capitalistas de mercado, un abandono del crecimiento como obsesión, una
elaboración de lo singular en otras claves y la emergencia de un deseo de lo
público como actividad productiva, gozosa y afectiva. En suma, sólo una
ofensiva que, desde fuera, impida que la crisis orgánica en la que estamos
cristalice en esa hegemonía cero, limitada y estrecha, del neoliberalismo
autoritario en ciernes.
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