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Antonio Gramsci ✆ Spartax |
Lo que siguen no serán más que algunas hipótesis en torno a
los aportes que realiza Antonio Gramsci para (re)pensar la centralidad de la
praxis educativa en los movimientos sociales de nuestro país (teniendo como
principal referencia a la experiencia de los bachilleratos populares, aunque
contemplando también a jardines comunitarios y primarias populares), atendiendo
a los enormes desafíos que la actual coyuntura argentina y latinoamericana nos
depara a quienes intentamos pensar el compromiso educativo, sin dejar de
comprometer el pensamiento con la praxis transformadora.
Aunque no siempre ha sido reconocido, es importante
reafirmar que la problemática educativa constituye uno de los ejes que
atraviesa en filigrana al conjunto de la elaboración teórica, el compromiso
político, e incluso la vida familiar del propio Gramsci. Pero esto no equivale
a postular que el aprendizaje y la formación intelectual de él remitan a una
experiencia académica; no solamente porque Gramsci jamás se recibió en
Universidad alguna y fue toda su vida un autodidacta, sino debido a que buena
parte de su educación política la fue cultivando a partir de la vivencia
práctica y cotidiana, por fuera de las instituciones estatales, en el seno de
la militancia auto-educativa, cultural y social, junto con los distintos
sectores subalternos a los que aportaba sus conocimientos, y de los cuales
simultáneamente aprendía muchísimo.
Esta inalterable pasión llevó a que durante toda su vida
Gramsci pregonara la necesidad de constituir ámbitos autogestivos de educación
popular: desde muy joven, con la creación de organismos contraculturales y
espacios alternativos de educación (tales como la Asociación de Cultura
Socialista, el Club de Vida Moral y el Grupo de Educación Comunista, entre 1917
y 1919, cuyos ejes directrices consistían en contribuir a gestar una comunidad
militante y de ideas, basada en la autoformación permanente); luego, en un
contexto de profundo ascenso de las luchas políticas y en el marco de los
Consejos de Fábrica surgidos durante el llamado “bienio rojo” (1919- 1920), a
través de la constitución de una Escuela de Cultura y Propaganda que planteará
la necesidad de socializar y producir conjuntamente saberes entre la
intelectualidad socialista y los núcleos más activos del proletariado turinés;
ya en el seno del Partido Comunista Italiano surgido a comienzos de 1921,
mediante la creación de escuelas de formación para los propios trabajadores, dando
impulso a cursos a distancia y por correspondencia, en un contexto de
semiclandestinidad entre 1924 y 1925 (puesto que el fascismo se había
consolidando poco antes de que lo encarcelasen); finalmente, contribuyendo a
generar, tiempo después de su encierro en 1926, talleres de alfabetización,
lectura y capacitación para sus compañeros presos políticos y para los
habitantes de la isla donde se encontraban confinados.
Incluso la redacción de los Cuadernos de la Cárcel (que abarca, centralmente, un período que va
de 1929 a 1935) puede ser vista como una experiencia de educación militante en
sí misma, en la medida en que Gramsci se concibe como un educador que aprende y
es educado por la propia realidad histórica italiana, europea y mundial, del
mismo modo que por las experiencias militantes precedentes en las que se vio
involucrado. Desde esta óptica, los Cuadernos
son una reflexión concebida desde una doble derrota (la sufrida a manos del
fascismo, sin duda, pero también la que involucra a la tragedia del estalinismo),
y como tal, involucra un proceso de aprendizaje a partir de una pedagogía de la
pregunta, interrogándose en torno a por qué fracasaron, o bien fueron
derrotados, los diversos proyectos revolucionarios impulsados en Europa
Occidental.
Por ello, revitalizar el pensamiento educativo gramsciano en
su vínculo estrecho con la disputa hegemónica y la autogestión, implica leer a
sus escritos tal como él supo interpretar al libro El Príncipe de Nicolás
Maquiavelo: no como fríos tratados escolásticos, sino en los términos de una
“obra” viviente que, además de incitarnos a la invención permanente, aún no ha
dicho todo lo que tenía para decirnos. Y es que para Gramsci, la vocación
transformadora de la filosofía de la praxis debía ser siempre “expresión de estas
clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte de gobierno y
que tienen interés en conocer todas las verdades, incluso la desagradables”
(Gramsci, 1986). Tanto en el caso de Maquiavelo como en el de nuestro autor, no
se trataba de escribir para sabios ni literatos, sino para el bajo pueblo que
ansiaba la emancipación intelectual como contratara necesaria de la
estrictamente política.
En este sentido, los Cuadernos
de la Cárcel constituyen un basamento ineludible para actualizar una pedagogía
liberadora; para pensar que la construcción contra-hegemónica tiene como eje
central la puesta en práctica de un nuevo vínculo pedagógico al interior de los
sectores subalternos. Porque para Gramsci, la pedagogía no se restringía a las
instituciones escolares clásicas, sino que atravesaba al conjunto de la
sociedad. Por ello, en una de sus notas de encierro más lúcidas, además de
advertir que “el rapport entre maestro y alumno es un rapport activo, de
relaciones recíprocas, por lo que todo maestro sigue siendo alumno y todo
alumno es maestro”, postula que este rapport pedagógico “no puede limitarse a
las relaciones específicamente ‘escolares’, mediante las cuales las nuevas
generaciones entran en contacto con las viejas absorbiendo de ellas las experiencias
y valores históricamente necesarios, y ‘madurando’ y desarrollando una propia
personalidad histórica y culturalmente superior. Esta relación se da en toda la
sociedad en su totalidad y en cada individuo respecto a los demás, entre castas
intelectuales y no intelectuales, entre gobernantes y gobernados, entre élites
y secuaces, entre dirigentes y dirigidos, entre vanguardias y cuerpos de
ejército. Toda relación de ‘hegemonía’ es necesariamente un rapport pedagógico
y se verifica no sólo en el interior de una nación, entre las diferentes
fuerzas que la componen, sino en todo el campo internacional y mundial”
(Gramsci, 1999).
De ahí que, en sintonía con esta caracterización, la
construcción política sea concebida por él como una propuesta profundamente
pedagógica. Y, del mismo modo, a la inversa: la pedagogía sí o sí debía ser
entendida como política. Por eso pensaba en una educación unitaria, democrática
e integral, es decir, en una praxis educativa que combinase diversos saberes y
vivencias teóricoprácticos, sin ahorrar críticas hacia a aquéllos intelectuales
desapasionados que se ensimisman en lo meramente académico e institucional.
Ellos, decía Gramsci, creen que saben, pero en realidad comprenden muy poco y
casi nunca sienten. Y el desafío, más bien, es ir del saber al sentir, y del
sentir al saber; generar una dinámica dialógica, de praxis colectiva, que
combine la reflexión rigurosa y la acción, pero que también se nutra de la
experiencia y el sentir popular, en especial de aquellos “núcleos de buen
sentido” que anidan en la sabiduría plebeya, así como de los diversos ámbitos
que se van cultivando desde abajo y que tienen a lo educativo como un eje
central de democratización de la sociedad.
A esta vocación de transformación global de la sociedad Gramsci
la concebía en los términos de una disputa hegemónica, la cual no puede
restringirse a una pelea por demandas corporativas o gremiales, si bien en
muchas ocasiones ella suele tener como puntapié inicial a este tipo de
exigencias. Para Gramsci, un proyecto hegemónico alternativo involucra la
construcción de un sujeto político plural, en donde confluyen diferentes
movimientos y grupos subalternos, e implica una apuesta pedagógico-cultural e
ideológica, y no solo socio-económica.
Es precisamente en este punto que nos parece pertinente
conectar sus reflexiones, con los diversos proyectos pedagógico-políticos que
ensayan desde hace años diferentes movimientos sociales en Argentina. Tanto los
bachilleratos populares como los jardines maternales comunitarios y las
primarias populares, por nombrar sólo los más emblemáticos, plantean desde una
perspectiva neogramsciana la necesidad de apuntar a la autoformación integral
de quienes participan en este tipo de espacios, edificando desde abajo y en
forma participativa tanto la currícula como el colectivo de educadorxs
populares que lo impulsan. Y es que si el horizonte último de este tipo de
experiencias de educación popular es conquistar el autogobierno en el plano
político, ello no puede estar disociado del necesario fortalecimiento cultural
y educativo de sus miembros, a través de un arduo proceso de formación
autónoma, que requiere a su vez ir constituyendo, en el día a día y ya desde
ahora, organizaciones democráticas y de nuevo tipo, que rompan con todo lo anquilosado
y vertical de las instituciones propias del Estado capitalista (incluidas, por
supuesto, las escuelas tradicionales; sean éstas estatales o privadas). En
resumen: los movimientos sociales, siguiendo el planteo gramsciano, han ido
prefigurando en sus ámbitos educativos, en pequeña escala y no exentos de
contradicciones, aunque casi siempre con ánimo de irradiación al resto de los
sectores subalternos, esa nueva sociedad a la cual aspiran.
Atendiendo a este desafío, si algo hay de interesante y
actual en la propuesta política esbozada por Gramsci, es justamente el hecho de
que la construcción hegemónica plantea como columna vertebral a lo cultural y
lo educativo. La práctica política emancipatoria, según él, debe nutrirse de
anhelos y aspiraciones cotidianas latentes en estos planos de la vida social,
concebidos como arcilla y punto de partida para contribuir a la sistematización
de una visión del mundo alternativa a la de las clases dominantes, que haga
posible una revolución total de las conciencias. Nuevamente aquí se evidencia
una profunda sintonía con los proyectos educativos desplegados por los
movimientos sociales, quienes en sus múltiples territorios de lucha anticipan
esos gérmenes de relaciones pedagógicas, contrarias a la predominante en la escuela
tradicional y bancaria. Es por ello que Gramsci piensa la revolución como una
transformación integral de la vida cotidiana, donde la praxis pedagógica se
cultiva a diario y tiene como principales protagonistas a los sectores
subalternos que libran una “guerra de trincheras” en los diversos ámbitos que
habitan y edifican en común.
En efecto, en sus Cuadernos
de la Cárcel, Antonio Gramsci apela a la metáfora militar de las
“casamatas” (que de acuerdo a la perspectiva bélica son fortificaciones destinadas
a defender tanto la artillería como las tropas propias) para aludir a aquellos
espacios, instituciones y territorios, tanto ajenos como propios, que
constituyen a la sociedad civil, y que pueden definirse como instancias que
“amurallan”, resguardan, o bien pueden desmembrar al núcleo del poder estatal.
Es importante aclarar que, para Gramsci, este tipo de “casamatas” y
“trincheras”, si bien no son neutrales, deben ser concebidas como ámbitos de
disputa y lucha cotidiana, donde cabe librar una batalla también
pedagógico-política, desde la perspectiva emancipatoria de los sectores
subalternos. Nuevamente desde el lenguaje militar, Gramsci denomina a este tipo
de estrategia revolucionaria como un proceso complejo y multifacético de
despliegue de una “guerra de posiciones”.
Por si hiciera falta aclararlo, esta disputa no solo se
produce en el marco de los vínculos clásicos entre maestros y estudiantes, o
entre “docentes y alumnos”, como pretende imponer el Estado capitalista, sino
sobre todo a través de una batalla intelectual y moral, que requiere un
ejercicio permanente de escucha, convite y sistematización, esto es, un sólido
proyecto de alternativa civilizatoria, basado en la producción, socialización e
intercambio creciente, de saberes que portan y resignifican los diferentes
actores sociales que constituyen al campo popular, y que tienen como
perspectiva el ser coagulados en un programa de acción que no antecede a los
sujetos en lucha, sino que surje como consecuencia de su creciente confluencia
y (re)conocimiento mutuo, en tanto son concebidas como partes complementarias
de un bloque social y político antagónico al dominante.
La relevancia de las y los educadores populares como intelectuales orgánicos en la disputa hegemónica
Varias décadas antes de que Paulo Freire impugne la
educación bancaria basada en la mera memorización y transmisión de saberes,
Gramsci realizará una crítica profunda a lo que podríamos llamar una concepción
digestiva del conocimiento. El propio Jean Paul Sartre hablará años más tarde
del intelectual glotón para referirse irónicamente al mismo problema. Pero ya
Gramsci rechaza la idea de un “alumno-recipiente”, que involucra tanto una
relación mecánica y unilateral entre el educador y el educando, como la
conformación de un núcleo de intelectuales que quizás son instruidos, pero no
cultos, debido a que están empachados de conocimiento y de pedantería, pero en
la medida en que se alejan de los padecimientos y problemáticas cotidianas de
los sectores subalternos, no son intelectuales orgánicos. “Hay que
deshabituarse -dirá tempranamente- y dejar de concebir la cultura como saber
enciclopédico, en el que tan sólo se ve al hombre bajo la forma de recipiente
que hay que llenar y atiborrar de datos empíricos, de hechos mortificantes y
sin hilvanar que él tendrá después que encasillar en su cerebro como en las
columnas de un diccionario para luego responder, en cada ocasión, a los
distintos estímulos de mundo externo”. Esta forma de aprendizaje, de acuerdo a
su lectura, “sólo sirve para crear marginados, gente que se cree superior al
resto de la humanidad porque ha amontonado en la memoria una cierta cantidad de
datos y de fechas, que ‘desembucha’ en cada ocasión para construir una barrera
entre ellos y los demás” (Gramsci, 1998).
A contrapelo de esta concepción enciclopedista, dogmática y
monológica, Gramsci propondrá una nueva manera de pensar la praxis educativa,
postulando como sustancial “el trabajo minuto a minuto de discusión y de
investigación de los problemas, en el cual todos participan, todos contribuyen,
en el cual todos son contemporáneamente maestros y alumnos” (Gramsci, 1982). No
obstante esta interpretación original y democrática de la experiencia
pedagógica, que supone concebirnos a todas y todos como filósofos e intelectuales
(debido a que tenemos capacidad para interpretar y otorgar sentido a la
realidad en forma constante, participando en diferentes grados e intensidades
de una concepción general del mundo), en el marco de la sociedad capitalista no
todos y todas podemos ejercer la función de intelectuales, a raíz de la
división del trabajo que el propio sistema nos impone. Para lograrlo, dirá
Gramsci, es preciso articular el sentir popular y el saber riguroso, esto es,
la reflexión crítica con la capacidad organizativa y práctica. Devenir seres
senti-pensantes con vocación transformadora, según la bella expresión del
colombiano Orlando Fals Borda. Así, las y los intelectuales sólo pueden ser
considerados orgánicos, en la medida en que no resulten agentes extraños que
comunican su teoría a las masas desde un afuera frío y remoto, sino en tanto
que emerjan como un grupo dinámico que mantiene un vínculo inmanente y
constante con la cultura y las actividades concretas de los oprimidos,
fundiéndose dialécticamente con ellos en pos de un proyecto contrahegemónico y
anticapitalista que los aglutine.
En el caso específico de los proyectos pedagógico-políticos
impulsados por los movimientos sociales de Argentina, este rol central como
intelectuales orgánicos se encarna en buena medida en el conjunto de educadorxs
populares que dinamizan las propuestas educativas de corte emancipatorio1 .
Así, las y los compañeros que a diario sostienen las clases (bachilleratos y
primarias populares) y los espacios de recreación y fomento del desarrollo
motriz autónomo (jardines comunitarios), y que además dan impulso y continuidad
a los espacios asamblearios y participativos de toma de decisiones colectiva,
también deben ser concebidos como potenciales intelectuales orgánicos que,
además de conocimientos y saberes específicos, aportan su capacidad
organizativa y directiva al proceso de enseñanza-aprendizaje que allí se
despliega, imprimiéndole una intencionalidad claramente política a estos
proyectos. Y tal como afirma Luis Rigal, en esta dinámica socio-educativa “el
educador deber jugar un rol activo y crítico desde la diferencia de saberes, no
desde la jerarquía saber-no saber” (Rigal, 2011).
De ahí que esta apuesta subalterna por generar y consolidar
un núcleo activo de intelectuales orgánicos que dote de mayor organicidad y
coherencia a este tipo de procesos, no puede disociarse de una pregunta central
que se formula Gramsci en los Cuadernos de la cárcel: ¿se quiere que existan
siempre dirigentes y dirigidos? ¿O se quiere ir generando ya desde ahora las
condiciones para superar esa separación, es decir, para plantear una
confluencia en donde se diluya toda escisión entre gobernantes y gobernados? Es
fundamental no omitir este desafío, porque de lo contrario se puede interpretar
a Gramsci como alguien preocupado por construir una casta de intelectuales o
educadores autosuficientes, que “guían” y esclarecen al pueblo-ignorante.
Nada más alejado de la propuesta pedagógico-política
pregonada por Gramsci. Para él, ser un mero especialista “sabelotodo” no
equivale a devenir en un intelectual orgánico. El o la intelectual, además,
debe tener una profunda convicción política, así como una capacidad de
reflexión crítica y una vocación organizativa, pero no en un plano individual
sino propiamente colectivo, inmiscuyéndose en la vida práctica de las y los de
abajo. Y sin perder su intencionalidad catalizadora, estar siempre abierto a
ser educado, es decir, a aprender y nutrirse del sentir y de los saberes
plebeyos, de los núcleos de “buen sentido” que laten en la experiencia actual y
en las tradiciones históricas de quienes integran estos espacios de educación
popular. En última instancia, cabe concebir a los diversos espacios educativos
construidos por los movimientos sociales como verdaderos “intelectuales
colectivos”, que en sus respectivos territorios aportan a la creación de una
nueva cultura y una concepción del mundo alternativa a la hegemónica.
Atendiendo a este centralidad de lo educativo, Gramsci
afirmaba que sólo la burguesía tiene el privilegio de la ignorancia. Los
capitalistas pueden darse el lujo de ser ignorantes porque este orden social
puede sostenerse sobre la base de una minoría de intelectuales, de sabios y de
técnicos y seguir adelante como sistema de explotación y dominio (Gramsci, 2011).
Pero los trabajadores y trabajadoras no pueden darse ese privilegio como clase.
Tienen, por el contrario, el deber de no ser ignorantes, de generar prácticas
de auto-educación que precedan a esa famosa “toma del poder” que es tan cara
para la vieja izquierda. Y a eso contribuyen justamente los diversos proyectos
educativos que ensayan en barrios, villas y empresas recuperadas los
movimientos sociales de base de nuestro país. En efecto, este tipo de
emprendimientos autogestivos pueden ser caracterizados, siguiendo a José Luis
Rebellato, como experiencias de construcción de poder local que ponen en
práctica una pedagogía del poder, en donde el poder “en lugar de reducirse a
una estrategia de manipulación, debe convertirse en un dispositivo de aprendizaje”
(Rebellato, 2009).
Y es que para Gramsci la revolución resulta ser un
prolongado proceso pedagógico-político de auto-emancipación, no un suceso
abrupto e inminente de asalto al cielo estatal. Y como planteamos
anteriormente, lejos de constituir un evento futuro, debe entenderse en los
términos de una transformación integral que comienza hoy y se expresa en todos
los planos de la vida. En este sentido, la práctica pedagógica es central en
tanto dinámica de co-educación fraterna, de constante batalla “intelectual y
moral” como la llamaba él. Por eso para los trabajadores es un deber no ser
ignorantes: porque la civilización socialista, para realizarse plenamente,
requiere una elevación y metamorfosis educativa, una socialización y una
construcción de saberes a nivel colectivo, de manera tal que la clase
trabajadora adquiera creciente autonomía en todas las dimensiones de su vida.
Porque, de lo contrario -dirá Gramsci- esa elite, esa casta de intelectuales,
de pedagogos, de sabios que provisoriamente resultan ser los “portadores” del
conocimiento social, va a decantar inevitablemente en una nueva dictadura
(Gramsci, 2011).
La educación prefigurativa como motor de la praxis política
De ahí que todo este proceso de auto-emancipación precise de
la ruptura total con una concepción de educación que luego Freire va a
denominar bancaria, pero que Gramsci va a teorizar lúcidamente a comienzos de
la década de 1930 en los Cuadernos de la cárcel. Implica, pues, una praxis
pedagógica prefigurativa, que permita ir anticipando ya desde ahora y a nivel
cotidiano, tanto las formas innovadoras de producción conjunto de conocimiento,
como las relaciones de enseñanza-aprendizaje propias de la sociedad futura,
vale decir, las prácticas educativas de “nuevo tipo”, los vínculos que
contemplen creación colectiva y socialización de saberes desde una perspectiva
crítica y problematizadora. Por eso para Gramsci la relación pedagógica
prefigurativa se asienta en una experiencia intersubjetiva que se tiene que
constituir a diario y en el conjunto de la sociedad, co-descubriendo y
co-transformando la realidad, como supo expresar Rebellato. En este sentido,
los proyectos pedagógico-políticos que despliegan en los diferentes territorios
los movimientos sociales argentinos, tienen un propósito similar. En efecto,
tal como expresa la Red de bachilleratos populares comunitarios en un documento
titulado Autonomía y territorio, “el hecho de apostar a este tipo de proyectos
es parte de la construcción de poder popular y de participación real, elementos
que consideramos fundamentales en la prefiguración de la sociedad futura, en el
camino por edificar nuevas relaciones sociales igualitarias, justas,
solidarias, libres, anti-patriarcales y anti-capitalistas” (Red de
bachilleratos populares comunitarios, 2011).
Partimos del supuesto de que en esta vocación gramsciana por
la prefiguración subyace, a su vez, una concepción más amplia, no solamente de
la política y la sociedad existentes, sino también y sobre todo de sus
posibilidades de transformación radical. Es aquí donde opera la proyección del
nuevo orden en el “aquí y ahora”, acelerando el porvenir de manera tal que haga
posible la superación paulatina tanto de la educación autoritaria y monológica
propia del sistema, como, en un plano más general, de las relaciones sociales
capitalistas, sin esperar a “la toma del poder” para dar comienzo a este
proceso. No obstante, sería ingenuo aseverar que en Gramsci (ya sea durante esta
etapa juvenil o en su período carcelario) está presente una concepción
evolutiva o reformista de la construcción del cambio social, o la omisión de
quiebres revolucionarios en el avance hacia una sociedad sin clases. Antes
bien, este proyecto emancipatorio, que es por definición, pedagógico y
político, prevé niveles de correlación de fuerzas que sin duda involucrarán
alternadas dinámicas de confrontación, rupturas, ascensos y retrocesos, así
como disputas no solamente semánticas sino económicas, culturales, sociales, e
incluso político-militares.
Y esto no hay que olvidarlo, porque cuando Gramsci habla del
necesario vínculo entre el saber y el sentir para constituir un sujeto
contra-hegemónico, no está aludiendo centralmente a los intelectuales
académicos. Más aún: ni siquiera tiene como prioridad este tipo de intelectuales.
Antes bien, lo que está planteando sobre todo, es la confluencia entre ciertos
saberes y capacidades de dirección colectiva, de auto-conducción de un proceso
revolucionario, donde en sus propias palabras cada militante “debe tener
cerebro además de garganta y pulmones”, y cuya columna vertebral está
constituida por los grupos subalternos que se asumen de manera creciente como
protagonistas del cambio social integral. Y ese crisol de prácticas
pedagógico-políticas no se puede plantear como algo de antemano, en los
términos de un programa preconcebido por un reducido número de “intelectuales
esclarecidos”, sino que se va edificando y fortaleciendo en el propio andar
colectivo, en función de un análisis detallado de la correlación de fuerzas
existente entre los sectores populares en lucha y el bloque dominante.
En este sentido, no está de más recordar que el poder para
Gramsci no es una cosa que debe “tomarse”, sino un complejo y dinámico campo de
fuerzas simbólico-material, que se tiene que modificar en cada una de las
trincheras, propias y ajenas, que uno habita o bien disputa a diario. Y para
modificar esa correlación de fuerzas tan adversa, es preciso ir constituyendo
un sujeto político, que no necesariamente tiene que expresarse en términos
organizativos en un esquema clásico o partidario, sino que puede asumir
múltiples formatos y encarnaduras. De ahí la pertinencia de abordar las
prácticas educativas de los movimientos sociales argentinos, porque nos
plantean la necesidad de rediscutir la famosa consigna gramsciana de gestar un
“nuevo Príncipe”, aunque sobre la base de los inéditos desafíos formulados por
la realidad nacional y latinoamericana de las últimas décadas, donde no fueron
precisamente los partidos quienes encararon proyectos pedagógico-políticos en
los espacios barriales y productivos más postergados 2 .
Cabe recordar que como metáfora, Antonio Gramsci pensaba en
sus notas carcelarias en la figura de un Príncipe moderno tal cual lo concebía
Maquiavelo en el 1500, pero en el siglo veinte (más precisamente a finales de
la década del veinte) ya no podía ser un individuo quien unificase a todos los
sectores populares de una nación fragmentada, sino que debía ser una
organización colectiva la que diera esta disputa integral. Por lo tanto,
Gramsci amplia también la noción de política y la vincula estrechamente con la
cuestión pedagógica. Las prácticas políticas son por lo tanto profundamente
pedagógicas, porque implican una batalla hegemónica, así como un intercambio, un
mutuo aprendizaje, y una metamorfosis educativo-cultural por parte de los
sectores subalternos, que fortalecen a través de la organización su autonomía.
Y es que como supo expresar Oscar del Barco, para Gramsci la política no
constituye una práctica, sino una intensidad en toda práctica.
Los espacios educativos de los movimientos sociales como ámbitos moleculares de disputa hegemónica
Ahora bien, esta importancia de lo que Gramsci llamaba “gran
política” (la dimensión universal o global que involucra a la sociedad en su
conjunto) no equivalía para él a desmerecer los espacios “moleculares” de
educación y disputa contra-hegemónica. Por ello también resultan un insumo
fundamental sus Cartas de la Cárcel, donde reflexiona y comparte propuestas con
su compañera rusa y su familia sarda, acerca de la crianza y el complejo
aprendizaje no solo de sus hijos en Moscú, sino simultáneamente de sus sobrinos
en Cerdeña. Este tipo de epístolas no deben leerle como algo residual ni
anecdótico, sino que por el contrario constituyen un anticipo de lo que décadas
más tarde Michel Foucault va de denominar la dimensión reticular o
“microfísica” del poder. A tal punto cobra relevancia para Gramsci la praxis
educativa a nivel “molecular”, que podríamos definirla como la contracara
necesaria de la vocación hegemónica desplegada en el plano macro-social, en el
marco de una persistente estrategia de “guerra de posiciones”. En una de las
tantas cartas conmovedoras escrita tras las rejas, Gramsci le confiesa a su
compañera Julia que, en tanto que madre, tiene el poder coercitivo (desde ya no
entendido en el sentido brutal, de violencia externa, sino desde una óptica de
intencionalidad política y directiva, vale decir, como educadora crítica y
potencial intelectual orgánica), para “en determinadas esferas (…) modificar
molecularmente la sociedad y especialmente para preparar a la generación que
nace para la nueva vida (es decir, de cumplir en determinadas esferas la acción
que el Estado realiza de forma concentrada sobre toda el área social) -y el
esfuerzo molecular no puede ser teóricamente distinto del esfuerzo concentrado
y universalizado” (Gramsci, 2003).
En este sentido, cabe además postular que en los ámbitos
prefigurativos donde los propios movimientos sociales ensayan nuevas prácticas
pedagógico-políticas, también se gestan nuevas formas de enunciación de aquello
que “aún está naciendo”. Por ello un segundo elemento a tener en cuenta en este
tipo de instancias “moleculares”, de acuerdo a Gramsci, es la necesidad de
refundar una gramática normativa que pueda simbolizar aquellos vínculos de
nuevo tipo que germinan al calor de la praxis dialógica educativa. Y es que si
de lo que trata es de crear relaciones sociales que confronten con la
concepción bancaria y autoritaria de la educación hegemónica, este proceso de
invención no puede dejar de lado al lenguaje, debido a que resulta imposible
disociarlo de la manera en que vemos al mundo. Desde ya que esta vocación
transformadora no equivale a caer en una apología del sentido común y de la
gramática que tiende a predominar en las clases subalternas, ya que, tal como
advierte José Luis Rebellato, la actitud de “solo escuchar” y de dejar que los
grupos y comunidades “decidan por sí mismos”, desconoce que “la voz de los
sectores populares no es siempre su auténtica voz; que otras voces hablan por
ellos, a través de sus palabras” (Rebellato, 2009).
En efecto, tal como expresa en una de sus notas carcelarias,
en todo lenguaje “está contenida una concepción determinada del mundo”, por lo
que se torna imprescindible realizar un análisis “crítico e historicista del
fenómeno lingüístico”, ya que él “es al mismo tiempo una cosa viviente y un
museo de fósiles de la vida y la civilización” (Gramsci, 2000). Por ello, en
sus textos está presente también una vocación de ruptura con las formas
gramaticales tradicionales heredadas de la modernidad capitalista. Lejos de
percibir a éstas como algo neutro y plausible de ser utilizadas sin más,
Gramsci considera que aquellas forman parte inherente de un pasado en
decadencia -aunque todavía hegemónico- con el que se debe romper marras. La
creación de un nuevo universo simbólico, tiene entonces a la gramática como a
un campo de batalla prioritario.
Consideramos que esta propuesta de una forma innovadora de
enunciar el por-venir, puede ser caracterizada desde lo que Gramsci en sus
Cuadernos de la Cárcel denominó gramática normativa. Con ella hace referencia a
las formas en que las relaciones de dominio co-constituyen a -y se cristalizan
en- nuestro lenguaje cotidiano, moldeando la subjetividad de tal manera que
resulte acorde a las relaciones sociales que solventan el orden social
dominante, así como también los vínculos patriarcales, coloniales y racistas
hegemónicos. No es posible, desde esta perspectiva, desacoplar al lenguaje del
contexto social y político dentro del cual, su gramática, está necesariamente
inmersa. De ahí que, para Gramsci, la introyección, por parte de la mayoría de
la población, de su propia subordinación a estas múltiples relaciones de poder,
está dada también por la predominancia de un conformismo gramatical, que
establece “normas” o juicios de corrección y sanción (una especie de “censura
intersubjetiva”) al momento de simbolizar la realidad que nos circunda,
neutralizando aquellas gramáticas alternativas y alterativas. Y si la ideología
(dominante) se materializa sobre todo en actos, el impugnar este tipo de
prácticas enajenantes al interior del universo cultural plebeyo suponía
inevitablemente para nuestro autor, el edificar de forma simultánea una nueva
gramática, que permitiese prefigurar también en el hoy, esos otros universos de
significación que darían vida a una sociedad plenamente emancipada.
Precisamente atendiendo a esta centralidad de lo gramatical
en la configuración del mundo, se podría afirmar que en esta vocación
rupturista se preanuncia ya una lectura de la gramática como constitutivamente
política; algo que Gramsci desarrollará con mayor profundidad en su último
Cuaderno carcelario escrito en 1935. En él, nuestro autodidacta italiano dirá
por ejemplo que “la gramática normativa escrita es siempre (…) una ‘elección’,
una orientación cultural, o sea es siempre un acto de política
cultural-nacional. Podrá discutirse acerca del modo mejor de presentar la
‘elección’ y la ‘orientación’ para hacerlas aceptar voluntariamente, o sea
podrá discutirse acerca de los medios más oportunos para obtener el fin; no
puede existir duda de que existe un fin que alcanzar que tiene necesidad de
medios idóneos y conformes, o sea que se trata de un acto político” (Gramsci,
2000). Pero algo similar acontece con la gramática no escrita: “Si la gramática
está excluida de la escuela y no es ‘escrita’ -advertirá en otra de sus notas
de encierro-, no por eso puede ser excluida de la ‘vida’ real (…) Se excluye
sólo la intervención organizada [unitariamente] en el aprendizaje de la lengua
y, en realidad, se excluye del aprendizaje de la lengua culta a la masa popular
nacional, porque la capa dirigente más alta, que tradicionalmente habla ‘bien’,
transmite de generación a generación, a través de un lento proceso que comienza
con los primeros balbuceos del niño bajo la guía de los padres, y continúa en
la conversación (con sus ‘se dice así’, ‘debe decirse así’, etcétera) durante
toda la vida: en realidad la gramática se estudia ‘siempre’” (Gramsci, 2000).
Se hace camino al andar: los movimientos sociales, entre la condición subalterna y la búsqueda de la autonomía integral
Además de la propuesta de librar una disputa bifronte que
amalgame lo “molecular” y lo “universal”, y de la necesidad de asumir la
politicidad inherente de la educación y de la gramática, apuntando por tanto a
su inevitable recreación al calor de un proyecto transformador integral, otro
aporte sustancial y complementario de Gramsci para (re)pensar la praxis
educativa y el cambio social es la categoría de subalternidad, desarrollada en
especial durante su período de encierro. Con ella pretendía dar cuenta de, pero
también exceder a, los sectores netamente explotados, planteando que puede
haber una relación de subalternidad (que literalmente remite a quienes se
encuentran “por debajo de” o “sometidos a”), es decir, de dominación u
opresión, más allá no sólo de lo fabril, sino incluso del ámbito laboral en
general, en una infinidad de instituciones, vínculos y espacios sociales que
desbordan a aquel tipo de territorialidades. Y los espacios educativos
tradicionales no están al margen de esta condición subalterna, en la medida en
que tienden a primar en ellos relaciones de poder y lógicas de mera transmisión
de saberes, por lo general centradas en la garantía del orden social dominante,
negando además la posibilidad de que se produzca en estos espacios,
colectivamente, conocimiento crítico y desde una perspectiva emancipatoria. Por
eso también las iniciativas educativas requieren dar una disputa incesante a
través de prácticas antagónicas que permitan salir de nuestra condición
subalterna y conquistar la “autonomía integral”, como la llamaba Gramsci.
Porque una pedagogía prefigurativa (y en un plano más global, una estrategia de
“guerra de posiciones”) debe apostar a la creación, ya desde ahora, de una
nueva institucionalidad potencialmente anticapitalista, e incluso de una
normatividad no estatal.
Durante este sinuoso transito que va desde la condición
subalterna a la autonomía integral, los sectores populares, en conjunción con
la intelectualidad crítica, tienen que ir creando sus propias normas y reglas
de convivencia social, así como sus propias dinámicas de enseñanzaaprendizaje,
de elevación cultural y de co-producción y socialización de saberes, inclusive
más allá y en contra de lo estrictamente estatal, y aún antes de la conquista
plena del poder. En suma: cultivar un “espíritu de escisión”, que tome
creciente distancia no solamente de la lógica mercantil, sino también del
Estado en tanto cristalización simbólico-material de la relación de dominio que
escinde gobernantes de gobernados. En última instancia, de lo que se trata es
de contribuir a que los grupos subalternos dejen de ser tales y comiencen a
ejercer un autogobierno popular de masas, es decir, una dinámica de autogestión
cada vez más generalizada que se fortalezca en el tiempo y se disemine al
conjunto de la sociedad.
De ahí que, siguiendo al marxista neogramsciano Massimo
Modonesi (2009), podamos afirmar que esta construcción contra-hegemónica de
organismos y espacios de poder popular prefigurativo, requiere pensar una
tríada en tensión permanente: subalternidad, antagonismo y autonomía. Ellas no
son escalas “puras” de un camino prefijado hacia la plena emancipación humana,
sino dimensiones agregadas y contradictorias de la lucha colectiva por
constituir nuevas relaciones sociales, teniendo como eje transversal a lo
educativo.
Definiremos, pues, a este proceso de génesis y expansión del
poder popular, en un plano de distinción analítica, y retomando las categorías
de los Cuadernos de la Cárcel, como una paulatina metamorfosis de la
correlación de fuerzas sociales, que va de la “adhesión activa o pasiva a las
formaciones políticas dominantes” por parte de los sectores subalternos, a
aquellas “que afirman la autonomía integral”. No obstante, sería un error
vislumbrar a la autonomía como simple punto de llegada. Al decir de Modonesi,
ella comienza a existir, si bien de manera rudimentaria, en las experiencias
concretas que la prefiguran, siendo una utopía que adquiere materialidad si la
entendemos, con Marx y Engels, como un “movimiento real que anula y supera el
estado de cosas actual”. La resistencia entonces, en tanto borde de salida de
la sumisión, es el basamento, la arcilla sobre la que se van sedimentando los
diversos grados de las relaciones de fuerza. Y el avance o retroceso de estas
últimas puede medirse, en palabras del propio Gramsci, en función del “grado de
homogeneidad, autoconciencia y organización alcanzado por los diversos grupos
sociales”, yendo desde ese nivel primigenio de rebelión “elemental”, inmanente
a toda relación de poder-sobre, que aún no contempla la necesidad de aunar sus
demandas con los de un sector más vasto, y pasando por la asunción de una
solidaridad de intereses entre todos los miembros de un mismo grupo social,
hasta la fase intersubjetiva final (que Gramsci define como el momento
“ético-político”) en que se tiende a superar cualquier resabio de
corporativismo, incorporando como propios los intereses de otros grupos
subordinados, y difundiéndolos como concepción del mundo y programa de acción
por toda el área social, al punto de dar lugar a una “crisis orgánica”.
El marxista boliviano René Zavaleta -profundo conocedor del
pensamiento gramscianosolía decir que las crisis son momentos propicios para
que los sectores subalternos conozcan a la sociedad y, por lo tanto, se
autoconozcan. No caben dudas de que hoy estamos en presencia de una inédita
crisis que no solo tiene sus raíces en la dimensión de lo económico, sino que
involucra a todos los planos de la vida social. De ahí que sea más correcto
caracterizarla como una crisis civilizatoria. Teniendo en cuenta esta delicada
coyuntura, y a modo de cierre, vale la pena rescatar la concepción que de las
crisis tenía Antonio Gramsci. Diferenciando una mera crisis económica o
financiera de una crisis orgánica (o del “Estado en su conjunto”), Gramsci nos
sugiere que, en general, durante estas últimas, las clases dominantes pierden
legitimidad y ya no gozan del consenso popular, desencadenándose un momento
“catártico”, esto es, una situación que abre la posibilidad de un pasaje o
transito hacia algo cualitativamente novedoso, aunque sin ninguna garantía de
triunfo o resolución predefinida. Desde una perspectiva emancipatoria, este
salto implicaría superar una serie de limitaciones (como por ejemplo, el
corporativismo o la lógica “reivindicacionista”) que permitan la culminación de
este multifacético proceso de disputa contrahegemónica, a través de la
conformación de un nuevo bloque histórico.
Esta apuesta política implica asumir subjetivamente el hecho
de dejar de ser “objetos de educación” y comenzar a concebirnos como parte de
una comunidad pedagógico-política amplia y combativa, cuya característica
distintiva es adjudicarse un rol protagónico como co-participe del cambio
social integral, aportando a la emergencia de un poder constituyente y
disruptivo, que confluya con los restantes sectores subalternos en lucha y no
escatime la dimensión propositiva de toda revolución genuina, siendo capaz de
prefigurar en el hoy una alternativa civilizatoria que resulte tan inédita como
viable, al decir de Paulo Freire. En diferentes grados e intensidades, esta propuesta
innovadora la han puesto en práctica los movimientos sociales que han asumido
el desafío de construir sus propios espacios educativos. A pesar del tiempo
transcurrido, las reflexiones gramscianas se nos presentan como imperecederas,
brindando aún hoy numerosos elementos teórico-interpretativos para analizar y
potenciar a este tipo de experiencias de nuevo tipo. Quizás ellas se presenten
como quiméricas para muchos y muchas. Nosotros optamos por cabalgar con la
utopía a cuestas y, junto con Gramsci, continuar exigiendo lo imposible. Porque
al fin y al cabo, como supo expresar un entrañable poeta cubano, de lo posible
ya se sabe demasiado.
Bibliografía
Gramsci, Antonio (1982) “Filantropia,
buona voluntá e organizzazione”, en La
città futura. 1917-1918, Einaudi editore, Torino.
Gramsci, Antonio (1998) “Socialismo
y cultura”, en Escritos Periodísticos
de L’Ordine Nuovo, Editorial Tesis XI, Buenos Aires.
Gramsci, Antonio (1986) Cuadernos
de la Cárcel. Tomo 4, Editorial Era, México.
Gramsci, Antonio (2000) Cuadernos
de la Cárcel. Tomo 6, Editorial Era, México.
Gramsci, Antonio (2003) Cartas
de la Cárcel. 1936-1937, Editorial Era, México.
Gramsci, Antonio (2011) “El
privilegio de la ignorancia”, incluido en Hillert, Flora, Ouviña, Hernán;
Rigal, Luis y Suárez, Daniel: Gramsci y
la educación. Pedagogía de la praxis y políticas culturales en América Latina,
Editorial Novedades Educativas, Buenos Aires.
Modonesi, Massimo (2009) Subalternidad,
antagonismo, autonomía. Marxismo y subjetivación política, Editorial Prometeo,
Buenos Aires.
Ouviña, Hernán (2011) “La
pedagogía prefigurativa en el joven Gramsci. Teoría y práctica de la educación
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Ouviña, Hernán; Rigal, Luis y Suárez, Daniel: Gramsci y la educación. Pedagogía de la
praxis y políticas culturales en América Latina, Editorial Novedades
Educativas, Buenos Aires.
Rebellato, José Luis (2009) “El aporte de la educación popular a los procesos de construcción de
poder local” y “La contradicción en
el trabajo de campo”, en José Luis Rebellato. Intelectual radical,
Editorial Nordan, Uruguay. Red de bachilleratos populares comunitarios (2011) “Autonomía y territorio”, reproducido en
Revista Nuestra Voz 1, Buenos Aires.
Rigal, Luis (2011) “Gramsci,
Freire y la educación popular: a propósito de los nuevos movimientos sociales”,
en Hillert, Flora, Ouviña, Hernán; Rigal, Luis y Suárez, Daniel: Gramsci y la educación. Pedagogía de la
praxis y políticas culturales en América Latina, Editorial Novedades
Educativas, Buenos Aires.
Notas
1 Algo similar podríamos afirmar respecto de las promotoras
y promotores de las Escuelas Autónomas Rebeldes Zapatistas gestadas en los
territorios chiapanecos de México, así como de las y los maestros rurales que
forman parte de las escuelas rurales en los asentamientos del Movimiento Sin
Tierra de Brasil.
2 Si bien no podemos desarrollarla, cabe plantear como
hipótesis tentativa que esta falta de iniciativa, por parte de los partidos
políticos de izquierda, con respecto a la creación y apoyo de experiencias
basadas en la educación popular (tales como los bachilleratos, las primarias
populares y los jardines comunitarios), además de evidenciar una cierta
tendencia a lo que Gramsci denominaba “estadolatría”, puede ser leída como un
síntoma del carácter refractario que, salvo escasas excepciones, este tipo de
organizaciones expresa con relación a la educación popular.
Hernán Ouviña:
Politólogo y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.
Profesor de la Carrera de Ciencia Política y de la Maestría en “Pedagogías
Críticas y Problemáticas Socioeducativas” (UBA). Integrante del equipo de
educadorxs populares del Bachillerato Popular “La Dignidad” de Villa Soldati y
de la Red de Bachilleratos Populares Comunitarios. Investigador del Instituto
de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA) y del Departamento de Educación
del Centro Cultural de la Cooperación.
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