Massimo Modonesi |
En tiempos convulsionados como los que estamos viviendo, es imperativo
detenerse a reflexionar sobre el estado crítico de la izquierda mexicana, como
condición para poder imaginar o vislumbrar rumbos alternativos. Decir que la izquierda mexicana está en crisis se convirtió
en un lugar común que, aunque haya ido apareciendo y reapareciendo a lo largo
de la historia reciente, se instaló en los últimos años como una convicción
generalizada en la opinión de ciudadanos y analistas y en particular, lo que es
más significativo y disruptivo en clave histórica, en una generación entera,
con una creciente animadversión desde la masacre de Iguala y la desaparición
forzosa de los 43 normalistas de Ayoztinapa. Una generación que, desde el
#YoSoy132 y pasando por el movimiento actual, se moviliza y politiza sin rumbos
claros ni cristalizaciones organizacionales durables pero con fuerza,
radicalidad y potencial subversivo que, aún en ausencia de firmes anclajes
clasistas y prístinas referencias ideológicas, parece ser la única esperanza
para la construcción-reconstrucción de una izquierda antagonista y
antisistémica con cierta presencia e influencia en México.
La idea de crisis, con su polisemia, permite enfocar dos
niveles problemáticos y estrechamente articulados de la vida de las izquierdas,
el del desgaste o desaparición de sus formas “efímeras” (partidos,
organizaciones o movimientos), pero también el debilitamiento y al mismo tiempo
la oportunidad de revivificación de la izquierda como movimiento histórico,
como conjunto de distintas y difusas formas de organización, como posturas y
prácticas políticas surgidas de un marco común de ideas y actitudes, en
particular de una cultura de la crítica y una disposición a la lucha. Decía
Gramsci que la crisis era un interregno entre lo viejo que moría y lo nuevo que
nacía, que podría traducirse, en el México de hoy, en la sobreposición de la
crisis de una izquierda subalterna que no termina de morir y la emergencia de
una izquierda antagonista que no acaba de nacer.
En el afán de contribuir a descifrar este entrecruzamiento,
en los párrafos siguientes, antes de referirme a la específica crisis histórica
de la izquierda subalterna, repasaré las que considero raíces y pasajes
históricos de la crisis general de la izquierda en México para posteriormente
concluir con algunas reflexiones sobre las oportunidades que abre la coyuntura
actual en la óptica de la construcción de un polo de izquierda antagonista.
Raíces y pasajes de
la crisis de la izquierda mexicana
Para evitar circunscribir el trillado tema de la
descomposición del perredismo al análisis de las culpas, traiciones o
responsabilidades de los grupos dirigentes1, puede resultar útil alargar la
mirada y revisar brevemente algunos pasajes “críticos”, es decir generadores de
crisis, puntos de inflexión de la configuración-desconfiguración de las
izquierdas mexicanas, evidenciando los procesos de fondo, bajo la hipótesis que
solo revirtiéndolos o subvirtiéndolos desde esta misma profundidad
surgirán/resurgirán izquierdas a la altura de los desafíos que enfrentamos.
La crisis de la izquierda mexicana en su conjunto tiene un
trasfondo histórico y, por ello, una profundidad societal que no se puede
menospreciar bajo riesgo de caer en un voluntarismo superficial. En este nivel,
más alto y más profundo a la vez, aparece la cuestión central -solo
parcialmente condicionada por los aciertos-desaciertos de los grupos
dirigentes: los vaivenes de la lucha de clases en México no soportaron,
sostuvieron o impulsaron uno o varios proyectos de izquierda antisistémica
sólidos, expansivos y duraderos sino más bien cobijaron fenómenos esporádicos e
inorgánicos de movilización.
Se podría fácilmente argumentar que eso ocurrió en México
como en otras partes del mundo, en correspondencia a una época de restauración
neoliberal y, sin embargo, por lo menos en América Latina, a contracorriente de
esta tendencia general, existen experiencias mucho más significativas en cuanto
a sus resultados tantos institucionales como a sus dinámicas y arraigos
sociales y, en México, en 2006 no se estuvo lejos de un escenario
“latinoamericano”, es decir de una crisis política generada por la irrupción de
un movimiento popular, que podía haber dado lugar a un gobierno progresista
encabezado por Andrés Manuel López Obrador.2
Sin la pretensión de sintetizar décadas de historia del
tiempo presente mexicano en unos cuantos párrafos, me parece que es necesario
señalar y posible enlistar algunos pasajes críticos, a los cuales aludía
arriba, para tratar de dar un panorama de época.
Una época que arranca en 1988, un año antes de la fecha que
marca el giro de la historia mundial, demostrando que la caída del muro de
Berlín no fue el acontecimiento decisivo para la izquierda mexicana.
El movimiento democrático de 1988, a pesar de la derrota que
implicó la objetiva consumación del fraude electoral, dejó un saldo político
subjetivo y organizacional importante en tanto reanimó y articuló varios
sectores de izquierda3, al mismo tiempo hay que recordar como éstos no lograron
impulsar un ciclo ascendente de luchas y tuvieron que replegarse inmediatamente
en una línea defensiva frente a la ofensiva del neoliberalismo salinista, cuyo
carácter ilusorio fue desmitificado con eficacia no por la presión de la
izquierda existente en ese momento sino por el levantamiento zapatista de 1994,
seis años después, años de resistencia que costaron muchas derrotas políticas
(e ideológicas ya que fueron los años hegemónicos del neoliberalismo) y muchos
asesinatos de militantes de izquierda.
Desde 1994, el impacto del zapatismo abrió un nuevo ciclo de
luchas y de antagonismo en el cual se forjó una nueva generación de militantes
que se proyectó a nivel internacional en los albores del altermundismo e
inauguró una serie de tendencias novedosas en el terreno de los imaginarios y
los discursos así como en las dinámicas organizacionales. Al mismo tiempo, a
pesar de tan promisorias perspectivas y de una centralidad simbólica y política
entre 1994 y 2001, el zapatismo quedó atrapado en la fallida táctica de
forcejeo-negociación con el Estado y no logró generar una ruptura real en la
política nacional. Mientras el zapatismo alternaba resistencia local en
Chiapas, presión y agitación a nivel nacional, el PRD -después de la decepción
de la elección presidencial de 1994- ganaba espacios en gobiernos estatales con
la esperanza de un lenta acumulación de fuerzas, una larga marcha en las
instituciones que se estrelló en la alternancia gatopardista orquestada por PRI
y PAN.
Apenas un sexenio después del histórico levantamiento de 1994,
en 2000, el sistema político se reconfiguró en un nuevo formato conservador,
pasó del derrumbe del salinismo, de la crisis múltiple y orgánica (económica,
del neoliberalismo hegemónico y del sistema de partido de Estado) a una lograda
reconfiguración conservadora, al eficaz cierre de filas de las derechas
mexicanas. Mientras tanto, es cierto, no dejaban de darse luchas sociales,
obreras, campesinas, indígenas, ordinarios escenarios de conflicto y de
antagonismo difuso, irreductibles en sociedades capitalistas, pero
tendencialmente dispersos, efímeros, sin producir acumulación ni articulación
política y con resultados contradictorios, generalmente no alcanzando sus
demandas. La persistencia de un entramado de organizaciones gremiales
tendencialmente progresistas, clasistas y combativas es condición necesaria
pero no suficiente para que prospere una izquierda antagonista y antisistémica.
En este clima conservador se inserta la retirada del EZLN
después de la Marcha del color de la tierra en 2001, a raíz del incumplimiento
de los Acuerdos de San Andrés, cuando dejó de asumir iniciativas políticas de
alcance nacional y se replegó en la construcción de la autonomía de hecho, para
volver solo 4 años después a lanzar la propuesta de La Otra Campaña. La huelga
de 1999 en la UNAM puede servir de ejemplo de lo contradictorio de las luchas
de esta época. Un movimiento que arrancó con fuerza y legitimidad y
obtuvo resultados objetivos al impedir la introducción de las cuotas,
posteriormente se fragmentó, enroscó y terminó con un lamentable saldo negativo
en términos subjetivos, restando más de lo que había logrado sumar respecto de
la construcción de espacios de organización y capacidades de movilización. El
mal sabor de boca que dejó la huella del 99 no se debió tanto al desenlace
represivo sino a que una victoria concreta, el ejercicio del poder de veto de
frenar la reforma que abría la puerta a la privatización en la UNAM, se
convirtiera en una ocasión perdida para fortalecer a la izquierda adentro y
afuera de la universidad y contribuyera más bien a debilitarla.
Entre 2001 y 2005, entre el repliegue del zapatismo y la
involución institucionalista del PRD, las esporádicas y desarticuladas luchas
sociales quedaron huérfanas de referentes políticos izquierdistas y, en el
mejor de los casos, generaron y sostuvieron valiosas trincheras comunitarias.
La coyuntura de 2006 llegó así, como lo había hecho el zapatismo en 1994, como
un relámpago en un cielo despejado, luminoso pero efímero, espectacular pero
solitario, anunciando una tormenta que no llegó. Por no ser el producto de una
acumulación de fuerzas en el contexto de un sostenido ciclo antagonista de
intensificación de lucha de clases, no logró provocar una ruptura sistémica, ni
siquiera una brecha política a nivel institucional, como ocurrió en varios
países latinoamericanos alrededor de ese año.
En las grietas que se abrieron en el temblor político de
2006 se vivieron experiencias de movilización de gran magnitud e intensidad que
polarizaron la sociedad mexicana y reavivaron el clasismo –aún en una versión
plebeya- como principio político-ideológico en un país en donde el
interclasismo había sido históricamente, desde la revolución de 1910-20, el
dispositivo hegemónico, de la mano de su correlato nacionalista, más recurrente
y eficaz. Por el persistente peso cultural del nacionalismo revolucionario y
por la paralela histórica falta de influencia de masas de las izquierdas
socialistas, el epicentro discursivo del conflicto, aún con sus referencias a
los pobres y la organización-movilización popular, no rebasó el umbral y el
perímetro de la ideología de la revolución mexicana.
Las expresiones más radicalizadas, como la APPO y La Otra
Campaña, si bien representaron cabalmente el clima explosivo y antagonista de
la coyuntura, quedaron inexorablemente en segundo plano, la APPO marginalizada
por su carácter regional y posteriormente desmantelada por la represión, la OC
fundamentalmente por el desatino táctico de haber escogido incursionar en el
debate electoral asumiendo a AMLO como enemigo principal y posteriormente por
haber despreciado el movimiento contra el fraude.
Como en 1988, la lucha contra el fraude de 2006 fue una gran
experiencia de subjetivación política y generó y revitalizó el tejido
organizacional de base, volvió a conectar formas y lugares de la lucha política
y social pero, al mismo tiempo, a nivel objetivo, no dejó de ser una derrota,
con el rebote subjetivo que esto implica. En efecto, el fraude se consumó y,
además, resultó sorprendentemente exitosa la estrategia del gobierno de Felipe
Calderón de desatar la “guerra contra el narco” ya que, a nivel político, le
permitió no sólo atrincherarse y legitimarse detrás de la investidura
presidencial de Jefe de las Fuerzas Armadas sino que, sobre todo, al generar un
clima bélico, reconfiguró totalmente la agenda política, desplazó el clivaje
neoliberalismo-antineoliberalismo que había ocupado un lugar importante en 2006
y logró despolitizar el debate centrándolo en el tema securitario, con toda la
carga reaccionaria que lo caracteriza.
Así se entiende, más allá de los perfiles personales, que un
presidente que, como Salinas, tomó posesión en medio de las protestas, no se
limitó a la ordinaria administración como Vicente Fox sino que, una vez
debilitada la oposición, respondió a sus grandes electores al retomar la agenda
privatizadora neoliberal, atacando frontalmente al Sindicato Mexicano de
Electricistas (SME) para eliminar un obstáculo a una futura privatización, como
puntualmente se verificó con la reforma energética impulsada por el gobierno
posterior.
Las luchas sociales del periodo, más allá de la ordinaria
resistencia, oscilaron entre el heroica pero trágica defensa del SME a la
exitosa oposición a la privatización del petróleo impulsada por el naciente
Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Los ecos de las movilizaciones
del 2006 se dispersaron entre el sonido de las balas y la criminalización de la
protesta que fue el corolario, intencionalmente calculado, de la militarización
del país. Los movimientos pasaron a la defensiva tanto por el cambio del clima
político como para defender a los suyos de las violaciones a los derechos
humanos y la judicialización de la protesta, la legalización de la persecución
política. Solo en este contexto militarizado, resistencial y de debilidad de la
izquierda –con un PRD ya dominado por Nueva Izquierda y la fundación de Morena
en 2010- se puede entender la emergencia y la centralidad que adquirió
temporalmente el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD)
encabezado por el poeta Javier Sicilia.
Bajo este mismo prisma se puede explicar porqué las
elecciones de 2012, a pesar de los agravios acumulados, no fueron igualmente
disputadas que las de 2006. No tanto o no solo por la imposición construida
mediáticamente sino por una correlación de fuerzas que, desde el episodio de
2006, volvió a reconfigurarse a favor de las clases dominantes. Por ello,
mientras la nueva y moderna izquierda perredista estaba absorbida en la
pragmática palaciega y el movimiento obradorista era incapaz de cumplir sus
proclamas, el desafío mayor surgió desde afuera, al margen de los equilibrios
políticos establecidos a lo largo del sexenio, desde el grito de indignación de
la juventud confluida en el movimiento #YoSoy132.
Sin embargo, la espectacular pero efímera trayectoria de
este movimiento respondió a un patrón bastante difuso en nuestros tiempos: en
medio de la resistencia difusa, con izquierdas políticas débiles y/o poco
presentables, surgen esporádicos estallidos de movilización que sacuden a la
sociedad pero no logran generar una ruptura, ni dejar un legado organizacional
durable, sino un bagaje de experiencias significativas que no desaparecen pero
tienden a dispersarse.
La crisis de la
izquierda subalterna
A este patrón parece corresponder también la coyuntura
actual, a menos que no intervengan elementos y factores que catalicen la
indignación y la movilización, que la politicen, clasifiquen (en el sentido de
clase) e izquierdicen.
Que esto ocurra implica una dinámica antagonista que opere a
contrapelo de lo que traté de sintetizar en el breve recuento anterior. La idea
de izquierda refiere de la concreción político-ideológico-organizacional de un
movimiento real y, en este sentido, la disociación entre las luchas y cualquier
forma de concreción izquierdista es el parámetro desde el cual se puede evaluar
tanto el alcance como la reversibilidad de la crisis en curso.
Izquierda-partido e izquierda-movimiento son ámbitos que
históricamente suelen contaminarse mutuamente ya que los partidos surgen y se
desarrollan en el ambiente izquierdista de las luchas sociales, ambiente difuso
que los partidos pretenden estructurar, densificar y politizar y viceversa, las
prácticas difusas se retroalimentan o se proyectan hacia perspectivas,
referencias y modalidades organizacionales que les otorgan fuerza, coherencia y
sentido en relación con la contienda por el poder.
Sin embargo, este vínculo orgánico, que en la práctica nunca
opera perfectamente, en México parece haberse irremediablemente roto por la
separación cuando no contraposición, por una parte, entre los tres polos de la
izquierda partidaria, el PRD en su versión Nueva Izquierda, los defensores del
PRD histórico (las corrientes opuestas a NI y lo que queda del neocardenismo) y
el posperredismo obradorista organizado en Morena y, por la otra, el campo más
difuso y diverso de posturas y militantes en movimientos, organizaciones
sociales, colectivos, otras expresiones que habitan distintas trincheras de la
sociedad civil hasta llegar a expresiones individuales.
Si esta fractura es un abismo, evidente e irreversible, para
el caso del PRD novizquierdista, también es visible en el caso de los
nostálgicos del PRD histórico y cabe preguntarse si Morena tiene recursos
éticos y políticos para mantenerse vinculado y anclado a la izquierda difusa y
para convertirse en un instrumento político que la potencie, y viceversa ser
percibido como tal, y hasta qué punto puede sostenerse y expandirse como
proyecto de organización social y no solo de recambio de cuadros en los
espacios de representación o de gobierno local.
Si el síntoma es la fractura y la distancia entre la
izquierda partidaria, institucionalista y electoralista y la izquierda
socialmente difusa, queda por detectarse la enfermedad. ¿Qué es lo que está en
crisis o la generó? Después de haber señalado el proceso general de la luchas
de clases en el apartado anterior cabe preguntarse si no existe un crisis de
proyecto. ¿Qué proyecto? ¿El proyecto de la Revolución Democrática de 1988 o su
versión más institucionalista que se desarrolló a partir de 1997 o el proyecto
de Nueva Izquierda que se vuelve totalmente dominante después de 2006? ¿Se
trata de tres variantes de una misma línea política fundamentalmente
institucionalista o de una progresiva deriva hacia el institucionalismo
exasperado de Nueva Izquierda?
La descomposición del perredismo -que arranca ya de tan
lejos que puede confundirse con su misma trayectoria histórica- se presenta
fundamentalmente como moral, como una progresiva pérdida de valores a costas de
un correspondiente aumento de corrupción, en los sentidos amplio y restringido
de la palabra. Al mismo tiempo, y sin negar la profundidad de lo anterior, si
de izquierda estamos hablando, es decir de un proyecto de transformación
social, y no solo del clivaje honestidad/corrupción, la crisis del PRD es
política en toda la amplitud de la palabra.
Desde la reforma de 1978 que legalizó a las izquierdas
socialistas abriéndoles la puerta de la participación electoral, pero de forma
acelerada a partir de 1997 cuando empezó a ocupar espacios de gobierno, los
énfasis y los acentos se fueron recorriendo del uso instrumental de la
democracia electoral y representativa para visibilizar y promover la lucha de
clases que sostenían las izquierdas socialistas al uso clientelar de la
organización popular como plataforma para sostener candidaturas y garantizar reservas
de votos. De ser un recurso para sostener el antagonismo, la participación
electoral desató un circulo vicioso de producción y reproducción de la
subalternidad. El institucionalismo, con su corolario de electoralismo, se
convirtió en el rasgo que caracterizó la forma del partido, sus prácticas y
tendencialmente también su discurso, la matriz que le confirió un inequívoco
rasgo subalterno tanto por su subordinación frente a otras fuerzas (políticas y
económicas), como porque impulsa la conservación de las estructuras de
dominación y, por lo tanto, la perpetuación de la condición de subalternidad
que las caracteriza.
La crisis del PRD es, por lo tanto, una crisis del
institucionalismo de izquierda. Una crisis que se manifiesta inclusive en sus
propios parámetros ya que, salvo en el DF, este giro no permitió alcanzar los
resultados electorales ni logró una duradera penetración institucional,
elementos que eran presentados como los objetivos de cara a los cuales se
justificaba el vuelco electoralista y la paulatina y consiguiente
desizquierdización en aras de promover una alianza interclasista.
A pesar de los resultados electorales decepcionantes, la
disputa por la penetración institucional dejó paulatinamente de ser una mera
cuestión táctica, se asentó como fin estratégico y pasó a ser un elemento
constitutivo, la razón de ser de la existencia de una fuerza política
inexorablemente institucionalizada en su concepción de la política y del cambio
social, aunque mantuviera, hasta cierta fecha, alguna base social organizada y
uno que otro lazo con organizaciones y movimientos populares.
A lo largo de su historia el perredismo en su conjunto fue
diluyendo su “diversidad” izquierdista, su contracara movimientista y el
alcance transformador del proyecto de revolución democrática en una progresiva
deriva institucionalista, electoralista, concertacionista, de conciliación con
el gobierno y los dos principales partidos de derecha en México, confundiéndose
siempre más con el PRI al incorporar de forma creciente prácticas, tradiciones
y cuadros priistas. El PRD terminó pactando su ingreso subalterno a un proyecto
partidocrático de dominación política, asumiendo la tarea política de sostener
la sumisión de las clases subalternas, subordinando sus intereses a los de las
clases dominantes. La transición de un sistema de partido de Estado se orientó
paulatinamente al bipartidismo PRI-PAN para culminar en el tripartidismo de
Estado al ingresar el PRD al pacto partidocrático. En esta deriva la noción de
izquierda terminó siendo simplemente geométrica y por ello sistémicamente
aceptable, una distinción formal sin ningún trasfondo real, aséptica,
legitimadora y no amenazante, con el único rasgo distintivo, más allá de la
episódica retorica nacionalista anti-privatizadora, de una mayor atención hacia
la política social, como ocurrió con los gobiernos capitalinos, sin que ello
implicara rebasar el asistencialismo que caracterizaba los políticas públicas
priistas pre-neoliberales.
Es cierto que Morena surgió en contraposición con varios aspectos
de la deriva institucionalista encarnada por Nueva Izquierda y que sostiene
posturas que, en varios puntos substanciales, la distinguen (más progresista,
más nacional-popular, más basista-movimientista, más opositor, más atento a la
cuestión ética, etc.).
Al mismo tiempo, es evidente la oscilación o ambigüedad
según los escenarios y los interlocutores de los discursos y las prácticas de
un movimiento cuya base social es, en varios lados, genuina expresión
organizada de las clases subalternas pero la mayoría de los cuadros y la
dirigencia provienen de grupos y fracciones formadas en el PRD, muchos de ellos
con antecedentes en el PRI.
En 2010, en vísperas del surgimiento de Morena sugerí que
esta nueva organización drenaba el alma política e histórica del PRD4, el
proyecto de revolución democrática, dejándolo como cascarón, como sigla que
podía sobrevivir nominalmente pero que moría substancialmente en tanto se
vaciaba de su sentido político e histórico.
En este sentido, si bien es cierto que Morena está avanzando
un proyecto político sensiblemente distinto al de Nueva Izquierda, al mismo
tiempo, en sus elementos ideológicos fundamentales, en particular el
institucionalismo como marco y horizonte político, no deja de ser el del PRD
histórico y, en este sentido, no rompe con la lógica de una revolución
democrática acotada a los marcos institucionales vigentes, no sale del circulo
de reproducción de la subalternidad.
Morena, aunque muchos, en particular Cuauhtémoc Cárdenas, no
quieren reconocerlo, intenta refundar el PRD o, si se prefiere, actualizar este
proyecto histórico, con la única diferencia de un perfil plebeyo y de base más
marcado, de un discurso más confrontacional y de un menor peso interno de
cuadros y grupos con relativa independencia del liderazgo carismático. Por lo
demás, en lo substancial, no hay mayores diferencias ideológicas ni de
proyecto.
Al margen de sus aspectos coyunturales, la crisis de fondo
que aflora en la coyuntura es una crisis del proyecto histórico en su conjunto
y, por ello, la recuperación de la pureza de los orígenes que evocan tanto
Cárdenas, explícitamente como López Obrador implícitamente5, parece
insuficiente para ofrecer una salida a la altura de las circunstancias, que
implica una refundación de la izquierda como fuerza antagonista y antisistémica
que se nutra fundamentalmente de procesos de politización, organización, movilización
y radicalización.
Considero por lo tanto que, a la luz de un avanzado proceso
degenerativo y del acontecimiento precipitador de la desaparición de los 43, se
cerró definitivamente el ciclo histórico iniciado en 1988, un ciclo
protagonizado por una forma determinada de la izquierda mexicana. Frente al fin
del ciclo, que sin duda como todo proceso histórico puede durar unos años, lo
que se abre es un necesario e inevitable proceso de refundación de la izquierda
que implica, aún en medio de inevitables elementos de continuidad, fuertes
dosis de ruptura y de discontinuidad que, desde mi perspectiva, no pueden ser
procesadas desde los espacios partidarios existentes, sus cuadros, sus
coordenadas ideológicas y sus culturas políticas. Aunque es posible que estos
espacios no desaparezcan e inclusive, en el caso de Morena, crezcan y prosperen
electoral e institucionalmente, el grado de discontinuidad que se requiere para
superar la crisis tendrá que emerger de un factor nuevo, posiblemente
generacional. Dicho de otra manera, una izquierda antagonista y antisistémica
que corresponda a la crisis sistémica, tanto política como socio-económica,
solo puede surgir desde el exterior del perímetro sistémico en el cual se
colocó históricamente el PRD y siguen colocándose sus distintos herederos
novizquierdistas o posperredistas que sean.
El antagonismo como
oportunidad
Aunque no se compartan sus posturas y hasta se les atribuyan
más o menos graves responsabilidades políticas, la crisis histórica de la
izquierda institucionalista y subalterna es objetivamente un dato negativo
porque debilita el campo popular y, como señalé en el primer apartado, es
consecuencia –y no solo causa- de una serie de derrotas acumuladas por el
movimiento popular en su conjunto. No cabe duda de que estaríamos infinitamente
mejor si fuera el institucionalismo de la izquierda subalterna el proyecto
político dominante en el país. Al mismo tiempo, su crisis deja un vacío que
despeja el terreno y abre una ventana de oportunidad.
Como ya señalamos, en medio de la persistente subalternidad,
en México es recurrente la emergencia de expresiones socio-políticas de
antagonismo, de ciclos de movilización y radicalización, como el que
caracteriza las actuales protestas por la desaparición de los 43 normalistas
que –además de su valor humanitario- son un recurso de valor inestimable porque
en el torrente de las luchas se forjan experiencias, fuerzas y posturas de las
cuales se puede nutrir un proyecto de izquierda antagonista y antisistémica,
una izquierda cuya construcción puede y tiene que arrancar de los elementos
fecundos que habitan nuestro presente.
Antagonista en cuanto surge y se retroalimenta de luchas
franca y abiertamente antisistémicas que, en la configuración sistémica
mexicana actual, implica una postura antineoliberal y antipartidocrática –es
decir adversa a lo dos niveles sistémicos, económico y político, del esquema de
la dominación en su formato actual-, no forzosa ni plena o inmediatamente
anticapitalista, aunque el anticapitalismo sea, pueda o deba ser un ingrediente
necesario que opera en el trasfondo de los procesos concretos y sirve de
referente y orienta como horizonte emancipatorio.
Para que el potencial antagonista que se expresa en la
movilización y la lucha social actual en México cristalice en una alternativa
política antisistémica, es necesario, como es obvio, revertir la tendencia a la
dispersión, canalizar la politización generacional en un proyecto que tenga
densidad y durabilidad organizacional, partiendo del núcleo de activismo estudiantil
pero transcendiéndolo, incluyendo sectores de las clases subalternas
organizadas o susceptibles de ser organizadas, en una estructura federativa que
permita procesar las diferencias pero articular en torno a ideas y prácticas
comunes que permitan sumar fuerzas.6
Solo la presencia prolongada de un actor socio-político
plural pero articulado, surgido de este ciclo de movilización pero que se
mantenga en el tiempo, puede evitar que esta coyuntura desemboque en un
escenario conservador o en otro francamente reaccionario o, lo que es más
probable, una combinación de ambos, de reacomodos cupulares y dosificadas pero
contundentes medidas represivas.
Solo la intervención de una voluntad de izquierda puede
aprovechar la coyuntura de inestabilidad del régimen -una crisis de consenso
que no de hegemonía (que nunca tuvo ni se propuso tener al asumir la agenda
neoliberal)- y orientar un improbable pero posible desenlace progresista.
Improbable porque implicaría revertir abruptamente la inercia de los últimos años
y las tendencias y los patrones anteriormente señalados, requeriría una
modificación substancial de la correlación de fuerzas a partir de la irrupción
de un movimiento cuya cualidades son difíciles de darse, en particular en el
actual contexto mexicano, después de tantas derrotas y tantas retiradas hacia
prácticas resistenciales, incluida la debilidad de la izquierda subalterna que
hubiera podido ser un recurso transitorio, para una hipótesis de gobierno de
transición. Improbable pero posible, no por invocaciones utópicas sino porque,
como nos demuestra el movimiento actual, la historia de la lucha de clases y
del antagonismo político no terminó y las posturas antisistémicas se mantienen
vivas bajo las cenizas en tiempos de resistencia para resurgir, como aves
fénix, cuando vuelven a arder las brazas y se enciende, politiza y radicaliza
el conflicto social.
En este sentido, un escenario tendencialmente progresista
podría ser no tanto la improbable caída de este gobierno y su substitución con
otro de signo opuesto, sino el desplazamiento de los equilibrios políticos
generales, el arranque de un proceso de construcción de nuevas formas de
organización sociales y políticas de las izquierdas antagonistas y
antisistémicas que operen como contrapoder7, que hagan contrapeso real y
permanente e inauguren otro periodo, revirtiendo el de las derrotas que
enumeramos en la primera parte de esta reflexión, un periodo de acumulación de
fuerzas.
Esto depende de muchos factores, no todos al alcance de la
voluntad militante de los activistas, que es, no obstante, una condición
necesaria, la variable subjetiva sin la cual no habría ni movilización, ni
crisis de régimen como tampoco crisis de la izquierda subalterna y, por ende,
no valdría la pena de escribir y de leer estas páginas. Pero, a pesar de tantas
derrotas acumuladas, aquí estamos y esto indica que vale la pena pensar en la
crisis y el antagonismo como oportunidad.
Notas
1 De lo cual se deduce que se podría/debería
substituirlo con otros, salvo considerar, como hacen algunos, que “son todos
iguales” con lo que se concluiría “que se vayan todos”, para después
eventualmente constatar que se quedaron los mismos.
2 Esto no implica idealizar a los gobiernos
progresistas latinoamericanos que, en sentido crítico, caracterizo como
revoluciones pasivas para enfatizar la dimensión de la desmovilización y
del control social, ver “Revoluciones pasivas en América Latina. Una aproximación
gramsciana a la caracterización de los gobiernos progresistas de inicio de
siglo” en Massimo Modonesi (coordinador), Horizontes gramscianos. Estudios en
torno al pensamiento de Antonio Gramsci, FCPyS-UNAM, México, 2013.
3 Aún cuando, como lo argumenté en un libro hace más de
10 años (La crisis histórica de la izquierda socialista mexicana, Juan Pablos,
México, 2003), el nacimiento del PRD implicó la muerte de las izquierdas
socialistas mexicanas, el cierre del ciclo histórico de otra “forma” de la
izquierda mexicana.
4 En un artículo escrito en 2010 sostenía lo siguiente:
“El surgimiento de un partido-movimiento que relanza el proyecto
nacional-popular como Morena drena la esencia política y el espíritu histórico
del PRD. La prolongada crisis del PRD desembocó en su muerte clínica como
expresión de un proyecto histórico, aún cuando se prolongue la existencia de un
instituto partidario con el mismo nombre y otras características. En este
sentido, como contraparte, se terminó también la tan problemática y polémica
crisis del PRD porque, con esta mutación genética, se rescinde el vínculo con
el pasado. Que siga existiendo o menos un PRD en México, ya no será el heredero
legítimo del “partido del 6 de julio””, “México: el crepúsculo del PRD” en
Nueva Sociedad, núm. 234, Buenos Aires, junio-agosto de 2011.
5 Aunque AMLO tenga su propio referente del “estado
naciente” de su propio movimiento entre 2005 y 2006.
6 Aparecen, en el movimiento actual, viejas y nuevas
líneas de contraste y debate en torno a la definición del proyecto, de la idea
de Estado y de autonomía, de los tiempos y ritmos de la confrontación y la
transformación social, del papel y el lugar de distintas formas de violencia en
la lucha, de las formas de organización.
7 Para eventualmente convertirse en un polo de poder en
un escenario de poder dual, tal como fue teorizado por Lenin y Trotsky y
posteriormente por René Zavaleta en relación con los procesos latinoamericanos,
en particular Bolivia y Chile.
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