► “La democracia es cancerígena y su cáncer es
la burocracia” | William
Burroughs, El almuerzo desnudo
► Para
ejercer su dominio, la burguesía no necesita siempre de la coerción, de la violencia
legal, del terrorismo de Estado…
J. Regadera |
Quien piensa según el interés de las masas también es un jefe, aunque no
sea consciente de ello. Gramsci defendió la toma del poder por parte del
proletariado para que controlase las riendas de las masas con el objetivo de
levantar su futuro. Se preguntó si era posible vincularse a la gente; si es
posible querer a una colectividad sin haber amado nunca de verdad. Empezó a
criticar a los intelectuales que, cuanto más libres se creen, al servicio de su
hipotético genio, más sirven al poder, asociándose a otros intelectuales por
privilegios económicos, corporativos, de casta. Si las
perspectivas de la revuelta individual, de la insurrección armada, de la guerra
civil contras las clases dirigentes capitalistas, estaban abiertas: cabía la
posibilidad de que la revolución estuviese al caer. Pero la crisis económica
sería catastrófica si la llamada dictadura del proletariado enterrase al
capitalismo…
Dmitri Manuilski, dirigente de la Internacional Comunista,
pronunció que las organizaciones socialistas son verdaderamente lo que llamamos
fascismo; que así empezó Benito Mussolini. Porque los socialistas y los
socialdemócratas, para defender a la burguesía, se han transformado en
social-fascistas, en las putas del fascismo -como escribió el Komintern. De
esta forma, la socialdemocracia representa el ala moderada del fascismo,
entendiendo que el fascismo es la organización de combate de la burguesía, que
se sirve de la ayuda activa de la socialdemocracia y que, por tanto, fascismo y
socialdemocracia no son enemigos sino gemelos.
Gramsci contemplaba una política que sólo tendría sentido
frente a una oleada revolucionaria en movimiento. Sin embargo, lo que querían
sus camaradas era disciplina para con el Partido. Pero la ejecución mecánica de
una orden, la aceptación pasiva de una consigna, no es disciplina sino
constricción, sumisión, claudicación. De hecho, si el poder que ordena la
disciplina es democrático, no un arbitrio, no una imposición, la disciplina es
consenso: un momento de libertad como lo fue con Lenin, que recomendó alejar a
Stalin de la secretaría del Partido por su brutal arrogancia y en su último año
de vida luchó con desesperación contra la burocracia, que tenía en Stalin,
secretario general con un poder inmenso que no sabía usar bien, su mayor
sostén. Pero la mayoría del comité central bolchevique no escuchó las
indicaciones de Lenin: el Partido estaba profundamente dividido; y lo estuvo
más en 1926, cuando la oposición unida en torno a Trotsky denunció peligros y
contradicciones en la política de la mayoría. El campesino rico podía alquilar
legalmente la tierra y millones de obreros agrícolas trabajaban así bajo un
patrón. También en los centros urbanos, los obreros al servicio del capital
privado, eran más de un millón. En las calles y en las tiendas, el comercio
privado especula y engorda el volumen de sus negocios. Pero en la estructura
del Estado, en los comisariados del pueblo, en la dirección de las nuevas
fábricas, y sobre todo en el Partido, prolifera el burócrata. Pretende y
conquista sus primeros privilegios, la autoridad, el bienestar y el prestigio.
Por tanto, contra el campesino rico, contra el burócrata, la oposición llama a
la lucha por el orden obrero, y pide sobre todo que el aparato férreamente
dirigido por Stalin reduzca sus privilegios y que sea reestructurado para no
impedir la vida democrática en el Partido. Pero la minoría antileninista no
respetaba la disciplina y quería romper las relaciones entre obreros y
campesinos, destruyendo su alianza. Stalin dejaba prosperar las empresas
agrícolas de los campesinos ricos porque para él no representaban un peligro, y
pedía fin a la demagogia obrerista. Criticaba que Trotski estaba lanzando la
revolución a la aventura; forzando los ritmos de la industrialización
socialista a expensas de los mujiks;
acusando a decenas de miles de funcionarios que trabajaban para el Partido y el
Estado de convertirse en un peligro para la revolución; y negando que la Unión
Soviética pudiese construir en solitario el socialismo hasta el final, si la
revolución no se extendía a otras partes del mundo. Por el contrario, Stalin
aseguró, teorizó e impuso que sí era posible, y los jefes de la oposición
fueron atacados y considerados no camaradas en desacuerdo sino cómplices de la
ideología burguesa, instrumentos del enemigo de clase. En los periódicos de
todo el mundo se publicaron noticias y comentarios difundiendo que el poder
soviético estaba en crisis y el grupo dirigente de la revolución se rompía. Así
se sentaron las bases de los que serían llamados años de Stalin.
El Partido Comunista de Italia, o lo que sobrevivía de él
desafiando el Terror Negro, observaba los acontecimientos soviéticos con
expectación. En Octubre de 1926, Antonio Gramsci propuso en Roma intervenir al Buró
Político del PCI. Reconoció que los fascistas les estaban atando de manos, pero
que justo por eso lo que pensaban adquiría un significado grave, un peso mayor.
Todavía en aquel momento consideraba fundamentalmente justa la línea política
de Stalin y de su mayoría, y comprendía que el Komintern hubiese aceptado la
petición rusa de no involucrarse en las cuestiones rusas que competía sólo a
ellos. Mas criticaba que todo eso no bastaba, que no bastaba con decir que la
oposición se equivocaba, que había que llamarla al orden. Afirmaba que el
problema era más grave porque en aquel momento aparecía una escisión en el
grupo central leninista que había guiado la revolución: el Partido, la
Internacional -sobre lo que tenían que intervenir antes de que fuese demasiado
tarde. Así, ese mismo mes, en Moscú creyeron que Gramsci no podía haber escrito
algo peor, cuando leyeron: Nosotros creemos nuestro deber reprender a todos los
camaradas del Partido Comunista soviético. Camaradas, hoy estáis destruyendo
vuestra obra. Vosotros degradáis, os arriesgáis a anular la función dirigente
que el partido comunista de la URSS había conquistado por el impulso de Lenin.
Vosotros olvidáis que vuestros deberes como militares rusos pueden y tienen que
ser cumplidos en el cuadro del interés del proletariado internacional. En
efecto, era un documento que se resolvía a favor de Trotsky y de la oposición,
a pesar de contener unas críticas muy precisas a ésta.
Palmiro Togliatti avisó a Antonio de que había un peligro
grave en lo que escribía y que en adelante la unidad de la vieja guardia
leninista ya no existiría, que tenían que acostumbrarse a mantener los nervios
en su sitio, y a mantener también en su sitio los nervios de los camaradas de
la base. Gramsci le respondió que todos sus razonamientos estaban sesgados por
el burocratismo; que la cuestión de la unidad del partido ruso y del núcleo
leninista es de importancia absoluta en el campo internacional; que, desde el
punto de vista de las masas, era la cuestión más importante en ese período
histórico; y que serían unos revolucionarios sin piedad e irresponsables, si
observaran pasivamente los hechos, justificando su necesidad. Pero Palmiro
contestó que, cuando se está de acuerdo con la línea del comité central ruso,
hay que expresar esta adhesión sin ninguna reserva, porque la que había dado al
partido soviético el liderazgo del movimiento revolucionario no era la unidad
de su grupo dirigente sino la conquista del poder y su mantenimiento. Antonio
confirmó lo que había escrito y pidió que sus cartas, aunque fuesen rechazadas,
constaran en las actas, añadiendo que a nueve años de la revolución de Octubre,
lo que iba a revolucionar a las masas en Occidente no era la toma del poder por
parte de los bolcheviques sino el hecho político de que el grupo dirigente
bolchevique estuviese unido y luchase unido -criticando que la observación de
Palmiro era inerte y sin valor.
El 8 de noviembre de 1926, Antonio Gramsci fue arrestado por
la policía fascista y conducido al Tribunal Especial para la Defensa del
Estado. El ministerio público Michelle Isgrò, en conclusión de su requisitoria,
declaró que por veinte años debían impedir a este cerebro funcionar y, de
hecho, Gramsci, el 4 de junio, fue condenado a veinte años, cuatro meses y
cinco días de reclusión; el 19 de julio alcanzó la cárcel de Turi, en la
provincia de Bari. El mismo médico de la cárcel de Turi llegó a decir a Gramsci
que su misión como médico fascista no era mantenerlo con vida.
Hacía cuatro años de la lucha en el Partido ruso para
destruir la oposición (de izquierdas), y ahora Antonio estaba preso para evitar
que obstaculizase e impidiese la aventura del social-fascismo. En la cárcel
comprendió que había que abrir el debate, en todas sus partes, sin importar el
coste: criticar el Komintern, los métodos de Stalin, criticar el Partido
porque, cuando es represivo, funciona burocráticamente, se vuelve rígido, se
transforma en una ciega masa de maniobras que expulsa y entierra como un
formulario en un archivo, sin la ayuda de los camaradas que te ayudan a
sobrevivir. Antonio estaba cansado de que los supuestos comunistas repitiesen
tantas veces como una fórmula mágica la llamada a los obreros a la lucha armada
en las calles para la acción general revolucionaria-proletaria. La revolución
no estaba ni está a la vuelta de la esquina esperándonos. Los reformistas se
olvidaban de que en Europa las condiciones para una revolución ya existían
desde hacía por lo menos cincuenta años. Pero no bastaba la conquista violenta
del poder, la dictadura del proletariado, para ser revolucionario. Había y hay
que empezar desde el principio. Los camaradas luchaban, se jugaban la vida,
pero estaban y estamos cada vez menos dispuestos a tolerar los golpes de la
verdad porque la verdad es revolucionaria, tan revolucionaria que golpea y
marca como un puñetazo en un ojo. La verdad es algunas veces aún más incómoda
que el fascismo y el trullo regalados por el enemigo de clase. Por eso, la
verdad nos obliga a ser responsables. Y puede ser insoportable. Si escarbamos
un poco en la actitud de los camaradas, a menudo desaparece el comunista y
surge el demagogo. Y, si nos damos de cabeza con la realidad que no nos gusta,
no pasa nada, nos ponemos en seguida a predicar la revolución, a vomitar contra
la burguesía, los oportunistas, los cobardes… repitiendo los mismos insultos.
Violentos pero inocuos. El odio de clase es un arma de lucha porque estimula la
crítica, la conciencia. La revolución que soñamos por la noche, la hacen millones
de hombres, clases enteras. Pero, como el Concordato entre el Vaticano y el
fascismo servía de correa al cuello para el campesinado que sólo tenía hambre
de tierra, ¿cómo construir la voluntad colectiva -si Incluso en 1922 el pequeño
burgués creyó que hacía su propia revolución porque Mussolini lo estimulaba y
le clavaba en la cabeza la idea de su superioridad frente al pueblo?
La crisis económica estaba arruinando a las clases medias, a
los artesanos, a los campesinos… Pero esa gente no podía convertirse así, de
golpe. Millones de milagros. Sólo con la vanguardia, sin infantería, dejando
detrás millones de hombres, con el riesgo de perderles, de encontrarles en el
otro bando, era impensable conquistar el poder. El bloque obrero y campesino
había que construirlo con paciencia, día a día. Si no, el Partido seguiría
partiéndose la cabeza. Había quienes afirmaban que la caída del fascismo
tendría lugar en meses. ¡Desde la dictadura de Mussolini un buen salto hacia el
poder proletario! Mas, ¿cómo transformar el malestar de los campesinos, incluso
de los más atrasados de Cerdeña, Basilicata,… en acción revolucionaria? El sur
era un polvorín. ¿Pero cómo hacer para que explotase? Si los campesinos
organizasen una protesta, antes que proponerles repartir la tierra, lo primero
que habría que hacer es ir a buscar a los patronos, quitarles las armas, darlas
a los campesinos y luego repartir las tierras. Si no, los matarían a todos,
como hicieron los fascistas. Y no es nada fácil convencer a los campesinos de
que tomen las armas, ni con el pequeño-burgués porque él no quiere el
socialismo. Pero podría ser convencido para luchar por las libertades concretas
pisoteadas por el fascismo: ocupación, trabajo, pan, una pensión decente. Pues
todos estos aliados había que conquistarlos con paciencia -tarea que podía
parecer minuciosa, poco heroica, aburrida- porque no bastaba con decir que
“somos vuestra guía revolucionaria” para serlo. Debían buscar consignas nuevas…
dejando el miedo de parecer poco revolucionarios. Entonces contra el fascismo
les servía una lucha por la república, por la asamblea constituyente. La
consigna de la unión antifascista ya era burguesa, porque también los otros
partidos antifascistas decían querer la Constituyente, aunque no serían capaces
de luchar por la democracia hasta el final. No obstante, como la Constituyente
no era la solución para todo, no había porqué transformarse en
socialdemócratas. Sin embargo, se trataba de sólo un momento, para hablar a las
masas, también a las más lejanas, y arrebatárselas a los otros partidos,
empujándolas hacia el poder, sometiendo a una crítica despiadada todos los
proyectos de reforma parcial y pacífica de los otros, desenmascarándoles.
Antonio llevaba días hablando sin recordar la línea del
Partido y sus camaradas ya empiezan a pensar que se estaba mezclando con el
laberinto que supone la democracia burguesa. Para él, la república y la
asamblea constituyente no eran la solución al problema de Estado, en una forma
distinta de la democracia obrera. Contrariamente, él tenía muy presente la
crítica marxista del Estado y no dejaría que acabase como un trasto viejo en el
saco de Benedetto Croce que había convertido el Estado parlamentario, el de la
burguesía, en un principio eterno, indestructible. Por eso, si dejaban de predicar
la Constituyente, en lugar de crear una nueva ilusión en las masas, la
destruirían, porque se trataba sólo del principio de una lucha revolucionaria.
Todos los deseos, las rebeliones, la voluntad de millones de individuos que
reformistas y demócratas no podrían haber satisfecho nunca. Ellos les echarían
encima esa Constituyente para luego arrasarla, dejarla atrás, superada. Sólo
así la alternativa revolucionaria ya no sería un fanstasma, o un sueño, sino
que tendría músculos y sangre para luchar, pies para andar, manos para coger
con fuerza el poder. En definitiva, conociendo a los campesinos y a los
pequeño-burgueses arraigados al fascismo, la Constituyente era el paso
intermedio hacia la dictadura del proletariado: dominación de hierro contra la
vieja clase para golpearla a muerte, destruyendo sus centros de poder,
aniquilando su capacidad de resistencia. Pero la clase obrera no podía dominar
sola. Para doblegar su enemigo histórico necesitaba aliados, y con estos la
relación tenía que ser distinta. Eso es la hegemonía: clase y Partido imponen
su fuerza al enemigo, buscando consenso, ayuda y apoyo en otros estratos
sociales, animándoles, protegiendo sus intereses, orientándoles, porque la
clase obrera tiene que preocuparse de ganar duramente, de vencer para siempre,
construyendo su propia Historia, edificando su sociedad.
Los comunistas italianos eran incomparables con los
bolcheviques del 17 porque Rusia era un país atrasado mientras que en Occidente
tenían que enfrentarse al nivel más alto del desarrollo capitalista, es decir,
a unas condiciones más favorables, más maduras. El burgués no había creado sólo
un Estado más represivo, sino una sociedad civil que tenía sus centros del
consenso, sus mecanismos de corrupción, de persuasión; una escuela de clase
refinada con privilegios corporativos, con aristocracias obreras. Así, el
Estado no era otra cosa que una trinchera avanzada. Puede que en Occidente la
burguesía fuese a esconderse detrás de los fascistas en el momento adecuado,
pero ¿quién había parado la revolución? Los fascistas, la guardia real, los
carabineros -con los que también se encontrarían llegado el momento. Pero
antes… ¿Quién los había parado?
En septiembre de 1920, en la ocupación de la fábrica de
Turín, ya sabían que los del sindicato eran unos criminales porque les instaban
a ocupar las fábricas sin preparar dispositivos de defensa, a pesar de que
estaban pagados para representarlos, para defenderlos. Lenin los habría hecho
fusilar por algo así, porque primero hay que crear los medios de defensa, de
resistencia, ya que no estaban simplemente tomando una fábrica, no era la
movida sindical de siempre. El sindicato les dijo que ocuparan todas las
metalúrgias en Italia, las seiscientas fábricas para las que trabajaban un
millón de obreros. Se trataba de violar el sacramento de la propiedad privada,
de crear un auténtico problema de poder. No era una simple concentración
sindical. Pero tampoco podían ilusionarse porque el Partido no se movería. O
avanzaban y tomaban el poder, o los quitarían del medio de la peor manera. A la
burguesía le llegaba la tormeta y, si lo lograba también esta vez, les
regalaría una buena guardia blanca, intentándolo con un golpe de Estado, una
dictadura de hierro.
Querían avanzar, dar el primer paso. Mas, ¿quién daría el
segundo si el Partido no se mueve? Ellos habían tomado la iniciativa y eran el
Partido y el sindicato quienes los habían dejado solos. Molestaban al Partido y
también al sindicato. Eran unos extremistas para quienes los socialistas
comprados por la burguesía pedían una comisión de investigación. Pero no era
tan simple. La hegemonía burguesa funcionó en ese momento, jugó su papel,
circulaba por todos lados, en los sindicatos, en la dirección del Partido, en
el grupo parlamentario. Paralizaba. Convencía. Había sido una captación
indolora y no tanto una traición. Por eso los socialdemócratas reivindicaban el
honor de haber evitado una explosión revolucionaria. Y los socialistas no
sabían por dónde ir. Paralizados hasta la impotencia cultural, política, moral,
delante del laberinto que la burguesía construyó para defenderse. Repetían que
la hora se acercaba y no hacían nada. Sólo lograron aplazar el momento… hasta
la marcha fascista a Roma. ¿Y los grandes periódicos? ¿Il Corriere della Sera?
¡Que defendía los algodoneros y la libertad! ¡Y también La Stampa de Agnelli,
de Giolitti…! ¡Lleno de soluciones razonables, democráticas! Todos estos buenos
burgueses jugaban a la mesa de las reformas. Predicaban de manera conmovedora.
¡Basta de huelgas! ¡Trabajad! ¡Sacrificaos! ¡Salvemos el Estado! Sí. Justo ese
Estado que en el 22 se puso la camisa negra.
No eran comunistas los industriales y los especuladores que
habían expoliado la riqueza nacional, que la habían llevado al extranjero,
mientras el gobierno no había sido nunca capaz de impedir la fuga de capitales.
Esta fue la reacción italiana que cada gobierno pidió, apoyó, más o menos
abiertamente. La delincuencia reaccionaria nunca había sido tenida en cuenta
por los tribunales. No era un delito incendiar un periódico socialista. Los
culpables, conocidos, confesos, ni siquiera fueron encarcelados. Aún más:
organizaron otras acciones. Tampoco era un delito matar a un representante de
la clase obrera. Los asesinos, sus cómplices, los que les mandaron, ni siquiera
fueron molestados. Y, si alguno de ellos terminaba delante de un juez, ya
estaba preparada la alegación de falta de pruebas, o el aplazamiento del
proceso, o el Tribunal Supremo paralizaba la investigación, o lo enviaba a las
sedes de tribunales más mansos. Así el pueblo italiano vivió por años en el
terrorismo. Porque el terrorismo goza de la impunidad que el Estado le regala.
La derecha podía darle las gracias también a aquellos grupos que tenían que
guiar las masas por la vía revolucionaria e hicieron exactamente lo contrario.
Ataron al gigante con hilos muy finos, y los fascistas fueron los últimos en
llegar.
Ahora abramos los ojos: para ejercer su dominio, la
burguesía no necesita siempre de la coerción, de la violencia legal, del
terrorismo de Estado, como en Italia en aquel momento. Para encarcelar a
millones de mentes, usa armas más sutiles. Lleva siglos persuadiéndonos, y nos
persuade día a día, de que sus valores son los valores absolutos. Familia.
Educación. Relaciones laborales. Métodos de participación política. La
ideología burguesa tiene una respuesta para todo. Y es una respuesta capaz de
convencer y de asegurar el consenso espontáneo de aquellos que son explotados,
que son también engañados en sus sentimientos, en sus ideas, hasta el punto de
dar la razón a sus propios enemigos. Respiramos la hegemonía burguesa como el
aire, mecánicamente. Se ha transformado en el “sentido común” de la conciencia
de millones de inviduos. Por eso, antes de conquistar el poder, una clase
revolucionaria tiene que transformarse en clase dirigente. Para ejercer su
hegemonía, para quitar a la clase burguesa, todo un bloque de fuerzas sociales.
¿Cómo? Extirpando a las masas, también a las más atrasadas, viejas ideas,
prejuicios, temores seculares, el respeto y la reverencia ante las clases
dominantes.
El Estado parlamentario por encima de las clases y el
sagrado principio de la propiedad privada, son el cemento usado por el burgués
para captar millones de mentes. Pero este proceso de hegemonía, en la práctica,
¿quién lo hace? Todos los que dirigen las fábricas y la banca y los medios
propagandísticos. Científicos, profesores… que imponen a las masas ideas y
principios que resultan convencionales a las clases dirigentes. O sea, los
intelectuales, esa panda de vendidos. Si Lenin hubiese esperado a los
intelectuales, seguiría esperando con el cigarrillo en la mano. Son todos de la
misma especie que los patrones. Por lo que, sin una nueva clase de
intelectuales, la situación histórica se paraliza y no encuentra un cauce
histórico revolucionario porque el útero corroído de la vieja sociedad aún
resiste. Los intelectuales de la clase obrera son los militantes, la
vanguardia, el Partido como intelectual colectivo. Nosotros somos los nuevos
intelectuales, de un nuevo tipo, lo contrario de los viejos intelectuales. No
podemos tener miedo de ensuciarnos las manos con la vida práctica, con su
lucha. El movimiento necesita militantes de este tipo bien capacitados.
Hasta aquel momento, el poder se conquistaba con las armas
porque no se podía esperar a que los fascistas y los patronos se fuesen por su
propia voluntad. Sin embargo, las armas se encuentran, se construyen, se roban,
se arrebatan al poder y, en definitiva, se pueden conquistar, de alguna manera.
He ahí siempre la vuelta a la hegemonía… ¿Cómo sería posible una insurrección
victoriosa sin la ayuda y el apoyo de la masa de soldados, si es la política de
masas la que decide? Con aventuras y conspiraciones no se conseguiría nunca una
presencia armada, capaz, entrenada, en los nudos de toda la actividad del
Estado. El ejemplo sólo cuenta si lo siguen millones de hombres. Y en caso
contrario sería una aventura con la que no hay que jugar, si no se quiere caer
en las trampas de la provocación. Policía, carabineros, tribunales, no esperan
otra cosa… Una buena conspiración de subversivos que puedan utilizar para
justificar la violencia de Estado. Y si nadie se lo cree se lo montan ellos
mismos.
Hay que empezar desde el principio. Ahora nos toca
reflexionar, ponernos en una encrucijada… pensar, debatir, siempre son
elecciones. Y una elección significa actuar en el movimiento. De esta manera,
Antonio sabía que el Partido había llegado al punto de andar patas arriba, y
había que darle la vuelta, luchando, arriesgando. Muchos estaban de acuerdo con
él, pero todos se negaron a trabajar políticamente sus ideas antes de saber las
decisiones del Centro del Partido y de la Internacional. Aparte, criticando que
sus discursos tenían el riesgo de corromper a los camaradas más jóvenes,
vendrían a decirle que no estaban de acuerdo porque no querían dividir el
Partido. No obstante, él consideraba que la preparación política de muchos de
sus camaradas de presidio era infantil, por lo que decidió interrumpir
cualquier decisión. Lo que ellos llamaban negarse por disciplina para con el
Partido, para Gramsci no era sino charlatanería, y afirmó que, si todo el
Partido tuviese una línea distinta respecto a la suya, fundarían otro
movimiento. Entonces el colectivo sentenció que la petición de Antonio a los
camaradas de difundir sus ideas políticas en el Partido y en las masas
colisionaba con las normas disciplinarias del Partido, y lo llamaron firmemente
al acatamiento de los estatutos. Al mismo tiempo, quienes se abstuvieron en la
votación, intentaron hacer las paces con él, pero lo rechazó tratándolos de
gilipollas, recordándoles que el Partido no es una sociedad de ayuda mutua.
Poco después, sin previo aviso y marginándolo completamente, enviaron una carta
al Partido comunicándole que Gramsci no estaba de acuerdo con la línea.
Entonces, al enterarse, Antonio pidió a sus camaradas que escribieran una nueva
carta que anulase la primera.
Desde la ocupación de la fábrica de Turín en septiembre de
1920, los comités de empresa daban miedo al Partido y también al sindicato. Los
comités que ellos mismos habían querido. Porque con estos comités, con la
participación directa de todos, de los obreros que deciden por sí mismos, y no
sólo de los afiliados al Partido o al sindicato, se despedían de la tutela del
Partido, del sindicato, sobre las masas. Creían que con los comités alcanzarían
el poder de verdad, y que el miedo del patrón era precisamente esto. A lo que
Antonio respondía que les quitaban de las manos la máquina más importante, que
era ellos mismos. Porque hasta entonces, el obrero no era nada dentro de la
fábrica, mas con los comités quería serlo todo. Lo único concreto que les
quedaba por hacer era luchar por sus comités de empresa, pero no era bastante…
Se estaba construyendo la primera célula histórica de un futuro distinto.
“Todas las semillas
han fallado, excepto una que todavía no sé bien qué es, aunque probablemente es
una flor y no una mala hierba” | De la película Los días de la cárcel