► Pero aún más
importante que la influencia de Althusser fue mi lectura en profundidad de la
obra de Gramsci
► Gramsci proveía
un nuevo arsenal de conceptos –guerra de posición, voluntades colectivas,
liderazgo intelectual y moral, Estado integral y, sobre todo, hegemonía
Ernesto Laclau |
A los efectos de entender el contexto inicial de mi intervención
teórica, debemos remontarnos a la compleja historia de la Argentina de los años
sesenta. En 1955, un golpe militar conservador había derrocado al gobierno
popular establecida y perduraría por los siguientes dieciocho años. Digo más o
menos institucionalizada porque períodos de gobierno formalmente liberal
(elecciones, etc.) alternaban con otros de ejercicio militar directo del poder;
pero digo también dictadura porque, a fin de cuentas, aun cuando gobiernos
civiles estaban a cargo del Poder Ejecutivo, ellos habían sido elegidos sobre
la base de la proscripción del peronismo, que era por lejos el partido de masas
mayoritario del país. En los años sesenta, esta dictadura institucionalizada
comenzó a mostrar crecientes fisuras y fracturas y, como resultado, la
resistencia peronista, que al principio había estado confinada a los distritos obreros
de las grandes ciudades comenzó a expandirse hacia sectores más amplios de la
población.
Fue el predominio exclusivo de esta connotación obrera el
que comenzó a desdibujarse en la década de 1960. Por un lado, la crisis del
régimen liberal oligárquico condujo a la marginalización de amplios sectores de
las clases medias, cuya movilización dio al peronismo una nueva dimensión de
masas que excedía de lejos los límites sociales iniciales. El movimiento
estudiantil, por ejemplo, que había sido tradicionalmente antiperonista, pasó a
ser dominado en forma creciente por diferentes corrientes de la Juventud
Peronista. Por otro lado, sectores mayoritarios del movimiento sindical, cada
vez más burocratizados, desarrollaron un corporativismo que condujo a
constantes transacciones y acuerdos parciales con el nuevo régimen militar
establecido en 1966, acuerdos que chocaban con la ola de radicalización social
y política que dominaba al país al fin de los años sesenta y comienzos de los
setenta. Esto abrió el camino al llamado setentismo (el espíritu de los años
setenta) y a la emergencia de una nueva izquierda, nacional y popular,
enteramente diferente de la izquierda liberal tradicional. Resultaba sumamente
obvio a la mayor parte de los militantes que estábamos participando de un nuevo
proceso de masas que excedía por lejos los límites de cualquier “clasismo”
estrecho.
Entender los problemas planteados por esos límites no era,
sin embargo, una tarea sencilla. Aunque militábamos en varios movimientos en el
interior o en la periferia del nuevo peronismo radicalizado, desde el punto de
vista teórico la mayor parte de nosotros nos considerábamos marxistas, y los
textos marxistas advocaban exactamente la estricta orientación “clasista” de la
que estábamos tratando de liberarnos. Ya el Manifiesto comunista nos daba una
imagen de la lucha de clases bajo el capitalismo como dominada por la creciente
centralidad del antagonismo entre trabajo asalariado y capital. Se pensaba que
el proceso de proletarización estaba conduciendo a la extinción de las clases
medias y del campesinado, de modo tal que el último antagonismo de la historia
había de ser una confrontación directa entre la burguesía capitalista y una
vasta masa proletaria. La tesis de una progresiva simplificación de la
estructura social bajo el capitalismo era el principio estructurante del
marxismo clásico (...)
Los años sesenta y setenta fueron dos décadas profundamente
creativas para el pensamiento de izquierda. Estos son los años de la Revolución
Cubana –que por ningún esfuerzo de la imaginación puede ser pensada en términos
de centralidad de la clase obrera–; de la publicación de los grandes libros de
Frantz Fanon sobre la constitución de las subjetividades anticoloniales;
incluso de las tesis de Mao acerca de las “contradicciones en el seno del
pueblo”, de modo tal que la noción de “pueblo”, que hubiera sido anatema para
el marxismo clásico, era investida de legitimidad revolucionaria. Estos son
también los años de las movilizaciones masivas de estudiantes, de grupos
marginales y de múltiples minorías, tanto en Estados Unidos como en Europa.
Estábamos enfrentados por una explosión de nuevas identidades y por las
complejas lógicas de su articulación, que requerían claramente un cambio de
terreno ontológico.
¿Cómo encarar, por lo tanto, esta situación? Había, a
primera vista, dos caminos que yo me negué, de plano, a seguir. El primero era
continuar, sin más, adhiriendo a las categorías marxistas, transformándolas en
un dogma hipostasiado mientras que, al mismo tiempo, se desarrollaba en el
terreno empírico una acción política que mantenía tan solo una conexión laxa
con dichas categorías. Este es el camino que muchos, tanto en los movimientos
comunistas como en los trotskistas, escogieron en esa época, pero yo jamás tuve
la tentación de seguirlo. El segundo era el opuestamente simétrico: reducir el
marxismo a un dogma esclerosado, sin conexión con los problemas del presente, y
recomenzar con un nuevo tipo de discurso, ignorando enteramente el campo de la
discursividad marxista. Yo me negué también a seguir esta ruta. Estaba
convencido de que una gran tradición intelectual nunca muere de este modo, a
través de algo así como un colapso súbito.
Lo que hice fue intentar un tipo de operación diferente.
Encontré en aquel momento sumamente esclarecedora la distinción, establecida
por Husserl, entre “sedimentación” y “reactivación”. Ideas sedimentadas son
aquellas formas cristalizadas que han roto su vínculo con la intuición original
de la que ellas proceden, en tanto que la reactivación consiste en hacer
visible ese vínculo olvidado, de modo tal que esas formas puedan ser vistas in
status nascens (...) Yo no podía, desde luego, adoptar sin más la distinción
husserliana sin introducir en ella una modificación esencial. Para Husserl, el
proceso de reactivación conduce a un sujeto trascendental que es fuente
absoluta del sentido; para mí, conduce a una instancia de radical contingencia
en la que muchas otras decisiones podrían haber sido adoptadas. Si esto es así,
reconstruir el momento contingente de la decisión pasa a ser primordial, y esto
solo puede hacerse mostrando el campo de pensamientos incoados, es decir, de
decisiones alternativas que podrían haber sido adoptadas y que el camino
contingente escogido habría obliterado. Este es el método analítico que he
seguido sistemáticamente desde aquellos tempranos días: siempre que he
encontrado en los textos marxistas (y, más en general, socialistas) tesis que
entraban en colisión con mi experiencia o intuición, intenté reconstruir los
contextos históricos y las operaciones intelectuales a través de las cuales
esas tesis fueron formuladas. En todos los casos encontré que esas tesis eran
el resultado de una elección, y que las alternativas descartadas continuaban
operando en el trasfondo y reemergían con la inevitabilidad de un retorno de lo
reprimido. De tal modo, conseguimos establecer un área de interdiscursividad en
el interior de los textos marxistas y socialistas que hizo posible una mejor
apreciación de su pluralidad interna. Una primera formulación de nuestras
conclusiones puede encontrarse en Hegemonía y estrategia socialista, que
escribí con Chantal Mouffe hace casi treinta años.
En esta interrogación de la tradición marxista y socialista
al fin de los años sesenta y comienzos de los setenta, dos autores tuvieron una
influencia importante en ayudarme a configurar mi perspectiva: Althusser y
Gramsci. De Althusser, lo que constituyó para mí una noción altamente
esclarecedora fue su tesis de que las contradicciones de clase son siempre
sobredeterminadas. Esto significa que no hay simplemente contradicciones de
clase, constituidas al nivel de las relaciones de producción y representadas
más tarde a otros niveles, sino, por el contrario, una pluralidad de
antagonismos que establecen entre sí relaciones de interdeterminación. Este era
un claro avance en la dirección que estábamos buscando: por un lado, diferentes
antagonismos constituían subjetividades políticas que escapaban a la
determinación directa de clase; por el otro, si la relación entre estos
diferentes agentes era una relación de sobredeterminación, lo que era necesario
era establecer el sentido exacto de este “sobre”.
La noción de “sobredeterminación” en Althusser procede
claramente del psicoanálisis, pero él avanzó muy poco en el intento de
transferir todas las complejidades y los matices de las lógicas freudianas al
campo político. Y, sin embargo, cuanto más su reflexión avanzaba, más difícil
era seguir adelante sin definir con precisión la especificidad del “sobre”,
porque resultaba crecientemente más claro que una determinación simple –como en
la clásica dualidad infraestructura/superestructura– era incapaz de proveer
soluciones a los nuevos problemas planteados. En un primer momento, se dio el
intento de introducir las instancias política e ideológica en la noción misma
de “modo de producción”, pero esto condujo a todo tipo de impasses teóricos.
Por lo tanto, en un segundo momento hubo el intento de referir las unidades de
análisis social concreto a la categoría más amplia de “formación social” (...)
Pero aún más importante, en ese momento, que la influencia
de Althusser fue mi lectura en profundidad de la obra de Gramsci. Gramsci
proveía un nuevo arsenal de conceptos –guerra de posición, voluntades
colectivas, liderazgo intelectual y moral, Estado integral y, sobre todo,
hegemonía– que hacía posible avanzar en la comprensión de las identidades
colectivas hasta un punto que ningún otro marxista de su tiempo y, en verdad,
también del nuestro, alcanzaría. Tomemos un problema como ejemplo: las
interrelaciones entre lo social y lo político en conexión con la cuestión de la
universalidad. Para Hegel, la burocracia –entendida como el conjunto de los
aparatos del Estado– era el lugar de la universalidad; la burocracia era la
“clase universal”. La sociedad civil era, por el contrario, el reino del
particularismo, designado como “sistema de las necesidades”. Marx, como es bien
sabido, afirmó, contra Hegel, que no hay nada universal en el Estado, puesto
que es tan sólo un instrumento de la clase dominante. El momento de
universalidad tenía que ser transferido a la propia sociedad civil: la clase
universal era el proletariado. Pero, con férrea lógica, esto conducía a la idea
de que una sociedad reconciliada requería la extinción del Estado. Como he
intentado mostrarlo en otros trabajos, la intervención gramsciana toma sus
distancias tanto respecto de Hegel como respecto de Marx. Gramsci concuerda con
Marx contra Hegel en que el lugar de emergencia de lo universal no implica una
esfera separada, sino que establece una línea de pasaje tanto al interior de lo
social como de lo político; en lo que concierne a lo universal, no hay por lo
tanto una barrera que separe al Estado de la sociedad civil. Pero él concuerda
con Hegel frente a Marx en que la construcción de una clase universal (que,
estrictamente hablando, ya no es una clase sino una voluntad colectiva) es una
construcción política a partir de elementos heterogéneos. Donde Marx hablaba de
“extinción del Estado”, Gramsci hablará de construcción de un “Estado
integral”. Fue a esta construcción que él denominó “hegemonía”. A partir de
allí me fue resultando crecientemente claro que la construcción de un vínculo
hegemónico planteaba una serie de problemas teórico-políticos que apuntaban, al
mismo tiempo, a una nueva agenda de reflexión.
Esta agenda giraba en torno de las siguientes cuestiones
centrales:
1) Si la articulación entre lo social (entendido en un
sentido amplio, que incluye la economía) y lo político iba a ser ella misma
política, la clásica tríada de niveles –lo económico, lo político, lo
ideológico– tenía que ser drásticamente repensada. Althusser mismo intentaba en
alguna medida avanzar en esta dirección, con su tentativa de incluir las
dimensiones política e ideológica en la noción de “modo de producción”. Y
Balibar, con su intento de trasladar el centro del análisis concreto del modo
de producción a la formación social, dio un nuevo y valeroso paso en esa misma
ruta. Este sano giro dejaba, sin embargo, un problema sin solución: ¿cómo se
estructura una formación social? Si va a ser una totalidad dotada de sentido y
no una heteróclita adición de elementos, alguna reconceptualización de los
vínculos internos entre estos últimos tiene que ser provista, puesto que los
vínculos tienen prioridad ontológica sobre los elementos vinculados. Fue en
este punto del argumento que me resultó progresivamente claro que la noción
gramsciana de hegemonía tenía todo el potencial para encarar las cuestiones
relativas a la naturaleza de este rol articulador. La centralidad del modo de
producción en el análisis social tenía que ser remplazada por aquella de la
“formación hegemónica”.
2) De tal modo, este giro implicaba acordar a lo político un
lugar ontológico privilegiado en la articulación del todo social. Pero era
evidente que esto resultaba imposible sin deconstruir la categoría de “lo
político”. Lo político había sido considerado, en el tipo de teorización de la
cual yo procedía, como un nivel de la formación social, y resultaba obvio,
desde un punto de vista teórico, que no habríamos avanzado un solo paso si
dejáramos a la identidad de lo político como nivel, sin cambios, y simplemente
le atribuyéramos el rol de determinación en la última instancia. Era esta
última noción la que yo ponía en cuestión, antes de que su rol fuera atribuido
a una o a otra instancia. De modo que las cuestiones referentes a lo político
se configuraban en mi mente en los siguientes términos: ¿cómo lo político tiene
que ser concebido para que algo tal como una operación hegemónica resulte
pensable?
3) Esto también implicaba otras dos cuestiones interrelacionadas.
Primera: si el vínculo hegemónico tiene un papel fundante en el seno de lo
social, y si es, en tanto vínculo, más primario que los niveles que de él
resultan y que los agentes que él constituye, ¿cómo determinar su status
ontológico? Segunda: en su dimensión hegemónica (y pienso que podemos,
legítimamente, identificar la hegemonía con lo político) la política debe ser
concebida como el proceso de institución de lo social. En tal caso, ¿cuáles son
las experiencias en las que este momento instituyente se muestra, en que lo
político pasa a ser visible, por así decirlo, in status nascens?
Los ensayos que componen este volumen son intentos de
estudiar, de distintas formas, aspectos vinculados a estas tres áreas
principales. No intentaré resumir sus conclusiones, pienso que ellos son lo
suficientemente explícitos. Solo quiero mencionar, en este punto, a algunos de
los autores cuyas obras he encontrado particularmente útiles en la conformación
de mi perspectiva teórica. De Barthes he aprendido que las categorías
lingüísticas no tienen una validez meramente regional, sino que, si se las
redefine de un modo adecuado, su validez puede ser extendida al conjunto de la
vida social. La deconstrucción derridiana me mostró de qué modo romper las
formas sedimentadas de la aparente necesidad y descubrir el meollo de
contingencia que las habita. De los “juegos de lenguaje” de Wittgenstein
extraje la noción de que el vínculo entre palabras y acciones es más primario
que la separación entre ambas (que es una operación puramente artificial y
analítica). Esto resultó muy esclarecedor para la comprensión de la
estructuración interna de las formaciones hegemónicas. Por último, numerosos
aspectos de la obra de Lacan fueron para mí de capital importancia, en especial
la lógica del objeto a, en la que inmediatamente percibí su homología profunda
con la hegemonía gramsciana.
Finalmente, unas palabras acerca del estatus de estos
ensayos. Si bien tienen distintos orígenes ocasionales, he intentado, en cada
uno de ellos, volver a mi tesis central, relativa al carácter hegemónico del
vínculo social y a la centralidad ontológica de lo político. Esto condujo a
inevitables reiteraciones de mi argumento principal. Pero he preferido
mantenerlos tal como fueron originalmente publicados, a los efectos de mostrar
algo acerca de los varios contextos en los que nuestro approach teórico
hegemónico se configuró. La única alternativa hubiera sido unificar todos ellos
en un solo texto, pero eso hubiera constituido un proyecto diferente del que
tenía en mente cuando planeé el volumen.
Unas pocas palabras antes de cerrar esta introducción.
Durante los últimos quince años hemos asistido a la emergencia de una serie de
fenómenos nuevos en los planos político y social que corroboran las dos tesis
principales en torno de las cuales mi reflexión política se ha estructurado. La
primera se refiere a la dispersión y proliferación de los agentes sociales. Ya
no vivimos en los días en que las subjetividades políticas emancipatorias
aparecían confinadas a las identidades de clase. Por el contrario, el presente
escenario político mundial, en especial desde el comienzo de la crisis
económica en 2008, nos muestra el avance de formas de protesta social que
escapan a toda obvia domesticación institucional (movimientos como el de los
Indignados en España y otras movilizaciones similares en Europa; el movimiento
Occupy Wall Street en Estados Unidos; los piqueteros en Argentina; las
diferentes formas de nueva protesta social en Medio Oriente y en Africa del
Norte, etc.). Estas movilizaciones tienden a operar de un modo que rebase las
capacidades de canalización de los marcos institucionales existentes. Esta es
la dimensión horizontal de “autonomía”, y ella corresponde exactamente a lo que
en nuestros trabajos hemos denominado “lógicas de equivalencia”. Pero nuestra
segunda tesis es que la dimensión horizontal de la autonomía sería incapaz, si
es librada a sí misma, de lograr un cambio histórico de largo plazo, a menos
que sea complementada por la dimensión vertical de la “hegemonía”, es decir,
por una radical transformación del Estado. La autonomía, librada a sí misma,
conduce, más tarde o más temprano, al agotamiento y la dispersión de los
movimientos de protesta. Pero la hegemonía, si no es acompañada de una acción
de masas al nivel de la sociedad civil, conduce a una burocratización y a una
fácil colonización por parte del poder corporativo de las fuerzas del statu
quo. Avanzar paralelamente en las direcciones de la autonomía y de la hegemonía
es el verdadero desafío para aquellos que luchan por un futuro democrático que
dé un real significado al –con frecuencia advocado “socialismo del siglo XXI”.
► Antes de fallecer, en abril pasado, Laclau había terminado de preparar los materiales para un nuevo libro, una compilación de ensayos escritos durante los últimos quince años que ahora publica el Fondo de Cultura Económica. En estas páginas se reproduce el prefacio escrito por el filósofo, donde esboza el contexto histórico en que desarrolló su pensamiento y los principales momentos teóricos que le dieron forma.
► Antes de fallecer, en abril pasado, Laclau había terminado de preparar los materiales para un nuevo libro, una compilación de ensayos escritos durante los últimos quince años que ahora publica el Fondo de Cultura Económica. En estas páginas se reproduce el prefacio escrito por el filósofo, donde esboza el contexto histórico en que desarrolló su pensamiento y los principales momentos teóricos que le dieron forma.
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