► Para
Gramsci, la hegemonía es una relación nacional entre las
clases dominadas y las dominantes en una sociedad determinada
► Gramsci se
concentraba en el fenómeno de la hegemonía dentro de los Estados, Giovanni
Arrighi se enfoca en la relación entre los Estados
► Perry Anderson analiza el concepto de hegemonía según el aporte de Arrighi, a la luz de la última crisis económica
mundial que estalló en septiembre de 2008. En los trabajos de Robert Brenner
advierte el pronóstico acertado sobre la evolución del capitalismo y su crisis
actual, al tiempo que se detiene en compararlos distintos períodos históricos
de la hegemonía británica durante el siglo XIX, la norteamericana en el siglo
XX y en los tiempos posteriores al final de la Guerra Fría. El neoliberalismo
se ha debilitado como consecuencia de la última crisis, pero no ha
desaparecido.
► Es en
América Latina “la única parte del mundo donde el capitalismo continúa siendo
impugnado”
Perry Anderson |
A diferencia de la gran depresión de entreguerras, provocada por el
colapso de Wall Street en octubre de 1929, la actual crisis económica mundial,
provocada por el colapso de Wall Street en septiembre de 2008, no llegó de la
nada después de un agitado aunque breve período de crecimiento, sino como un
violento paroxismo dentro de una larga fase descendente en las economías del
capitalismo avanzado, con una duración de unos 35 años, desde principios de los
años setenta. En parte por esa razón, a diferencia de la Gran Depresión, la
crisis actual fue largamente prevista. No por la ortodoxia económica, por
supuesto, que fue tomada completamente por sorpresa, sino por los mejores
especialistas marxistas de la época. Le debemos la más autorizada –teóricamente
desarrollada y empíricamente detallada– explicación de la crisis al historiador
norteamericano Robert Brenner, quien una década antes de que esta explotara
estableció los mecanismos que estaban conduciéndonos hacia ella.
Identificó las
razones de la larga fase descendente que registró la caída de las tasas de
crecimiento en los centros del capitalismo mundial década a dé-cada, con un
aumento implacable de la sobrecapacidad en sus industrias manufactureras. Esta
sobrecapacidad estaba determinada por la rigidez del capital fijo, alguna vez
asentado en plantas y equipos, conduciendo a las empresas de una rama de la
producción tras otra a aceptar menores tasas de retorno de sus inversiones, a
medida que nuevos y más eficientes competidores –generalmente en economías
nacionales rivales– entraban en sus mercados, en lugar de una aún más peligrosa
y costosa salida de las líneas en las que estaban tradicionalmente
atrincherados.
El resultado, sostuvo Brenner, fue bajar de manera constante
las tasas de ganancia total, reduciendo así las tasas de inversión y a
continuación el empleo y así la demanda final. La solución natural para
el subsiguiente sobrerendimiento persistente, permanentemente agravado por la
sobrecompetencia, fue una purga catártica del sistema, eliminando los
capitales menos competitivos en un amplio proceso de desvalorización, capaz de
permitir que la acumulación comenzara nuevamente sobre una base más dinámica:
en resumen, una depresión aguda, con sus consecuentes bancarrotas y
desempleo masivos.
A fines del siglo XX, sin embargo, los gobiernos –recordando
las radicalizaciones de los años treinta y temerosos de las con-secuencias
socio-políticas de tan drásticas sacudidas– hicieron todo lo posible para
evitar cualquier resolución de la recesión de naturaleza clásica. En vez de
dejar que el capital se hundiera sin rumbo por sus propios medios en un combate
implacable de destrucción creativa, urdieron una gigantesca expansión
artificial del crédito, para evitarlo en los Estados Unidos por lo menos,
en primer lugar con gasto deficitario por parte del Estado, luego alimentando
una frenética especulación financiera e inmobiliaria con bajas tasas de intereses,
y finalmente inundando a los hogares con servicios de tarjetas de crédito
respaldadas por hipotecas secundarias. El resultado fue una enorme burbuja
de activos, flotando libremente sobre una gran montaña de deuda por debajo de aquella.
Fue el estallido inevitable de esta burbuja el que ha provocado la crisis que
estamos viviendo. Confrontados al desastre en una escala desconocida durante
tres cuartos de siglo, los gobiernos reunidos del Norte no han tenido más
remedio que duplicar sus apuestas, desatan-do una nueva ola de deuda
con un rescate financiero colosal de los bancos, tasas de interés
próximas a cero y dádivas para los consumidores. Para Brenner, esto
es meramente la administración de más pociones de veneno a un paciente enfermo
terminal. En la lógica capitalista, la única manera realista de
salir de la crisis es una verdadera recesión, la destrucción de todos los capitales
no competitivos, dejando prosperar sólo a los que se ajusten.
Este análisis fue estupendamente criticado por Giovanni Arrighi. Él
estuvo de acuerdo en que las causas subyacentes de la larga fase descendente se
encontraban precisamente en los mecanismos de sobrecompetencia que había
identificado Brenner, pero sostenía que el capitalismo había salido
históricamente de crisis comparables pero deformas diversas a una
desvalorización catastrófica. La larga depresión de finales del siglo XIX, por
ejemplo, había sido superada finalmente sin una caída de las proporciones de las
de la década del treinta. La razón por la cual esas resoluciones de la
crisis diferían, según él, estaba en la economía política de la turbulencia
global de más largo alcance, que Brenner redujo por error a mecanismos
puramente económicos, descuidando el panorama más amplio de luchas
políticas entre clases y Estados, donde se encontraban sus
determinantes primordiales.
El concepto fundamental de hegemonía, en torno al cual Arrighi
construyó toda su obra posterior, estaba ausente de la explicación de Brenner.
Arrighi lo tomó, por supuesto, de Antonio Gramsci. Pero mientras Gramsci se
concentraba mayoritariamente en el fenómeno de la hegemonía dentro de
los Estados, Arrighi se enfocó ante todo en el fenómeno de la hegemonía entre
los Estados. La diferencia no es absoluta, ya que Gramsci se refirió a la
última, y Arrighi se había ocupado sin duda también de la primera. Pero el
contraste de énfasis es inequívoco. Para Gramsci, la hegemonía era primordialmente
una relación nacional entre las clases dominadas y las dominantes en una sociedad
determinada. Para Arrighi, en cambio, era primordialmente una relación
internacional entre las clases dominantes de las diferentes sociedades,
aunque su alcance iba necesariamente desde el plano horizontal de
las relaciones entre los gobernantes hasta el plano vertical de sus
relaciones con los sujetos por debajo de ellos.
El punto de partida teórico que compartían era, por
supuesto, que la hegemonía es una forma de poder que combina la fuerza y
el consenso, pero bajo la primacía del consenso. La tesis de
Arrighi eraesta. A nivel internacional, tal consenso –la hegemonía de un
Estado sobre todos los demás– es ganado por un modelo superior de produc-ción y
consumo, que induce no sólo el cumplimiento de los ideales y valores de la
potencia hegemónica, sino la imitación generalizada de este como modelo
entre otros Estados. A su vez, esta hegemonía produce beneficios para los grupos
dominantes de todos los Estados, mediante el establecimiento de reglas
previsibles para el sistema internacional y administrando las amenazas comunes al mismo. La hegemonía, en
este sentido, debe contrastarse con la mera “dominación explotadora”, en la que
un Estado poderoso obtiene, mediante extorsión, obediencia o tributos de otros
a través del ejercicio de la violencia, sin otorgarles beneficios
compensatorios. Al mismo tiempo, como la forma más avanzada de la organización
de una economía y una sociedad de la época, esa hegemonía conlleva una
expansión a nivel mundial de las fuerzas de producción que también beneficia a
las clases sometidas, asegurando su consentimiento hacia el orden hegemónico en
general. “Mientras que la dominación”, escribe Arrighi, será entendida como descansando
fundamentalmente sobre la coerción, la hegemonía es “el poder adicional que
acumula un grupo dominante en razón de su capacidad para colocar en un plano
‘universal’ todas las cuestiones entorno a las cuales crece el conflicto”
(Arrighi, 1999).
¿Qué significa esto en las relaciones interestatales? La hegemonía
es definida allí como el liderazgo mundial que acumula cualquier Estado que
puede “alegar creíblemente ser la fuerza motriz de una expansión general de los
poderes colectivos gobernantes vis-à-vis los
súbditos” o que “puede afirmar de modo creíble que la expansión de su poder,
relativo a algunos o incluso a todos los otros Estados, es de interés general
para los súbditos de todos los Estados”. Para Arrighi, estas afirmaciones son
realizadas, no sólo en una cierta administración, sino en una transformación del
sistema de Estados preexistente. ¿Qué implica semejante transformación?
Estructuralmente, lo que trae es una combinación original de
“capitalismo” y “territorialismo”, la dinámica de acumulación de capital
independiente pero interrelacionada a nivel de la empresa, y la expansión
territorial a nivel del Estado.
Tal es el marco que luego genera la sucesión de las hegemonías
histórico-mundiales seguidas en el largo siglo XX. Después de las
protohegemonías de las ciudades-Estado de Venecia y Génova en la Italia
del Renacimiento, la narración de Arrighi se mueve hacia las tres grandes
hegemonías de la edad moderna, tal como él las ve: en primer lugar, la de la
República Holandesa en el siglo XVII; luego la de Gran Bretaña en el siglo XIX;
y, finalmente, la de los Estados Unidos en el siglo XX. ¿Qué es lo que hace
avanzar esta secuencia? En esencia, los ciclos de acumulación del capital, bajo
el signo de la fórmula de Marx M-C-M 1. La expansión capitalista, cuyas
empresas más avanzadas es-tán concentradas en la potencia hegemónica, es al
principio material –inversión en la producción de bienes y en la
conquista de los merca-dos–. Luego, como la sobrecompetencia hace
caer los beneficios, por-que ningún bloque del capital puede controlar el
espacio en el que losbloques rivales desarrollan nuevas técnicas o
productos, obligando abajar los precios, la acumulación en la potencia
hegemónica –y más en general– cambia hacia la expansión financiera, a
medida que los Estados rivales compiten por el capital móvil en su ofensiva de
expansión territorial. Con la intensificación de la rivalidad, y de los conflictos
típicamente militares, la hegemonía se quiebra dando lugar a un período de caos
sistémico en el que nuevas clases de súbditos comienzan a afirmarse. Fuera de
este período de caos sistémico, de guerras y conflictos civiles, un nuevo poder
hegemónico emerge finalmente, reiniciando un ciclo de expansión material sobre
una base nueva y más amplia, capaz de servir a los intereses de todos los demás
Estados, y a algunos o a la totalidad de los intereses de sus súbditos. En
esta se-cuencia, cada hegemonía sucesiva ha sido más extensiva, disfrutando de
una base más amplia y más poderosa, territorial y socialmente, quela anterior
–la República Holandesa todavía un híbrido oligárquico entre una ciudad y un
Estado-nación Estado, la Inglaterra victoriana como un Estado-nación
censitario, y los Estados Unidos como un Estado continental plenamente democratizado–.
¿Dónde nos encontramos hoy, entonces, en esta historia? Como
Brenner, Arrighi sostuvo larga y lúcidamente que la expansión material del
capitalismo de posguerra, bajo la hegemonía estadounidense, se había agotado a
finales de los años sesenta, cediendo paso desde la crisis de los primeros años
setenta a un ciclo de expansión financiera, explotada por Estados Unidos para
mantener su poder mundial más allá de su tiempo. A finales de siglo, sin
embargo, este ciclo de expansión financiera se hizo cada vez menos sostenible, y
con su implosión final habría llegado la crisis terminal de la hegemonía estadounidense.
Pero, aunque rigurosamente cíclica en su forma, la trayectoria del capitalismo
nunca se repite con precisión. Históricamente, la situación actual se
caracteriza por dos novedades, en comparación con la precedente. En primer
lugar, conflictos sociales tempestuosos–luchas laborales en el Norte y
movimientos de liberación nacional en el Sur– no han seguido, como en el pasado,
sino precedido, y en buena medida precipitado, el pasaje original de la
expansión material a la expansión financiera en los años setenta. En
segundo lugar, se ha inaugurado una bifurcación sin precedentes entre el
poder militar y el poder económico a medida que la hegemonía de Estados Unidos
entróen su agonía, ya que este país todavía mantiene un abrumador pre-dominio
global de la fuerza armada, incluso mientras se hunde en elestatus de una
nación deudora, mientras la caja de dinero en efectivo del mundo se desplaza
hacia el este de Asia. Pero, por lo demás, el carácter general de los tiempos
venideros era lo que siempre había sido en el pasado. Una vez más, con el
cambio de potencia hegemónica, una época de caos sistémico se extendía por
delante.
¿Qué puede surgir a la larga de todo esto? A mediados de los
años noventa, Arrighi argumentó que había tres posibilidades. Podría haber otra
guerra mundial, capaz de destruir el planeta. Podría ocurrir una reacción
violenta de un imperio mundial dirigido por el Oeste –Estados Unidos y Europa
juntos–. Por último, y más esperable, podría surgir lo que llamó una sociedad
de mercado mundial igualitaria, en la cual la hegemonía habría
desaparecido porque las diferencias de clase dentro de los Estados no
serían ya profundas, y las relaciones entre Estados se basarían en el respeto
mutuo y la igualdad: en otras palabras, un mundo más allá del capitalismo,
centrado en Asia Oriental. En el momento de su muerte, en 2009, Arrighi,
tenía más confianza. Los peligros de la guerra habían retrocedido y la
posibilidad de un nuevo imperio mundial panoccidental se había vuelto remota.
Uno de los temas centrales de su último libro, Adam Smith en Pekín, era que el ascenso de China y su promesa
acerca de un orden mundial igualitario, había alterado de manera decisiva la
perspectiva global. Parecía como si la humanidad estuviera lista para dejar
atrás la hegemonía como estructura de poder desigual. En efecto, podríamos
esperar ahora estará avanzando hacia una era “después de la hegemonía”, como un
mundo en el que el capitalismo habría sido finalmente superado.
Se puede observar que hay una diferencia conceptual decisiva
entre Brenner y Arrighi, que determina el contraste en el modo en que imaginan
los resultados lógicos de la crisis actual –una purga sistémica para
uno, el caos sistémico para el otro–. Esta diferencia radica en el hecho
de que, si bien su marco común es un sistema de competencia, la unidad básica
de análisis para Brenner es la empresa, mientras que para Arrighi la unidad
básica de análisis es el Estado, aunque esto ciertamente se basa en, y subsume a,
la empresa. La hegemonía, ausente en Brenner y central para Arrighi, se
inscribe en el nivel estatal, como un concepto eminentemente político, que
regula las relaciones entre las naciones tanto como entre las clases. Una
consecuencia, tácita pero inequívoca, de la teoría de Arrighi es que la
existencia de un poder hegemónico es un requisito para que el sistema
capitalista mundial funcione normalmente –sin un poder hegemónico,
históricamente hablando, el sistema debe caer en un estado de caos–. ¿Qué es lo
que define entonces a una hegemonía internacional?
Para Arrighi, como hemos visto, debe implicar una nueva
combinación de capitalismo y territorialismo. En
la dialéctica entre estos dos, sin embargo, no hay duda de cuál tiene
el control. Como hemos visto, son los ciclos de acumulación de capital, no la
adquisición de territorio, los que impulsan la transición de una hegemonía
histórica a otra. Nótese, sin embargo, que en esta fórmula general para una hegemonía internacional,
no existe una especificación real de la naturaleza del Estado del que
es portadora. Pero por defecto, por así decirlo, los Estados relevantes deben,
de un modo u otro, ser capitalistas, ya que esta es, después de todo, una
historia de los ciclos sucesivos de acumulación del capital. Territorialismo,
en contraposición al capitalismo, se convierte, en efecto, en una categoría
residual. Por tanto, podemos preguntar: ¿es este par
–capitalismo/territorialismo– suficiente para capturar la trayectoria
esencial del sistema interestatal desde el Renacimiento? Hay razones para dudar
de ello, ya que lo que abstrae la noción puramente espacial de territorialismo
es la naturaleza social e ideológica cambiante –en otras palabras, el
carácter diferenciado de clase– de los principales Estados territoriales durante
este período de tiempo, y los conflictos generados por estos. Otra forma de
expresarlo sería decir que el esquema básico de capitalismo/territorialismo se
arriesga a antedatar un predominantemente, y mucho menos homogéneo,
sistema mundial capitalista durante una buena cantidad de siglos.
¿Qué consecuencias se derivan de esta antedatación? En el
primer caso, podemos preguntarnos hasta qué punto es realmente posible hablar
de una hegemonía mundial holandesa en el siglo XVII. No hay duda, por supuesto,
de que las Provincias Unidas fueron el primer Estado territorial de importancia
en el cual predominaban las relaciones capitalistas de producción, en el campo
y en las ciudades, y en el cual una oligarquía burguesa ocupaba el poder.
Pero continuó siendo un Estado pequeño, en tamaño y población, que dominó brevemente
los mares, cuyo imperio en el extranjero nunca fue del orden de los de España o
Portugal. Sin embargo, no estaba en condiciones de dominar la Europa del Grand
Siècle, y no sólo debido a tales magnitudes relativas. De manera más
fundamental, sólo debido a que estaba socio-económicamente adelantado a su
tiempo, estaba desconectado de las principales estructuras de poder de clase y
de la extracción de excedentes del período. La mayor parte de la producción
europea continuó siendo la agricultura, en un campo dominado por formas y relaciones
de producción señoriales, no capitalistas, y el tipo emergente–todavía bastante
nuevo– entre todos los grandes Estados continentales era el absolutismo
emergente, encarnando el poder social de una nobleza terrateniente, y no una
burguesía mercantil. Es difícil ver cómo las Provincias Unidas, siendo una
anomalía dentro de este panorama eco-nómico y político global, podría haber
proporcionado alguna orientación general o liderazgo a Estados tan diversos de
ella, y en cierta forma Arrighi reconoce esto, señalando que los Países Bajos
nunca podrían haber gobernado el sistema internacional que cristalizó en
Westfalia. Si algún Estado podría ser descripto como hegemónico en la Europa
del siglo XVII, ese sería la Francia de Richelieu y Luis XIV, que llevó a su fin
la dominación anterior de España, antes de ser ella misma jaqueada por una
coalición de las otras grandes potencias que se le contraponían. Sólo por esa
razón, esta nunca fue una verdadera hegemonía. Porque el Tratado de Westfalia
codificado era algo muy distinto, lo que excluía era un sistema de equilibrio de
poderes diseñado para impedir que cualquier Estado adquiriese el tipo de
control sobre todos los demás que los gobernantes de cada Estado ejercían sobre
sus propios súbditos.
En el siglo XIX, la hegemonía británica parece un caso mucho
más convincente, tanto por la revolución industrial promovida por Gran Bretaña,
que tuvo un impacto difusor, globalmente transformador, más allá de lo que el
capitalismo meramente comercial de Holanda podía ofrecer, como por la gran
escala del imperio adquirida antes y después de aquella, que cubría al final un
cuarto de la superficie de la tierra. Pero también aquí la descripción precisa
ser refinada por la especificación ulterior del carácter de clase del tablero
europeo. Una de las razones por las que es posible hablar de hegemonía
británica después de 1815 es que el equilibrio de poderes fue abandonado
como principio rector de las relaciones interestatales en el Congreso de Viena.
En su lugar fue creado algo completamente nuevo, la Pentarquía o Concierto de Europa:
un sistema en el que las cinco grandes potencias –Rusia, Prusia, Austria,
Inglaterra y Francia– acordaban hacer valer un orden contrarrevolucionario
común contra las masas, cuya insurgencia los había aterrorizado tanto durante
el levantamiento revolucionario francés y enla movilización posterior de la Grande Armée de Napoleón.
Confronta-dos todos a este gran peligro, los cinco Estados más grandes de
Europa acordaron dejar de lado sus rivalidades y respetar las reglas comunes del
juego, no para equilibrarse entre sí sino para trabajar juntos, para garantizar
la paz y para reprimir la sedición. Esto no significaba que había una igualación
de poder al interior de la Pentarquía. No uno, sino dos poderes se colocaron
claramente por encima de los otros, la pareja de arquitectos de la victoria
sobre Napoleón, Inglaterra y Rusia. Como ha demostrado el gran historiador y
diplomático Paul Schroeder, lo que surgió después de 1815 fue una hegemonía compartida de estos dos
Estados dentro del Concierto de Europa. Fue una verdadera
hegemonía justamente porque se basaba en el consentimiento de
los otros poderes, que eran aliados, no enemigos, en la causa
contrarrevolucionaria.
Al mismo tiempo, sin embargo,
y fuera de Europa, cada una de las dos potencias hegemónicas
dentro de Europa –para no hablar de los otros poderes– prosiguieron su propia
expansión imperial, construyendo imperios que no se basaban en
ningún tipo de consentimiento diplomático, sino en la violencia de la
conquista militar. Aquí Gran Bretaña, dominando ya los mares desde el siglo
XVIII, y ahora el taller industrial del mundo, no tenía iguales. Sin embargo,
su poder e influencia no eran ilimitados. En Asia Central y Nororiental, no
podía detener la expansión de Rusia y estaba continuamente temerosa de los avances
zaristas en Persia, Afganistán y el Tíbet, por no hablar de los dominios
otomanos. En África, Francia forjó un imperio para rivalizar con el suyo. En
las Américas, los Estados Unidos se apropió de gran parte de México y extendió
su influencia hacia el sur. En esta repartición del planeta, lo que mantuvo la
paz hasta comienzos del siglo XX fue más el cálculo del equilibrio de
poderes que el liderazgo hegemónico. Tampoco los otros poderes –y menos aún
Alemania o Estados Unidos– prestaban gran atención a las doctrinas de
libre comercio de Gran Bretaña, ciertamente, con la breve excepción de Francia.
Finalmente, por supuesto, el Concierto de Europa se rompió por completo, una
vez que Prusia se convirtió en Alemania, con un mayor poder industrial y militar
que los de Inglaterra o Rusia, aunque bloqueado por carecer de un imperio de
ultramar comparable, por lo cual el desequilibrio resultante desencadenó
la catástrofe interimperialista de la Primera Guerra Mundial. Con ella,
la hegemonía inglesa llegó a su fin.
La hegemonía estadounidense ha sido una historia muy diferente.
Tres contrastes fundamentales la separan de su predecesora británica, más allá
de las que Arrighi ha establecido tan bien. El primero ha sido el propio peso
de la economía estadounidense en el mundo, superándola no sólo en su apogeo,
sino incluso en su pasado, con una parte del PIB mundial mucho mayor que la que
la Gran Bretaña victoriana podía llegar a aspirar, configurando un Estado y una
sociedad colosalmente ricos. El segundo ha sido el carácter puramente
capitalista de la formación social estadounidense, desde el principio sin
mixturas feudales o aristocráticas. La rivalidad entre Estados en Europa
siempre fue territorial, porque el medio de competencia señorial, desde la Edad
Media en adelante, fue siempre la tierra y no los mercados, y los Estados absolutistas
fueron construidos sobre sucesivas expansiones de territorios sometidos a la
extracción de diferentes tipos de rentas. La misma dinámica puede ser vista
incluso en Gran Bretaña, donde el Estado permaneció en manos de una clase
terrateniente a lo largo del siglo XIX, y más de una anexión colonial no
respondía a ninguna lógica de beneficio inmediato sino a lo que Schumpeter correctamente
vio como un reflejo atávico de todas las aristocracias europeas. Una
vez que los nativos fueron exterminados y los colonos estuvieron en
posesión de América del Norte, de costa a costa, el capitalismo estadounidense
mostró poco de ese impulso: la conquista de los mercados, y no la posesión de
la tierra, era ahora la llave para el poder global. Esto no fue una lección que
cualquiera de las potencias rivales del período de entreguerras haya comprendido,
ya que Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos se aferraron a sus colonias de
ultramar, y Alemania, Japón e Italia buscaron una expansión territorial
equivalente, sumiendo a Europa y el Lejano Oriente una vez más en una
conflagración mundial.
La tercera condición de la hegemonía estadounidense fue la
más esencial de todas. No se trató simplemente de la derrota militar de
Alemania y Japón y el agotamiento de Gran Bretaña y Francia en la Segunda
Guerra Mundial sino, de forma mucho más crucial, de la emergencia del vasto
bloque comunista a través de una tercera parte de la masa terrestre del
planeta, que había abolido las relaciones capitalistas de producción por
completo y amenazaba con esparcir revoluciones a todo lo largo y a lo ancho.
Frente a este peligro, todos los principales Estados capitalistas no
tuvieron más remedio que unirse, tal como los antiguos regímenes habían hecho
después de la Revolución Francesa, en un único frente conservador bajo la
protección de los Estados Unidos. La hegemonía estadounidense era mucho más
completa en este nuevo sistema interestatal que lo que la británica había sido
nunca en el Concierto de Europa. No sólo porque, a diferencia de la británica, no
era compartida con ningún otro poder, o porque el peligro percibi-do ante el
bloque comunista –que colocaba a los otros Estados en fila detrás de Estados
Unidos– era mucho mayor como fuerza centrípeta que cualquier amenaza de los
tiempos de la Santa Alianza, formada después de todo, sobre la tumba de la Francia
napoleónica. Sino sobre todo porque, a diferencia del Concierto de Europa en la
antigüedad, estaba compuesto de poderes con muy diferentes regímenes de reacción,
variando desde la antigua corrupción en Gran Bretaña a la autocracia
zarista en Rusia, abarcando un rango de relaciones de producción
desde las capitalistas a las semifeudales y a las paleofeudales; a diferencia
de este panorama, en el Mundo Libre de los años cincuenta, todos los Estados
occidentales importantes eran ahora regímenes detrás de Estados Unidos–
era mucho mayor como fuerza centrípeta que cualquier amenaza de los tiempos de
la Santa Alianza, formada después de todo, sobre la tumba de la Francia
napoleónica. Sino sobre todo porque, a diferencia del Concierto de Europa en la
antigüedad, estaba compuesto de poderes con muy diferentes regímenes de reacción,
variando desde la antigua corrupción en Gran Bretaña a la autocracia
zarista en Rusia, abarcando un rango de relaciones de producción
desde las capitalistas a las semifeudales y a las paleofeudales; a diferencia
de este panorama, en el Mundo Libre de los años cincuenta, todos los Estados
occidentales importantes eran ahora regímenes homogéneamente
capitalistas liberales. En estas condiciones, la hegemonía como
liderazgo por consentimiento sobre los verdaderamente aliados, aún cuando
fueran Estados subordinados, transcurría prácticamente sin fricciones,
respaldada como estaba por el poder abrumador, estratégico y económico, de
los Estados Unidos.
Al igual que en el siglo XIX, sin embargo, las cosas
erandiferentes fuera del ring de los Estados capitalistas avanzados. Allí,
losEstados Unidos crearon un imperio construido sobre la violencia, sindudar en
expulsar a sus aliados europeos de posiciones tradicionalesque deseaban para
sí, sin anexiones formales de territorio, confiando encambio sobre todo en
las bases militares y los regímenes clientes paraajustar su control sobre una
mayor franja del planeta que la que in-cluso Gran Bretaña había disfrutado
alguna vez. Este era el dominiodel imperio, como se entendía clásicamente, no
de la hegemonía. Los límites de ambos, por supuesto, fueron extendidos hasta
las fronterasdel mundo comunista. En ese sentido, hablar de una hegemonía global de Estados Unidos después de
la guerra siempre fue, literalmente ha-blando, erróneo. Sería más exacto hablar
de una hegemonía dividida, en el que cada campo en la Guerra Fría estaba conducido
por su propia superpotencia. Este era, después de todo, un tema de los escritos
tardíos de Mao, cuando China se rebeló contra lo que él calificó expresamente como
hegemonismo soviético. Para la línea de pensamiento europea–principalmente
alemana– que se desarrolló en la primera mitad del siglo XX, la idea de
hegemonía dentro de un sistema interestatal era, por definición, singular –sólo
puede haber una potencia hegemónica por vez–. Arrighi heredó esta
premisa. En su narración, primero existió la hegemonía holandesa, luego la
británica y, finalmente, la hegemonía estadounidense, cada una con carácter
exclusivo respecto de las otras.
¿Cuál es entonces la situación actual? En la perspectiva de Arrighi,
la hegemonía de Estados Unidos, socavada por el aumento de la deuda exterior,
el aventurerismo militar y el surgimiento de China, ha entrado en una crisis
terminal. Si consideramos el futuro inmediato, cada uno de estos
acontecimientos parece ser más ambiguo de lo que él admitió. La magnitud de la
deuda estadounidense es tal que ningún acreedor se atreve a exigir su pago por
temor a las consecuencias que tendría una quiebra de Norteamérica sobre ellos
mismos. El resultado de las guerras en Irak y Afganistán sigue siendo incierto.
Ninguno de ellos es una gran carga económica para Estados Unidos, y el nuevo
régimen –supuestamente, ilustrado y multilateral– en Washington claramente
cree, como el viejo –supuestamente ignorante y unilateral–, que puede imponerse
al final; y desde luego no hay a la vista ninguna derrota comparable a la de Vietnam,
en caso de que sea fácilmente desgastado por Washington. En cuanto a la
República Popular China, sigue siendo tan dependiente de los consumidores
estadounidenses y de los vínculos estadounidenses para su propio crecimiento y
estabilidad, que se descarta cualquier noción de de-safío al poder
norteamericano, al menos por un largo tiempo.
¿Qué ocurre entonces con las proyecciones de más largo alcance
de Arrighi? De las alternativas que él planteó, la perspectiva de un nuevo
imperio global de Occidente es tan infinitamente peque-ña que ni siquiera
el más extravagante campeón de la Euro-América concibe ya algo de ese tipo. ¿Es
su otra conjetura, acerca de la visión de una sociedad de mercado mundial
igualitaria, en la línea smithiana, centrada en Asia Oriental, más plausible?
Por más atractiva que sea esta perspectiva, debe ponerse en duda su realismo.
Smith escribía en otra época histórica, antes de la revolución industrial y de la
corporación moderna, por no hablar de la titulación posmoderna de los activos
financieros. Hablar de un mercado sin especificar las relaciones de propiedad
que incluye, es una abstracción. Una sociedad de mercado mundial sería
cualitativamente diferente del orden mundial que hoy tenemos sólo sobre la
premisa de que China –o Asia Oriental en general–, donde sea que se
centre, no es una sociedad capitalista.
Pero, incluso si ni el futuro inmediato, ni el horizonte a más
largo plazo de la explicación de Arrighi acerca de nuestra situación son
enteramente convincentes, su diagnóstico a mediano plazo –que estamos entrando
en una época de caos sistémico, en el que la hegemonía de todo tipo colapsa en
medio de la intensificación de los conflictos internacionales y sociales– todavía
puede ser correcto. Es esta predicción, como se recordará, la que marca la
línea conceptual de la división entre él y Brenner. ¿Qué juicio debemos
hacer de ella?
Responder a esto nos devuelve a la escasa especificación de la
naturaleza social e ideológica de los Estados en la narrativa histórica general
de Arrighi de las hegemonías sucesivas. Una consecuencia era que la Guerra
Fría, midiendo entre sí a las grandes potencias de carácter diametralmente
opuesto, nunca podría ajustarse fácilmente a ella, y en la práctica fue en gran
parte ignorada. Pero si hemos de entender lo que es tal vez el cambio más
profundo en la posición de los Estados Unidos hoy en día, es hacia ese conflicto
que tenemos que mirar, ya que es la victoria de Occidente en la Guerra Fría la
que lo ha producido. Ya que lo que ha significado el colapso del bloque
soviético, y la llegada de la Era de Reformas en China, es la desaparición
de la amenaza de la revolución socialista para el capitalismo, que era la piedra
angular de la hegemonía estadounidense desde 1945. El cambio se puede poner en
términos muy simples: una vez que el pancapitalismo ha llegado, ya no hay
ninguna necesidad de un escudo todopoderoso contra los enemigos anticapitalistas.
Ahora sólo quedan Estados capitalistas aliados. Por supuesto, no todos los grandes
Estados del mundo son capitalistas en la misma medida; Rusia y China permanecen
muy lejos de las normas de libre mercado plenamente liberales. Pero ahora
forman parte de la misma ecúmene, compartiendo los intereses políticos y
económicos comunes con el propio Estados Unidos, los principales Estados
europeos y Japón.
El resultado es, visiblemente, el surgimiento de un nuevo Concierto
de Potencias, sentadas en el Consejo de Seguridad y en una variedad de cumbres
globales económicas, y unidas en defensa de un statu quo estratégico, en torno al monopolio de las armas
nucleares. Las resoluciones actuales de la ONU contra Corea del Norte e Irán, y
sobre el Líbano, Irak y Afganistán, son el equivalente actual del sistema de
Congresos de la época de Metternich y Castelreagh, de Alexander II y
Talleyrand. En el versión contemporánea, los Estados Unidos siguen siendo
hegemónicos, debido a su continua superioridad en armamentos, riqueza e
ideología: ningún otro poder está dispuesto a contrariarlo en cualquier
cuestión sobre la que se preocupe en empeñarse. Es hegemónico porque estos son, estructuralmente
hablando, aliados en el orden mundial, no enemigos. Pero es una hegemonía más
suelta, más lábil que en el pasado, y la jerarquía que supone está sujeta, comosostuvo
Arrighi con razón, al desgaste.
Políticamente hablando, entonces, el panorama que tenemos
ante nosotros no es de caos sistémico, no más de lo que lo era en la década de
1820. Por el contrario, después de la derrota del gran ciclo de revoluciones
que marcaron el siglo XX, es otra época de Restauración. Los paralelismos son
muy próximos, aunque las diferencias son también significativas. Hoy, además,
como en la época del Congreso de Viena, pero ahora a escala mundial y ya no
simplemente continental, una Pentarquía que comparte el poder. Donde una vez
estaban Inglaterra, Rusia, Prusia, Austria y Francia, ahora están Estados
Unidos, Europa, Rusia, China y Japón.
En el sistema del Congreso de antaño, nunca hubo una armonía
completa entre los poderes: persistieron entre ellos tensiones y
enfrentamientos, dentro de una unidad de propósitos generales comunes. Tampoco fueron todos los Estados de la
Pentarquía estructuralmente iguales: la Inglaterra parlamentaria, la
legitimista Francia, la Rusia absolutista fueron tipos muy diferentes de
Antiguos Regímenes. Tampoco hubo igualdad de condiciones dentro de la
Pentarquía: Inglaterra y Rusia –los dos extremos opuestos dentro del rango de
las formas políticas– por arriba de los demás, como poderes
hegemónicos conjuntos. Pero nada de esto impidió la coordinación diplomática,
la tolerancia mutua y la creación de un sistema acordado para la negociación de
las divergencias entre los poderes, que mantuvieron una paz contrarrevolucionaria
en Europa durante cuarenta años.
Del mismo modo, la Pentarquía de hoy incluye potencias que
no son todas del mismo tipo. Los Estados Unidos, Europa y Japón forman un
conjunto homogéneo de regímenes liberal-democráticos –de hecho, el frente político
que luchó y ganó la Guerra Fría bajo el mando estadounidense–. Pero Rusia,
aunque ya no es comunista, está todavía lejos de lo que son consideradas en Occidente
como normas aceptablemente democráticas, mientras que China permanece bajo el
gobierno del Partido Comunista –es decir, a los ojos de
Occidente, una autocracia actualizada–. En esta diversidad relativa de formas
políticas, la nueva Pentarquía se parece a la antigua. Pero en el orden de sus
funciones y de la naturaleza de sus mecanismos, es distinta. El Concierto de
Potencias de principios del siglo XIX fue diseñado para defender el acuerdo de Restauración
en el Congreso de Viena, asegurándose de que las grandes guerras no dejarían
desatarse la agitación social, y que si estallase la inestabilidad política
esta podría ser rápidamente sofocada, de ser necesario con una intervención
armada a través de las fronteras. El Concierto de Potencias de principios del
siglo XXI sin dudas también se ocupa de estas tareas, pero no son la
prioridad que fueron para su predecesor. El riesgo de conflictos militares entre
ellos se ha convertido en una posibilidad remota, y el peligro de grandes
agitaciones sociales es significativamente menor que en la Europa de la
Restauración, donde permaneció de manera aguda –el ejemplo revolucionario de 1789
persistiendo vigente y encendiendo las llamas de 1820-1821, 1830, 1848–.
Esto no es, obviamente, para decir que faltan todas aquellas
turbulencias políticas. Pero la confianza de Arrighi en que las fuerzas del
mundo del trabajo estaban creciendo a través del ciclo de expansión financiera
que acaba de terminar, no es convincente. Globalmente, los movimientos de
trabajadores estaban en retirada en casi todas partes en todo este período, y
no han recuperado su impulso. En la mayor parte del mundo, las luchas de
resistencia contra el orden establecido ha venido de otras fuerzas diferentes
de la clase obrera y de otras creencias distintas del socialismo –sobre todo,
por supuesto, en Oriente Medio y en el mundo islámico–. Allí, más allá o a lo
largo del perímetro de la Pentarquía, no es –como antes en el siglo XIX– la
hegemonía sino el imperio lo que se obtiene: la violencia estadounidense
en Irak, Afganistán y Pakistán; la violencia de Rusia en Chechenia; la violencia
china en Xinjiang y el Tíbet; la violencia europea en los Balcanes.
Pero si las tareas estrictamente militares y políticas del
Concierto actual de potencias tienen menor urgencia o prioridad que las de ayer,
esto no significa que el grado de coordinación entre ellas es menor. Por
el contrario, es mucho mayor. Pero el frente clave para la concertación ha
cambiado. Ahora es económico –la
defensa de la estabilidad capitalista como tal–. En un mundo donde la
revolución industrial era aún muy reciente, limitada sólo a un puñado de
sociedades; donde los principales Estados mostraban una todavía más amplia
selección de diferentes formas de producción que de sistemas políticos; y
cuando las principales economías todavía estaban relativamente desconecta-das,
este nunca había sido el caso en el pasado. La antigua Pentarquía no estaba
preocupada por los mercados, los beneficios o las industrias. Hoy, todo esto ha cambiado.
En el mercado mundial contemporáneo, la nueva Pentarquía está fuertemente
atada por los flujos entrelazados de comercio e inversión en una
interdependencia compacta, en la cual la prosperidad y la estabilidad de cada
uno requiere la de los demás. En este sistema, cualquier amenaza económica a
uno de la Pentarquía es rápidamente transmitida a todos los demás, a una
velocidad y en una escala inconcebibles hasta ahora, como deja claro la
propagación de los efectos del desplome de Wall Street de septiembre de 2008.
En consecuencia, el grado de intercomunicación y consulta en el seno del
Concierto de Potencias actual es incomparablemente mayor que en el sistema
de Viena, generando la ronda incesante de cumbres contemporáneas que vemos hoy.
Nada es más impactante que la velocidad y la uniformidad de la respuesta
política a la actual crisis financiera por parte de la Pentarquía moderna, y los
movimientos en curso hacia un sistema internacional de consulta mutua y acción
concertada aún más integrado.
¿Cuán estable es el Concierto de Potencias de hoy? Claramente,
dos grandes Estados, cuyo peso económico y político crece regular-mente,
continúan siendo laterales a este. Ni Brasil ni la India pertenecen todavía al
círculo interior de las grandes potencias. Aunque las razones para esto no son
las mismas en cada caso, se destacan tres cosas en común que separan a los
dos países de la Pentarquía. En primer lugar, ambos son democracias en
sociedades donde la mayoría de la población es pobre –no sólo en la India, sino
en gran parte de Brasil–, desesperadamente pobre, mientras que una pequeña
minoría es escandalosamente rica. Dada la competencia electoral –ausente en
Rusia o en China– los gobiernos de estos dos países no pueden ignorar por
completo la presión social de las masas. En segundo lugar, el crecimiento
económico en ambos países se ha basado, sobre todo, en el mercado interno en un
grado mucho mayor que en la abrumadora dependencia de la cuenta de exportación
a China, pero también a Japón, Rusia o el Estado central de la Unión Europea, Alemania.
Así, el índice de integración de Brasil y de la India en el sistema
interconectado en el que la Pentarquía mantiene el dominio es aún relativamente
limitado. Es significativo que cada uno haya resistido hasta ahora el impacto de
la crisis financiera mundial sin tener que recurrir –a diferencia de China– a
paquetes de estímulo masivo.
Por último, aunque por razones opuestas, ninguno de ellos es
un miembro plenamente acreditado de la oligarquía nuclear: India porque se negó
a firmar el descaradamente desigual y discriminatorio Tratado de No
Proliferación, adquiriendo en desafío al mismo su capacidad nuclear; Brasil
porque bajo un gobierno subalterno firmó el Tratado para complacer a Washington,
un instrumento que incluso sus gobiernos militares tuvieron suficiente
independencia de espíritu como para rechazar. Si bien las armas nucleares no
son un requisito indispensable para ser miembro del Concierto de Potencias
actual, ya que Japón no las posee, el ejemplo de Japón indica que sin ellas, es
probable que se produzca un grado mayor de subordinación a los Estados Unidos
como potencia hegemónica que en el caso de los otros poderes, tal como Brasil
está destinado a descubrir.
Por otra parte, compensando esa desventaja, Brasil goza de un
entorno regional del que la India carece por completo, es decir, un contexto
circundante en América Latina que es la única parte del mundo actual donde
el capitalismo continúa siendo impugnado, en diversas formas por muchos
movimientos diferentes y en grados diversos por los diferentes gobiernos, y los
ideales de la solidaridad regional tienen raíces culturales y políticas muy profundas.
No es casualidad que aquí, y quizás solo aquí, la ideología reinante del Norte se ha encontrado
en los últimos años con un rechazo popular tras otro, y se han hecho intentos
conscientes para limitar o frustrar la influencia demasiado tradicional de la
potencia hegemónica en los asuntos del continente. No es necesario para mí
decir más sobre esto, ya que tenemos aquí con nosotros a Emir Sader, que ha
escrito con más autoridad sobre los ciclos de la revolución y la
contrarrevolución, la reforma y la represión en América Latina que cualquier
persona que viva hoy en día.
La estabilidad del Concierto de Potencias no es, por
su-puesto, simplemente un asunto de su actual composición, como conjunto
de regímenes que determinan la dirección del sistema político
internacional. Su estabilidad también será una función de la capacidad de las
fuerzas antagónicas al sistema para oponerse a él. Allí, la cuestión de la
hegemonía se plantea en un plano diferente. Clásicamente, la hegemonía ha sido
entendida como nacional o
internacional –ejercida entre clases dentro de un Estado, o entre
Estados–. Pero como ha señalado el destacado pensador de izquierda chino, Wang Hui,
la hegemonía también opera en un tercer plano, que es propiamente transnacional, trascendiendo las
fronteras estatales hasta abarcar cada sociedad nacional. El ensayo en el que
hizo esta distinción se titula “Políticas
despolitizadas” (2009). Tales políticas, argumentó, constituyen una marca
de la época en muchas partes del mundo. ¿Qué significa una política
despolitizada? Esencialmente, la cancelación de cualquier agencia popular, de
la habilidad de luchar por una alternativa al statu quo, que estimula formas representativas para vaciarlos mejor
de división o de conflicto.
Semejante política está despolitizada, pero no es
de-ideologizada. Por el contrario, es ideológica hasta la
médula. Si nos preguntamos cuáles son las formas que ha tomado esta
ideología en los últimos años, podemos distinguir dos niveles. La primera, y
más articulada, ha sido la doctrina del neoliberalismo. Este no sólo ha
propuesto una forma de ver el mundo, sino que negó –su efecto más poderoso– la
posibilidad de cualquier otro. Fue Thatcher en Gran Bretaña quien acuñó el lema
más famoso del neoliberalismo en el Norte, quien capturó con gran precisión la
esencia de la política despolitizada, con un acrónimo que también es
el nombre de una niña –TINA (por sus siglas en inglés): No Hay Otra
Alternativa–. Es decir, no hay ninguna alternativa a la regla del libre mercado
desregulado, la privatización de las industrias más importantes y de todos los
servicios posibles; en pocas palabras, el reinado irrestricto del capital. Esta
ideología, originada en el Norte pero aplicada sistemáticamente primero en el
Sur, aquí en la propia América Latina –en Bolivia, Chile y en todos lados– fue
durante los años noventa verdaderamente transnacional: hegemónica en casi todas
las sociedades, expuesta por las élites políticas, los Ministerios de Economía
y las esferas de los medios de comunicación de todo el mundo.
Hoy, después de muchos falsos amaneceres, esta ideología finalmente
se está desmoronando. El neoliberalismo no ha desaparecido de la escena, y
sus secuaces, temporalmente confundidos bajo los golpes de la crisis, se están
reagrupando para transmitirla una vez más. Pero por el momento se ha debilitado
gravemente. La razón por la que no está completamente terminada como fuerza
radica en el aguijón permanente de su lema. ¿Dónde están las alternativas
a la misma? Cuando la gran crisis de los años treinta golpeó al mundo, había
–todavía existentes–poderosas alternativas al dogmatismo del laissez-faire de la época: el keynesianismo,
inspirador del New Deal en
los Estados Unidos; el nazismo, que alcanzó el pleno empleo en Alemania de
manera más efectiva que el New Deal;
la temprana Socialdemocracia en los países escandinavos, para no hablar de los
Planes Quinquenales de Rusia. Detrás de estos programas, además, se organizaron
movimientos de masas altamente politizados. Hoy en día, en todo caso en el
Norte, todo esto está ausente.
Los de arriba no tienen programas alternativos para ofrecer,
los de abajo, permanecen por el momento pasivos y aturdidos, también sin
agendas alternativas para movilizarse. Una cierta ceguera ideológica está
llegando a su fin. Pero la visión clara todavía debe ser recuperada.
En parte, esto también es así porque por debajo del nivel superior
de una doctrina articulada formalmente, donde el neoliberalismo ajustó su
dominio, la hegemonía del capital transnacional tuvo y continúa teniendo, otras
fuentes. Permítanme citar a Wang Hui (2009), quien escribió:
“La hegemonía no se refiere sólo a las relaciones nacionales o internacionales, sino que está íntimamente ligada al capitalismo transnacional y supranacional. También se debe analizar en el ámbito de las relaciones de mercado globalizadas […] Las expresiones más directas de los aparatos ideológicos del mercado son los medios de comunicación, la publicidad, el “mundo de las compras”, y así sucesivamente. Estos mecanismos no son sólo comerciales, sino ideológicos. Su mayor poder radica en su apelación al “sentido común”, las necesidades comunes, que convierten a la gente en consumidores, siguiendo voluntariamente la lógica del mercado en su vida diaria.”
Aquí el consumismo es
identificado correctamente como una pieza cla-ve de la hegemonía global del
capital. Pero también en este nivel laestructura de la hegemonía actual es doble.
Consumo –sí–: es el terreno de la captura ideológica a través de un dominio de
la vida cotidiana. Pero el capitalismo, no debemos olvidarlo nunca, es en su
base un sistema de producción, y
es en el trabajo, así como en el ocio, que su hegemonía se reproduce
diariamente en lo que Marx llamó la “sorda
compulsión del trabajo alienado”, que sin cesar adapta a la gente a las relaciones
sociales existentes, insensibilizando sus energías y habilidades para
imaginar cualquier otro y mejor orden del mundo. Es esta estructura existencial
dual, en el universo entrelazado de la producción y el consumo –por un
lado una compensación, medio real y medio ilusorio por el otro– que constituye
el nivel más profundo en la estructura transnacional de la hegemonía
en la política despolitizada de hoy.
Permítanme terminar con un ejemplo simbólico de lo quela
hegemonía continúa significando hoy: el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz
al presidente Obama de los Estados Unidos. El premio en sí, un millón de
dólares en efectivo e innumerablemente más en publicidad, pertenece por entero
al consumo transnacional de la cultura de celebridades y el comercio.
A nivel nacional, se pule la imagen del titulara cargo de la oficina, en un
momento en que su prestigio está comenzando a declinar. En el plano internacional,
con una adulación llamativa, le recuerda al mundo la supremacía permanente de
los Estados Unidos. El presidente, que preside los ejércitos de ocupación de
Irak, la escalada de violencia en Afganistán, y la lluvia de fuego en Pakistán,
es premiado con la máxima distinción de Occidente por actuar en defensa de la
humanidad –la benevolencia al estilo del siglo XXI– y será pronto
celebrado en el Este. Gabriel García Márquez señaló alguna vez, al ver a semejantes receptores anteriores
del premio como Kissinger y Begin, que sería mejor llamarlo
por su verdadero nombre, el Premio Nobel de la Guerra. Del mismo modo,
podríamos pensar en un pasado clásico. En palabras que describen los pueblos y
las tierras destrozadas de Irak y Afganistán como si hubieran sido escritas hoy,
el historiador romano Tácito escribió acerca de la hegemonía de su propia ciudad
de conquista mundial: “Al saqueo, a la
matanza salvaje, y a la usurpación le dan el mentiroso nombre de imperio; y
donde crean un desierto ellos lo llaman paz”.
Bibliografía
Arrighi, Giovanni 1999 El
largo siglo XX (Madrid: Akal).
Hui, Wang
2009 The end of Revolution (Londres: Verso).
Este ensayo ha sido tomado de “Crítica
y Emancipación. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales”, Año II, N° 3 | Págs.
219-240