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Maquiavelo ✆ Hidra Cabero |
►“La voz de Maquiavelo no ha tenido eco” | Hegel
Emmanuel Barot | En 2013 se cumplieron los 500 años de El Príncipe de Maquiavelo, y sin embargo su fantasma todavía ronda. Tras el lejano rastro de las listas negras de la Iglesia católica, aún domina la vulgar interpretación “maquiavélica” de una justificación inmoral y brutal de la Razón de Estado. Defendiéndola o condenándola, las recepciones de Maquiavelo pura y simplemente de derecha (de Tocqueville a Strauss o Aron) tienen en común rebajar la relación Príncipe-pueblo a una relación descendente de pastor a rebaño. Al contrario, para las tradiciones republicanas (siguiendo a Rousseau o Spinoza) o emparentadas con ella (Fichte, Hegel), él suministró armas fundamentales a los pueblos para la conquista de su libertad, contra la arbitrariedad de los príncipes, y teorizó sobre las condiciones de la unidad estatal por las que un pueblo se convierte en nación. Pero desde Gramsci, que toma la medida de esta doble interpretación para superarla, también ha suscitado usos variados en la constelación marxista, de Lefort a Althusser, pasando por Negri. Mientras que hoy revueltas, revoluciones populares y lucha de clases vuelven a irrumpir en la escena de la historia, las lecciones de este “solitario” (según Althusser) merecen ser interpretadas y encontrar su lugar en el marxismo estratégico que necesitan los proletarios para no volver a cometer los errores de las últimas décadas.
I. El pueblo-plebe contra los grandes: figuras monárquica
y republicana del Príncipe
En su visión más conocida del tablero triangular formado por
los pueblos, los Grandes y los Príncipes, Maquiavelo opone la “plebe” de los
no-nobles, a los “grandes”, aristócratas y terratenientes, calificándolos de“humores” propios de toda
sociedad, de “deseos”, irreconciliables e
insuperables a la vez, como si su antagonismo fuera natural y necesario. Al
deseo de poseer y mandar, por
lo tanto, de oprimir en
los grandes1, se opone el deno ser oprimido en el pueblo2,
cualitativamente “más honesto” que el de los grandes. El Príncipe siempre debe
ser el aliado, “el
amigo” del pueblo (por otra parte, un pueblo habituado a vivir libre no tolera
por mucho tiempo que se lo someta), aún cuando debe manejar las
susceptibilidades de los nobles. En esta estructura naturalizada, el ciclo
histórico de los regímenes3, entonces, solo expresa una alternancia
sin fin del orden y del desorden4. Este conflicto de “humores” es
portador de progreso institucional hasta cierto punto, porque es el juego permanentede dos contra-poderes.
Pero superado el umbral progresista, induce a guerras civiles y caos. El
Príncipe, si tiene la excelencia de la “virtù”, y a la vez
discernimiento estratégico, sentido del “kairos” (momento oportuno,
ocasión proporcionada por la “fortuna”, las circunstancias), interés en
la cosa pública, y poderío material de imponer su voluntad, es entonces el
médico que previene o erradica las enfermedades y detiene este conflicto. Árbitro por encima de la pelea,
tan necesario e irreductible como
los otros dos polos, es el tercero que disciplina, la autoridad universal
que domina sus particularismos.
Pero como el poder solo es tiránico por necesidad, Maquiavelo
defiende la constitución mixta, 5 compromiso
reformista por excelencia en
el que cada fracción del “cuerpo” social supuestamente ve preservados sus
intereses contra los excesos de los demás6. Incluso los tribunos de
la República romana, instaurados por la presión de la plebe contra los
patricios, no escapan a esta configuración en la que el Príncipe se contenta
con expresar y canalizar el antagonismo social, quedando en última instancia detrás
de los dominantes. Aquí la plebe no es realmente demos, necesita la autoridad de
un Príncipe distinto de ella para evitar la anarquía, encarnando este el Estado
de clases (y sus élites), cuya necesaria destrucción teorizara Lenin, después
de Marx.
Fortuna/virtù, revolución/contrarrevolución y “gobierno popular”
De entrada Maquiavelo pone en tensión este dispositivo con la
teoría muy moderna de la revolución y la contrarrevolución que inaugura
simultáneamente en El
Príncipe. Se trata de “aventurarse
a introducir nuevas instituciones” 7 y hacer
la historia, proceso radical que exige a los nuevos Príncipes “imitar” la “virtù”
de los héroes antiguos: así Teseo para Atenas, Rómulo para Roma, o incluso
Moisés como jefe político-militar. Ya sea asegurar la unidad y conquistar la libertad
de un pueblo antes sometido o quebrado, o hacer posible el crecimiento de un
nuevo pueblo, la empresa es propiamente revolucionaria porque debe renovar todo 8. Esto
implica estar solo 9:
los caminos intermedios, más o menos tibios, horrorizan a Maquiavelo porque fracasan, y la multiplicidad de
los centros de decisiones es incompatible con la eficacia que se aspira. Unidad
de la voluntad en la acción: del individuo al partido comunista como príncipe
moderno10, de aquí parte la lectura gramsciana, atravesada por
la referencia al jacobinismo. Y
todo esto pone al arte de la guerra en el centro de la revolución, leitmotiv de
Maquiavelo, las buenas leyes
dependen de las buenas armas11, y recíprocamente: vanidad tanto
de los profetas desarmados como de los tiranos.
El florentino prosigue en varios
lugares con la idea de que si
la fortuna juega contra el Príncipe, generalmente no hace más que insistir
sobre sus propios errores. La
“fortuna” es una mezcla de
condiciones estructurales objetivas y circunstancias contingentes. Designa ese
juego de determinismos (sociales, económicos, ideológicos) en un cierto grado
de desarrollo por encima del cual no se puede saltar: imposible que en el siglo
XVI el naciente proletariado pueda ser ya el actor objetivo y subjetivo central
que va a ser cuatro siglos más tarde. Y también designa todos los elementos de
incertidumbre y de variabilidad que afectan objetivamente a las situaciones en
las que se despliega el arte de la política. Pero a pesar de estas condiciones
materiales que impone a la praxis estructural y coyunturalmente, tampoco es una
potencia transcendente: para Maquiavelo solo es el factor decisivo en
proporción a la impotencia o a la debilidad de la virtù, es decir, de la praxis
revolucionaria
¿En qué sentido? Si se puede comprender que un movimiento histórico se
desvíe teniendo en cuenta circunstancias particularmente dramáticas, degenere
en sí mismo o perezca bajo los efectos de una contrarrevolución exterior, esto nunca puede ser suficiente para perdonar
los defectos de aquella12. No es que un verdadero sujeto
revolucionario sea capaz de caminar sobre el agua (semejante maximalismo
“izquierdista” está ausente en Maquiavelo), sino que aguas arriba de la praxis,
en la mala apreciación de las condiciones objetivas, tanto la subdeterminación
como la sobredeterminación de las posibilidades reales de acción son defectos
mayores de la virtù (el ejemplo militar aparece aquí
sin ambigüedades). La virtù no tiene la capacidad de lograr
siempre todo: es la potencia de hacer coincidir la voluntad con la “verità
effectuale”13 de
las cosas. El modelo en ciertos aspectos “utopista” del Príncipe, identificado
por Hegel (en La constitución
de Alemania) antes que Gramsci,
sigue siendo naturalmente el de un antiutopismo estratégico sin igual.
II. De los “humores” a las clases
en lucha en el capitalismo naciente
Los Discursos sobre la primera década
de Tito Livio van aún más
lejos y consideran explícitamente el “gobierno popular”14 (administrazione popolare): la
triangulación principesca puede ser pasada por alto, la multitud-plebe es capaz
de convertirse en un sujeto
auténticamente político, “regulado por leyes”15. La virtù ya no es exclusiva de los “grandes
hombres”, y la interpretación estrechamente “monárquica” del príncipe se derrumba: de allí las lecturas
republicanas de Maquiavelo y su prolongación “demócrata radical” en el “poder
constituyente” posmarxista de Negri. ¿En
qué condiciones concretas el pueblo puede convertirse en su propio Príncipe? Si su respuesta es importante para
el marxismo, en principio es porque Maquiavelo esboza un segundo concepto de “pueblo”,
que muestra que él mismo ha “colectivizado” de antemano al
Príncipe en el contexto de la lucha de clases moderna.
La plebe-proletariado contra el pueblo-burguesía
Efectivamente, las Historias Florentinas anticipan el pasaje del
“pueblo-nación” unido contra la nobleza (los tribunos de la plebe en 1789 y
febrero de 1848) al “pueblo-proletario” unido contra los nobles y los burgueses(junio 1848 y posteriormente). En
realidad el “pueblo” está dividido sobre bases económicas y sociales16,
y la plebe stricto sensu está formada por los que trabajan con sus manos, viven
de “esos oficios que son los nervios y la vida de la ciudad”17,
y cuyo “trabajo no era retribuido suficientemente”18. Es el popolo minuto cuyos oficios no son ni
reconocidos ni integrados por ninguna corporación profesional. “Pequeño
pueblo”, “multitud”, a veces “canalla” o “populacho”, oscilando entre
proletariado y lumpenproletariado, tales eran los Ciompi: los trabajadores más
pobres y menos calificados de la industria de la lana, incluso por debajo de
los tejedores y los tintoreros, subpagados en la jornada y confinados al fondo
de las primeras fábricas textiles en el capitalismo naciente de la ciudad de
Florencia. Frente a los Ciompi existe el popolo
grasso, el pueblo no-noble por cierto, pero con riquezas y propietario, del
que los nobili popolani,
las grandes familias como la dinastía Médici, son la capa superior: gran
burguesía local, este capital industrial y financiero ya se había apoderado del
Estado florentino, sobre todo para lanzar y financiar las guerras incesantes
que se hacían a las ciudades vecinas. Abajo de todas las escalas sociales, el
trabajo del popolo minuto es ya en el siglo XIV, para
Maquiavelo, el secreto
vergonzante de una industria
gloriosa que vampiriza a su fuerza de trabajo.
En 1378 se produjo la gran
revuelta de los Ciompi, y el principal relato que propone sobre ella19 llega hasta atribuirle la virtù principesca. Esta plebe moderna ordena tácticas
insurreccionales a una estrategia social renovadora, sobre la base del
reconocimiento de los intereses objetivos y específicos de la clase particular
formada por sus miembros. Impetuosidad y audacia20, aptitud contra
toda tibieza21 para
hacer un uso políticodel
terror contra el enemigo de clase y aprehender el kairos, en nombre del orden
nuevo a crear, este tumulto no fue una simple “revuelta”, sino
más bien el esbozo de una real política revolucionaria.
Contra la miseria y la falta de
reconocimiento lanzan la huelga en los talleres, toman las armas y empujan a la
ciudad a instaurar un gobierno provisorio que satisfaga algunas de sus
reivindicaciones (la creación de una corporación y el derecho simbólico de
portar sus propias armas). Con su impulso imponen entonces, en el verano de
1378, una verdadera dualidad de poderes, y demuestran su capacidad de autorganización agrupándose y dotándose de
representantes22. Frente al gobierno traidor del gonfalonier Lando (antiguo capataz surgido de
las filas de los Ciompi, el Kerenski de su tiempo), que sesiona en el Palacio
de la Señoría en el corazón de Florencia, organizan una segunda insurrección
con el objetivo consciente de realizar lo que Trotsky designara genéricamente
como la famosa “segunda etapa”.
De allí esta afirmación de Simone
Weil en 1934 (que por lo demás, sin embargo era una persona muy crítica del
marxismo): “El proletariado, en agosto de 1378, ya opone el órgano de su propia
dictadura a la nueva legalidad democrática que él mismo hizo instituir, como
tuvo que hacer luego de febrero de 1917”23.
En agosto de 1378 la segunda
insurrección es ahogada en sangre por el gobierno de Lando. Y aunque ha
valorizado la capacidad subjetiva de la plebe revuelta, Maquiavelo cambia nuevamente sus ropas:
continuando su narración finalmente atribuye la virtù a Lando, restableciendo la visión
“populachera” y despolitizada de la multitud, con el argumento de que la
revuelta, aún nacida de la miseria, se volvía más propicia para el caos que
para el progreso de la ciudad. El
florentino se encuentra entre estos dos fuegos y no saldrá de allí.
III. El “Príncipe
colectivo” desde el punto de vista de la dirección revolucionaria
Esta oscilación no le es
exclusiva, atraviesa todos los debates sobre las instituciones de la libertad y
de la paz social, desde la Alta Antigüedad hasta el umbral del marxismo. Aún
cuando aquí se decide a favor del vencedor, el italiano fue el primero en
reconocer, dejando ya obsoleta cualquier oposición mecánica entre
“espontaneísmo” y “vanguardismo”, que conciencia de clase, programa estratégico
y organización política, no son más que las facetas articuladas de una sola y
misma dialéctica. Ni mística, ni demonización del pueblo: la cuestión no es
insistir tanto en el rol del partido (el príncipe devenido “colectivo”) de
reformar un sentido común capaz de reunificar a un proletariado desunido. El
elemento clave es la manera en que se alían el príncipe y el pueblo, y sobre
todo la posibilidad de la interiorización
en el pueblo-proletariado de la función principesca, es decir de la función de
dirección político-militar. Desde
este momento, lo que está en juego precisamente es la función principesca del
partido leninista, del partido revolucionario con
influencia de masas.
Gramsci insistía en su período de L´Ordine Nuovo sobre las experiencias de autoorganización
en los consejos obreros, para concentrarse después, en los Cuadernos de la cárcel, en el propio partido: es en este
contexto específico en el que retorna a Maquiavelo, en 1932-1934, pero esta vez
dejando totalmente de lado la cuestión de la autoorganización. Ahora bien, es
la relación entre ambos la que crea dialécticamente el problema de la dirección
revolucionaria.
Sobre el 1905 ruso, Trotsky sacaba
la lección de que “sería un grave error identificar la fuerza del partido
bolchevique con la de los soviets que dirigía. Estos últimos representaban una
fuerza mucho más poderosa, pero sin partido, habrían sido impotentes”. A la
vez, Maquiavelo ya decía que la multitud es “más sabia y más constante que un
príncipe”, que “junta es vigorosa” pero que “desunida”, es decir, “sin jefes”,
es “débil”24. Más allá de Gramsci, proponemos decir que el
“príncipe” maquiavelano anticipa más que el partido solo: anticipa la dialéctica de las masas
en el movimiento orgánicamente mediatizado por el partido comunista revolucionario,
su autoorganización en soviets y/o su autoconstitución en un poder
independiente capaz además de federar a las clases subalternas.
La segunda parte de este artículo se extenderá en esta hipótesis
de lectura desde el punto de vista del lugar que puede tener Maquiavelo hoy25,
en el debate estratégico sobre las relaciones entre guerras de movimiento y de
posición y revolución permanente26, en particular según el rasero de
la fuerza con la que, iniciando un paradigma que Clausewitz extenderá, ya subordinaba
el arte de la guerra a la política popular.
Notas
1. Le Prince, IX [LP].
2. Histoires florentines, III, 1 [HF].
3. Discours sur la première décade de
Tite-Live, I, 2 [D].
4. Cf. D, II, “Avant-propos”; HF, V, 1.
5. Cf. D, I, 2 ; HF, II, 39.
6. D, I, 4-5 ; LP,
IX.
7. LP, VI ; D, I,
“Avant-propos”.
8. D, I, 26.
9. Ibíd., I, 9.
10. Cf. Cahiers de
prison, VIII, § 21.
11. LP, XII.
12. D, II, 30.
13. LP, XV.
14. D, I, 4. Cf. L’art de la guerre, II.
15. Ibíd., I, 58 y III, 35.
16. Cf. HF, I, “Préface”, y II, 40-41.
17. LP, X.
18. HF, III, 12.
19. Ibíd., III, 13 y ss.
20. LP, VI ; D, III, 44.
21. D, III, 9 y 21.
22. HF, III, 17.
23. S. Weil, “Un soulèvement
prolétarien à Florence au XIVe siècle”, en N. Maquiavelo & S. Weil, La révolte des Ciompi,
Toulouse, CMDE-Smolny, 2013 (www.collectif-smolny.org). Retomo aquí algunos
pasajes de mi posfacio al libro 1378
o la emergencia del sujeto revolucionario moderno.
24. D, II, 44, 57-58.
25. Cf. E, Albamonte & M.
Maiello, “Trotsky y Gramsci: debates de estrategia sobre la revolución en
‘occidente’”,Estrategia Internacional 28,
septiembre de 2012, § “Gramsci y Maquiavelo”, p. 140.
26. A. Gramsci, Guerre de mouvement et guerre de
position, Paris, La fabrique, 2011, ch. V ; E. Albamonte & M. Romano,
“Trotsky y Gramsci. Convergencias y divergencias”, “Revolución permanente y
guerra de posiciones. La teoría de la revolución en Trotsky y Gramsci”, Estrategia Internacional 19, enero de 2003.
II. Base
material e inspiración militar de la estrategia política
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Maquiavelo ✆ Sergio Cena |
► “En todos
los casos, siempre hay que combatir incluso con una marcada desventaja; porque
es mejor intentar la fortuna, que, después de todo, puede ser favorable, que
esperar por irresolución una ruina inevitable. Un general es entonces tan
culpable de no combatir como de dejar escapar, en otro momento, una ocasión de
vencer, por ignorancia o por cobardía” | L’art de la guerre, 1521
Hemos esbozado en un artículo precedente1, con motivo
del relato que propone en sus Histoires
florentinessobre la revuelta de los Ciompi contra la burguesía de Florencia
en 1378, una lectura leninista-trotskista del “príncipe” de Maquiavelo,
interpretándolo como el nombre de bautismo del problema fundamental de la dialéctica de la dirección existente entre las masas en lucha
por su autoorganización y un partido revolucionario capaz de transcribir en
situación oportuna el programa y las etapas de su unificación2. En
esta segunda parte, afinamos las lecciones históricas a sacar sobre esta
revuelta desde el punto de vista de la relación entre la cuestión estratégica y
la base de clase objetiva que fundamenta la formulación, para enseguida, en L’art de la guerre de Maquiavelo, empezar a ver cómo
la inspiración militar constituye a la vez un reflejo y un componente clave de
esa relación.
La base material de la estrategia
La reflexión estratégica debe evitar autonomizar la esfera
política de los conflictos de clase y debe poner en claro previamente la
realidad material de las fuerzas sociales de las que trata. ¿Qué representaban
objetivamente esos “Ciompi”, los trabajadores más pobres de la industria
lanera? Tratarlos como si en 1378 hubieran formado un proletariado idéntico al
de hoy, tanto en la extensión material como en la madurez subjetiva, sería
totalmente erróneo. Marx y la historiografía del movimiento obrero que lo continuó
remontan correctamente la irrupción en la escena histórica del proletariado
como sujeto autónomo, a la primavera de los pueblos de 1848: solo a partir de
este giro se puede hablar con rigor de estrategia revolucionaria proletaria.
Con los sans-culottes de la Revolución francesa a partir
de 1789, no obstante asimilables a un germen de proletariado obrero, la
analogía histórica no vale ya más que dentro de ciertos límites: ¿qué decir
entonces de estos preproletarios florentinos cuatro siglos antes? Pero que la analogía histórica
tenga límites no quiere decir que no sea válida e instructiva, dentro de estos
límites.
Acumulación del capital significa acumulación del proletariado,
comienzo de acumulación del capital significa nacimiento de un proletariado y
legitimidad de una descripción marxista, reforzada en este caso por los datos
en los que los historiadores se ponen de acuerdo. Florencia tiene en 1378
alrededor de 55.000 habitantes, y un tercio de la población vive de la
industria lanera, la más importante de la ciudad. Entre los 13.000 trabajadores
reducidos anteriormente a condiciones subproletarias que se inscriben en las
tres nuevas Artes instituidas a fines de julio de 1378 por el gobierno
provisional de De Lando luego de su primera insurrección, 9.000 están en el arte de los Ciompi3. Sobre
esa base estadística, completada por el estudio de las etapas, lugares y
condiciones del principal proceso de producción, el de los paños de lana, A.
Stella, referente en el tema, concluye que: “Salvando todas las diferencias con
la industria moderna, sobre todo la concentración o la dispersión física de las
operaciones, el esbozo o la terminación de un modelo de producción industrial,
la mecanización de los actos y un régimen salarial extendido a la masa de los
trabajadores, es conveniente denominar a los Ciompi como los obreros de la
industria moderna naciente4” (el adjetivo “naciente” cristaliza
todas las ambivalencias y contrastes de los periodos de transición histórica
entre dos modos de producción).
En comparación con el post 1848, los Ciompi forman un
proletariado subjetivamente inmaduro: en un capitalismo todavía muy poco
desarrollado, no tenían las bases objetivas de desarrollo suficientes ni para
elaborar un verdadero programa revolucionario, ni para imponer su poder de
clase. Sin embargo emplearon hasta el extremo las posibilidades estratégicas,
por cierto estrechas, pero ya reales que se les ofrecían en razón de la fuerza
material que representaban. De allí todo el interés del relato maquiaveliano de
su lucha: en términos cuasimarxistas, insistió en la conjunción, en ellos, de
una condición económica de explotación ya desarrollada, de una dinámica de
autoorganización política, y de la formulación de un objetivo estratégico
suficientemente claro para que se pueda presentarlos, subjetivamente hablando en el contexto de la analogía, como un
príncipe colectivo que inaugura la era de las sublevaciones revolucionarias
modernas.
Posición, maniobra y fortaleza del pueblo
armado
Partir de esta relación entre lo material y lo estratégico
permite abordar el arte de la guerra tal como lo piensa Maquiavelo desde el
punto de vista de su contenido propiamente político. Emancipando la excelencia
estratégica de los príncipes con respecto a cualquier moralismo, afirmando que las buenas leyes no son nada sin
las buenas armas, hace del arte de la guerra el arte supremo del comendador5.
Pero recíprocamente, solo las buenas leyes hacen las buenas armas: si el arte militar encarna la
excelencia política, es para una razón política y no militar. El objetivo
final son esas buenas leyes,
que el príncipe debe mantener o crear; en última instancia, la guardia armada
de la libertad no puede estar asegurada, tanto en tiempos de paz (es decir, en
guerra larvada) como de guerra (civil o entre Estados) más que por el pueblo6,
siendo este, como mínimo, el aliado político del Príncipe, sino el propio
príncipe. L’art de la guerre tomado literalmente es el menos
incisivo de sus textos, pero su crítica a la clase militar italiana es tan
radical que durante mucho tiempo el tratado fue objeto de un furibundo
desprecio.
El modelo del ejército romano (en el que se inspira libremente)
induce una estricta jerarquía y un comando único, pero esta visión no es
mecánica ni está adosada a prejuicios de clase. Al contrario: mientras
distingue vida civil y vida militar, rechaza cualquier ejército profesional, y durante la República de
Florencia antes de la restauración de los Médicis, había militado por la
creación de una milicia popular constituida sobre todo por el campesinado
pobre. Defendiendo la educación como base de la disciplina, el financiamiento
propio de los ejércitos y el rechazo a los mercenarios, la preeminencia (tanto
técnica como política) de la infantería sobre la artillería y la caballería
(propicia al elitismo), el fundamento popular de lo político no solamente es
recordado permanentemente, sino que irriga el espíritu estratégico en su
conjunto.
Pero incluso si L’art
de la guerre no puede ser
objeto de una lectura directamente política (ya sea sobre la ofensiva
conquistadora que sigue siendo el objetivo final, o sobre todo, al tomar el
famoso ejemplo de las fortalezas, con respecto a la defensa activa frente a un enemigo en posición
dominante, como en Clausewitz7), es difícil no extraer otras
lecciones, que excedan el plan estrictamente militar, de la relación entre
“guerra de movimiento” y “guerra de posición” que el texto liga en esta
ocasión.
Según los Discours8,
las fortalezas son dañinas para la defensa e inútiles para la ofensiva: un buen
ejército no necesita fortaleza, y una fortaleza sin buen ejército no sirve para
nada. Solo cuenta el objetivo: conquistar o conservar una ciudad o un
territorio conquistado, repeler al sitiador, batir al enemigo. Lo que prima es
el “buen ejército”, moldeado por las virtudes morales encarnadas en los
capitanes y generales, y los “ciudadanos bien dispuestos”. Este texto fue
criticado por no haber expuesto las funciones objetivas de las fortalezas en el
marco de un teatro de guerra de larga duración. La razón es simple: aquí
considera los combates sobre todo bajo el ángulo de la corta duración y de la
seguridad del poder en relación a los enemigos tanto externos como internos. Le Prince es más matizado, pero el veredicto
es el mismo: “la mejor fortaleza del príncipe, es no ser odiado por el pueblo”9.
Sin embargo, en el libro VII de L’art
de la guerre considera el
problema a más largo plazo, y esta vez defiende las fortalezas, sobre todo frente
al papel creciente de la “violencia de la artillería” (minimizada en el libro
III y en losDiscours), y para asegurar el abastecimiento de las tropas.
Pero el argumento es más amplio: hay que reconocer la importancia de ocupar
posiciones firmes respecto de las fases de desgaste lógicamente implicadas en
una guerra que dura en el tiempo. La diferencia de los ritmos y los tiempos
implica la diferenciación de las relaciones entre posiciones y maniobras, y
Maquiavelo se niega naturalmente a oponerlas de manera simplista: al contrario,
se trata de optimizar su combinación, según las situaciones y la relación de
fuerzas.
No obstante el espíritu sigue siendo siempre el mismo.
Estudiando de qué modo construían los romanos sus campamentos militares a
semejanza de una “ciudad móvil”, en oposición a los griegos que siempre
buscaban los terrenos más favorables, escribe: “Los romanos al contrario
confiaban más en el arte que en la naturaleza para la elección de su campo:
nunca hubieran tomado una posición en donde no habrían podido desplegar todas
las maniobras. De ese modo su campo conservaba siempre la misma forma, porque
no querían someterse al terreno, sino que el terreno fuera sometido a su
método… Los romanos suplían la debilidad natural de su posición mediante los
recursos al arte”10. Tanto militar como políticamente, nunca la
posición conquistada (la defensa elegida, que materializan o simbolizan
construir una fortaleza, cavar una fosa, una trinchera) debe convertirse en su propio fin y
dictar las maniobras, si no la racionalidad estratégica se olvida y la
derrota está asegurada.
“¡Siempre es necesario combatir!”
Maquiavelo no conoció las guerras nacionales-populares
inauguradas por la Revolución Francesa, de las que Clausewitz sacará tantas
lecciones, y no podía anticipar los efectos de las conmociones científicas y
técnicas de la producción capitalista sobre las modalidades de la guerra, sobre
las que Engels insiste en elAnti-Düring. Pero con los Ciompi él ha
inaugurado pese a todo una combinación sin precedentes, entre el arte
estratégico de la modernidad (del que es el iniciador), la cuestión de las
condiciones de la creación de un mundo mejor y el examen de las bases de clases
y causas materiales de las luchas políticas. Y en ese sentido se puede arriesgar
un nuevo acercamiento con Trotsky: si se mira el programa de transición como un
“puente”, un “pasaje de la posición a la maniobra”11, se aprecia que
es el mismo tipo de mirada con la que Maquiavelo ha observado cómo esos Ciompi
se rebelaron contra el capital sin
subordinar nunca su movimiento a las posiciones intermedias conquistadas (equivalentes a los derechos
sindicales en el trabajo, y democráticos en la esfera de las instituciones
políticas).
Sus reivindicaciones fueron parcialmente satisfechas luego de su
primera insurrección, pero de
hecholas vivieron como transitorias: como prueba,
aun cuando no podían darles, simultáneamente, un contenido explícitamente
proletario en el sentido contemporáneo (la conciencia puede explicitar al
máximo las potencialidades materiales de una situación, dar muestras de una
notable anticipación pero no liberarse de la historia), su negativa a limitarse
a las conquistas parciales acordadas por el gobierno provisional de De Lando.
El fracaso de su segunda insurrección recuerda que fueron derrotados por otros
más poderosos que ellos, pero sobre todo demuestra la naturaleza de su objetivo
inicial: diferencia cualitativa con la plebe romana, que solamente pedía
representantes para atemperar el apetito de los nobles, los Ciompi, tal como los describe Maquiavelo (que, por lo tanto, fue un paso
más allá que los historiadores actuales en la interpretación política de su
lucha12) fundamentalmente querían conquistar el poder y fundar un
orden nuevo, y haber mantenido el movimiento insurreccional hacia este objetivo
final condujo a Maquiavelo, aunque temporariamente, a atribuirles la virtú de los príncipes.
La guerra apunta a la sumisión total del enemigo: a través de la
defensa, de la conquista o de la fundación revolucionaria, cualquier batalla o
táctica intermedia está subordinada estratégicamente a este objetivo militar. Pero el
significado y el espíritu reales de este objetivo transitorio lo desbordan y lo
envuelven políticamente. El objetivo final no es otro que
la actualización real de lo que nunca ha dejado de ser el fundamento del
asunto: ese pueblo libre que toma su destino firmemente en sus manos sobre las
bases de su fuerza material. Y los Ciompi han encarnado este fundamento tanto
más cuanto que estuvieron a la altura de lo que para Maquiavelo completa a la virtú y el espíritu de la guerra en general (y el espíritu de la guerra de clases en particular): la fuerza moral13 y el rechazo al derrotismo –que no serán suficientes para la
revolución comunista del siglo XXI, pero de los que no se puede prescindir–.
Esta es la tarea de un partido proletario de combate, dirigirlos hacia y contra
todo, razón por la cual en un próximo artículo discutiremos alrededor de la
cuestión del partido y del fundamento material de la estrategia, y de algunos
usos actuales de Maquiavelo en la extrema izquierda (por ejemplo entre algunos
althusserianos o negristas), o del Príncipe Moderno, es decir, de Gramsci (lo
que incluye cierta recepción de Maquiavelo), especialmente con el marxista
inglés Peter Thomas14
Traducción
del francés por Rossana Cortez
Notas
1. Ideas de
Izquierda 8, abril de 2014.
2. Discours sur
la première décade de Tite-Live, I, 57-58 [D].
3. A. Stella, La
révolte des Ciompi. Les hommes, les lieux, le travail, Paris, EHESS, 1993,
p. 111 y siguientes.
4. Ibíd. p. 123.
5. Le Prince, XIV [LP].
6. L´art de la
guerre, I-8 [AG].
7. Ibíd., IV-6, V-11. “Con frecuencia he encontrado en
Maquiavelo, en materia militar, una opinión extremadamente sana y muchos puntos
de vista novedosos” escribe Clausewitz, Lettre
à Fichte, 11 de enero de
1809. Para T. Derbent, Clausewitz
et la guerre populaire suivi de Lénine. Notes sur Clausewitz, Bruxelles,
Aden, 2004, Cap. “Clausewitz et Machiavel”, p. 77, el primero ha heredado el
“método dialéctico” del segundo. La afinidad entre Hegel y Clausewitz es
delicada de establecer a partir de hipotéticos vínculos directos, pero su
herencia común de Maquiavelo puede contribuir a explicarla.
8. D, II, 24.
9. LP, XX.
10. AG, VI-1.
11. E. Albamonte y M. Romano, “Revolución permanente y guerra de
posiciones. La teoría de la revolución en Trotsky y Gramsci”, Estrategia Internacional 19, enero 2003, “Posición,
maniobra y programa de transición”.
12. Cf. A. Stella, ob. cit., p. 64: “¿sobre qué base se juzga el
carácter revolucionario o conformista de una serie de reivindicaciones? Si es
con los parámetros del siglo XIX o del siglo XX, que son más socialistas, esta
petición parece sin duda más reformista que revolucionaria. Pero si se piensa
en la liberación que debía sentir el pueblo pobre… se mide cuan revolucionaria
podía parecerle esta reivindicación. La demanda de un reconocimiento legal de
un Arte propio, efectivamente, trastornaba el orden social, económico e incluso
político”.
13. AG,
IV-5. La misma fuerza moral es convocada por Clausewitz para instruir al joven
príncipe de Prusia, Principes
fondamentaux de stratégie militaire, 1812, Cap. “Principes pour la guerre
en général”. Pero la subordinación de lo militar a lo político sigue siendo
cualitativamente diferente en Maquiavelo porque su concepto de lo “político”,
excediendo al Estado y trabajado por la esperanza revolucionaria y la inventiva
histórica, es de otra estatura. Su arte para esto no es “combatocéntrica” como
la de Clausewitz, lo que lo acerca aún más a Trotsky: cf. “Seminario sobre la
táctica y la estrategia en la época imperialista”, 2012, entrevista con E.
Albamonte, disponible en www.ftci.org). La “triple audacia” para la
insurrección, que Lenin tomaba de Marx (que lo tomaba de Danton) en su Conseil d’un absent del 8 (21) de octubre de 1917, se
remonta al florentino.
14. En el desarrollo de su libro The Gramscian Moment. Philosophy,
Hegemony and Marxism, Leiden-Boston, Brill, 2009 que ya fue objeto de
discusiones por F. Rosso y J. Dal Maso en números
anteriores de la revista.
anteriores de la revista.
III. Lo
social, lo político y el partido revolucionario
Con el fin de completar la lectura de Maquiavelo propuesta
en los dos artículos previos1, conviene hacer aquí una breve cartografía de las
principales interpretaciones que han sido propuestas en la constelación
marxista del último período, e indicar qué ecos generan en los debates sobre la
estrategia y el partido revolucionario que existen hoy en la izquierda europea.
Tres polos nos interesan prioritariamente. El primero está
encarnado por Antonio Negri, quien, luego de releer a Spinoza, se propuso en
1997 en El poder constituyente2, hacer de Maquiavelo el iniciador de la
problemática democrático-radical de las “multitudes”, insistiendo sobre la
dimensión de la autoorganización y de la revolución, pero delimitándose ya de
la cuestión del poder. El segundo está representado por Althusser, que como
Hegel y Gramsci, lee a Maquiavelo esencialmente bajo el ángulo de las
condiciones de creación de la unidad nacional y popular de Italia (Maquiavelo
buscaba ante todo una respuesta a la situación miserable de la Italia de
principios del siglo XVI). Insistiendo sobre la política esta vez pero, de
manera antitética, ya no es una cuestión ni de autoorganización, ni de partido.
Por último, en línea con su gran obra de 2009, Peter Thomas ha vuelto
recientemente a la metáfora del Príncipe tal y como opera en Gramsci,
planteando la idea de que el tipo de partido revolucionario que hoy podemos
defender con Maquiavelo sería un “partido-laboratorio” volcado hacia la
reconquista de una hegemonía que no esté anclada prioritariamente en las
delimitaciones de clase y permita aglomerar en su seno lo esencial de las
resistencias anticapitalistas.
1. La hipertrofia
espontaneísta y el rodeo posmarxista de la cuestión del poder (Negri, Abensour)
Para Negri, de El Príncipe a los Discursos
sobre la primera década de Tito Livio se opera una mutación progresiva en
el dispositivo de Maquiavelo que hace del pueblo el único verdadero “poder
constituyente”, depositario de la virtù principesca capaz de crear un
“nuevo principado”. El contenido de este “poder constituyente” es ante todo la potencia
en acto de la multitud, cooperativa y decisional a la vez, la cual jamás
es simplemente “autoría de un Estado”. Al hacerlo, Negri sentó las bases para
un rodeo de la cuestión de la toma del poder político, expresada con claridad
en sus siguientes libros, particularmente Imperio en 2000 y Multitud en
2004, coescritos con M. Hardt, que le dieron forma a un posmodernismo
“autonomista”.
Para mensurar la operación teórica que se juega aquí,
hagamos un desvío por Miguel Abensour3, que identifica un específico “momento
maquiaveliano” en el joven Marx. Inspirado entre otros por la antropología
antimarxista de Pierre Clastres (cuyo La sociedad contra el Estado influenció
tanto a Deleuze), Abensour lee la Crítica de la Filosofía del Estado de
Hegel, del joven Marx (1843), según un paralelismo instructivo. Para él,
la crítica marxista de Principios de la filosofía del derecho de
Hegel abre a una posible “democracia insurgente” en la cual la comunidad del
pueblo se reapropia de la política contra el Estado. Contra la visión hegeliana
que ratifica al Estado como una realidad suprema y depositaria de lo universal,
en detrimento de las formas de existencia incompletas que serían el pueblo, la
familia y la sociedad civil, Marx actualiza el concepto de una “verdadera
democracia” dando vuelta el dispositivo: hay soberanía del pueblo
independientemente del Estado; hay que partir del “demos total” para
derivar a partir de él el Estado y la política, y no a la inversa; hay que
hacer del pueblo el sujeto y del Estado y de su Constitución el predicado,
y no a la inversa. La democracia es así el “enigma resuelto de todas las
constituciones”, aboliendo la figura del Príncipe-Estado como mediación
necesaria e independiente (como es todavía en el Príncipe de
Maquiavelo). La democracia es la autoconstitución política del pueblo como
príncipe, verdadera excepción política en tanto que forma de existencia
realizada del pueblo. Incluso aunque no se refiere al binomio Hegel-Marx en El
poder constituyente, esta reversión “democrática” dentro de la obra de
Maquiavelo que diagnosticó Negri puede ser homologada a esta reversión del
joven Marx para derrocar a Hegel.
Es llamativo cómo los dos autores llegan al mismo tipo de
conclusión. En Negri el poder constituyente de la multitud es antes que nada potencia,
frente a la cual la idea de poder político es relegada a un plano secundario.
De aquí se prolonga lógicamente una teoría post-espontaneista, de tendencia
subjetivista, de la infinidad de la potencia constituyente de la multitud,
pasando por alto la cuestión de la toma del poder y de la transición
revolucionaria, completamente afín al slogan de Holloway “hacer la revolución
sin tomar el poder”. Por su parte, Abensour (que a diferencia de Negri no se
refiere a Maquiavelo más que de manera imprecisa, como si el desarrollo de su
obra fuera homogéneo, lo que sería una hipótesis insostenible) toma
aisladamente el texto de Marx separándolo del resto de su corpus, a excepción
de La guerra civil en Francia consagrada a la Comuna de París, donde
extrapola los trazos “libertarios” restando importancia a la “experiencia
radical de democracia real” que ella encarna. En los dos casos el balance es
claro: la relación Marx/Maquiavelo es sustraída de las condiciones políticas,
eventualmente violentas, del proceso revolucionario, el “joven” Marx –y su
tópico “democrático”– es separado delManifiesto comunista, de la Crítica
del programa de Gotha, de El capital, y más aún de los “marxismos”, como
si la cuestión de la autoridad política hubiera adquirido indebidamente una
centralidad solo en sus sucesores (¡Lenin!), y esta centralidad fuera la causa
de todos los errores del siglo XX. Naturalmente está completamente dejado de
lado el hecho de que Marx sustituye a esta “verdadera democracia” por el
comunismo, y reemplaza progresivamente la “conquista de la democracia” por la
“dictadura del proletariado”, indexando la cuestión del poder a la de la lucha
de clases y su base material, que está en las antípodas de cualquier
“democracia insurgente” completamente etérea.
2. La lectura de
Althusser: la absorción implícita de la política revolucionaria en el aparato
de dirección
Althusser, al contrario de Negri, hace de la posición ante
el problema de qué es la política revolucionaria –pensamiento y acción (virtù)
“en la coyuntura”4 como cristalización singular de las leyes de la
historia (fortuna)– la “revolución teórica”, ya materialista, operada por
Maquiavelo. Al tiempo que rechaza el historicismo que ve presente en la obra de
Gramsci, prolonga simultáneamente este eje interpretativo: Maquiavelo es el
pensador de las condiciones de la unidad nacional-popular, enriquecida desde el
punto de vista de la naciente lucha de clases moderna. Más allá de la cuestión
del Maquiavelo demócrata, republicano o monárquico, lo esencial para Althusser
es que el florentino pensó radicalmente lo político, pensó lo urgente, el hecho
a consumar (la unidad italiana)5.
Pero las crispaciones antisubjetivistas habituales de
Althusser le conducen a dejar inexplorados dos elementos cruciales: la praxis política
del Príncipe como nudo de la trama entre una instancia de vanguardia (el
operador organizacional de la acción en una coyuntura que es el príncipe
reducido a su forma inmediatamente visible en Maquiavelo: un individuo) y el
movimiento de masas (pueblo, clases explotadas, masas oprimidas). Esta zona
gris está señalada indirectamente por su afirmación preliminar (que toma al pie
de la letra la dedicatoria del Maquiavelo que dice: “para conocer bien la
naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y para conocer la de los
príncipes hay que pertenecer al pueblo”), según la cual el lugar del punto
de vista de clase (el pueblo) y el lugar de la práctica política son
diferentes6. Althusser encuentra una solución al problema –inclinándose ante
una solución mucho más superestructural, incluso de juego de aparatos,
interpretación que es a la vez compatible con el carácter especulativo de su
texto– aún antes de tratarlo. Este hiato es, en efecto, no una conclusión, sino
un problema dinámico dentro de la formulación de Maquiavelo, como vimos en el
artículo anterior alrededor del problema fundamental de la relación entre los
intentos autoorganizativos de la clase y el liderazgo político.
Naturalmente, observar este problema constituye un
cuestionamiento muy inquietante para un teórico antitrotskista y antidialéctico
que se mantuvo hasta el final como un miembro del estalinizado Partido
Comunista francés.
3. El Príncipe,
metáfora del partido: el Maquiavelo de Gramsci retomado por Peter Thomas
Althusser permanece muy por debajo tanto de Gramsci (que se
interrogó no solamente por el príncipe “nuevo”, sino por el príncipe “moderno”)
como de Negri, en tanto su posición teórica presupone la ausencia de
problematización, en la lectura de Maquiavelo mismo, de una hipótesis acerca
del príncipe colectivo. Sin embargo, como hemos visto, la lectura
“negrista” también hace agua en cuanto a la cuestión propiamente política y
estratégica.
Pero la tercera lectura, la de Gramsci, se monta ella misma
sobre un límite importante (como hemos señalado en el primer artículo). En su
lectura de Maquiavelo en los Cuadernos de la cárcel, el italiano se
detiene en el umbral del problema por el cual, en el momento de L’Ordine
Nuovo, de los consejos obreros de Turín, y en la estela de la Revolución Rusa y
la práctica política bolchevique que reivindicaba7, había inaugurado su
pensamiento: la relación entre partido y autoorganización. Esta relación
se verá transformada por las condiciones de una situación Occidental que para
él vuelve obsoleta la teoría de la revolución permanente y la guerra de
movimiento pertinente para el Oriente ruso8, en los términos de una reforma
nacional-popular y la formación de una contra-hegemonía. Este desplazamiento
teórico, naturalmente ligado al avance de la contrarrevolución luego de la
derrota en Alemania en 1923 y el ascenso del fascismo en Italia, va por lo
tanto a llevar a operar el referente Maquiavelo por fuera de la dialéctica entre
partido comunista/autoorganización en los Cuadernos.
Es sobre la base de esta inflexión, dejada sin discutir, que
Peter Thomas en la estela de su libro sobre Gramsci9, regresó recientemente
sobre la “metáfora” del Príncipe. Recordemos que la figura más conocida por la
que Gramsci presenta al “Príncipe”, en 1932, es aquella de “la creación de una
imaginación concreta, que opera sobre un pueblo disperso y pulverizado para
suscitar y organizar su voluntad colectiva”; la encarnación moderna de un
mito-príncipe, dice él, no puede ser otra que “un organismo, un elemento
complejo de la sociedad”. Ésta, para Gramsci, ya ha sido creado: es el partido
político, “la primera célula en la que se reúnen unos gérmenes de voluntad
colectiva que tienden a convertirse en universales y totales”10.
Sobre esta base, Thomas, muestra los roles sucesivamente
jugados en la trayectoria teórica de Gramsci del condottiere utópico,
reafirmando que es en tanto “metáfora” de la “autoreflexión” por la cual el
proletariado y las clases subalternas exploran las potencialidades políticas de
su propia auto-emancipación, insistiendo sobre el hecho de que nada
autoriza a pretender de esta figura metafórica del príncipe un concepto único
de partido revolucionario, incluso si se apela, como su prolongación necesaria,
una conceptualización tal11.
Esta apertura de la metáfora opera como exigencia: ni
repetir, ni recodificar, sino reactivar (“volver a poner en escena”) el gesto
estratégico del florentino en una situación histórica diferente (es lo que había
intentado Gramsci mismo en 1932, reflexionando sobre la estela de los debates
del decenio anterior sobre el frente único y las formas de unir las fuerzas
contra el fascismo). Como J. Dal Maso y F. Rosso recordaron, luego de saludar
los aportes de su libro, Thomas infiere que esta metáfora puede continuar
alimentando la idea de un “partido-laboratorio” que sería necesario hoy, en el
sentido de una fórmula expansiva de los partidos o coaliciones anticapitalistas
amplias reivindicadas por aquellos que han tomado la decisión de abandonar (por
diversas razones y diferentes formas, pero en particular por parte del
Secretariado Unificado y el mandelismo contemporáneo) el modelo de partido
leninista, la centralidad proletaria y el objetivo de organizar prioritariamente
los sectores de vanguardia del movimiento obrero. Al punto de lastimar cada día
un poco más el modo de pensar las condiciones contemporáneas de la táctica de
frente único sin correr el riesgo de su absorción en las esferas
institucionales, posiblemente burocráticas y electorales, de la hegemonía, y
dando paso simplemente a las adaptaciones oportunistas a estas últimas.
Sin embargo, si el “Príncipe” es una metáfora que
engloba un amplio abanico de posibilidades organizacionales variadas, invocar
un modelo en particular reposa solamente sobre una decisión teórico-política
exógena al texto, que debería ser asumida como tal. De ese modo, la hipótesis
del “partido-laboratorio” de Thomas no puede ser más representativa de
Maquiavelo que la que nosotros propusimos12 a propósito del acontecimiento
histórico, relatado en sus Historias florentinas, de la insurrección
proletaria de los ciompi contra la burguesía de Florencia en 1378. La metáfora
del príncipe es, para nosotros, el nombre de un problema que no es tanto aquel
del partido, como de la dialéctica de la dirección existente entre
las masas en lucha por su autoorganización popular sobre el fondo de la
hegemonía proletaria, y un partido revolucionario capaz de transcribir en la
situación oportuna el programa y las etapas de su unificación. Es en este
sentido, proletario y permanentista, que nosotros reivindicamos hoy y
reafirmamos, que ninguna lectura de Maquiavelo es anodina, incluyendo la de la
izquierda radical.
Autonomismo posmarxista en Negri y Abensour, marxismo
antidialectizante de la relación entre partido y autoorganización en Althusser,
que permanece en el PCF hasta el final, hipertrofia posleninista del discurso
de la hegemonía en detrimento de la base de clase en la lectura de Gramsci de
Thomas: en los tres casos, en diversos grados de liquidación, Maquiavelo es
regimentado lejos del marxismo estratégico que necesitamos hoy. Razón por la
cual, sin minimizar los límites históricos y programáticos de su teoría,
nosotros invitamos a releer al florentino en el sentido de la reconstrucción de
un partido proletario de combate, sin diluir ni mutilar su pensamiento. Es
solamente de esta manera que el fantasma de Maquiavelo devendrá un arma de
guerra contra el orden existente.
Traducción: Gastón Gutiérrez.
Notas
1. “El fantasma de Maquiavelo” I y II, Ideas de
Izquierda 8 y 12.
2. A. Negri, El poder constituyente. Ensayos sobre las
alternativas de la modernidad, Madrid, Ediciones Libertarias/Prodhufi, 1994.
3. M. Abensour, La democracia contra el Estado, Buenos
Aires, Ediciones Colihue, 1998.
4. L. Althusser, La soledad de Maquiavelo, Madrid,
Ediciones Akal, 2008, p. 331.
5. Ídem.
6. Machiavel et nous, París, Tallandier, 2009, p. 67/9. Cf.
el prefacio de E. Balibar, p. 12, note 1.
7. A. Gramsci, “La revolución contra El capital” (1918),
“Dos revoluciones” (1920).
8. J. Dal Maso y F. Rosso, “La hegemonía light de
las ‘nuevas izquierdas’”, Ideas de Izquierda 8.
9. P.
Thomas, The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism, Leiden-Boston,
Brill, 2009.
10. Gramsci, Cuadernos de la cárcel, 13, § 1.
11. P.
Thomas, “Gramsci’s Machiavellian Metaphor: Restaging The Prince”, en Machiavelli’s
‘The Prince’. Five Centuries of History, Conflict, and Politics, editado por F.
Frosini, F. Del Lucchese y V. Morfino, Leiden, Brill, 2014. Sobre la actualidad
anglosajona de Maquiavelo y la lectura althusseriana, ver K. Peden,
“Anti-Revolutionnary Republicanism: Claude Lefort’s Machiavelli”, Radical
Philosophy 182, 2013. Ver también M. Moulfi, “Althusser, lecteur
de Machiavel”, Décalages, vol. 1(3), 2013.
12. Ideas de Izquierda 8.
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