- Publicado en 'Marxism Today'
Antonio Gramsci ✆ Michael Harper
Stuart Hall | Esta no es una
exposición comprensiva de las ideas de Antonio Gramsci, ni un recuento
sistemático de la situación política en la Gran Bretaña de hoy. Es un
intento de pensar “en voz alta” algunos de los desconcertantes dilemas que
enfrenta la Izquierda ,
a la luz de- desde la perspectiva de- el trabajo de Gramsci. No quiero sostener
que, en forma simple, Gramsci “tiene las respuestas o la llave” para los
problemas de hoy. Sí creo que debemos pensar nuestros problemas de una forma
gramsciana- lo cual es diferente. No debemos usar a Gramsci (de la misma manera
en que hemos abusado de Marx por tanto tiempo) como a un profeta del antiguo
testamento quien, en el momento justo, nos ofrecerá la cita consoladora y
apropiada. No podemos desterrar a este cerdeño de su formación política específica
y única, apuntalarlo a fines del siglo XX y pedirle que solucione nuestros
problemas por nosotros: especialmente teniendo en cuenta que todo el impulso de
su trabajo fue el rehusar este tipo de transferencia facilista de una
coyuntura, nación o época a otra.
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English |
Aquello
en Gramsci que realmente transformó mi propia manera de pensar acerca de
política es la pregunta que surge de los Cuadernos de la Cárcel. Si miras los
textos clásicos de Marx y Lenin, vas a creer en un desarrollo revolucionario epocal
e histórico que surgiría a partir del final de la primera guerra mundial.
Y ciertamente, los eventos sí dieron evidencia de que tal desarrollo estaba ocurriendo. Gramsci pertenece al “momento del proletariado”. Ocurrió en Turín y otros lugares durante la década de los años veinte, donde personas como Gramsci –que estaban en contacto con la vanguardia de la clase trabajadora industrial- pensaban que, si tan sólo los administradores y los políticos se quitaran del camino, esta clase de proletarios podrían manejar el mundo, tomarse las fábricas, apoderarse de toda la maquinaria de la sociedad, transformarla materialmente y manejarla, económica, social, cultural y técnicamente. La verdad acerca de los años veinte es que el “momento del proletariado” casi sucede. Justo antes y después de la primera guerra mundial, era realmente un asunto incierto si, bajo el liderazgo de una clase tal, el mundo podría ser transformado –como fue transformada Rusia en 1917 por la revolución soviética. Este era el momento de la perspectiva proletaria de la historia. Lo que he llamado la pregunta de Gramsci en los Cuadernos emerge en las postrimerías de este momento, con el reconocimiento de que la historia no iba por ese camino, especialmente en las naciones industriales avanzadas de la capitalista Europa occidental. Gramsci tenía que confrontar el repliegue, la falla, de dicho momento: el hecho de que un momento tal, habiendo pasado, nunca volvería en su antigua forma. Gramsci aquí se encontró cara a cara con el carácter revolucionario de la historia misma. Cuando una coyuntura se despliega, ya no hay marcha atrás, la historia cambia de engranaje. El terreno cambia. Te encuentras en un nuevo momento. Tienes que atender, “violentamente”, con todo el “pesimismo del intelecto” del que dispongas, a la disciplina de la coyuntura.
Y ciertamente, los eventos sí dieron evidencia de que tal desarrollo estaba ocurriendo. Gramsci pertenece al “momento del proletariado”. Ocurrió en Turín y otros lugares durante la década de los años veinte, donde personas como Gramsci –que estaban en contacto con la vanguardia de la clase trabajadora industrial- pensaban que, si tan sólo los administradores y los políticos se quitaran del camino, esta clase de proletarios podrían manejar el mundo, tomarse las fábricas, apoderarse de toda la maquinaria de la sociedad, transformarla materialmente y manejarla, económica, social, cultural y técnicamente. La verdad acerca de los años veinte es que el “momento del proletariado” casi sucede. Justo antes y después de la primera guerra mundial, era realmente un asunto incierto si, bajo el liderazgo de una clase tal, el mundo podría ser transformado –como fue transformada Rusia en 1917 por la revolución soviética. Este era el momento de la perspectiva proletaria de la historia. Lo que he llamado la pregunta de Gramsci en los Cuadernos emerge en las postrimerías de este momento, con el reconocimiento de que la historia no iba por ese camino, especialmente en las naciones industriales avanzadas de la capitalista Europa occidental. Gramsci tenía que confrontar el repliegue, la falla, de dicho momento: el hecho de que un momento tal, habiendo pasado, nunca volvería en su antigua forma. Gramsci aquí se encontró cara a cara con el carácter revolucionario de la historia misma. Cuando una coyuntura se despliega, ya no hay marcha atrás, la historia cambia de engranaje. El terreno cambia. Te encuentras en un nuevo momento. Tienes que atender, “violentamente”, con todo el “pesimismo del intelecto” del que dispongas, a la disciplina de la coyuntura.
En
adición a esto (y esta es una de las razones principales por las que su
pensamiento es tan importante para nosotros hoy), él tuvo que enfrentarse a la
capacidad de la Derecha
– específicamente, del fascismo europeo- de hegemonizar esta derrota.
Así
que hay aquí un reverso histórico del proyecto revolucionario, una nueva
coyuntura histórica, un momento en el cual la Derecha , en vez de la Izquierda , puede dominar.
Este parece un momento de crisis total para la Izquierda , cuando todos
los puntos de referencia, las predicciones, han sido hechas añicos. El universo
político, tal y como lo habitabas, se colapsa.
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Stuart Hall ✆ The Guardian |
Gramsci,
por el otro lado, sabía que la historia y la especificidad son importantes. Así
que, en vez de preguntar “¿qué hubiera dicho Gramsci acerca del thatcherismo?”,
debemos simplemente atender este ceñimiento de Gramsci a la noción de la
diferencia, a la especificidad de la coyuntura histórica: cómo es que fuerzas
disímiles se juntan, coyunturalmente, para crear un nuevo terreno, sobre el
cual se debe formar una nueva política. Esta es la intuición que nos ofrece
Gramsci acerca de la naturaleza de la vida política, desde la cual podemos
tomar partida.
Quiero
decir que creo que las “lecciones de Gramsci” son, en primer lugar, respecto
del thatcherismo y de la
Nueva Derecha ; y, en segundo lugar, respecto de la crisis de la Izquierda.
Aquí,
simplemente estoy trayendo a colación el lado agudo de lo que considero es el
thatcherismo. Estoy intentando abordar la apertura -a partir de mediados de la
década de los setenta- de un nuevo proyecto político de la Derecha. Ciertamente,
el proyecto se organizó, en sus etapas tempranas, en oposición al Estado, el
cual estaba siendo, en la visión thatcherista, profundamente corrompido por el
Estado de bienestar y por el “keynesianismo” que había ayudado a “corromper” a
los británicos. El thatcherismo vino a existir en oposición al viejo Estado de
bienestar keynesiano, cos su “estatismo” social- demócrata que, en su visión,
había dominado la década de los sesentas. El proyecto del thatcherismo era
transformar el Estado para así reestructurar la sociedad; descentrar, desplazar
toda la configuración de posguerra; reversar la cultura política que había
formado la base del orden político –el compromiso histórico entre el trabajo y
el capital- que había tomado su lugar a partir de 1945.
La
profundidad de la reversión a la cual se apuntó era amplia: una reversión de
las reglas básicas de esa configuración, de las alianzas sociales que la
sustentaban y los valores que la hacían popular. No quiero decir las actitudes
y los valores de las personas que escribían libros. Quiero decir los valores de
las personas que sencillamente, en sus vidas cotidianas, tienen que calcular
cómo han de sobrevivir, cómo han de cuidar de las personas que tienen cercanas.
Esto
es lo que quiero decir cuando afirmo que el thatcherismo le apuntó a una
reversión del sentido común ordinario. El “sentido común” de los ingleses ha
sido construido alrededor de la noción de que la última guerra había erigido
una barrera entre la “mala época” de los años treinta y el presente: el estado
de bienestar había llegado para quedarse; nunca volveremos so del mercado como
el criterio para medir las necesidades de las personas, las necesidades de la
sociedad. Siempre tendría que haber alguna fuerza incremental, institucional,
adicional - el Estado, en representación de los intereses generales de la
sociedad- para traer a colación, para sopesar, para modificar al mercado. Estoy
perfectamente consciente de que el socialismo no se inauguró en 1945. Estoy
hablando de la base popular de la social-democracia benefactora, la cual se da
por sentada, y que forma el suelo real y concreto sobre el que cualquier
socialismo que sea digno del nombre tiene que ser construido. El thatcherismo
fue construido para interpelar, para contestar ese proyecto y, donde fuera
posible, para desmantelarlo y poner algo nuevo en su lugar. Entró en el campo
político a través de una competencia histórica, no sólo por el poder, sino por
la autoridad popular, por la hegemonía.
Se
trata de un proyecto –y esto confunde sin fin a la Izquierda- que es, a la
vez, regresivo y progresivo. Regresivo porque, en ciertos aspectos cruciales,
nos lleva hacia atrás. No podrías estar yendo en ninguna otra dirección excepto
hacia atrás, al sostener ante la gente británica, finalizando el siglo XX, que
el mejor futuro posible para ellos es convertirse, por segunda vez, en
“victorianos eminentes”. Esto es profundamente regresivo, arcaico y anticuado.
Pero
no lo mal interpretemos. También se trata de un proyecto de modernización
regresiva. Porque, al mismo tiempo, el thatcherismo tenía su ojo brotado puesto
sobre uno de los hechos históricos más profundos acerca de la configuración de
la sociedad británica: que en realidad nunca entró propiamente en la era de la
civilización burguesa moderna. Nunca institucionalizó, en propiedad, la
civilización y las estructuras del capitalismo avanzado –aquello que Gramsci
llamó el “fordismo”. Nunca transformó sus antiguas estructuras industriales y
políticas. Nunca se convirtió en una segunda potencia capitalista- industrial-
revolucionaria, como lo hizo Estado Unidos, y como lo hicieron, por otra ruta
(la ruta prusiana), Alemania y Japón. Gran Bretaña nunca acometió esa profunda
transformación que, al final del siglo XIX, rehizo tanto al capitalismo como a
las clases trabajadoras. Consecuentemente, Thatcher sabe que no hay un proyecto
político serio en la Gran Bretaña
de hoy que no se trata también de la construcción de una imagen y una política
de lo que sería esa modernidad para nuestras gentes. Y el thatcherismo, a su
manera regresiva, retomando el pasado, mirando hacia atrás a glorias pasadas en
lugar de mirar hacia una nueva época, ha inaugurado el proyecto de la
modernización regresiva.
No
hay nada más crucial, a este respecto, que el reconocimiento de Gramsci de que
cada crisis es también un momento de reconstrucción; que no hay destrucción que
no sea, también, una reconstrucción; que, históricamente, nada es desmantelado
sin que se intente poner algo nuevo en su lugar; que toda forma de poder no
sólo excluye sin que también produce algo.
Es
esta una concepción completamente nueva de la noción de crisis –y de la noción de
poder. Cuando la Izquierda
habla de crisis, todo lo que vemos es al capitalismo desintegrándose, y nuestra
llegada marchante a tomar el control. No entendemos que la disrupción del
antiguo orden económico, social y político provee la oportunidad de
reorganizarlo en forma diferente, para reestructurar y reelaborar, para modernizarnos
y movernos hacia delante. S hace falta, por supuesto, al costo de dejar a un
amplio número de personas –en el noreste, en el noreste, en Gales y Escocia, en
las comunidades mineras y en los devastados corazones de la industria, en las
ciudades del interior y en otros lugares- consignadas al basurero histórico. Esta
es la “ley” de la modernización capitalista: desarrollo inequitativo, desorden
organizado.
De
cara a esta nueva organización política, la tentación es siempre desmantelarla
ideológicamente, obligarla a quedarse quita, haciendo la clásica pregunta
marxista: ¿a quién representa realmente? Ahora, usualmente cuando la Izquierda hace esa
clásica pregunta marxista a la manera antigua, realmente no está preguntando
nada, sino que está haciendo una afirmación. Ya conocemos la respuesta. Por
supuesto, la Derecha representa la ocupación del estado por el capital, siendo
el estado nada más que el instrumento de este último. Los escritores burgueses
producen novelas burguesas. El partido conservador representa la clase
gobernante a la que se dirigen todas las plegarias. Etc, etc… Esto es el marxismo
como una teoría de lo obvio. La pregunta no entrega conocimiento nuevo,
solamente la respuesta que ya conocemos. Es una especie de juego –la teoría
política como un juego trivial. Pero de hecho, la razón por la que tenemos que hacer
la pregunta por que en realidad no sabemos la respuesta.
Realmente
es difícil saber, de cualquier manera simple, a quién representa el thatcherismo.
Se trata del perplejo fenómeno de una ideología pequeño-burguesa que
“representa” y está ayudando a reconstruir tanto el capital nacional como el
internacional. En el curso de su representación del poder corporativo, sin
embargo, esta ideología gana el consentimiento de sectores sustanciales de las
clases dominantes y dominadas. ¿Cuál es la naturaleza de esta ideología que
puede inscribir en sí una gama tan amplia de intereses y posiciones disímiles, que
parece poder representar un poco a todos –incluyendo la mayoría de los lectores
de este ensayo? Porque, no debemos equivocarnos, una pequeña parte de todos
nosotros está también involucrada en el proyecto thatcheriano. Claro, todos
estamos un cien por ciento comprometidos. Pero de vez en cuando –los sábados en
la mañana, quizás justo antes de la manifestación- vamos a Siansbury y nos
convertimos en una pequeña parte del proyecto thatcheriano…
¿Cómo
podemos encontrarle sentido a una ideología que no es coherente, que nos habla,
en una oreja, con la voz utilitarista, libertaria del hombre de mercado, y en
la otra, con la voz del burgués respetable y patriarcal? ¿Cómo funcionan juntos
estos dos repertorios? Todos quedamos perplejos ante la naturaleza
contradictoria del thatcherismo. A nuestro modo intelectual, creemos que el
mundo se va colapsar a causa de una contradicción lógica: esta es la ilusión
del intelecto: que la ideología debe ser coherente, cada parte encajando en su
lugar, como una investigación filosófica. Cuando, de hecho, todo el propósito
de lo que Gramsci llamó ideología orgánica (es decir, históricamente efectiva),
es articular diferentes sujetos, identidades, proyectos y aspiraciones en una
sola configuración. No refleja, sino que construye una “unidad” a partir de la
diferencia.
Hemos
estado apresados por el proyecto thatcheriano, no desde 1983 o 1979, como dice
la doctrina oficial, sino desde 1975. 1975 es el clímax de la política
británica. Primero que todo, está la escalada del petróleo. Luego, la crisis
capitalista. Tercero, la transformación del conservadurismo moderno con el
acceso del liderazgo thatcheriano. Este es el momento de la reversión cuando,
como arguyó Gramsci, se encuentran factores nacionales e internacionales. No
comienza con el triunfo electoral de Thatcher, ya que la política no es
solamente un asunto electoral. Aterrizó e 1975, justo en el medio del plexos
solar político del señor Callaghan. Quiebr al señor Callaghan –y de por sí una
rama quebrada en dos. Una mitad de él se mantiene patriarcal, paternalista,
social- conservadora. La otra mitad baila a un nuevo son.
Una
de las voces de sirena que cantan la nueva tonada en su oído es la de su
hijastro, Peter Jay, uno de los arquitectos del monetarismo, en su rol
misionario como editor de economía en The Times. Él fue el primero en ver la
aproximación de las nuevas fuerzas del mercado, el nuevo consumidor soberano.
Y, prestando oído a estas intimaciones del futuro, el viejo abre su boca, ¿y
qué dice? La consentidera tiene que detenerse. El juego se acabó. La social-
democracia no va más. El Estado de bienestar se ha ido para siempre. No podemos
pagarlo. Nos hemos estado pagando demasiado, asignándonos demasiados trabajos innecesarios,
pasándola demasiado bien.
Puedes
ver a la psique inglesa colapsándose bajo el peso de los placeres ilegítimos de
que ha estado disfrutando –el permisivismo, el consumismo, todos los dulces. Todo
es falso –espuma y latón. Los árabes se lo han llevado todo. Y ahora tenemos
que seguir delante de una manera diferente. La señora Thatcher le habla a este
“nuevo camino”. Le habla a algo diferente en las profundidades de la psique
inglesa- es masoquismo. La necesidad que parecen tener los ingleses de que los
regañe la nana y que los manden a dormir sin postre. El cálculo según el cual
cada buen verano tiene que ser pagado con veinte malos inviernos. El espíritu
de Dunkirk: entre peor nos vaya, mejor nos comportamos. Ella no nos prometió la
sociedad del despilfarro. Dijo: tiempos de acero, de regreso al paredón; los
labios tiesos, a trabajar, a moverse, acóplese. Ciñámonos a las viejas
verdades, la sabiduría de la vieja Inglaterra. La familia ha mantenido a la
sociedad unida- vivamos según esto. Mandemos a las mujeres de regreso a la
casa. Saquemos a los hombres de la frontera del noroeste. Tiempos difíciles –a
los cuales seguirán, tiempos después, los buenos días. Pidió libertades, no por
uno, sino por dos y tres períodos. Al final –dijo ella- seré capaz de redefinir
a la sociedad de tal forma que todos de nuevo, por la primera vez, desde que el
Imperio comenzó a irse por el retrete, sepan cómo se siente ser parte de la Gran Bretaña Ilimitada.
Podremos, otra vez, enviar a nuestros chicos, izar la bandera, darle la
bienvenida a los navíos. Bretaña será grande de nuevo.
Las
personas no votan por el thatcherismo, a mi modo de ver, porque hayan creído la
letra pequeña. Las personas cuerdas no creen que la economía británica sea
floreciente y exitosa. Pero el thatcherismo, en cuanto ideología, se dirige a
los miedos, las ansiedades, las identidades perdidas de la gente. Nos invita a
pensar en la política a través de imágenes. Está dirigido a nuestras fantasías
colectivas, a Gran Bretaña como comunidad imaginada, al imaginario social. La
señora Thatcher ha dominado totalmente este idioma, mientras que la Izquierda desoladamente
intenta arrastrar la conversación hacia “nuestra política”.
Este
es un proyecto histórico de largo alcance, la modernización regresiva de Gran
Bretaña. Poder ganar a favor de esta tarea a las personas comunes, no porque
sean tontas o estúpidas, ni porque estén enceguecidos por algún tipo de falsa
conciencia. Debido a que, de hecho, el carácter político de nuestras ideas no
puede ser garantizado por nuestra posición social o por el “modo de
producción”, es posible para la
Derecha construir una política que le habla a la experiencia
de la gente, la cual sí está inscrita en aquello que Gramsci llamó la
necesariamente contradictoria y fragmentaria naturaleza del sentido común, una
política que sí resuena con algunas de las aspiraciones ordinarias de la gente
y que, en ciertas circunstancias, recupera a las personas, como sujetos
subordinados, para un proyecto histórico que hegemoniza aquello que solíamos
identificar –erróneamente- con “intereses de clase necesarios”. Gramsci es uno
de los primeros marxistas modernos en reconocer que los intereses no son dados,
sino que tienen que ser construidos política e ideológicamente.
Gramsci
nos advierte en los Cuadernos que una crisis no es un evento inmediato, sino un
proceso; puede durar por un largo período de tiempo, y puede tener diferentes
resoluciones: a través de restauraciones, reconstrucciones o por transformación
pasiva. A veces más estable, a veces más inestable; pero, en un sentido
profundo, las instituciones británicas, la economía británica, la sociedad y la
cultura de Gran Bretaña han estado en una profunda crisis social durante la
mayor parte del siglo XX.
Gramsci
nos advierte que crisis orgánicas de este tipo surgen, no sólo en el dominio
político y en las áreas tradicionales de la vida económica e industrial, no
simplemente en la lucha de clases, en el viejo sentido, sino en una amplia
serie de polémicas y debates acerca de preguntas sexuales, morales e
intelectuales fundamentales, en la crisis de las representaciones políticas y
de los partidos – en una larga serie de asuntos que no parecen, a primera vista,
estar en absoluto, y en el sentido escueto, articulados con la política. Esto
es lo que Gramsci llama la crisis de la autoridad, la cual no es más que “la
crisis de la hegemonía o la crisis general del Estado”.
Estamos
justo en este momento. Hemos estado formando esta “crisis de la autoridad” en
la vida social inglesa desde mediados de la década de los sesenta. En los
sesentas, la crisis de la sociedad inglesa fue señalada en un número de debates
y luchas alrededor de nuevos puntos de antagonismo, los cuales en un principio
parecían estar apartados del territorio tradicional de la política británica. La Izquierda frecuentemente
se quedaba esperando con paciencia que se reiniciaran los viejos ritmos de la
“lucha de clases”, cuando de hecho eran las mismas formas de dicha lucha las
que estaban siendo transformadas. Solo podemos entender esta diversificación de
las luchas sociales a la luz de la insistencia de Gramsci de que, en las
sociedades modernas, la hegemonía ha de ser construida, luchada y ganada en
muchos frentes diferentes, en la medida en que se tornan más complejas las
estructuras del estado y la sociedad moderna, en la medida en que proliferan
los puntos de antagonismo social.
Así
que una de las cosas más importantes que Gramsci ha hecho por nosotros es
darnos un concepto profundamente expandido de cómo es la política en sí, y
consecuentemente, cómo son la autoridad y el poder. No podemos, después de
Gramsci, devolvernos a la noción que toma las políticas electorales, o las
políticas de los partidos en sentido angosto, o incluso la ocupación del poder
estatal, como el terreno de la política en sí. Gramsci entiende que la política
es un campo ampliado; que, especialmente en sociedades como la nuestra, los
sitios en los cuales se constituye el poder son enormemente variados. Estamos
viviendo en la proliferación de los sitios del poder y el antagonismo en la
sociedad moderna. La transición a esta nueva fase es decisiva para Gramsci.
Pone directamente en la agenda política las preguntas acerca del liderazgo
político y moral, el papel educativo y formador del Estado, las “trincheras y
fortificaciones” de la sociedad, el asunto crucial del consentimiento de las
masas y la creación de un nuevo tipo o nivel de “civilización”, de una nueva
cultura. Traza la línea decisiva entre la fórmula de la “revolución permanente”
y la fórmula de la “hegemonía civil”. Es el filo entre la “guerra de
movimiento” y la “guerra de posiciones”: el punto en el que el mundo de Gramsci
se encuentra con el nuestro.
Esto
no quiere decir, como algunas personas leen a Gramsci, que, por lo tanto, el
Estado ya no importa. El Estado es clara y absolutamente central en la
articulación en un régimen normativo de las diferentes áreas de debate, los
diferentes puntos de antagonismo. En el momento en que puedes obtener
suficiente poder en el Estado para organizar un proyecto político central es
decisivo, porque luego puedes utilizar al Estado para planear, urgir, incitar,
solicitar y castigar, para conformar en un solo régimen a los diferentes sitios
de poder y consentimiento. Ese es el momento del “populismo autoritario” –el
thatcherismo a la vez “encima” (en el Estado) y “debajo” (allá afuera con la
gente).
Aún
así, la señora Thatcher no comete el error de pensar que el Estado capitalista
tiene un carácter político único y unificado. Ella está completamente
consciente que, aunque el Estado capitalista está articulado para asegurar el
largo plazo, las condiciones históricas para la acumulación de capital y
plusvalía, aunque es el guardián de cierta clase de civilización y cultura
burguesa y patriarcal, es, y continúa siendo, una ámbito de debate.
¿Quiere
esto decir que el thatcherismo es, después de todo, simplemente la “expresión”
de la clase dominante? Por supuesto que Gramsci siempre le da un papel central
a las cuestiones de clase, las alianzas de clases, la lucha de clases. Donde
Gramsci se aparta de las versiones clásicas del marxismo es en que él no piensa
que la política seas un ámbito que simplemente refleja identidades políticas ya
unificadas, formas de lucha ya constituidas. La política no es para él una
esfera dependiente. Es donde las relaciones y las fuerzas, económicas,
sociales, culturales, tienen que ser accionadas para producir formas
particulares de poder, formas de dominación. Esta concepción de la política es
fundamentalmente contingente, fundamentalmente abierta. No hay una ley de la
historia que pueda predecir el resultado de una lucha política. La política
depende de las relaciones de fuerza que operan en cualquier momento específico.
La historia no se encuentra esperando para resarcir los errores en un “triunfo
inevitable”. Pierdes porque pierdes, porque has perdido.
El
“buen sentido” de la gente existe, pero es sólo el comienzo, no el final, de la
política. No garantiza nada. De hecho, Gramsci dijo: “las nuevas concepciones
ocupan una posición extremadamente impopular entre las clases populares”. No
hay un sujeto unitario de la historia. El sujeto se encuentra necesariamente
escindido –un ensamblaje: una mitad es de la edad de piedra, mientras que la
otra contiene los “principios de la ciencia avanzada, los prejuicios de todas
las etapas pasadas de la historia, y las intuiciones de filosofías futuras”.
Ambas cosas luchan al interior de los corazones y las mentes de las personas,
intentando encontrar una forma de articularse políticamente. Por supuesto, es
posible reclutarlas en proyectos políticos bien diferentes.
Especialmente
hoy, vivimos en una era en que las viejas identidades políticas están
colapsando. Ya no podemos imaginar la llegada del socialismo a través de la
imagen de aquel sujeto singular que solíamos llamar el “hombre socialista”. El
hombre socialista, con una mente, un interés, un proyecto, está muerto. Y
gracias a Dios. ¿Quién lo necesita ahora, con su partencia a un período
histórico particular, con su particular sentido de la masculinidad, con su
identidad fija en una serie particular de relaciones familiares, en una
identidad sexual particular? ¿Quién lo necesita, como si fuera aquella
identidad singular a través e la cual la gran diversidad de seres humanos y
culturas étnicas en nuestro mundo deben entrar al siglo XIX? Él está muerto,
aniquilado.
Gramsci miraba un mudo que era, delante de sus
ojos, complejizante. Vio la pluralización de las identidades culturales
modernas, emergiendo entre las líneas de un desarrollo histórico desigual,
frente a lo cual hizo la pregunta: ¿cuáles son las formas políticas a través de
las cuales un nuevo orden cultural puede ser construido, a partir de esta
“multiplicidad de voluntades dispersas, estos propósitos heterogéneos”? Dado
que así es como son en realidad las personas, dado que no hay una ley que hará
que el socialismo se convierta en realidad, ¿podremos encontrar formas de
organización, formas de identidad, de lealtad, concepciones sociales, que
pueden estar a la vez conectadas con la vida social y, al mismo momento,
transformarla y renovarla? El socialismo no nos será entregado por la puerta
trasera de la historia por algún deus ex machina.
Gramsci
siempre insistió en que la hegemonía no es exclusivamente un fenómeno de
ideología. No puede haber hegemonía sin “el núcleo decisivo de lo económico”.
Por otro lado, no podemos caer en la trampa del viejo economismo mecanicista y
creer que, si podemos asir lo económico, podemos movernos por el resto de la
vida. La naturaleza del poder en el mundo moderno es que este también se
encuentra construido en relación con cuestiones políticas, morales, culturales,
intelectuales, ideológicas y sexuales. La cuestión de la hegemonía es siempre
la cuestión de un nuevo orden cultural. La pregunta que confrontó a Gramsci con
Italia nos confronta a nosotros ahora con Gran Bretaña. ¿Cuál es la naturaleza
de esta nueva civilización? La hegemonía no es un estado de gracia que se ha
instalado por siempre. No es una formación que incorpora a todos. La noción de
un “bloque histórico” es precisamente diferente de la noción de una clase
gobernante pacificada y homogénea.
Implica una concepción bastante diferente de
cómo las fuerzas y movimientos sociales, en su diversidad, pueden ser
articuladas en una serie de alianzas estratégicas. Para construir un nuevo
orden, no se necesita reflejar una voluntad colectiva ya formada, sino más bien
forjar una nueva, para así inaugurar un nuevo proyecto histórico.
He
estado hablando de Gramsci a la luz de, en las postrimerías de, el
thatcherismo: usar a Gramsci para comprender la naturaleza y la profundidad del
reto a la Izquierda
que el thatcherimso y la Nueva Derecha
en la vida y la política inglesa. Pero he estado, a la vez, hablando
inevitablemente acerca de la Izquierda. O ,
más bien, no he estado hablando acerca de la Izquierda, por que la Izquierda , en su forma
organizada, laborista, parece no tener ka menor idea de lo que implica el sacar
adelante un nuevo proyecto histórico. No entiende la naturaleza necesariamente
contradictoria de de los sujetos humanos, de las identidades sociales. No
entiende a la política como producción. No puede ver que es posible conectarse
con los sentimientos y la experiencia ordinaria de las personas en sus vidas
cotidianas, y sin embargo progresivamente articularlos hacia una forma de
conciencia social más avanzada. No ve que proliferar los centros de poder, y
así atraer cada vez más áreas de antagonismo social, es parte de la naturaleza
misma de la civilización capitalista moderna. No reconoce que las identidades
que las personas cargan en sus mentes -sus subjetividades, su vida cultural, su
vida sexual, su vida familiar, sus identidades étnicas, su salud- han sido
masivamente politizadas.
Simplemente
no creo, por ejemplo, que el liderazgo actual del partido Laborista entienda
que su destino político depende de si puede o no, en los próximos veinte años,
construir una política capaz de dirigirse, n a uno, sino a una diversidad de
puntos de antagonismo en la sociedad; unificarlos, en sus diferencias, dentro
de un proyecto común. No creo que hayan aprehendido el hecho de que la
capacidad del partido Laborista de crecer como una fuerza política depende
absolutamente de su capacidad de alimentarse de las fuerzas populares de
movimientos bien diferentes; movimientos por fuera del partido que no podía poner
en juego, y que no puede por lo tanto “administrar”. Retiene una concepción
completamente burocrática de la política. Si las palabras no surgen de la boca
del partido Laborista, entonces deben contener algo subversivo. Si la política
energiza a las personas para que hagan demandas nuevas, esto es un signo seguro
de que los nativos se están volviendo inquietos. Debes expulsar o deponer a
unos cuantos. Debes regresar a la ficción, al “votante laborista tradicional”:
a una noción fabianista, pacificada de la política, en la cual las masas
sabotean al poder para ubicar en él a los expertos, y los expertos luego hacen
algo por las masas… después, mucho después. La concepción hidráulica de la
política.
La
concepción burocrática de la política no tiene nada que ver con la movilización
de una variedad de fuerzas populares. No tiene ninguna concepción de cómo las
personas se empoderan haciendo cosas: primero que todo, frente a sus
preocupaciones inmediatas; luego, el poder se expande hacia sus capacidades y
ambiciones políticas, de tal forma que comienzan a pensar de nuevo en cómo
podría ser gobernar el mundo…Su política ha dejado de tener una conexión con la
más moderna de todas las resoluciones –la profundización de la vida
democrática.
Sin
la profundización de la participación popular en la vida nacional- cultural,
las personas comunes no tienen ninguna experiencia de gobierno sobre nada. Necesitamos
readquirir la noción de que la política se trata de la expansión de las
capacidades populares, las capacidades de las personas comunes. Y, para poder
hacer esto, el socialismo debe hablarle a las personas a quienes quiere
empoderar, en palabras que les pertenezcan a ellos, gentes del siglo XX tardío.
Habrán
notado que no estoy hablando acerca de si el partido Laborista está en lo
correcto frente a este o aquel tema. Estoy hablando de la totalidad de la
concepción de la política: la capacidad de aprehender en nuestra imaginación
política las enormes decisiones históricas que afrontan los británicos el día
de hoy. Estoy hablando de nuevas concepciones de la nación: de si crees que
Gran Bretaña puede avanzar hacia el nuevo siglo con una concepción de lo que
significa ser “inglés” que ha sido completamente constituida a partir de la
larga y desastrosa marcha imperialista de Gran Bretaña a lo largo y ancho de la
tierra. Si realmente crees esto, no has aprehendido la profunda transformación
cultural que se necesita para rehacer a los ingleses. Este tipo de
transformación cultural es precisamente aquello de lo que se trata el
socialismo de hoy.
Ahora,
un partido político de Izquierda, sin importar qué tanto se centre en el
gobierno, sobre ganar elecciones, afronta, a mi modo de ver, exactamente este
tipo de decisión. La razón por la cual no soy optimista respecto de que el
“masivo partido de la clase trabajadora” pueda alguna vez entender la
naturaleza de la decisión histórica que lo confronta es precisamente que
sospecho que el partido Laborista todavía cree secretamente que todavía le
queda un poco de campo en el viejo, económico- corporativo e incrementista
juego keynesiano. Todavía cree que puede regresar a un poquito de keynesianismo
aquí, un poco más del Estado de bienestar más allá, un poco más de la cosa
fabiana… Realmente, no tengo una visión cataclísmica del futuro, pero
honestamente creo que esta opción se encuentra ahora clausurada. Está agotada.
Nadie cree en ella. Sus condiciones materiales han desaparecido. Los británicos
comunes no votarán por ella porque saben en sus huesos que la vida ha dejad de
ser así.
¿Que
lo que el thatcherismo propone, a su radical modo, no es aquello a lo que
podemos volver, sino a través de cuál ruta podemos avanzar? Frente a nosotros
se encuentra la decisión histórica: capitular al futuro thatcherista, o
encontrar una forma nueva de imaginar.
No
se preocupen por la señora Thatcher, ella se retirará a Dulwich. Pero hay
muchos más thatcheristas de tercera, cuarta y quinta generación, tan secos como
la arena, hombres “cuerdos” que esperan tomar su lugar. Creen que nosotros
somos dinosaurios. Creen que pertenecemos a otra era. A medida que el
socialismo declina lentamente, amanecerá una nueva era y esta clase de hombres
posesivos estarán a cargo de ella. Sueñan acerca de un poder cultural real. Y
el partido Laborista, a su modo susurrante, sin agitar el panal, esperando que
las encuestas electorales escalen, afronta de hecho sólo la decisión entre convertirse
en algo históricamente irrelevante o comenzar a bocetear una forma de
civilización completamente diferente.
No
digo socialismo, por miedo a que el término nos sea tan familiar que terminemos
creyendo que hablo simplemente de poner sobre los rieles de nuevo al mismo
viejo programa que todos conocemos. Estoy hablando de la renovación de la
totalidad del proyecto socialista en el contexto de la vida social y cultural
moderna. Quiero decir que tenemos que desplazar la relación de fuerzas –no para
que la utopía se realice el día después de las siguientes elecciones generales,
sino para que las tendencias comiencen a correr en otra dirección. ¿Quién
necesita un Cielo socialista en el cual todos estén de acuerdo con todos, donde
todo el mundo es exactamente igual? Dios nos libre. Hablo más bien de un lugar
en el cual podamos comenzar la disputa histórica por aquello que debe ser una
nueva civilización. ¿Es posible que las nuevas e inmensas capacidades
materiales, culturales y tecnológicas, que por mucho rebasan los sueños más
locos de Marx, que están ahora realmente en nuestras manos, vayan a ser
políticamente hegemonizadas por la modernización reaccionaria del thatcherismo?
¿O podremos tomar estos nuevos medios de hacer historia, de conformar nuevos
sujetos humanos, y palancarlo todo en dirección de una nueva cultura? Esta es
la elección que afronta a la
Izquierda.
“Uno debe enfatizar”, escribió
Gramsci, “la significatividad que tienen,
en el mundo moderno, los partidos políticos en la elaboración y difusión de
concepciones del mundo, porque lo que ellos esencialmente hacen es elaborar las
éticas y políticas que corresponden a estas concepciones actuando como si este
fuera su propio laboratorio histórico”.