Si bien algunos señalan –con algo de exageración y
optimismo– que el primer contacto de Gramsci con América Latina se dio en la
década del veinte del siglo pasado a través del peruano José Carlos Mariátegui,
lo cierto es que aquello resulta difícil de comprender, ya que por aquellos
años –como bien apunta el citado Pancho Aricó– Gramsci era casi un desconocido
hasta para los propios italianos. En consecuencia, su proximidad con nosotros no
es de larga data, más bien se circunscribe a nuestra historia reciente, léase
desde los años cincuenta en adelante y con mayor intensidad desde las décadas
del sesenta y setenta, cuando la revolución cubana ya se había consumado y los
golpes de Estado y dictaduras militares imponían la violencia armada en el
continente. Lo mismo para el caso chileno, sus primeras lecturas se dan
preliminarmente en los cincuenta y sesenta, pero los “años de cuba”, del
guevarismo, foquismo, los influjos del marxismo leninismo y el althusserismo,
tendieron a invisibilizar sus escritos y propia figura. Será el golpe de Estado
de 1973 y el proceso de renovación de la izquierda socialista, el momento en el
cual Gramsci (y también Foucault) será releído como una forma de pensar el
poder, sus prácticas y relaciones, y una estrategia para salir de la dictadura.
Al respecto, varios son los campos desde donde se puede
pensar y revisitar a Gramsci y la importancia de leerlo en clave del Chile
actual. Gramsci escribió relativamente poco sobre desarrollo económico, pero sí
mucho sobre política. Por ejemplo, desde el punto de vista del Estado, uno de
sus grandes aportes estuvo en ir más allá de aquella lectura marxista que
circunscribía al Estado a la fuerza coercitiva; sin desconocer aquello,
entendía que el Estado no sólo actuaba por la fuerza, sino por el consenso; por
lo tanto, éste no sólo estaba constituido por aquellos “aparatos” visibles del
poder político, sino que por todo un conjunto de instituciones que tienen como
objetivo dar dirección política e ideológica a la sociedad (persuasión,
consenso). En aquella tarea situó a la escuela, iglesia y los medios de
comunicación.
Dentro del marxismo, Gramsci fue un pionero en el análisis
de la cultura y la importancia de los intelectuales en la sociedad. El pensador
sardo consideraba que la cultura no se asociaba al saber enciclopédico, donde
el hombre no es más que un recipiente que acumula datos para almacenarlos en el
cerebro y posteriormente utilizarlos para responder a los estímulos del mundo
exterior. Esta forma de concebir la cultura, a través de la acumulación de
datos y fechas en la memoria, sólo sirve para asumir una postura superior al
resto de la humanidad y levantar una barrera entre sí mismo y los demás.
En todo este proceso, la sociedad civil y sociedad política
juegan un papel fundamental. La primera se relaciona con aquellos aparatos
privados de hegemonía; es decir, presuponen de sus miembros una adhesión
voluntaria contractual. Son privados, ya que, con su acción, tienen un
innegable papel en las relaciones de poder, en la determinación del modo
mediante el cual se constituye la esfera pública de la sociedad. De esta forma,
el Estado aparece dotado de la dimensión del consenso. En consecuencia, la
división que se realiza entre sociedad política (el Estado) y sociedad civil
(aparatos privados), tiene un carácter básicamente metodológico, ya que la
sociedad civil forma la base de la sociedad política con la que está
indisolublemente ligada y sirve precisamente para articular y transmitir la
ideología dominante.
Otra de las contribuciones de Gramsci, fue su análisis de la
crisis hegemónica. Hegemonía entendida como la dirección política e ideológica
de un sector sobre otro, la cual conlleva una distribución del poder, jerarquía
e influencia; en el fondo, la habilidad que tiene o dispone una clase, grupo o
sector para asegurar la adhesión y el consentimiento libre de las masas.
En el caso de la crisis hegemónica, esta implica que las
clases dominantes han perdido la dirección y el consenso social, produciendo
una separación entre sociedad civil y política, con lo cual se refuerza el rol
coercitivo del Estado. En uno de los pasajes de los Cuadernos de la Cárcel señala que la crisis no tiene un comienzo,
origen único, una sola causa (económica, por ejemplo), sino manifestaciones que
obedecen a un proceso social complejo con varias expresiones, donde se
intensifican cuantitativamente algunos elementos y fenómenos, mientras que
otros se han vuelto ineficaces o han muerto. Si bien en cada país el proceso es
distinto, una crisis hegemónica se expresa en el distanciamiento de los grupos
sociales con sus partidos y dirigentes. “Sus prédicas son cosas extrañas a la
realidad, pura forma sin contenido”. Asimismo, la clase dominante ha perdido el
consenso de los grupos subalternos, y estos han pasado de la pasividad política
a una determinada actividad (inorgánica) para plantear sus reivindicaciones.
“Se habla de crisis de autoridad y en esto consiste precisamente la crisis de
la hegemonía, o la crisis del Estado en su conjunto”.
Un último campo de acción dice relación con el tema
cultural. Dentro del marxismo, Gramsci fue un pionero en el análisis de la
cultura y la importancia de los intelectuales en la sociedad. El pensador sardo
consideraba que la cultura no se asociaba al saber enciclopédico, donde el
hombre no es más que un recipiente que acumula datos para almacenarlos en el
cerebro y posteriormente utilizarlos para responder a los estímulos del mundo
exterior. Esta forma de concebir la cultura, a través de la acumulación de
datos y fechas en la memoria, sólo sirve para asumir una postura superior al
resto de la humanidad y levantar una barrera entre sí mismo y los demás. La
cultura es otra cosa, es organización, disciplina interna, conquista superior
de la conciencia, lo cual llevará a comprender el valor que los hombres tienen
en la sociedad, tanto en sus derechos como en sus deberes. De ahí, entonces,
que el actuar (práctica) del hombre en el mundo va creando cultura. Así la
cultura se convierte en historia, y esta no es otra cosa que la creación de los
hombres en el tiempo.
En consecuencia, revisitar al pensador sardo, leerlo,
comprender sus escritos y aportes teóricos en clave del Chile actual, implica
–parafraseando a Gramsci– pensar críticamente el presente, pero sin
menospreciar el pasado, acusándolo de no haber cumplido con el objetivo del
presente, ya que en ese menosprecio puede estar el riesgo de la nulidad del
presente. Peor aún, creerse o asumir posturas destructoras y creadoras de
ciertas novedades históricas o momentos históricos. De ahí que sólo es
destructor y creador quien tiene la capacidad de destruir lo viejo
(especialmente aquellas relaciones invisibles, impalpables que se esconden en
las cosas materiales) para que aparezca lo nuevo, aquello que realmente es
necesario e imprescindible para el umbral de la historia, de lo contrario se
transformarán en “sedicientes destructores” y “procuradores de abortos
fallidos” de nuestra historia. Y, de esos, tenemos varios y lamentables
ejemplos.