- Gramsci marcaba cuánto había en el proceso hegemónico de lucha política, de articulación, viendo la creación de un nuevo bloque histórico como algo más complejo e indeterminado que la noción leninista de la alianza de clases.
- Llegó a identificarse con el proceso chavista y defendió con entusiasmo a los gobiernos populares de la región
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Ernesto Laclau ✆ Bob Row |
Aquellos primeros textos de quien había militado en el
Socialismo de Vanguardia mostraban un manejo tan riguroso como creativo de las
categorías del marxismo (recuerdo su intervención en el debate, por entonces
convocante, sobre los modos de producción en América latina) y una valoración
positiva de los movimientos nacionales y populares que mostraba la influencia
de Jorge
Abelardo Ramos pero también un fuerte interés por el debate con sectores de la nueva izquierda. José Aricó advertía la marca inequívoca de la pluma de Laclau en el escrito fraternal y polémico que, en 1963, Lucha Obrera, el periódico de la Izquierda Nacional entonces dirigido por Laclau, dedicara a la nueva revista Pasado y Presente.
Abelardo Ramos pero también un fuerte interés por el debate con sectores de la nueva izquierda. José Aricó advertía la marca inequívoca de la pluma de Laclau en el escrito fraternal y polémico que, en 1963, Lucha Obrera, el periódico de la Izquierda Nacional entonces dirigido por Laclau, dedicara a la nueva revista Pasado y Presente.
A mediados de los años ’80, la publicación de Hegemonía y Estrategia Socialista,
editada antes en Londres donde residía Laclau, tendría fuerte repercusión en
nuestro país. Allí Laclau definía su pensamiento como posmarxista, considerando
la doctrina de Marx como una, pero sólo una, de las fuentes en que debía
nutrirse el pensamiento emancipatorio. Cuestionaba en ese libro –escrito junto
con Chantal Mouffe– la visión esencialista que hacía de la clase obrera el
protagonista necesario de la revolución y postulaba un sujeto político a ser
constituido en el que debían aunarse diferentes demandas y agrupamientos
sociales. La democracia que había convocado en el marxismo italiano de la
segunda posguerra muchas discusiones, alentadas por quienes se negaban a
considerarla meramente como el momento burgués de la lucha socialista, llegaba
en el razonamiento de Laclau y Mouffe a conformarse como un espacio aún más
comprensivo que el del socialismo. La lucha democrática no podía limitarse a la
transformación de la economía y el Estado, sino que debía abarcar también
reivindicaciones de feministas, minorías raciales, diversidad sexual, ambientalistas
y otras.
Aunque entonces ya se preanunciaba la caída de los
socialismos reales, esta obra que hacía un riguroso análisis de los derroteros
y polémicas del marxismo para rescatar lo que aún consideraba vivo, resultó
demasiado heterodoxa para una izquierda que no pensaba aún en revisar sus
presupuestos. Más atención le prestaron quienes se planteaban entonces la
búsqueda de nuevos caminos para la democracia, pero ni los intelectuales
agrupados en el Club de Cultura Socialista ni los que llegarían, por el camino
de la renovación peronista, a crear el Frente Grande advirtieron plenamente, en
la mayoría de los casos, que la “radicalización de la democracia” reclamada por
Laclau seguía siendo un proyecto emancipatorio que mal podía compatibilizarse
con la patética convocatoria de la Alianza.
Más allá de las adhesiones políticas, el texto abrió un
camino fecundo. Laclau y Mouffe introducían nuevamente a Gramsci en el
pensamiento político argentino. Héctor Agosti había hecho el primer intento
publicando, en los años ’50, las obras del pensador turinés con el propósito de
aligerar las trabas que una ortodoxia marcada por la influencia soviética ponía
al debate y la creación en el seno del comunismo argentino. Una década después,
Aricó y Portantiero iniciaron otro rumbo y, revisando en parte la lectura de la
obra gramsciana que había impuesto el PC italiano, leyeron esos textos tanto
para reflexionar sobre la condición obrera y centrar en las fábricas la acción
revolucionaria, como para acercarse años más tarde al peronismo montonero en
los días vertiginosos de 1973. El Gramsci de los consejos obreros de Turín
podía servir para la primera lectura, el teórico que buscaba en la historia de
la cultura italiana las raíces de lo nacional popular aportaba a la segunda.
A diferencia de estas interpretaciones de Gramsci, Laclau no
sostenía que la suya fuese la auténtica, no reivindicaba ninguna ortodoxia. A
su juicio, diferenciándose de las teorizaciones leninistas que hacían de la
clase obrera por definición el sujeto de la hegemonía, Gramsci marcaba cuánto
había en el proceso hegemónico de lucha política, de articulación, viendo la
creación de un nuevo bloque histórico como algo más complejo e indeterminado
que la noción leninista de la alianza de clases. Sin embargo, este aporte de
Gramsci queda limitado porque sigue viendo a la clase obrera como el sujeto
necesario de ese proceso. En el continente que asiste a las transformaciones
posfordistas de la tercera revolución industrial, rompiendo la presencia
dominante de las grandes concentraciones obreras, generando sociedades que,
lejos de homogeneizarse como creía Marx, se muestran cada vez más fragmentarias
y heterogéneas, Laclau señalará que ya no existe un sujeto hegemónico por su
propia naturaleza y abrirá las puertas para advertir toda la complejidad que
adquiere la política emancipatoria en un momento de declinación de los
tradicionales partidos obreros, mientras parecen proliferar movimientos
sociales y nuevas culturas.
En su búsqueda por precisar la constitución de la hegemonía,
más tarde Laclau aportará la noción de significante vacío, que permite explicar
cómo se forman las identidades políticas en un proceso en que ese significante
acepta las más variadas lecturas y explica de ese modo cómo la gran mayoría del
arco político pudo, a comienzos de los ’70, adherir al retorno de Perón desde
muy distintas posiciones. Polémica noción que parece contrariar el sentido
común. Difícil pensar como algo vacío esa reivindicación histórica del pueblo
argentino; sin embargo, qué útil nos ha resultado para explicar dos momentos
contradictorios, la convocatoria multiforme en torno de la vuelta del líder y
la crisis irremediable de ese conglomerado al momento de gobernar.
El otro núcleo central del pensamiento político de Laclau
tiene que ver con el populismo, reflexión iniciada hace más de tres décadas que
culminó con la publicación en 2005 de La
razón populista, texto que refuta la condena que había impuesto la
Academia, demostrando que lo que se criticaba a los movimientos populistas, la
falta de identidad definida de clase, el exceso retórico, la vaguedad de
propuestas, la simplificación del espacio político en dos polos, no son sino
los modos propios de la política. La constitución del sujeto pueblo que supone
la articulación de demandas diversas sólo puede darse si aparece enfrentado con
el bloque en el poder. Pero, señala Laclau, los populismos no son
necesariamente progresistas ni de izquierda, constituyen un modo de interpelar
al pueblo que puede connotar orientaciones muy diversas.
Es interesante releer las declaraciones de Laclau en los
años ’90 para advertir que alentó algunas expectativas sobre la evolución de
algunos partidos socialdemócratas europeos, porque la radicalización de su
pensamiento, que lo llevó a identificarse con el proceso chavista y defender
con entusiasmo a los gobiernos populares de la región, no puede, a mi juicio,
desvincularse de la profunda decepción que le produjo el giro derechista de
esas formaciones políticas. Cada vez más fue identificándose con las democracias
radicales de América latina y visitó con mayor frecuencia la Argentina y
asistió a debates y actos políticos. Los medios opositores lo consideraron como
el intelectual K por antonomasia y él, abandonando su anterior circunspección,
salió a responder con salidas que desafiaban todos los patrones de la
corrección política, como cuando defendía el derecho de un pueblo a elegir
cuantas veces quisiera a sus gobernantes.
Hasta en las recientes necrológicas, esos medios lo siguen
acusando de postular el camino chavista para la Argentina y de celebrar la
fractura social por la que responsabilizan al kirchnerismo. No se han
preocupado en leerlo. Laclau, defensor a ultranza del chavismo, siempre sostuvo
que había podido surgir en un país donde se habían roto todas las mediaciones
políticas y que no era ésa la situación argentina. También señaló que la lógica
populista, la de la constitución del sujeto social, la de la movilización de
las masas, debe necesariamente coexistir con una lógica institucional de organización
del Estado y el gobierno. No fue un enemigo de la República, salvo que se tenga
de ésta la estrecha visión de quienes la confunden con el gobierno de las
minorías.
El país que lo vio partir como a tantos que fueron
ahuyentados por la represión a la universidad, lo recibió como al hijo pródigo
cuando llegó cargado de distinciones y reconocimientos académicos. Para él, que
resolvió a su manera la tensión que tiene todo intelectual de izquierda entre
el estudio y la vida militante, esta vuelta a la Argentina significó, de algún
modo, la sutura de esa escisión. Los miles de jóvenes que lo escucharon en
estos años recuerdan hoy al teórico brillante pero también al militante que
volvió tras las huellas de su juventud.