- En el “sentido común” se expresa la hegemonía, función que Gramsci atribuía a la “sociedad civil”, vale decir, al conjunto de organismos de naturaleza no coercitiva que se sumergen en la batalla por la dirección intelectual y moral de la sociedad
Agustín Laje | La
“batalla cultural”, para definirla de manera simple y concreta, es aquella que
se lleva adelante en orden a configurar el “sentido común” (gramsciano) de la
sociedad. Este “sentido común” no refiere a lo que suele considerarse como
conocimiento innato o autoevidente, sino que designa una serie de concepciones
genéricas históricamente construidas. Antonio Gramsci lo definió con claridad: “El sentido común es la filosofía de los
no filósofos, es decir, la concepción del mundo absorbida acríticamente por los
diversos ambientes sociales y culturales en los que se desarrolla la
individualidad moral del hombre medio”.[1] El “sentido común” de Gramsci
es el “clima de opinión” de Friedrich Hayek, es decir, “un conjunto de preconcepciones muy generales”[2] sobre la existencia.
es el “clima de opinión” de Friedrich Hayek, es decir, “un conjunto de preconcepciones muy generales”[2] sobre la existencia.
En el “sentido común” se expresa la hegemonía, función que
Gramsci atribuía a la “sociedad civil”, vale decir, al conjunto de organismos
de naturaleza no coercitiva que se sumergen en la batalla por la dirección
intelectual y moral de la sociedad, esto es, en la batalla cultural que hemos
anteriormente definido.
La problemática del rol del intelectual debe ser abordada,
pues, en el marco descrito. Donde ayer fueron Marx y Lenin, hoy probablemente
sea Gramsci; donde ayer fue economiscismo, hoy es culturalismo; donde ayer
fueron guerrilla y revolución estructural, hoy es intelectualismo
superestructural. En efecto, son los intelectuales los protagonistas
indiscutidos de la “batalla cultural” y de ahí la importancia de reflexionar
sobre ellos.
En este orden de cosas, resulta inevitable preguntarse: ¿Qué
es un intelectual? El concepto de intelectual no tiene un significado
establecido o definitivo; al contrario, es multívoco y cronológicamente
reciente. En la temática que nos ocupa, la acepción de “intelectual” que mejor
se ajusta a nuestras inquietudes es aquella que entiende que lo definitorio del
intelectual no es su tipo de profesión ni sus pergaminos académicos sino su
función social, la cual es, naturalmente, el liderazgo cultural de una
sociedad. Entre ellos podemos encontrar profesores, periodistas, abogados, artistas,
sociólogos, politólogos, y un inacabable etcétera. Esto no quiere decir que todos
los abogados o todos los artistas, por caso, sean intelectuales. Joseph
Schumpeter ha anotado que “los intelectuales son, en efecto, los que ejercen el
poder de la palabra hablada y escrita”[3], y con el vocablo “poder”, el
pensador austríaco nos enseña que no todo ser parlante y alfabeto es un
intelectual, sino únicamente aquellos que tienen un poder efectivo de
influencia que da sentido y realidad a su función social. Algo similar pensaba
Gramsci, cuando sostenía que “todos los hombres son intelectuales, pero no
todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”.[4]
El intelectual posee un poder pocas veces advertido en su
exacta magnitud por el grueso de la sociedad que, paradójicamente, está
expuesta a la lucha cultural que acontece en forma subterránea. Rousseau
entendió que “quienes controlan las opiniones de un pueblo, controlan sus
acciones”. El poder del intelectual reside, precisamente, en la invisibilidad
de sus efectos para la mayoría (ésta desconoce por completo el origen de las
concepciones que han llegado a formar parte de su pensamiento), y en la
omnipresencia de su praxis (la labor del intelectual atraviesa el campo
cultural del derecho y del revés sin ser percibida). Ayn Rand decía al respecto
que “los hombres que no están interesados en filosofía absorben sus principios
de la atmósfera cultural que hay en su entorno: las escuelas, las
universidades, los libros, las revistas, los periódicos, las películas, la
televisión, etc. ¿Quién fija el tono de una cultura? Un puñado de hombres: los
filósofos”.[5] La lectura de Rand, a mi entender, es inacabada. En efecto, hay
una distinción entre el filósofo y el intelectual, dada por el nivel de especialización
y por su función. Mientras aquél genera sistemas de pensamiento novedosos, éste
los consume, digiere, interpreta y difunde. En consecuencia, queda claro que el
filósofo, sin la adscripción del intelectual, no puede fijar el tono cultural
en absoluto, pues su filosofía no puede hacerse “ideología” que, en términos
gramscianos, significa el carácter de masa de la filosofía.
El intelectual, como tipo social, tiene existencia reciente.
Según las investigaciones de Carlos Altamirano, el empleo del sustantivo
“intelectual” para designar a un grupo social o a un actor de la vida pública
“no va más allá del último tercio del siglo XIX”.[6] En consonancia, Marx
entiende que el intelectual tiene su génesis en la separación del trabajo
manual e intelectual. El momento histórico al que nos referimos es, claro está,
el del surgimiento del capitalismo que, como demuestra Schumpeter, posibilitó
la emergencia del intelectual moderno: “si el monasterio dio nacimiento al
intelectual del mundo medieval fue el capitalismo el que le dio libertad y lo
obsequió con la prensa de imprimir”.[7] En efecto, es bajo este sistema de
producción en el que se masifica tanto la producción intelectual cuanto el
consumo de productos intelectuales. Robert Nozick también llamaba la atención
sobre que “los intelectuales forjadores de palabras se desenvuelven bien en la
sociedad capitalista; en ella disponen de amplia libertad para formular,
desarrollar, propagar, enseñar y debatir las ideas nuevas”, algo que no
pudieron hacer, como demuestra la historia, en el marco de sistemas
totalitarios comunistas (el ejemplo paradigmático es el de Leon Trotsky).
Los efectos de la “batalla cultural”, no obstante, nos
revelan un panorama desconcertante: la criatura se volvió contra su creador. En
el marco de un sistema de producción capitalista, la hegemonía corresponde a
los principios del colectivismo por obra del intelectualismo. En otras
palabras, el “sentido común” que han pergeñado los intelectuales se corresponde
con la moral socialista pero se contrapone al modo de producción capitalista
vigente, algo que en Marx hubiese sido imposible pero que, en Gramsci, es no
sólo lógico, sino decisivo en orden a llevar adelante la revolución socialista.
(Cuando decimos que en lo fundamental el kirchnerismo y la oposición se parecen
llamativamente, que hablan igual, y que compiten por quién es más
“progresista”, ponemos sobre el tapete una prueba incontrastable sobre el poder
hegemónico socialista).
En rigor, resulta innegable que la gran mayoría de los intelectuales,
en mayor o menor grado, adscriben al socialismo y difunden sus ideas. Esto ya
mantenía preocupados durante el siglo pasado a pensadores liberales de la talla
de Ludwig von Mises –autor del libro La mentalidad anticapitalista–, Friedrich
von Hayek –autor del ensayo “Los intelectuales y el socialismo– y Robert Nozick
–autor del ensayo “¿Por qué se oponen los intelectuales al capitalismo?”–. El
eje de la preocupación ha estado generalmente puesto sobre los factores
sociológicos y psicológicos que establecen una conexión entre el intelectual y
el socialismo. No obstante, creo que es hora de mover ese eje e invertir la
pregunta: ¿Por qué el “hombre de derecha” tiende a estar desapegado del mundo
intelectual? (Con “derecha” pretendo englobar liberales y conservadores bajo
una misma categoría a riesgo de resultar impreciso). Hayek notó este problema,
aunque se concentró sobre todo en el intelectual socialista: “Es, pues,
probable, no que los más inteligentes suelan ser socialistas, sino que una
proporción mucho mayor de socialistas de entre las mejores mentes se dediquen a
aquellas tareas intelectuales que en la sociedad moderna les otorgan una
influencia decisiva sobre la opinión pública”.[8]
El “hombre de derecha”, a diferencia del de izquierda, suele ser renuente al estudio de las abstracciones y, por tanto, sus destrezas en el mundo de las ideas suelen ser deficientes; considera que la filosofía es una pérdida de tiempo, tan excéntrica como determinar el sexo de los ángeles. Es bastante evidente que el “hombre de derecha”, por su idiosincrasia, se ve mucho más atraído por la cosa tangible; la realidad, para él, no pasa por las elucubraciones ideológicas, sino por la materialidad. Prefiere, por lo tanto, el estudio de asignaturas más concretas como la economía o la administración de empresas frente a la filosofía, la sociología o la antropología. Basta echar un vistazo en las facultades dedicadas a la enseñanza de estas carreras para comprobar el perfil ideológico del estudiantado.
Esta natural inclinación por la cosa tangible que
experimenta el “hombre de derecha” obedece a las propias ideas que lo rigen. En
efecto, si algo caracteriza al liberalismo y al conservadurismo por igual, eso
es el valor que asignan al individuo y a su dignidad, entendida como autonomía
y autorrealización. Así pues, el “hombre de derecha” es empujado por su propio
sistema de valores a seguir profesiones valoradas en el mercado, que le
proporcionen independencia económica y dignidad. Al contrario, al “hombre de
izquierda” le es propia una axiología más desprendida del valor material, pues
considera que, en última instancia, la comunidad debería proporcionar su
sustento. Luego, a la hora de escoger un ámbito de estudio no pone sobre la
balanza la rentabilidad. La disyuntiva entre el “hombre de derecha” y el
“hombre de izquierda” es, en definitiva, la que se da entre el mercado y el
Estado; entre la producción y la distribución; entre la autonomía y el
parasitismo.
Para el “hombre de derecha”, así pues, la cuestión de las
ideas suele ser una pérdida de tiempo y las profesiones dedicadas a ellas son
naturalmente “improductivas”. Al “hombre de derecha” le cuesta entender que las
ideas son un instrumento de poder, puesto que a través de ellas representamos
al mundo: quienes definen el sistema de ideas que se torna hegemónico, definen
por añadidura la manera en que la sociedad piensa, siente y valora. La realidad
que captamos a través de nuestros sentidos sólo encuentra significación en el
marco de un sistema de ideas y, como dijo Jean François Revel, “las ideas
mueven al mundo”.
Axel Kaiser ha denominado “la fatal ignorancia” al peligro
que conlleva esta actitud del “hombre de derecha”: “La derecha (…) ha dejado
que la izquierda acapare la cultura casi sin contrapesos permitiéndole instalar
su mensaje. Esa es la fatal ignorancia de la derecha: no entender que la
cultura y el mundo intelectual son decisivos en la batalla por las ideas y que
del resultado de esa batalla depende finalmente el de la lucha política y en
consecuencia el destino del país”.[9] Como ha explicado recientemente Alberto
Benegas Lynch (h), la batalla cultural efectivamente determina la lucha
política, puesto que los puntos de mínima y de máxima que constituyen la franja
discursiva que permite la opinión pública en boca de un político, son
resultantes del accionar de los intelectuales dedicados a configurar el mentado
“sentido común”.
El desafío para los sectores opuestos a la izquierda es
mayúsculo. Se precisa de una contraofensiva intelectual dispuesta a embarrarse
en el terreno de las abstracciones. Hayek supo aseverar que “tenemos que hacer
del edificio de la sociedad libre una aventura intelectual”.[10] De lo que se
trata, en verdad, es de conquistar el “mundo de las ideas” para que lleguen a
ser las “ideas del mundo”.
(*) Coautor del libro “Cuando el relato es una FARSA”.
@agustinlaje | agustin_laje@hotmail.com
Notas
[1] Citado en Sáenz, Alfredo. Antonio Gramsci y la
revolución cultural. Buenos Aires, 2009, Gladius, p. 20.
[2] Hayek, Friedrich. Democracia, justicia y socialismo. Madrid,
2005, Unión Editorial, p. 83.
[3] Schumpeter, Joseph. Capitalismo, socialismo y
democracia. Barcelona, 1996, Folio, p. 198.
[4] Gramsci, Antonio. Los intelectuales y la organización de
la cultura. México, 1975, Juan Pablos Editor, p. 14.
[5] Rand, Ayn. Filosofía: ¿Quién la necesita?. Buenos Aires,
Grito Sagrado, 2009, p. 26.
[6] Altamirano, Carlos. Intelectuales. Notas de
investigación sobre una tribu inquieta. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores,
2013, p. 17.
[7] Schumpeter, Joseph. Capitalismo, socialismo y
democracia. Barcelona, 1996, Folio, p. 200
[8] Hayek, Friedrich. Democracia, justicia y socialismo.
Madrid, 2005, Unión Editorial, p. 88.
[9] Kariser, Axel. La fatal ignorancia. Santiago de Chile,
Instituto Democracia y Mercado, 2009, p. 11.
[10] Hayek, Friedrich. Democracia, justicia y socialismo.
Madrid, 2005, Unión Editorial, p. 97.
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