- “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo por las cuales la potencia de obrar del cuerpo mismo es aumentada o disminuida, favorecida o reprimida, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones.” | Baruch Spinoza
Esteban Rodríguez | Horacio
González decía que Sorel ha sido de esos pensadores rezagados del raconto de la
historia del pensamiento; más utilizado que citado. Es que de alguna manera sus
guiñes, reales o no con el fascismo, o en todo caso las lecturas que el
fascismo hizo de Sorel, lo volvieron un pensador difícil de digerir. Sorel
incomoda cuando le discurrimos. No es una escritura fácil. Pero también, porque
tampoco se dan cita respetuosamente las polémicas que invoca. Ahora bien, este
no es el caso de Antonio Gramsci; en este caso más citado que leído. Gramsci se
hace cargo de Sorel. Nomás en la primera página de su ensayo hará explícita la
paternidad general que atraviesa el Príncipe Moderno. Porque de alguna manera,
el Príncipe Moderno de Gramsci es una reescritura del Príncipe de Maquiavelo
desde las
lecturas de George Sorel. Y también de Renán. O si se quiere, encuentra los postulados de este en aquél otro texto. Como sea, se trata del mito, se trata de Maquiavelo y se trata del porvenir del socialismo. Sin embargo, no estamos ante un mero ensamble. Quiero decir, la interpretación que esgrime Gramsci no se esboza como ejercicio de repetición; pues entre el mito soreliano y el mito gramsciano hay algunas diferencias. Entonces, parecido pero diferente. Diferencia y repetición. Gramsci reafirmará tanto como corregirá.
lecturas de George Sorel. Y también de Renán. O si se quiere, encuentra los postulados de este en aquél otro texto. Como sea, se trata del mito, se trata de Maquiavelo y se trata del porvenir del socialismo. Sin embargo, no estamos ante un mero ensamble. Quiero decir, la interpretación que esgrime Gramsci no se esboza como ejercicio de repetición; pues entre el mito soreliano y el mito gramsciano hay algunas diferencias. Entonces, parecido pero diferente. Diferencia y repetición. Gramsci reafirmará tanto como corregirá.
La novedad en la relectura de Gramsci estará dada por el
carácter constructivo que prepara para el mito. A diferencia de Sorel, que
ponía el acento en el momento destructivo del mito, Gramsci daba una vuelta de
tuerca destacando el carácter constructivo del mito político. Pero no vayamos
tan aprisa.
El punto de partida para Gramsci es Maquiavelo, “el
Príncipe” de Maquiavelo. La relectura se justifica por la problemática
semejante que observa entre los dos momentos. La lectura se vuelve un ejercicio
oblicuo. En efecto, la Italia de Maquiavelo es un Italia serializada,
deconstruida en una serie de principados, ducados y otras partículas. Los
residuos feudales confunden el lugar de la política precipitando a toda la
península a continuas luchas. En este sentido, el problema para Maquiavelo era
la unificación. Aunque en el fondo se trataba del vulgo; digamos de la sociedad
civil para acercarnos a la reinterpretación gramsciana. En última instancia, si
lo leemos entre líneas, de lo que se trataba era de las multitudes, cómo
controlar, gestionar las derivas poblacionales. Maquiavelo pensaba que las
multitudes fragmentadas, ya que resultan fácilmente seducibles, fáciles de
captar por parte de los Príncipes debido a la misma credulidad que les
caracteriza, decía que son estas multitudes desperdigadas, que van pasando de
mano en mano entre distintos príncipes, las que obstaculizaban la unificación.
Entonces, en la medida que se trataba de conjurar la diseminación social el
problema era trascender los particularismos, esto es producir una contención
política general. En Maquiavelo el problema de la unificación será al mismo
tiempo, el problema de la formación del Estado. Y por eso, Maquiavelo imagina
una figura que tendrá que ser lo suficientemente fuerte como para contener los
diferentes localismos, digo, para trascender los múltiples conflictos que
desbanden la política. Esa figura será el Príncipe. El Nuevo Príncipe. Y digo
bien: El Príncipe; escrito en singular. El Estado como una tautología de una
personalidad superindividual.
Dijimos entonces que el punto de partida es el Príncipe,
aunque ya no se trate del príncipe absolutista, sino del Príncipe Moderno. Y si
el punto de partida es el mismo, tendrá que ver, en parte, porque los problemas
que encuentra Gramsci en Italia eran semejantes a los que se topaba en su
momento el propio Maquiavelo. Digo: una sociedad serializada. Y cuando no se
trataba de la comunidad dispersa, eran las multitudes fascinadas con el jefe,
encandiladas por su líder. Pensemos que Gramsci escribe la mayor parte de su
obra desde la cárcel, es decir en pleno régimen mussoliniano. Escribe en los
momentos en que el movimiento fascista está en pleno auge. Entonces hay que
disputarles la sociedad civil, el sentido de las multitudes, al propio Mussolini.
Y para ello, Gramsci sabe que con lubricaciones teóricas ni basta, ni sirve. Se
necesita por el contrario una artillería semejante a la que despliega y
manipula el propio fascista. Hay que usar entonces palabras pesadas, ideas
fuerzas. Dicho con una palabra: mitos. De lo que se trata es de mitologizar el
marxismo. Y acá es donde Gramsci introduce (invoca) las lecturas de George
Sorel; pues como Sorel entendía, a las multitudes no se las captura y mucho
menos moviliza recitándoles de memoria la teoría de la plusvalía y la
alienación. No es que Gramsci comparta el antiintelectualismo de Sorel, pero
entiende (se da cuenta) que en ese punto, la política requiere de nuevas
estrategias (que son estrategias comunicacionales), de nuevas formas de hacer
política. Porque en el fondo, el problema del mito, la discusión en torno del
mito, no deja de ser un debate sobre políticas de comunicación. Si la cuestión
es organizar a las multitudes, el problema será cómo llegar a las masas para
luego recién poder organizarlas. Y pensar “cómo llegar” es discutir “qué
lenguaje” habremos de utilizar.
De alguna manera este mismo problema seguramente también lo
tuvieron Marx y Engels. Cuando escribieron el Manifiesto Comunista lo
escribieron pensando en aquella multitud parapetada detrás de las barricadas;
antes que en el ciudadano sentado reconfortadamente en una habitación con todo
el tiempo del mundo para dilucidar sutilezas. Marx sabía que había que
simplificar la teoría, aún a riesgo de deformarla, para contener aquella revuelta.
El interlocutor del manifiesto es el lector de barricada, y este no anda con
demasiado tiempo para rastrear los planteos de un análisis meticuloso. La
palabra tiene que ser tajante. Decirse de una sola vez. Tiene que ser lo
suficientemente contundente como para poder entonar el conflicto que está
teniendo lugar. Aquellos militantes, que en esos momentos se parecen más a
soldados que a intelectuales, no necesitan de clases teóricas o pomposos
discursos; sino consignas y otras arengas por el estilo. Luego vendrán las
teorías, el momento de agregar todo lo que se le sacó al manifiesto, es decir
de complejizar lo que primeramente tuvo que simplificarse para poder llegar a
las masas, para sostener la experiencia política concreta.
Y tratándose del siglo XX, esto es, cuando la política
resulta atravesada por las multitudes, cuando la política se masifica; y
tratándose de Italia, que ha sido capturada (seducida fascinosamente) por
Mussolini, Gramsci percibe que habrá que ensayar otras formas políticas para
disputarle el sentido de aquella masificación, que es de alguna manera el
sentido mismo de la historia y la realidad que las embola.
Es en este sentido que Gramsci será anti-intelectualista; de
la misma manera en que lo fueron Marx y Engels durante aquellas revueltas. Por
eso le escuchamos decir cosas como estas: “La doctrina de Maquiavelo no era, en
su época, una cosa puramente ‘libresca’, un monopolio de pensadores aislados,
un libro secreto que circula entre iniciados. El estilo de Maquiavelo no es el
de un tratadista sistemático, como los que existían en la edad media y en el
Humanismo, al contrario: es el estilo de un hombre de acción que quiere mover a
la acción; es el estilo de un ‘manifiesto’ de partido”[1]
No se trata de impugnar el saber intelectual como la
pedantería y el filisteismo a la que se es proclive. “El error del intelectual
consiste en creer que se puede saber sin comprender, y, especialmente, sin
sentir ni ser apasionado (no solo del saber en sí, sino del objeto de saber),
esto es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) si se halla
separado del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del
pueblo, comprendiéndolas y, po lo tanto, explicándolas y justificándolas por la
situación histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a las leyes de
la historia, a una superior concepción del mundo, científica y coherentemente
elaborada: el ‘saber’. No se hace política-historia sin esta pasión, sin esta
vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal
nexo, las relaciones entre intelectuales y el pueblo-nación son o se reducen a
relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se
convierten en una casta o un sacerdocio.”[2]
Por eso para Gramsci, “los puntos concretos del programa
deben incorporarse a la primera parte, es decir, deben resultar
‘dramáticamente’ de la argumentación, no ser una exposición fría y pedante de
raciocinios.”[3] En pocas palabras: de lo que se trata es de bajar a Marx.
Traducirlo, para decirlo de una manera prolija. Pero en ese mismo ejercicio,
simplificarlo. De lo que se trata es de popularizar al marxismo. Y para ello
habrá que mitologizarlo.
Decía entonces que para Gramsci el punto de partida de la
política, de la acción política, es el Príncipe Moderno. Mucho se ha discutido
cuál sería la figura que asumiría el Príncipe Moderno. Algunos piensan que se
trata de un Partido y otros simplemente que se trata de un Libro, incluso de un
periódico. Como sea, cualquiera de las formas de que se trate, debería
funcionar de acuerdo al mito soreliano, al compás del mito político. De manera
que, primero: “El príncipe moderno, mito-príncipe no puede ser una persona
real, un individuo concreto; solo puede ser un organismo, un elemento de
sociedad complejo en el que ya se han iniciado la concreción de una voluntad
colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la acción.” Segundo: De lo que
se trata es de formar la voluntad colectiva; de unificar y organizar la
voluntad colectiva “como conciencia operativa de la necesidad histórica, como
protagonista de un drama histórico real y efectivo”[4] Y tercero: de sincronizar la
acción de las multitudes para que puedan llegar irrumpir simultáneamente en
la vida política; para que la espontaneidad que sobresalta de vez en cuando se
traduzca en una fuerza política efectiva.
Como se puede observar, el mito gramsciano, es un mito que,
a diferencia del mito soreliano, ya no se concentra en su posibilidad destructiva,
sino en su momento constructivo. Es que el punto de partida de Gramsci es la
derrota. Su partido ha sido derrotado. Gramsci está encarcelado. De seguro que
habrá que imaginar nuevas formas para la política. Hay que volver a comenzar.
Siquiera para pensar algún día en ese cataclismo fundacional habrá primero que
organizar la voluntad colectiva alrededor del mito. Por eso el mito de Gramsci
es un mito positivo. Pero al igual que en Sorel, de lo que se trata es de
subjetivizar a las multitudes. Politizarles. Transfigurarlas en sujeto
histórico. Maximizar sus fuerzas políticas. Para eso se necesita el mito. De
nada sirven las clasificaciones y las disquisiciones sobre diferentes
criterios. A la hora de disputar las multitudes se requiere del mito político.
Es decir, de la organización de una fantasía artística. Y en esto Gramsci
parece no dejar dudas: “Ya no la fría utopía o el raciocinio doctrinario sino
la creación de una fantasía concreta que operará sobre un pueblo disperso y
pulverizado para organizar su voluntad colectiva.”[5]
Es la época del folletín y la novela popular. Pero también,
dentro de poco tiempo, será la hora del cine Ruso y por supuesto de la radio.
La lectura se dispone para un interlocutor masivo y comienzan a sondearse las
posibilidades de las imágenes del cinematógrafo. La política incursiona en la
estética en busca de imágenes-fuerzas que sepan mostrar en un grabado lo que
llevaría diez páginas contarlo. La política se comprime para reclutar fuerzas.
Lograr una síntesis que le permita captar, y al mismo tiempo contener, el
devenir multitudinario de la política.
Eso por un lado, pero por el otro, si suponemos que el Nuevo
Príncipe es un periódico, nos encontramos por momentos, muy cerca de la
escritura de Lenin. Claro que primero habría que desmontarla de su esquema
vanguardista. Es que el periódico se constituía como redundancia del Partido,
con su trama jerárquica y burocrática. Por el contrario, el diario de Gramsci asume
formas más flexibles. Por empezar no reclama para sí el lugar de la vanguardia.
Y además incorpora otros lenguajes que los bolcheviques desplazaron por burgués
o religioso. Pensemos nomás en la incorporación de las crónicas policiales. Si
hay un género vapuleado, visto sospechosamente, ese ha sido el policial. Pues
bien, hete aquí, como enseguida veremos, que para Gramsci este será un momento
importante e ineludible de la escritura periodística, aún si se trata de la
prensa revolucionaria. El marxismo deberá disputar el sentido común.
Pero más allá de todas estas diferencias, sospechamos
ciertas similitudes entre las posibilidades que tanto Gramsci como Lenin
reparan para la política con la edición de un periódico. Por eso encontramos a
Lenin en su “¿Qué Hacer?”, que es algo así como el manual de estilo de las
diferentes vertientes comunistas, preguntándose si “¿puede un periódico ser un
organizador colectivo?” La respuesta no deja dudas: “Afirmativamente.” “No
existe otro medio de educar fuertes organizaciones políticas que un periódico
para toda Rusia.” El periódico es el medio práctico para concentrar y organizar
la multitud espontánea que, despolitizadamente, permanece de un modo disperso.
Claro que con el periódico no alcanza. “El periódico sería una partícula de un
enorme fuelle de forja que atizase cada chispa de la lucha de clases y de la
indignación de un pueblo, convirtiéndola en un gran incendio.”[6] Pero el
punto de partida para Lenin esta dado por un periódico de alcance nacional. Por
ahí hay que empezar. Al menos en una primera etapa, la política debería
pensarse como una tautología de la prensa escrita. La figura del militante
reúne la práctica del político y del periodista. Los cuadros son los staff del
diario. El militante es antes que nada un publicista.
Para disponer la acción primero hay que saber desplegar la
palabra que vaya zurciendo la experiencia comunitaria que permanece dispersa en
el devenir multitudinario. Una escritura que les ponga bajo el mismo nombre,
que las incluya en la historia. Dice Lenin: “Se puede empezar únicamente por
incitar a la gente a pensar en todo esto, a resumir y sintetizar todas y cada
uno de los indicios de efervescencia y de lucha activa.” Y luego, cuando se
pone comparativo: “La organización de un periódico para toda Rusia debe ser el
hilo fundamental. (...) Cuando unos albañiles colocan en diferentes lugares las
piedras de una obra grandiosa y sin precedentes, ¿es una labor ‘en el papel’
tender la plomada que les ayuda a encontrar el lugar justo para las piedras,
que les indica la finalidad de la obra común, que les permita colocar no sólo
cada piedra, sino cada trozo de piedra, el cual al sumarse a los precedentes y
a los que sigan, formará la línea acabada y total? ¿No vivimos acaso en un
momento de esta índole en nuestra vida de partido, cuando tenemos piedras y
albañiles, pero falta precisamente la plomada, visible para todos y a la cual
todos pudieran atenerse?”[7] En este sentido, el periódico, es el punto de
referencia que sirve de anclaje a la masividad de la política. Es un
“llamamiento”: el fuego que atrae, que captura las miradas y calienta los
cuerpos. Y al decir esto, pienso no sólo en el Iskra, La Chispa, de Lenin; sino
también en la Antorcha de Karl Krauss, o en el homónimo argentino dirigido por
el anarquista González Pacheco. Pienso desde luego, en las Iluminaciones de
Benjamín, las Radiaciones de Jünger, el Lanzallamas de Arlt, el foco de Guevara
o el mismísimo fuego de Prometeo. Son distintas formas de administrar la
oscuridad, de deambular el misterio, pero que, más que develar buscan calentar
los cuerpos, impregnándolos de otra intensidad. Arrojar luz que imprima una
visibilidad diferente a la política.
Pero el periódico “no es solo un propagandista y agitador
colectivo, sino también un organizador colectivo. En este último sentido, se le
puede comparar con el andamio que se levanta alrededor de un edificio en
construcción, que señala sus contornos, facilita las relaciones entre los
distintos constructores, les ayuda a distribuir el trabajo y a observar los
resultados generales alcanzados por el trabajo organizado.”[8]
Finalmente es la escritura periodística porque “solo una
organización semejante aseguraría la flexibilidad indispensable a la
organización combativa socialdemócrata, es decir, la capacidad de adaptarse
inmediatamente a las mas variadas y rápidamente cambiantes condiciones de
lucha.”[9]
Pero volviendo a Gramsci. Para Gramsci también el periodismo
tiene un papel protagónico en la organización de la voluntad colectiva. O mejor
dicho, la introducción de la técnica, permite que la prensa sea un lugar
importante para disputar el sentido de la política.
En aquel entonces, la técnica permitió ligar dos instancias:
lo popular y lo masivo. Con el desarrollo de la técnica, lo popular sería lo
masivo, o mejor dicho, se vuelve masivo. Pero no estamos hablando simplemente
de una determinación tecnológica. La vida en la ciudad se había masificado y su
representación se hacía con unos medios que podían contener aquella
masificación. La técnica ponía a la prensa en otro lugar. Si se trataba de las
multitudes, de una prensa que llegue a la multitud, se requería de otro
lenguaje. Ya de por sí, la técnica, estaba introduciendo algunas limitaciones
que fijaban el marco donde resonaría la escritura periodística. En realidad se
trataba de limitaciones si se tiene en cuanta la retórica particular que se
estaba poniendo en tela de juicio con el uso de técnicas de reproducción
masiva. Depende de donde se le mire; pues si por el contrario se tiene en cuenta
el desplazamiento de la política con motivo de la prensa masiva; si de lo que
se trata ahora es engarzar la pulsión a una acción determinada, entonces la
técnica se disponía eficazmente. Y en ello, tampoco deben buscarse
interpretaciones economicistas. La utilización de estos lenguajes
reproductibles poco tienen que ver con la necesidad de capturar energía
monetaria. Había en aquella utilización una profunda sospecha de la
sensibilidad social que se gestaba en la ciudad. Así como la masificación de la
política necesitaba de nuevas formas comunicacionales, la masificación de la
información, esto es, la posibilidad de expandirse más allá de una elite
actualizada, suponía la misma cuestión. Si se quiere llegar a la multitud no
basta, ni si quiera sirven, las grandes teorizaciones que deconstruyan las
minucias que tienen lugar. Se necesitan otro tipo de entonaciones. La palabra
tiene que ser clara, decirse de una sola vez sin dar demasiados rodeos. Tiene
que ser contundente. Debe parecerse a una imagen. Este es el punto: hablar con
imágenes-palabras, porque las palabras tienen que suscitar sentimientos que
capturen nuestra atención.
Esta es la importancia de la prensa como mecanismo de
mistificación, puesto que son los condensadores sociales de las pasiones que
fluyen en la sociedad. La prensa permite emplazar ideas motoras que son otras
tantas imágenes visuales, plenas de potencia dinámica, alrededor de las cuales
se congregan las voluntades en un esfuerzo realizador. Creer y actuar porque se
cree sería la fórmula. La prensa, y con ello el mito, transforma al ciudadano
en un militante y en un creyente, que habla más a la imaginación que a la
razón.
Tal vez sea en esta época donde mejor se plantea, al menos
sin eufemismos, el problema de la comunicación; digo, de la comunicación en
tanto problema para la política y problema también para la prensa. La técnica,
y con ello la comunicación masiva, redefinían el espacio para la política.
Nuevas estrategias, que son otras posibilidades. Para decirlo de una manera benjaminiana:
se trataba de la prensa política en la era de la reproductibilidad técnica. La
amplificación de la política, la constitución de un interlocutor masivo,
imponía otros recorridos para la palabra. El lenguaje adquiría una secuencia
diferente a la que se utilizaba en el siglo pasado. La política ingresaba de
lleno en la literatura. Y tratándose de la prensa, la literatura que más se
acercaba a la experiencia mítica era indudablemente el folletín. Y junto al
folletín el policial. El policial sondeaba el lenguaje que hablaba la gente;
pero sobre todo suscitaba los mismos sentimientos. De ahí el papel que tienen
las crónicas policiales en la redacción de un periódico. La prensa del partido
tampoco debería dejarlas de lado cuando se trata de disputar, antes que nada,
el sentido que asume la hegemonía en la sociedad. Como decía Horacio González
hace tiempo: Cuando “los de abajo juzgan por las ‘apariencias’ y aún así, no se
equivocan (...): es en el plano de las apariencias, de las ideologías, donde
los hombres toman partido, precisamente.”[10] Entonces, completando: Allí mismo
donde las apariencias engañan, allí mismo debería recalar. Antes que jactarse y
apurarse denostar por supersticioso o sublime, la política debe disputarse
también en el plano de las apariencias.
Recordemos que Gramsci esta escribiendo en plena experiencia
fascista. Sabe que el fascismo usó las creencias de la clase subordinada,
asumiendo de la misma manera sus propios objetivos, sus propios temores, y
también sus propios prejuicios. Por tanto, está claro que una política
contrahegemónica tiene que usar la misma artillería. Se necesitan otras tantas
palabras pesadas para disputar las propias multitudes. Y en esa disputa, que
involucra el problema de la comunicación, la prensa del partido tiene que
repensarse desde la posibilidad técnica. Es en ese sentido en que deben
entenderse las apostillas sobre el periodismo. Entre ellas se encuentran varias
reflexiones sueltas, que son otros tantos disparadores sobre la sección
correspondiente a los policiales y al uso de los titulares. De seguro que la
crónica policial tiene que tener su espacio, pues la gente se zambulle sobre
ella antes de arribar al resto del las páginas. Algo parecido había percatado
el propio Mariátegui durante su estadía en Italia. “Roma se refleja en su
prensa. En una prensa peculiarmente romana: la prensa del mediodía, la stampa
del mezzogiorno. En esta prensa tiene un puesto preferente el hecho de la
crónica: el fattaccio. El público de esta prensa degusta cotidianamente su
fattaccio, con una voluptuosidad totalmente romana. Nada importa que el
fattaccio sea casi siempre el mismo. El público necesita, todos los días, un
melodrama de amor, de pecado, de vendetta. Una novela del demi-monde o del bajo
fondo. El Corriere della Sera de Milán, parco en estos folletines, resulta un
diario demasiado adusto, árido y milanés para el gusto romano. El romano del
Corso Umberto no se interesa en política sino por lo episódico, lo teatral, lo
novelesco. En una palabra, por el fattaccio político. Yo dudo mucho de que un
artículo político de Nitti o un ensayo filosófico de Benedetto Croce halle
lectores en el Corso Umberto.”[11] Del mismo modo, para Gramsci, la crónica
policial condensa el común sentido de las cosas. “Cada estrato social tiene
su ‘sentido común’ y su ‘buen sentido’ que en el fondo es la concepción de la
vida y del hombre más difundida. Cada corriente filosófica deja una
sedimentación de ‘sentido común’: este es el documento que prueba su
efectividad histórica. El sentido común no es algo rígido e inmóvil, sino que
se transforma continuamente, enriqueciéndose de nociones científicas y de
opiniones filosóficas, incorporadas a las costumbres.”[12]
Por eso decimos que Gramsci está atento a estos nuevos
lenguajes. Nuevos para la política. Escribir la política con el lenguaje del
policial, no para despolitizarla sino para dramatizarla. Es por eso que
encontramos advertencias como estas: Respecto de los Titulares: “Tendencia a
titulares grandilocuentes y pedantes en opuesta reacción a hacer titulares
periodísticos, o sea anodino e insignificantes. Dificultad del arte de los
titulares, que deberían satisfacer algunas exigencias: indicar sintéticamente
el tema central tratado, despertar el interés o la curiosidad impulsando a
leer. También los titulares están determinados por el público al que el diario
se dirige y por la actitud del diario con respecto a su público: actitud
demagógica-comercial cuando se quieren aprovechar el sentimiento predominante
en el público como base de partida para su mejoramiento. El titular ‘Breves
indicaciones sobre el universo’ como caricatura de titular y pretensioso.” O
esta otra sobre la crónica policial: “Es fácil observar que la crónica de los
grandes diarios se redacta como una inacabable Mil y una noches que se concibe
con rasgos de novela por entregas. Existe la misma variedad de esquemas
sentimentales y de motivos: la tragedia, el drama frenético, la intriga
ingeniosa e inteligente, la farsa. El Corriere della Sera no publica novelas
por entregas, pero su página policial tiene todas sus características con el
agregado de la noción, siempre presente, de que se trata de hechos verdaderos.”[13]
“En estos casos, el texto literario del drama, que sirve de
pretexto para la interpretación, se procura que no sea ‘difícil’ no
psicológicamente complicado, sino, por el contrario, ‘elemental y popular’, en
el sentido de que las pasiones representadas sean las más profundamente
‘humanas’ y de más inmediata constatación (venganza, honor, amor materno,
etc.). El análisis incluso en estos casos, resulta singularmente complejo.”[14] No
se trata de una posición anti-intelectualista. Como se puede observar se trata
de distinguir los auditorios y los momentos. Tratándose de las multitudes,
habrá que utilizar otras nuevas formas si se quiere llegar a ellas. Pero
advirtamos que cuando decimos “lenguaje” no hablamos simplemente de una
modificación en el uso de las acepciones; también habrá que exponer las cosas
con otra entonación. La palabra tiene que impregnarse de la misma vibración que
transcurre en la calle. Tiene que ser una palabra apasionada. Pero hay más:
pues el punto de partida tiene que ser también los valores populares, los
problemas de la gente. Y dicirse con el lenguaje de la gente, es también decir
que los problemas tienen que relativizarse a su contexto. Ese es el punto de
partida. Después llegaremos a otro lugar y se comenzará paulatinamente a
enlazar los acontecimientos hasta politizarles del todo.
En otro lugar, Gramsci cita un artículo de Aldo Storni,
“Conan Doyle e la fortuna del romanzo poliziesco” en el cual se indaga, según
Gramsci, la cuestión de la difusión masiva en todos los niveles de la sociedad
que tiene el policial; y buscando una razón psicológica para explicar el
fenómeno, arriesga: “Se trataría así de una manifestación de rebeldía contra la
mecanización y la standarización de la vida moderna, una forma de evadirse de
la rutina cotidiana.”[15] La excepcionalidad de las situaciones que se
relevan son el quid de la cuestión. De todas maneras, más allá de esta
sospecha que comparte entre comillas, también es cierto que se escoge este tipo
de géneros por afinidades culturales. Para Gramsci se lee un libro por impulsos
prácticos y se relee por cuestiones artísticas. La emoción es un componente
importante a la hora de escoger las lecturas. Una escritura que interpela
nuestros sentimientos, que se dirige a nuestras pasiones, captará nuestra
atención consciente. Después vendrá, en una segunda lectura, una aproximación
estética. Pero primero se trata de los impulsos. Como se puede advertir es el
mismo problema que con el mito. No se trata de soslayar la discusión reflexiva,
sino postergarla para otro momento. Las multitudes no se movilizan con
terorizaciones sobre El Capital de Marx. Necesitan de mitos. Ya vendrá el
momento de complejizar. Mientras tanto si se quiere llegar a las multitudes
habrá que repensar el marxismo sobre una nueva estrategia comunicacional. Lo
dijimos: se trata de mitologizar el marxismo, cargar la Segunda Internacional
sobre un horizonte artificial. Ya vendrán los tiempos en que habrá que agregar
todo lo que tuvo que sacarle a la teoría. Digo entonces: Primero la pasión (una
“política-pasión”) luego la reflexión; pero para entonces será una
argumentación con convicción, la discusión se impregna de otro temperamento.
Toda toma de consciencia, procede de una toma de cuerpo.
Se trata del “periodismo integral”. Integral, “en el sentido
de que no sólo trata de satisfacer todas las necesidades de su público sino que
se esfuerza por crear y desarrollar estas necesidades y por ello de estimular,
en cierto sentido, a su público y de aumentarlo progresivamente.”[16]
El mito entonces, como aquella fantasía artística, la
organización de imágenes que produzcan afectos, que susciten pasiones. Una política-pasión
como “un impulso inmediato a la acción que nace en el terreno ‘permanente y
orgánico’ de la vida económica pero lo supera haciendo entrar en juego
sentimientos y aspiraciones en cuya atmósfera incandescente el cálculo mismo de
la vida individual obedece a leyes diversas de las del provecho individual.”
Maquiavelo planteaba la figura del Príncipe como el símbolo
que sirviera para aunar y organizar la voluntad dispersa conforme a la
invención de una voluntad colectiva. Gramsci entonces, dirá que al marxismo le
falta una idea-motriz, esa imagen-fuerza que permita “pensar en una ‘pasión’
organizada y permanente.” Con la mera abstracción teórica no basta (no
llegaremos a ningún lado); se necesita una política concreta que enlace las
multitudes a la filas que se pretende.
La problemática del mito no deja de ser un terreno incómodo
para incursionar la política. Tiene sus contorsiones. Gramsci se da cuenta de
los riesgos del mito. Sabe de las ambivalencias de cualquier experiencia
mítica. Dice: “tanto sirve a los reaccionarios como a los demócratas.” Y esto
lo dice no solamente por el cotidiano fascista, sino también por las corrientes
de la derecha germana que también apelan a la ingeniería mítica antes que a la
retórica libresca para corresponderse con las multitudes. En otra nota de sus
cuadernos de carcel que lleva como título precisamente “mitos históricos”,
Gramsci hace referencia que está estudiando las consignas del tipo “Tercer
Reich” que provenían sobre todo de aquellas vertientes. Siente curiosidad por
el uso que se está haciendo del imaginario mítico, donde la política se
redefine desde el campo mítico. Mito y política aparecen superpuestas. Son
lenguajes que se superponen. La política que se mistifica; pero el mito que se
politiza. Aquellos términos que durante más de un siglo permanecieron separados
y separables, comienzan a confundirse, es decir, ha refundirse en nuevas
posibilidades. Por eso la política se constituye como “una forma concreta y
eficaz de presentar el mito de la misión histórica de un pueblo.” Y agrega: “el
punto a estudiar es justamente el siguiente: por qué una determinada forma es
‘concreta y eficaz’ o más eficaz que otra.”[17] No sabemos el resultado de estos
ensayos, pero nos quedan las intuiciones, por no decir “las previsiones”,
que tuvo Gramsci si tenemos en cuenta el protagonismo que la propaganda tendrá
en el devenir alemán.
En fin, el mito es la forma política que parece atravesar
todo el espectro de la política. Desde la derecha a la izquierda, el mito es la
herramienta que se pasa de mano en mano. El mito llevó la política a regiones
contundentes y parece no haber camino de regreso. Por eso para Gramsci el mito
es la novedad en la política. “Se debe reconocer como necesarios determinados
medios aunque sean propios de los tiranos, porque quiere alcanzar determinados
fines.”
Por último, otras dos palabras más sobre el mito gramsciano.
Ya dijimos que el anti-intelectualismo entre comillas que esgrime Gramsci,
suponía también una “reforma moral e intelectual.” Digamos de paso que estas
palabras que surgen de la propia escritura de Gramsci recuerdan el nombre de
aquel libro de Renán (“La reforma intelectual y moral”) Es decir, el partido
necesita de una filosofía de la praxis. Y esa manera de combinar la teoría y la
política, digo bien, de fusionar el campo de las ideas con el de la practica,
nos llevó nuevamente a la problemática del mito. Pero a su vez el mito desplazó
la política a otro lugar. Me estoy refiriendo al problema de la voluntad.
Porque bien se podría decir: “el mito o la política de la voluntad”. El mito
restituye a la política al campo de la autonomía. El mito postula a la política
como una actividad que requiere permanentemente de la imaginación. O al revés:
pensar en el mito es emplazar a la política como actividad creativa. De lo que
se trata es sustraerse de la ortodoxia determinista, del economicismo sostenido
por el aparataje burocrático que piensa a la política como técnica de medición
de las condiciones objetivas de producción. Digo entonces, que el mito hace
depender la política de las condiciones subjetivas, independientemente de
cuales sean esas condiciones objetivas. Nuevamente se trata de subjetivizar la
política.
Notas
[1] Antonio Gramsci, “El Príncipe Moderno” en
Política y Sociedad, Península, Barcelona, 1977; p. 77.
[3] Antonio Gramsci, “El Príncipe Moderno”; p.
75.
[6] Lenin, ¿Qué hacer? Problemas candentes de
nuestro movimiento, Anteo, Bs. As., 1988: p. 249 y 262 respectivamente.
[10] Horacio González, “Para nosotros, Antonio
Gramsci” Prólogo a El príncipe moderno y la voluntad nacional-popular,
Ediciones Puentealsina, Bs. As., 1971; p. 13.
[11] José Carlos Mariátegui, El alma matinal y otras
estaciones del hombre de hoy, Amauta, Lima, 1950; p. 108.
[14] Antonio Gramsci, Literatura y Vida Nacional,
Lautaro, Bs. As., 1961; p. 25.
[17] Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo.
Sobre la política y sobre el Estado moderno, Nueva Visión, Bs. As., 1998; p.
174.