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Manuel Vázquez Montalbán ✆ Fernando Marsá & Paz Cogollor |
Tras Gramsci llegó un muestrario completo, deslumbrante,
policrómico, policentrista, del pensamiento marxista italiano, capaz de poner
en revisión todo el academicismo marxista, desde la reflexión sobre la estética
y el gusto de Galvano delle Volpe, hasta el marxismo agónico de Pasolini, que
incluía el estado de perpetuo cuestionamiento dialéctico y la asunción del
antagonista interior y exterior dentro de
esa relación.
esa relación.
Demasiado para el cuerpo. Gramsci compartía con el leninismo
el rechazo al determinismo economicista que había podrido a la II
Internacional, pero aplicaba el impulso creador “…del análisis concreto de la
situación concreta” al marco nacional italiano de la lucha de clases y llegaba
a percepciones tácticas y estratégicas fácilmente asumibles desde una situación
española en la que se trataba de construir un bloque histórico antifascista y
en la que formulaciones ideológicas tenían que modificar conductas sociales que
objetivamente se orientaban en sentido contrario. Por otra parte su apuesta por
el “intelectual orgánico colectivo”, legitimaba la riqueza de un encuentro de
percepciones sociales entre diferentes sujetos de cambio, dispuestos a interinfluirse
bajo la hegemonía de la clase obrera. Su curiosidad analítica, que le había
llevado a aplicarse sobre cuestiones de organización del partido, de relación
con otras formaciones políticas, del estatuto con los católicos, el periodismo,
los intelectuales, la cuestión de la lengua, las relaciones entre norte y sur
en la joven nación italiana, los nuevos sistemas productivos del capitalismo
norteamericano… le hacían especialmente necesario a la hora de buscar una
mirada afín, cómplice sobre nuestros propios problemas.
El lenguaje de Gramsci, fraguado en la soledad de sus largas
prisiones y construido al margen del marxismo oficializado, abría la caja de
polisemia y educaba en un sano ponerse en guardia ante la degradada jerga
reducida a un limitado juego de matrices transmisoras de consignas.
Es decir, Gramsci nos parecía un disidente “al más alto
nivel”, lo que le permitía ayudar a construir un instrumento cultural riquísimo
del movimiento obrero europeo: el Partido Comunista Italiano. Parte fundamental
de la tesis del policentrismo que Togliati asume poco antes de morir y que
explicita en el llamado Testamento de Yalta, descansa en esa libertad de mirada
y lenguaje de un presidiario comunista. Gramsci y Togliatti, representan para
los jóvenes comunistas españoles de comienzos de la década de los sesenta un
punto de referencia, algo parecido a un modelo de la conducta intelectual
(Gramsci) y política (Togliatti). La mirada no reductora de uno y la capacidad
integradora del otro, aparecían como la garantía de que era posible algo
parecido a lo que luego se llamaría socialismo con rostro humano o socialismo
en libertad. No se trataba, ni mucho menos, de oponer a todas las
centralizaciones del comunismo a la soviética, todas las descentralizaciones de
una cultura de mercado, ni siquiera por la vía de la corrección de los excesos
de la centralización burocrática, fuera de la producción de lechugas, fuera de
la producción de teoría. Eran algo más difuso, pero que partía de una
evidencia: la corrupción e inutilidad del saber dogmatizado convertido en
simple lenguaje retórico. Un presidiario había sido mucho más libre que otros
dirigentes comunistas en libertad para aprehender la realidad, analizarla y
pronunciarse. Para proponer desde un saber. Y había sido más libre porque había
pensado al margen de la servidumbre de un intelectual orgánico colectivo tan
falsificado que tenía que asumir el terrorismo de estado stalinista y el pacto
entre el nazismo y el stalinismo. Esa libertad interiorizada hizo que el
pensamiento de Gramsci fuera durante casi 20 años filtrado, como una inusual
generosidad hay que decirlo, por el equipo dirigente del PCI y muy
especialmente por Togliatti en persona, receloso admirador de la libertad de la
mirada gramsciana, mirada que quería salvar para los tiempos post stalinistas.
El propio Togliatti, en un artículo publicado en Paese Sera en 1964 hacía una cierta
autocrítica sobre la utilización instrumental del pensamiento de Gramsci desde
el final de la Guerra Mundial y planteaba la necesidad de abrirlo a la libertad
de análisis e interpretación, más allá del filtro de las necesidades
ideológicas del partido. Era una extraña declaración en boca de un secretario
general comunista de tan rancia cultura y significó la apertura de un proceso
de anexión de Gramsci, considerado por algunos como el avalador de los consejos
de fábrica, y por lo tanto de una democracia proletaria directa, y por otros
como un practicista reformista que abría las puertas del partido a la
socialdemocracia. La riqueza y dispersión de las aplicaciones gramscianas
propiciaban esta libertad de interpretación y todavía hoy debe leerse más a
Gramsci como un marxista intuitivo y asistémico (son llegar al modelo
intelectual de un Benjamin) que como un codificador de conductas sociales obligado
a escribir en clave.
Seduce en Gramsci que la cruel relación entre vida
privada-proyección histórica, sufrimiento personal-sufrimiento colectivo la
tuviera que afrontar casi siempre desde la experiencia del sufrimiento, nunca
desde el poder. Hay que reivindicar, y sobre todo en estos tiempos, tanto su
desprecio por el determinismo economicista como su condena del maximalismo
verbalista.
También el historicismo crítico de Gramsci tiene el valor de
replantear la necesidad del conocimiento de las causas para comprender la
intención de los efectos estructurados y una relectura de su lúcida
interpretación de la formación del fascismo nos educa sobre cómo la usurpación
de la historia en el presente parte de la falsificación del pasado. Una técnica
que se ha afinado con posterioridad a Gramsci y que ha encontrado en el decreto
de inutilidad del saber histórico, la mejor manera de usurpar la historia en el
presente y en el futuro.