
“La Difesa de Florencia y el Grido de Turín, los dos exponentes más rígidos y culturales de la doctrina intransigente, desarrollan largas consideraciones teóricas que nos es imposible resumir y que, de todos modos, sería poco útil reproducir, porque –aunque esos dos periódicos afirmen que son los genuinos intérpretes del proletariado y que tienen consigo a la gran masa- nuestros lectores no serían lo bastante cultos como para comprender su lenguaje”.
Y la implacable Giustizia, para que no se diga que “ironiza
malignamente”, cita a continuación dos pasajes extraídos de un artículo del Grido
(1), para concluir: “Más proletariamente
claros que así no se podría ser”.
El compañero Prampolini nos ofrece el punto de partida para
tratar una cuestión de no pequeña importancia en relación con la propaganda
socialista. Admitamos que el artículo del Grido fuese el non plus ultra de la dificultad
y de la oscuridad proletaria. ¿Habríamos podido escribirlo de otra manera? Se
trataba de una respuesta a un artículo de la Stampa, y en ese artículo se hacía
uso de un preciso lenguaje filosófico, que no era una cosa superflua ni una
pose, ya que toda corriente de pensamiento tiene su lenguaje particular y su
vocabulario particular. En la respuesta debíamos permanecer en el campo de
pensamiento del adversario, debíamos demostrar que también, más aún
precisamente para aquella corriente de pensamiento (que es la nuestra, que es
la corriente de pensamiento del socialismo no chapucero ni infantilmente
pueril), la tesis colaboracionista era un error. Para ser fáciles habríamos
debido desnaturalizar, empobrecer un debate que tenía que ver con conceptos de
la máxima importancia, sobre la sustancia más íntima y más preciosa de nuestro
espíritu. Hacer eso no es ser fácil: significa defraudar, tal como hace el
vinatero que vende agua coloreada por barolo o lambrusco. Un concepto que sea
difícil de por sí no puede hacerse fácil en la expresión sin que se transforme
en una desvergüenza. Y, por otra parte, hacer como que la desvergüenza es
siempre ese concepto es propio de viles demagogos, de estafadores de la lógica
y de la propaganda.
¿Por qué, pues, Camillo Prampolini practica la ironía fácil
sobre los “intérpretes” del proletariado que no se hacen comprender por los
proletarios? Porque Prampolini, con todo su buen sentido y su practiconería, es
un abstractista. El proletariado es un esquema práctico, en la realidad existen
los proletarios individuales más o menos cultos, más o menos preparados por la
lucha de clase a la comprensión de los más exquisitos conceptos socialistas.
Los semanarios socialistas se adaptan al nivel medio de las clases de cada
región a las cuales se dirigen; el tono de los escritos y de la propaganda, sin
embargo, debe ser siempre un poquito superior a esta media, para que sea un
estímulo al progreso intelectual, para qué al menos un cierto número de
trabajadores salga de la general indistinción de las rumiaduras de folletitos,
y consolide su espíritu en una visión crítica superior de la historia y del
mundo en el que vive y lucha.
Turín es una ciudad moderna. La actividad capitalista late
en ella con el fragor gigantesco de fábricas ciclópeas que condensan, en unos
pocos miles de metros cuadrados, decenas y decenas de miles de proletarios.
Turín tiene más de medio millón de habitantes; la humanidad se divide ahí en
dos clases con caracteres distintivos como no existen en otro lugar de Italia.
No tenemos democráticos, nos tenemos reformistillas que nos fastidien. Tenemos
una burguesía capitalista audaz, desvergonzada; tenemos organizaciones
poderosas; tenemos un movimiento socialista complejo, variado, rico de impulsos
y de necesidades intelectuales.
¿Cree el compañero Prampolini que en Turín los socialistas
deben llevar a cabo la propaganda soplando la zampoña pastoril, hablando
idílicamente de bondad, de justicia, de fraternidad arcádica? Aquí la lucha de
clase vive en toda su ruda grandeza, no es una ficción retórica, no es una
ampliación de los conceptos científicos y previsores a fenómenos sociales
todavía en germen y en maduración.
Es cierto que también en Turín la clase proletaria se amplía
continuamente con nuevos individuos, no elaborados espiritualmente, incapaces
de comprender todo el alcance de la explotación a la que están sometidos. Para
ellos, sería necesario comenzar siempre desde los primeros principios, desde la
propaganda elemental. Pero, ¿y los otros? ¿Y los proletarios ya intelectualmente
adelantados, ya acostumbrados al lenguaje de la crítica socialista? ¿A quién
hay que sacrificar, a quién debemos dirigirnos? El proletariado es menos
complicado de lo que puede parecer. Se ha formado una jerarquía espiritual y
cultural espontáneamente, y la educación mutua opera allí donde no puede llegar
la actividad de los escritores y de los propagandistas. En los círculos, en las
agrupaciones, en las conversaciones delante de la fábrica se desmenuza, se
divulga, se vuelve dúctil y plástica para todos los cerebros, para todas las
culturas, la palabra de la crítica socialista. En un ambiente complejo y
variado como es el de una gran ciudad industrial, se promueven espontáneamente
los órganos de transmisión capilar de las opiniones que la voluntad de los
dirigentes no conseguiría nunca constituir y crear.
Y en cuanto a nosotros: ¿se debería permanecer siempre en
las geórgicas, en el socialismo agreste e idílico? ¿Se debería siempre, con
monótona insistencia, repetir el abecedario, dado que hay siempre alguien que
no conoce el abecedario?
Recordamos precisamente a un viejo profesor de universidad,
que desde hacía cuarenta años habría debido desarrollar un curso de filosofía
teórica sobre el “Ser evolutivo final”. Cada año comenzaba una “repaso” sobre
los precursores del sistema, y hablaba de Laotsé, el viejo-niño, el hombre
nacido a los ochenta años, de la filosofía china. Y cada año volvía de nuevo a
hablar de Laotsé porque habían llegado nuevos estudiantes a su curso, y también
ellos debían instruirse sobre Laotsé por boca del profesor. Y, así, el “Ser
evolutivo final” se convirtió en una leyenda, una quimera evanescente, y la
única realidad viva, para los estudiantes de muchas generaciones, fue Laotsé,
el viejo-niño, el infantito nacido a los ochenta años.
Así es como sucede para la lucha de clase en la vieja Giustizia
de Camillo Prampolini; también ella es una quimera evanescente, y cada semana
es del viejo-niño del que se escribe en ella, que no madura nunca, que no
evoluciona nunca, que no llega a ser nunca el Ser evolutivo final, en el que
bien se esperaría que debiera finalmente desembocar después de tanta
perseverante obra de educación evangélica.
Notas
(1) Los dos pasajes procedían del artículo “Abstractismo e
intransigencia”, publicado en Il Grido del Popolo del 11 de mayo de 1918. [Nota
de S. Caprioglio]

[Recogido en Scritti giovanili 1914-1918, Turín, Giulio Einaudi, 1958, 238-241; La formazione dell’uomo. Scritti di pedagogia, ed. de Giovanni Urbani, Roma, Riuniti, 1967, 102-104; e Il nostro Marx 1918-1919, ed. de Sergio Caprioglio, Turín, Giulio Einaudi, 1984, 48-51] [Traducción de Salustiano Martín] - Antonio Gramsci, Cultura y lucha de clase | Il Grido del Popolo, XXIII, 722, 25 mayo 1918

[Recogido en Scritti giovanili 1914-1918, Turín, Giulio Einaudi, 1958, 238-241; La formazione dell’uomo. Scritti di pedagogia, ed. de Giovanni Urbani, Roma, Riuniti, 1967, 102-104; e Il nostro Marx 1918-1919, ed. de Sergio Caprioglio, Turín, Giulio Einaudi, 1984, 48-51] [Traducción de Salustiano Martín] - Antonio Gramsci, Cultura y lucha de clase | Il Grido del Popolo, XXIII, 722, 25 mayo 1918