
Queridísima Tatiana. (... ) El estudio que he realizado
sobre los intelectuales es muy amplio como diseño y, en realidad, no creo que
existan en Italia libros sobre este tema. Existe ciertamente mucho
material erudito, pero disperso en un número infinito de revistas y archivos
históricos locales. Por otra parte, yo extiendo mucho la noción de
intelectual, sin limitarme a la noción corriente que hace referencia a los
grandes intelectuales. Este estudio lleva también a ciertas
determinaciones del concepto de Estado, normalmente entendido como sociedad
política (o dictadura, o aparato coercitivo para conformar la masa popular
según el tipo de producción y la economía de un momento dado) y no como un
equilibrio entre la Sociedad política y la Sociedad civil (o hegemonía de un
grupo social sobre toda la sociedad nacional ejercida a
través de las organizaciones denominadas privadas, como la Iglesia, los sindicatos, las escuelas, etc.) precisamente en la sociedad civil operan de modo especial los intelectuales (Ben. Croce, por ejemplo, es una especie de papa laico y un instrumento eficacísimo de hegemonía, aunque de vez en cuando pueda encontrarse en oposición a tal o cual gobierno, etc.).
través de las organizaciones denominadas privadas, como la Iglesia, los sindicatos, las escuelas, etc.) precisamente en la sociedad civil operan de modo especial los intelectuales (Ben. Croce, por ejemplo, es una especie de papa laico y un instrumento eficacísimo de hegemonía, aunque de vez en cuando pueda encontrarse en oposición a tal o cual gobierno, etc.).
Esta concepción de la función de los
intelectuales, en mi opinión, ilustra la razón o una de las razones de la caída
de las Comunas medievales, es decir, del gobierno de una clase económica que no
supo crearse una categoría propia de intelectuales y ejercer, por tanto, una
hegemonía, además de una dictadura; los intelectuales italianos no tenían un
carácter popular-nacional sino cosmopolita y basado en un modelo de la Iglesia,
y a Leonardo le era indiferente vender al duque Valentino los diseños de las
fortificaciones de Florencia. Las Comunas fueron, pues, un estado sindicalista
que no llegó a superar esta fase y a convertirse en un Estado integral como en
vano indicaba Maquiavelo, el cual pretendía, a través de la organización del
ejército, organizar la hegemonía de la ciudad sobre el campo, por lo que puede
llamársele el primer jacobino italiano (el segundo ha sido Carlo Cattaneo, pero
éste con demasiadas quimeras en la cabeza). De todo esto se infiere que el
Renacimiento debe considerarse como un movimiento reaccionario y represivo en
oposición al desarrollo de las Comunas, etc. Te hago estas alusiones para
persuadirte de que todo período de la historia italiana, desde el Imperio
Romano hasta el Risorgimiento, debe considerarse desde este punto de vista
monográfico.
C, 210, 7 de
septiembre de 1931.
Queridísima Tania (...) Ya hice alusión a la importancia que
concede Croce a su actividad teórica de revisionista y que, por su misma
admisión explícita, todo su esfuerzo de estos últimos años como pensador se ha
visto guiado por el intento de completar la revisión (del marxismo) hasta el
punto de convertirla en liquidación. Como revisionista ha contribuido a
suscitar la corriente de la historia económico-jurídica (que, de forma
atenuada, se ve hoy todavía representada sobre todo por el académico Gioachino
Volpe); hoy ha dado forma literaria a esa historia denominada ético-política,
de la que debería llegar a ser paradigma la Storia d’Europa. ¿En qué consiste
la innovación realizada por Croce? ¿Tiene ese significado que él le atribuye y,
sobre todo, ese valor “liquidador” que él pretende?
Concretamente puede decirse que Croce, en la actividad
histórico-politíca, pone el acento tan sólo en ese momento que se conoce en
política como de la «hegemonía», del consenso, de la dirección cultural, para
distinguirlo del momento de la fuerza, de la constricción, de la intervención
legislativa y estatal o policial. En realidad no se comprende cómo cree Croce
en la capacidad de este planteamiento suyo de la teoría de la historia para
liquidar definitivamente toda teoría de la praxis. Ha ocurrido precisamente que
en el mismo período en que Croce elaboraba su diversora clava, la filosofía de
la praxis, en sus más grandes teóricos modernos, era elaborada en el mismo
sentido y revalorado precisamente de forma sistemática el momento de la
“hegemonía” o de la dirección cultural en oposición a las concepciones
mecanicistas y fatalistas del economismo. Se ha llegado incluso a afirmar que
el rasgo esencial de la más moderna filosofía de la praxis lo constituye
precisamente el concepto histórico-político de «hegemonía”.
Clases sociales y
categorías intelectuales
¿Son los intelectuales un grupo social autónomo e
independiente, o bien cada grupo social tiene su propia categoría especializada
de intelectuales? El problema es complejo por las diferentes formas que
ha adoptado hasta ahora el proceso histórico real de formación de las diversas
categorías intelectuales.
Las más importantes de estas formas son dos:
l) Cada grupo social, al nacer sobre el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea a la vez, orgánicamente, una o varias castas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de la propia función no sólo en el campo económico, sino también en el social y político: el empresario capitalista crea el técnico industrial, el científico de la economía política, la organización de una nueva cultura, de un nuevo derecho, etc., etc. Hay que observar el hecho de que el empresario representa una elaboración social superior, ya caracterizada por una cierta capacidad dirigente y técnica (es decir, intelectual): debe poseer una cierta capacidad técnica, además de la esfera a la que se circunscribe su actividad e iniciativa, en otras esferas más, al menos en las más próximas a la producción económica (debe ser un organizador de masas de hombres; debe ser un organizador de la «confianza» de los «clientes» en su empresa, de los compradores de su mercancía, etc.).
Si no todos los empresarios, al menos una élite debe poseer una capacidad de organización de la sociedad en general, con todo su complejo organismo de servicios, hasta el organismo estatal, por la necesidad de crear las condiciones más favorables a la expansión de su propia clase -o por lo menos debe tener la capacidad de elegir a sus «delegados» (empleados especializados) a los que confiar esta actividad organizativa de las relaciones es generales externas a la empresa. Puede observarse que los intelectuales «orgánicos» que cada nueva clase crea consigo misma y elabora en su desarrollo progresivo, son por lo general «especializaciones» de aspectos parciales de la actividad primitiva del tipo social nuevo que ha sacado a relucir la nueva clase. Incluso, los señores feudales eran detentores de una peculiar capacidad técnica, la militar, y es precisamente a partir del momento en que la aristocracia pierde el monopolio de la capacidad técnico-militar, cuando se inicia la crisis del feudalismo. Pero la formación de los intelectuales en el mundo feudal y en el precedente mundo clásico es una cuestión que requiere un estudio aparte: tal formación y elaboración sigue vías y modos que es preciso estudiar concretamente. Así hay que observar que la masa de los campesinos, aunque lleve a cabo una función esencial en el mundo de la producción, no elabora propios intelectuales «orgánicos» y no «asimila» ninguna casta de intelectuales «tradicionales», aunque otros grupos sociales arrebaten a la masa de campesinos a muchos de sus intelectuales y muchos intelectuales tradicionales sean de origen campesino.
2) Pero cada grupo social «esencial», al emerger a la historia de la precedente estructura económica y como expresión de su desarrollo (de esta estructura), ha encontrado, al menos en la historia que se ha hilvanado hasta ahora, categorías intelectuales preexistentes y que a aparecían más bien como representantes de una continuidad histórica ininterrumpida hasta con los más complicados y radicales cambios de las formas sociales y políticas.
La más típica de estas categorías intelectuales es la de los eclesiásticos, monopolizadores durante largo tiempo (por toda una fase histórica que se caracteriza más bien por este monopolio) de algunos servicios importantes: la ideología religiosa, es decir, la filosofía y la ciencia de la época, con la escuela, la instrucción, la moral, la justicia, la beneficencia, la asistencia, etcétera. La categoría de los eclesiásticos puede considerarse como la categoría intelectual orgánicamente ligada a la aristocracia fundista: era equiparada jurídicamente a la aristocracia, con la que compartía el ejercicio de la propiedad feudal de la tierra y el uso de los privilegios estatales vinculados a la propiedad. Pero el monopolio de las superestructuras por parte de los eclesiásticos
(3) no se ha ejercido sin lucha y limitaciones, por lo que se han visto nacer en diferentes formas (que han de buscarse y estudiarse concretamente), otras categorías, favorecidas y engrandecidas por el reforzamiento del poder central del monarca, hasta el absolutismo. Así se viene formando la aristocracia de la toga, con sus propios privilegios, una casta de administradores, etc.; científicos, teóricos, filósofos no eclesiásticos, etc.
Pero como estas diferentes categorías de intelectuales
tradicionales sienten con «espíritu de cuerpo» su ininterrumpida continuidad
histórica y su «cualificación», así ellos se ponen a sí mismos como autónomos e
independientes del grupo social dominante. Esta autoposición no se
produce sin consecuencias en el campo ideológico y político, consecuencias de
gran alcance: toda la filosofía idealista puede fácilmente vincularse con esta
posición asumida por el complejo social de los intelectuales, y puede definirse
la expresión de esta utopía social por la cual los intelectuales se crean
«independientes», autónomos, revestidos de características propias, etc.
Hay que observar, sin embargo, que si el papa y la alta
jerarquía de la Iglesia se creen más ligados a Cristo y a los apóstoles de lo
que puedan estarlo a los senadores Agnelli y Benni, esto no es aplicable a
Gentile y Croce, por ejemplo; Croce, sobre todo, se siente fuertemente ligado a
Aristóteles y a Platón, pero tampoco disimula su ligazón a los senadores
Agnelli y Benni, y en ello precisamente reside la característica más relevante
de la filosofía de Croce.
(1) Para esclarecer este punto, es conveniente examinar los Elementi di scienza política (nueva edición aumentada de 1923), de Mosca. La denominada “clase política” de Mosca no era otra cosa que la categoría intelectual del grupo social dominante: el concepto de «clase política» de Mosca debe aproximarse al concepto de Pareto, que es otro intento de interpretar el fenómeno histórico de los intelectuales y su función en la vida estatal y social. El libro de Mosca es una enorme miscelánea de carácter sociológico y positivista con la tendenciocidad de la política inmediata que lo hace menos indigesto y literariamente más vivaz.
(2) Para una categoría de estos intelectuales, la más importante tal vez después de la «eclesiástica», por el prestigio y la función social que ha desempeñado en las sociedades primitivas la categoría de los médicos en sentido lato, es decir, de todos aquellos que «luchan» o demuestran luchar contra las enfermedades y la muerte- será preciso confrontar la Storia decía medicina, de Arturo- Castiglioní. Recuérdese que ha habido conexión entre la religión y la medicina, y todavía sigue habiéndole en ciertas zonas: hospitales a cargo de religiosos por ciertas funciones organizativas, aparte del hecho que donde aparece el médico aparece el cura (exorcismos, asistencias diversas, etc.). Muchas grandes figuras religiosas también eran y fueron concebidas como grandes «terapeutas»: la idea del milagro hasta en la resurrección de los muertos. Hasta para los reyes subsistió durante largo tiempo la creencia de que curasen con la imposición. de manos, etc.
(3) De ahí ha nacido la acepción general de «intelectual» o de «especialista», de la palabra «clérigo», en muchas lenguas de origen neolatino o fuertemente influenciadas, a través del latín de la Iglesia, por las lenguas neolatinas, con su correlativo de «laico» en el sentido de profano, no especialista.
Todos los hombres son
intelectuales
¿Cuáles son los límites «máximos» de la acepción de
«intelectual»? ¿Puede hallarse un criterio unitario para caracterizar del mismo
modo a todas las diferentes y dispares actividades intelectuales y para
distinguir a éstas a la vez y de forma esencial de las demás agrupaciones
sociales? El error metódico más difundido me parece que consiste en haber
buscado este criterio de distinción dentro de las actividades intelectuales en
vez de hacerlo en el conjunto del sistema de relaciones en que tales
actividades (y por tanto los grupos que las representan) vienen a encontrarse
en el conjunto general de las relaciones sociales. Y en cambio el obrero
o proletario, por ejemplo, no se caracteriza específicamente por el trabajo
manual o instrumental, sino por este mismo trabajo en determinadas condiciones
y en determinadas relaciones sociales (dejando a un lado la consideración de
que no existe trabajo puramente físico y que incluso la expresión de Taylor de
«gorila amaestrado» es una metáfora para indicar un límite en una cierta
dirección: en cualquier trabajo físico, incluso en el más mecánico y degradado,
existe un mínimo de cualificación técnica, es decir, un mínimo de actividad
intelectual creadora). Y ya hemos observado que el empresario, por su
misma función, debe poseer en cierta medida un cierto número de cualificaciones
de carácter intelectual, aunque su figura social no esté determinada por ellas
sino por las relaciones generales sociales que precisamente caracterizan la
posición del empresario en la industria.
Todos los hombres son intelectuales, podría decirse por tanto; mas no todos los
hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales. (4)
Cuando se distingue entre intelectuales y no intelectuales,
en realidad nos referimos tan sólo a la inmediata función social de la
categoría profesional de los intelectuales, es decir, nos atenemos a la
dirección en la que gravita el peso mayor de la actividad específica
profesional, si en la elaboración intelectual o en el esfuerzo
muscular-nervioso. Esto quiere decir que, si puede hablarse de
intelectuales, no puede hacerse lo mismo de los no intelectuales, porque los no
intelectuales no existen. Pero la misma relación entre esfuerzo de
elaboración intelectual-cerebral y esfuerzo muscular-nervioso que es siempre
igual, de donde resultan diferentes grados de actividad específica
intelectual. No hay actividad humana de la que pueda excluirse toda
intervención intelectual, no puede separarse al homo faber del homo
sapiens. Finalmente, todo ser humano desarrolla fuera de su profesión
cualquier actividad intelectual, es decir, es un «filósofo», un artista, un
hombre de gusto, participa de una concepción del mundo, tiene una línea
consciente de conducta moral, contribuye por tanto a sostener y a modificar una
concepción del mundo, esto es, a suscitar nuevos modos de pensar.
(4) Porque puede suceder que cualquiera en cierto momento se
fría un par de huevos o se cosa un botón de la chaqueta, y no por eso haya de
decirse que todos somos cocineros y sastres.
La creación de una
nueva casta intelectual
El problema de la creación de una nueva casta intelectual
apunta por tanto a elaborar críticamente la actividad intelectual. que existe
en todos en cierto grado de desarrollo, modificando su relación con el esfuerzo
muscular-nervioso hacia un nuevo equilibrio y consiguiendo que el mismo
esfuerzo muscular-nervioso, en cuanto elemento de actividad práctica general,
que innova perpetuamente el mundo físico y social, devenga en fundamento de una
nueva e integral concepción del mundo. El tipo tradicional y vulgarizado
de intelectual está representado por el letrado, el filósofo, el artista.
Por tanto los periodistas, que se creen literatos, filósofos, artistas, piensan
ser también los «verdaderos» intelectuales. En el mundo moderno, la
educación técnica, estrechamente ligada al trabajo industrial incluso el más
primitivo y descualificado, debe formar la base del nuevo tipo de intelectual.
Sobre esta base ha trabajado el semanal «Ordine Nuovo» para desarrollar ciertas formas de nuevo intelectualismo y para determinar sus nuevos conceptos, la cual no ha sido una de las menores razones de su éxito, puesto que tal planteamiento correspondía a aspiraciones latentes y era conforme al desarrollo de las formas reales de vida. El modo de ser del nuevo intelectual no puede residir ya en la elocuencia, motor exterior y momentáneo de los afectos y de las pasiones, sino en el inmiscuirse activamente en la vida práctica, como constructor, organizador, «persuasor permanente» y no puro orador -y sin embargo superior al espíritu abstracto matemático; de la técnica-trabajo llega a la técnica-ciencia y a la concepción humanístico-histórica, sin la cual se queda uno «especialista» sin pasar a «dirigente» (especialista + político).
Se forman así históricamente categorías especializadas para
el ejercicio de la función intelectual; se forman en conexión con todos los
grupos sociales pero especialmente con los grupos sociales más importantes, y
experimentan elaboraciones más extensas y complejas en conexión con el grupo
social dominante. Una de las características más relevantes de todo grupo
que se desarrolla hacia el dominio en su lucha por la asimilación y la
conquista «ideológica» de los industriales tradicionales, asimilación y
conquista que es tanto más rápida y eficaz cuando más elabora simultáneamente
el grupo dado a sus propios intelectuales orgánicos.
La organización escolar
El enorme desarrollo adquirido por la actividad y la
organización escolar (en sentido lato) en las sociedades surgidas del mundo
medieval indica la importancia que han asumido en el mundo moderno las
categorías y las funciones intelectuales: del mismo modo que se ha tratado de
profundizar y dilatar la «intelectualidad» de cada individuo, así se ha tratado
también de multiplicar las especializaciones y de afinarlas. Esto resulta
de las instituciones escolares de diverso grado hasta los organismos para promover
la denominada «alta cultura», en cualquier campo de la ciencia y de la técnica.
La escuela es el instrumento para elaborar a los
intelectuales de diferente grado. La complejidad de la función
intelectual en los diferentes Estados puede medirse objetivamente por la
cantidad de escuelas especializadas y por la jerarquización de las mismas:
cuanto más extensa sea el área de la enseñanza y más numerosos los «grados»
«verticales» de la escuela, tanto más complejo será el mundo cultural, la
civilización, de un determinado Estado. Podemos encontrar un término de
comparación en la esfera de la técnica industrial: la industrialización de un
país se mide por su equipamiento en la construcción de máquinas para construir
máquinas y en la fabricación de instrumentos cada vez más precisos para
construir máquinas e instrumentos. para construir máquinas, etc. El país
que dispone del mejor equipo para construir instrumentos para los gabinetes
experimentales de los científicos y para construir instrumentos destinados a
comprobar dichos instrumentos, puede decirse el más complejo en el campo
técnico-industrial, el más civilizado, etcétera. Lo mismo ocurre en la
preparación de los intelectuales y en las escuelas dedicadas a esta
preparación; escuelas e institutos de alta cultura son asimilables.
Incluso en este campo tampoco puede separarse la cantidad de la calidad.
A la más refinada especialización técnico-cultural no puede no corresponder la
mayor extensión posible de la difusión de la enseñanza primaria y la mayor
solicitud para favorecer los grados intermedios en el mayor número
posible. Naturalmente, esta necesidad de crear una base lo más amplia
posible para la selección y la elaboración de las cualificaciones intelectuales
más altas -es decir, de darle a la alta costura y a la técnica superior una
estructura democrática- no deja de tener inconvenientes: se crea así la
posibilidad de dilatadas crisis de desocupación de las capas medias de
intelectuales, como ocurre de hecho en todas las sociedades modernas.
Hay que puntualizar que la elaboración de las castas intelectuales en la realidad concreta no se produce sobre un terreno democrático abstracto, sino según procesos históricos tradicionales muy concretos. Se han formado castas que tradicionalmente «producen» intelectuales, que coinciden con los que normalmente están especializados en el «ahorro», es decir, la pequeña y media burguesía fundista y varias capas de la pequeña y media burguesía ciudadana. La diferente distribución de los diversos tipos de escuelas (clásicas y profesionales) en el territorio «económico» y las diferentes aspiraciones de las diversas categorías de estas capas determinan o dan forma a la producción de las diversas ramas de especialización intelectual. Así en Italia la burguesía rural produce especialmente funcionarios estatales y profesionales libres, mientras la burguesía ciudadana produce técnicos para la industria: y por eso la Italia meridional produce especialmente funcionarios y profesionales.
La relación entre
intelectuales y producción
La relación entre los intelectuales y el mundo de la
producción no es inmediata, como acontece para los grupos sociales
fundamentales, sino «mediada», en diverso grado, por todo el entramado social,
por el complejo de las sobrestructuras, de las que precisamente los
intelectuales son los «funcionarios». Podría medirse la «organicidad» de
los diferentes estratos intelectuales, su conexión más o menos estrecha con un
grupo social fundamental, estableciendo una gradación de las funciones y de las
sobrestructuras de abajo arriba (de la base estructural hacia arriba).
Pueden por ahora fijarse dos grandes «planos» sobreestructurales, uno que puede
llamarse «de la sociedad civil», es decir, del conjunto de organismos
vulgarmente llamados «privados» y el de la «sociedad política o Estado», y que
corresponden a la función de «hegemonía» que ejerce el grupo dominante en toda
la sociedad y a la de «dominio directo» o di mando, que se expresa en el Estado
y en el gobierno «jurídico». Estas funciones son precisamente
organizativas y conexivas. Los intelectuales son los «delegados» del
grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía
social y del gobierno político, es decir: l) del consenso «espontáneo» dado por
las grandes masas de la población a la orientación que imprime a la vida social
el grupo fundamental dominante, consenso que nace «históricamente» del
prestigio (y por tanto de la confianza) que se deriva para el grupo dominante
de su posición y de su función en el mundo de la producción; 2) del aparato de
coerción estatal que asegura «legalmente» la disciplina de aquellos grupos que
no «conserven» ni activa ni pasivamente, pero que está constituido por toda la
sociedad en previsión de los momentos de crisis en el mando y en la dirección
en la que disminuye el consenso espontáneo.
Este planteamiento del problema da como resultado una
considerable ampliación del concepto de intelectual, pero es el único camino
para llegar a una aproximación concreta de la realidad. Este modo de
plantear la cuestión choca contra preconceptos de casta: es cierto que la misma
función organizativa de la hegemonía social y del dominio estatal da lugar a
una cierta división del trabajo y por tanto a toda una escala de
cualificaciones, en alguna de las cuales no aparece ya ninguna atribución
directiva y organizativa: en el aparato de dirección social y estatal existe
toda una serie de ocupaciones de carácter manual e instrumental (de orden y no
de concepto, de agente y no de oficial o funcionario, etc.); pero evidentemente
es preciso hacer esta distinción, como habrá que hacer también alguna
otra. De hecho, la actividad intelectual debe distinguirse en grados
incluso desde el punto de vista intrínseco, grados que en los momentos de
extrema oposición dan una verdadera y propia diferencia cualitativa: en el
escalón más alto deberán situarse los creadores de las diferentes
ciencias, de la filosofía, del arte, etc.; en el más bajo, los más humildes
«administradores» y divulgadores de la riqueza intelectual ya existente,
tradicional, acumulada. (5)
En el mundo moderno, la categoría de intelectuales así
entendida se ha ampliado de modo inaudito. Se han elaborado por el
sistema social democrático-burocrático masas imponentes, no todas justificadas
por la necesidad social de la producción, aunque estén justificadas por las
necesidades políticas del grupo fundamental dominante. Por tanto la
concepción loriana del «trabajador» improductivo (¿pero improductivo por
referencia a quién y a qué modo de producción?), que en parte podría
justificarse si se tiene en cuenta que estas masas gozan de su posición para
hacerse asignar ganancias enormes sobre la renta nacional. La formación
de masa ha estandarizado a los individuos como cualificación individual y como
psicología, determinando los mismos fenómenos que en todas las demás masas
estandarizadas: competencia que plantea la necesidad de la organización
profesional de defensa, desocupación, superproducción escolar, emigración, etc.
Posición diferente de los intelectuales de tipo urbano y de
tipo rural. Los intelectuales de tipo urbano han crecido con la industria
y están ligados a sus fortunas. Su función puede parangonarse a la de los
oficiales subalternos de que del ejército: carecen de toda iniciativa autónoma
en la elaboración de los planes de construcción, ponen en relación,
articulándola, a la masa instrumental con el empresario, elaboran la ejecución
inmediata del plan de producción establecidos por el estado mayor de la
industria, controlando sus fases elementales de trabajo. En su media general,
los intelectuales urbanos están muy estandarizados; los altos intelectuales
urbanos se confunden cada vez más con el verdadero y propio estado mayor
industrial.
Los intelectuales de tipo rural son en su mayoría “tradicionales”,
es decir,. Ligados a la masa social campesina y al pequeño burgués de ciudad
(especialmente de los centros menores), todavía no elaborada y puesta en
movimiento por el sistema capitalista: este tipo de intelectual pone en
contacto a la masa de campesinos con la administración estatal y local
(abogados, notarios, etc.) y por esta misma función tiene una gran función
político-social, puesto que la mediación profesional difícilmente pueda
separarse de la mediación política. Además, en el campo el intelectual
(sacerdote, abogado, maestro, notario, médico, etc.) goza de un tenor de vida
superior o al menos diferente del medio campesino, y por ello representa un
modelo social en la aspiración a salir de su condición y a mejorarla. El
campesino piensa siempre que al menos uno de sus hijos podría llegar a ser
intelectual (especialmente cura), es decir, convertirse en un señor, elevando
el grado social de la familia y facilitando la vida económica con las
influencias que ganará entre los demás señores. El comportamiento del campesino
hacia el intelectual es doble y, en apariencia, contradictorio; admira la
posición social del intelectual y en general del empleado estatal, pero en
ocasiones finge despreciarla, es decir, su admiración está instintivamente impregnada
de elementos de envidia y de rabia apasionada. No se comprende nada de la vida
colectiva de los campesinos ni de los gérmenes y fermentos que la envuelven si
no se tiene en cuenta, estudiándola concretamente y en profundidad, esta
subordinación efectiva a los intelectuales: todo desarrollo orgánico de las
masas campesinas está ligado hasta cierto punto a los movimientos de los intelectuales
y depende de ellos.
Diversamente sucede con los intelectuales urbanos: los
técnicos de fábrica no desarrollan ninguna función política sobre sus masas
instrumentales, o al menos esto constituiría una fase superior; a veces ocurre
precisamente lo contrario, que las masas instrumentales, al menos a través de
sus problemas intelectuales orgánicos, ejercen un influjo político sobre los
técnicos.
El punto central de la cuestión sigue siendo la distinción entre intelectuales como categoría orgánica de todo grupo social fundamental, e intelectuales como categoría tradicional; distinción de la que brota toda una serie de problemas y de posibles indagaciones históricas.
El punto central de la cuestión sigue siendo la distinción entre intelectuales como categoría orgánica de todo grupo social fundamental, e intelectuales como categoría tradicional; distinción de la que brota toda una serie de problemas y de posibles indagaciones históricas.
(5) El organismo militar ofrece también en este caso un
modelo de estas complejas graduaciones: oficiales subalternos, oficiales
superiores, Estado Mayor, y no hay que olvidar a los grados de tropa, cuya
importancia real es superior de lo que normalmente se cree. Es interesante
hacer notar que todas estas partes se sienten solidarias y que incluso los
rangos inferiores manifiestan un espíritu de cuerpo más acusado, del que
arrastran un “orgullo” que con frecuencia los expone a los chascarrillos y a
las mofas.
El partido político y los intelectuales
El problema más interesante es el que hace referencia, visto
desde este punto de vista, al partido político moderno, a sus orígenes reales,
a su desarrollo, a sus formas. ¿Qué hay del partido político en orden al
problema de los intelectuales? Conviene hacer varias distinciones: 1) para
algunos grupos sociales, el partido político no es otra cosa que el modo propio
de elaborar la propia categoría de intelectuales orgánicos, que se forman así
(y no pueden no formarse, dados los caracteres generales y las condiciones de
formación, de vida y de desarrollo del grupo social dado) directamente en el
campo político y filosófico y no en el campo de la técnica productiva: (6) 2)
el partido político, para todos los grupos, constituye precisamente el
mecanismo que cumple en la vida civil la misma función que el Estado en la
sociedad política, es decir, procura efectuar la soldadura entre intelectuales
orgánicos de un determinado grupo, el dominante, y los intelectuales
tradicionales; y esta función la cumple el partido precisamente en dependencia
con su función fundamental, que es la de elaborar a sus componentes, elementos
de un grupo social que ha nacido y se ha desarrollado como “económico”, hasta
convertirlos en intelectuales políticos cualificados, dirigentes, organizadores
de todas las actividades y funciones inherentes al desarrollo orgánico de una
sociedad integral, civil y política. Puede decirse incluso que el partido político
cumple, en su ámbito, su función de una forma más diligente y orgánica que el
Estado la suya en un ámbito más amplio: un intelectual que entra a formar parte
del partido político de un determinado grupo social, se confunde con los
intelectuales orgánicos del mismo grupo, se une estrechamente al grupo, lo que
no ocurre mediante la participación en la vida estatal más que de un modo
mediocre y, a veces, omiso por completo. Es más, ocurre que muchos
intelectuales piensan que son el Estado: creencia que, dado el enorme peso de
su categoría, tiene a veces consecuencias notables y lleva a complicaciones
desagradables para el grupo fundamentalmente económico que realmente es el
Estado.
Que todos los miembros de un partido político deban
considerarse como intelectuales, es una afirmación que puede prestarse a la
burla y a la caricatura; y sin embargo, si se reflexiona, nada es más exacto.
Habrá que hacer una distinción de grados, un partido podrá tener una mayor o
menor composición del grado más alto o del más bajo, pero eso no es lo que
importa: importa la función que es directiva y organizativa, o sea educativa, o
sea intelectual. Un comerciante no entra a formar parte de un partido para
hacer comercio, ni un industrial para producir más y a menor costo, ni un
campesino para aprender nuevos métodos de cultivo, aunque algunos aspectos de
estas exigencias del comerciante, del industrial y del campesino puedan verse
satisfechas en el partido político (7). Para estos objetivos, dentro de ciertos
límites, está el sindicato profesional, en el que la actividad
económico-corporativa del comerciante, del industrial y del campesino encuentra
su marco más adecuado. En el partido político, los elementos de un grupo social
económico superan este momento de su desarrollo histórico y pasan a ser agentes
de actividades generales, de carácter nacional e internacional. Esta función
del partido político debería esclarecerse aún más mediante un análisis concreto
sobre el modo como se han desarrollado las categorías orgánicas de los intelectuales
y las tradicionales, ya sea en el terreno de las diferentes historias
nacionales, ya en el del desarrollo de los diversos grupos sociales más
importantes en el marco de las diferentes naciones; especialmente de aquellos
grupos cuya actividad económica ha sido prevalentemente instrumental.
(6) En el campo de la técnica productiva se forman esos
rangos que puede decirse corresponden a los “graduados de tropa” en el
Ejército, es decir, a los obreros cualificados y especializados en la ciudad y,
de un modo más complejo, a los aparceros y colonos en el campo, ya que el
aparcero y el colono en general corresponden más bien al tipo artesano, que es
el obrero cualificado de una economía medieval.
(7) La opinión general contradice esta afirmación, manifestando
que el comerciante, el industrial y el campesino que “politiza” pierde en vez
de ganar, y que es el peor de su categoría, lo que puede discutirse.
Conexión entre el
sentido común, la religión y la filosofía
[...] Pero a este punto se plantea el problema fundamental
de toda concepción del mundo, de toda filosofía que se haya convertido en
movimiento cultural, en una “religión”, una “fe”, es decir, que haya producido
una actividad práctica y una voluntad y esté contenida en ellas como “premisa”
teórica implícita (una “ideología” podría decirse, si al término ideología se
le da precisamente el significado más alto de una concepción del mundo que se
manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividad económica,
en todas las manifestaciones de vida individuales y colectivas) -es decir, el
problema de conservar la unidad ideológica en todo el bloque social, cimentado
y unificado precisamente por esa determinada ideología. La fuerza de las
religiones y sobre todo de la Iglesia Católica ha consistido y consiste en que
sienten enérgicamente la necesidad de unión doctrinal de toda la masa
“religiosa” y luchan para que las capas superiores intelectualmente no se
separen de las inferiores. La Iglesia Romana ha sido siempre la más tenaz en la
lucha para impedir que “oficialmente” se formen dos religiones, la de los
“intelectuales” y la de las “almas sencillas”. Esta lucha no ha dejado de tener
graves inconvenientes para la misma Iglesia, pero tales inconvenientes están
ligados al proceso histórico que transforma toda la sociedad civil y que
contiene en bloque toda una crítica corrosiva de las religiones; tanto más
resalta la capacidad organizadora en la esfera de la cultura del clero y la
relación abstractamente justa y racional que la Iglesia ha sabido establecer en
su ámbito entre intelectuales y gente sencilla. Los jesuitas han sido sin duda
los mayores artífices de este equilibrio, y para conservarlo han imprimido a la
Iglesia un movimiento progresivo tendiente a dar ciertas satisfacciones a las exigencias
de la ciencia y de la filosofía, pero con un ritmo tan lento y metódico que los
cambios no son captados por la masa de los simples, aunque aparezcan
“revolucionarios” y demagógicos a los “integralistas”.
Una de las mayores debilidades de las filosofías
inmanentistas en general consiste precisamente en no haber sabido crear una
unidad ideológica entre los de arriba y los de abajo, entre los “simples” y los
intelectuales. En la historia de la civilización occidental, el hecho se ha
verificado a escala europea, con el “crac” inmediato del Renacimiento y en
parte también de la Reforma en lo que respecta a la Iglesia Romana. Esta
debilidad se manifiesta en la cuestión de la enseñanza en cuanto a que no se ha
tratado siquiera de construir a partir de las filosofías inmanentistas una
concepción que pudiese sustituir a la religión en la educación infantil, de ahí
el sofisma seudo-historicismo por el que pedagogos religiosos (aconfesionales)
y en realidad ateos, admiten la enseñanza de la religión, porque la religión es
la filosofía de la infancia de la humanidad que se renueva en toda infancia no
metafórica. El idealismo se ha mostrado también contrario de los movimientos
culturales de “acercamiento al pueblo”, que se manifestaron en las denominadas
Universidades Populares e instituciones similares, y no sólo por su aspecto
deteriorado, porque en tal caso sólo deberían tratar de hacerlo lo mejor
posible. No obstante, estos movimientos eran dignos de interés, y merecían ser
repudiados: tuvieron suerte, en el sentido de que demostraron por parte de los
“simples” un entusiasmo sincero y un fuerte deseo de elevarse a una superior
forma de cultura y de concepción del mundo. Faltaba en ellos, empero, una
organicidad tanto de pensamiento filosófico como de firmeza organizativa y de
centralización cultural: se tenía la impresión de que evocarían, en su
desarrollo, los primeros contactos entre los mercaderes ingleses y los negros
de África: se daban artículos de pacotilla por pepitas de oro. Por otra parte,
la organicidad del pensamiento y la solidez cultural sólo podían tenerse si
entre los intelectuales y los simples hubiera habido la misma unidad que debe
haber entre teoría y práctica, es decir, si los intelectuales hubieran sido
orgánicamente los intelectuales de aquellas masas, esto es, si hubieran
elaborado y dado coherencia a los principios y problemas que planteaban
aquellas masas con su actividad práctica, construyendo así un bloque cultural y
social. Se representaba la misma cuestión a que ya hemos aludido: ¿un movimiento
filosófico que es solo tal en cuanto se aplica a desarrollar una cultura
especializada para grupos restringidos de intelectuales, o, en cambio, tan solo
cuanto, en el trabajo de elaboración de un pensamiento superior al sentido
común y científicamente coherente, no se olvida nunca de permanecer en contacto
con los “simples” e incluso encuentra en este contacto la fuente de los
problemas que han de estudiarse y resolverse? Solo por este contacto una
filosofía deviene “histórica”, se depura de los elementos intelectuales de
naturaleza individual y se hace “vida”. (1)
Una filosofía de la praxis no puede evitar presentarse
inicialmente en una actitud polémica y crítica, como superación del modo
anterior de pensar y del concreto pensamiento existente (o mundo cultural
existente). Por consiguiente, ante todo como crítica del “sentido común”
(después de haberse basado en el sentido común para demostrar que “todos” son
filósofos y que no es cuestión de introducir ex novo una ciencia en la vida
individual de “todos”, sino de innovar y hacer “crítica” una actividad ya
existente) y, por tanto, de la filosofía de los intelectuales, que ha dado
lugar a la historia de la filosofía, y que, en cuanto individual (y se
desarrolla efectivamente, sobre todo en la actividad de los individuos
singulares, particularmente dotados) puede considerarse como la “punta” de
progreso del sentido común, por lo menos del sentido común de las capas más
cultas de la sociedad, y a través de estas también del sentido común popular.
He aquí, por tanto, que un aprontamiento al estudio de la filosofía debe
exponer sintéticamente los problemas surgidos en el proceso de desarrollo de la
cultura general, que se refleja sólo parcialmente en la historia de la
filosofía, que no obstante, en ausencia de una historia del sentido común
(imposible de construir por la ausencia del material documentario) queda la
fuente máxima de referencia -para criticarlos, demostrar el valor de los mismos
(si todavía lo tienen) o el significado que han tenido como anillos superados
de una cadena y fijar los problemas nuevos actuales o el planteamiento actual
de los viejos problemas.
La relación entre filosofía “superior” y sentido común está
asegurada por la “política”, del mismo modo que está asegurada también por la
política la relación entre el catolicismo de los intelectuales y el de los
“simples”. Las diferencias, en ambos casos, son, empero, fundamentales. Que la
Iglesia deba afrontar un problema de los “simples” significa precisamente que
ha habido una ruptura en la comunidad de los “fieles”, ruptura que no puede
subsanarse elevando a los “simples” a nivel de los intelectuales (la Iglesia ni
siquiera se propone este objetivo, ideal y económicamente desproporcionado a
sus fuerzas actuales), sino con una disciplina de hierro sobre los
intelectuales para que no rebasen ciertos límites en la distinción y no la
hagan catastrófica e irreparable. En el pasado, estas (rupturas) en la
comunidad de los fieles eran subsanadas por fuertes movimientos de masa, que
determinaban la formación de nuevas órdenes religiosas -o eran resumidos en las
mismas- en torno de fuertes personalidades (Domingo, Francisco). (2)
Pero la contrareforma esterilizó este pulular de fuerzas populares: la Compañía de Jesús fue última gran orden religiosa, de origen reaccionario y autoritario, con carácter represivo y “diplomático” que ha rubricado con su nacimiento la rigidez del organismo católico. Las nuevas órdenes surgidas después tienen escasísimo significado “religioso” y un gran significado “disciplinario” sobre la masa de los fieles, son ramificaciones y tentáculos de la Compañía de Jesús y se han convertido en tales, en instrumentos de “resistencia” para conservar las posiciones políticas adquiridas, no son fuerzas renovadoras del desarrollo. El catolicismo se ha convertido en “jesuitismo”. El modernismo no ha creado “órdenes religiosas” sino un partido político, la democracia cristiana.(3)
La posición de la filosofía de la praxis es antitética a la católica: la filosofía de la praxis no tiende a mantener a los “simples” en su filosofía primitiva del sentido común, sino a conducirles en cambio, a una concepción superior de la vida. Se afirma la existencia del contacto entre intelectuales y simples con objeto no de limitar la actividad científica y de mantener una unidad al bajo nivel de las masas, sino precisamente para construir un bloque intelectual-moral que haga políticamente posible un progreso intelectual de masa y no tan solo de escasos grupos intelectuales.
(1) Acaso sea útil “prácticamente distinguir la vieja
filosofía del sentido común para indicar mejor el paso de un momento al otro:
en la filosofía se hallan especialmente acentuados los caracteres de
elaboración individual del pensamiento; en el sentido común, en cambio, los
caracteres difusos y dispersos de un pensamiento genérico de una determinada
época en un determinado ambiente popular. Pero toda filosofía tiende a devenir
sentido común de un ambiente restringido (de todos los intelectuales). Se trata
por tanto de elaborar una filosofía que, habiendo alcanzado ya una difusión o
expansividad por estar ligada a la vida práctica e implícita en ella, devenga
en renovado sentido común con la coherencia y el nervio de las filosofías
individuales; esto no puede ocurrir si deja de sentirse la exigencia del contacto
cultural con los “simples”.
(2) Los movimientos heréticos de la Edad Media como reacción
simultánea al politicismo de la Iglesia y a la filosofía escolástica -que fue
una expresión de dicho politicismo-, sobre la base de los conflictos sociales
determinados a partir del nacimiento de las Comunas, han constituido una
ruptura entre masa e intelectuales en la Iglesia, “cicatrizada” con el
surgimiento de movimientos populares religiosos reabsorbidos por la Iglesia en
la formación de las órdenes mendicantes y en una nueva unidad religiosa.
(3) Recuérdese la anécdota (narrada por Steed en sus Memorias) del cardenal que explica al protestante inglés filo-católico que los milagros de San Genaro son artículos de fe para el vulgo napolitano, no para los intelectuales, que también en el Evangelio hay “exageraciones” y a la pregunta: “Pero ¿no somos cristianos?” responde: “Somos “prelados” es decir “políticos” de la Iglesia de Roma.”
(3) Recuérdese la anécdota (narrada por Steed en sus Memorias) del cardenal que explica al protestante inglés filo-católico que los milagros de San Genaro son artículos de fe para el vulgo napolitano, no para los intelectuales, que también en el Evangelio hay “exageraciones” y a la pregunta: “Pero ¿no somos cristianos?” responde: “Somos “prelados” es decir “políticos” de la Iglesia de Roma.”
Intelectuales y
pueblo
Paso del saber al comprender, al sentir, y viceversa, del
sentir al comprender, al saber. El elemento popular “siente”, pero no siempre
comprende y sabe; el elemento intelectual “sabe”, pero no siempre comprende y
especialmente siente. Los dos extremos son, por tanto, la pedantería y el
filisteísmo de una parte y la pasión ciega y el sectarismo de la otra. No es
que el pedante no pueda ser apasionado, mas la pedantería apasionada es tan
ridícula y peligrosa como el sectarismo y la demagogia más desenfrenada. El
error del intelectual consiste en creer que se puede saber sin comprender y
especialmente sin sentir y ser apasionado (no sólo del saber en sí mismo, sino
por el objeto de saber), eso es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro
pedante) siendo a la vez distinto y distanciado del pueblo-nación, es decir,
sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y luego
explicándolas y justificándolas en la situación histórica en cuestión, y
relacionándolas dialécticamente con las leyes de la historia, con una superior
concepción del mundo, científicamente y coherentemente elaborada, con el
“saber”; no se hace política historia sin esta pasión, es decir, sin esta
conexión sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal
nexo, las relaciones del intelectual con el pueblo-nación son o se reducen a
relación de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se
convierten en una casta o un sacerdocio (denominado centralismo orgánico).
Si la relación entre intelectuales y pueblo-nación, entre
dirigentes y dirigidos -entre gobernantes y gobernados- está dada por una
adhesión orgánica en la que el sentimiento-pasión deviene comprensión y por
tanto saber (no de un modo mecánico, sino viviente), sólo entonces se da una
relación de representación, y se produce el intercambio de elementos
individuales entre gobernantes y gobernados, entre dirigentes y dirigidos, esto
es, se realiza la vida de conjunto que es, exclusivamente, la fuerza social; se
crea el “bloque histórico”.
El partido, moderno
Príncipe
1- El moderno príncipe, el mito-príncipe, no puede ser una
persona real, un individuo concreto; sólo puede ser un organismo; un elemento
de sociedad complejo en el que ya se haya iniciado la concreción de una
voluntad colectiva reconocida y se haya afirmado parcialmente en la acción.
Este organismo está ya dado por el desarrollo histórico y es el partido
político: la primera célula en la que se resumen gérmenes de voluntad colectiva
que tienden a convertirse en universales y totales.
2- El partido político. Se ha afirmado que el protagonismo
del nuevo Príncipe no podría ser en la época moderna un héroe real, sino el
partido político, es decir, de vez en vez y en las diversas relaciones internas
de las diferentes naciones, aquel partido que pretende (y ha sido racional e
históricamente fundando para este fin) fundar un nuevo tipo de Estado
Partido, reforma
intelectual y moral, reforma económica
Una parte importante del moderno Príncipe deberá dedicarse a
la cuestión de una reforma intelectual y moral, es decir, a la cuestión
religiosa o de una concepción del mundo. También en este campo encontramos en
la tradición ausencia de jacobismo y miedo al jacobismo (la última expresión
filosófica de este miedo es la actitud maltusiana de B. Croce respecto de la
religión). El moderno Príncipe debe y no puede no ser el portavoz y el
organizador de una reforma intelectual y moral, lo cual significa además crear
el terreno para un desarrollo ulterior de la voluntad colectiva
nacional-popular hacia el cumplimiento de una forma superior y total de
civilización moderna.
Estos dos puntos fundamental: formación de una voluntad
colectiva nacional-popular, de la que el moderno Príncipe es a la vez
organizador y expresión activa y operante, y reforma intelectual y moral,
deberían constituir la estructura del trabajo. Los puntos concretos del
programa deben incorporarse a la primera parte, es decir, deberían resultar
“dramáticamente” del discurso, no ser una fría y pedante exposición de
raciocinios.
¿Puede haber una reforma cultural, es decir, elevación
social de las capas deprimidas de la sociedad, sin una reforma económica
precedente y un cambio en la posición social y en el mundo económico? Por eso
una reforma intelectual y moral no puede sino estar ligada a un programa de
reforma económica, o más bien el programa de reforma económica es precisamente
la forma concreta con que se presenta toda reforma intelectual y moral. El
moderno príncipe, al desarrollarse, trastorna todo el sistema de relaciones
intelectuales y morales en cuanto que su desarrollo significa precisamente que
todo hecho se concibe como útil o perjudicial, como virtuoso o maligno, sólo en
cuanto tiene como punto de referencia al mismo moderno Príncipe y sirve para
incrementar su poder o para oponerse a él. El Príncipe ocupa en las conciencias
el puesto de la divinidad o del imperativo categórico, se convierte en la base
de un laicismo moderno y de una completa laicación de toda la vida y de todas
las relaciones de comportamiento intersocial.
La Universidad
popular
Tenemos aquí delante el programa de la Universidad popular
para el primer período 1916-17. Cinco cursos: tres dedicados a las ciencias
naturales, uno de literatura italiana, otro de filosofía. Seis conferencias
sobre temas diversos: tan sólo dos de ellas, por el título, garantizan una
cierta seriedad. A veces nos preguntamos por qué no ha sido posible asentar en
Turín un organismo para la divulgación de la cultura, el por qué la universidad
popular ha quedado en la miseria que es, y no haya logrado imponerse a la
atención, al respeto y al amor del público, el porqué no haya conseguido
formarse un público. La respuesta no es fácil, o es demasiado
fácil. Problema de organización, sin duda, y de criterios informativos.
La mejor respuesta debería consistir en hacer algo mejor, en la demostración
concreta de que se puede hacer mejor y que es posible reunir en torno a un foco
de cultura un público, siempre que este foco sea vivo y caldee de verdad.
En Turín, la Universidad popular es una llama fría. No es ni universidad,
ni popular. Sus dirigentes son unos diletantes en cuestión de
organización cultural. Lo que les mueve a obrar es un blando y pálido
espíritu de beneficencia, no un deseo vivo y fecundo de contribuir a la
elevación espiritual de la multitud a través de la enseñanza. Como en los
institutos de vulgar beneficencia distribuyen en la escuela espuertas de
víveres que llenan el estómago, producen tal vez indigestiones al estómago,
pero no dejan rastro, no van seguidos de una vida nueva, de una vida
diversa. Los dirigentes de la Universidad popular saben que la
institución que dirigen debe servir para una determinada categoría de personas,
la cual no ha podido seguir los cursos regulares en las escuelas. Y nada
más. No se preocupan en absoluto de buscar el modo más eficaz para
acercar a esta categoría de personas al mundo de los conocimientos.
Encuentran un modelo en los institutos de cultura ya existentes: lo copian, lo
empeoran. Se hacen más o menos este razonamiento: el que frecuenta los
cursos de la Universidad popular tiene la edad y la formación general de quien
asiste a las universidades públicas: démosle por tanto un equivalente. Y
pasan por alto todo lo demás. No piensan que la universidad es la
desembocadura natural de todo un laborío precedente: no piensan que el
estudiante, cuando llega a la universidad, ha pasado por todas las experiencias
de las escuelas medias y que en ellas ha disciplinado su espíritu de
indagación, ha refrenado con el método sus impulsos de aprendiz, ha llegado a
ser, en suma, y se ha despabilado lentamente, tranquilamente, cayendo en
errores y realzándose, desviándose y volviendo a tomar el camino recto.
No comprenden estos dirigentes que las nociones, arrancadas por todo este
laborío individual de investigación, no son ni más ni menos que dogmas, que
verdades absolutas. No comprenden que la Universidad popular, en la forma
como la están guiando, se reduce a una enseñanza teológica, a una renovación de
la escuela jesuítica, donde el conocimiento se presenta como algo definitivo,
apodícticamente indiscutible. Esto no se hace ni siquiera en las
universidades públicas. Ahora estamos persuadidos de que una verdad es
fecunda sólo cuando se ha hecho un esfuerzo para conquistarla. Que no existe
en sí y por sí, sine que ha sido una conquista del espíritu, que es preciso se
reproduzca en cada individuo aquel estado de ansia que ha atravesado el estudio
antes de alcanzarlo. Y, por tanto, los enseñantes que son maestros dan en
la enseñanza una gran importancia a la historia de su materia en
cuestión. Esta representación activa a sus oyentes de la serie de
esfuerzos, errores y victorias a través de los cuales los hombres han pasado
para alcanzar el actual conocimiento, es mucho más educativa que la exposición
esquemática de este mismo conocimiento. Forma al estudioso, da a su
espíritu la elasticidad de la duda metódica que convierte al diletante en un
hombre serio, que purifica la curiosidad, vulgarmente entendida, y la convierte
en estímulo sano y fecundo de un conocimiento cada vez más perfecto y
fecundo. Quien escribe estas notas habla en parte también por experiencia
personal. De su aprendizaje universitario, recuerda con más intensidad
aquellos cursos en los que el profesor le hizo sentir el laborío de investigación
a través de los siglos para llevar a su perfección el método de
investigación. En el caso de las ciencias naturales, por ejemplo, todo el
esfuerzo, que ha costado liberar el espíritu humano de los prejuicios y de los
apriorismos divinos o filosóficos para llegar a la conclusión de que las
fuentes de agua tienen su origen en la precipitación atmosférica y no en el
mar. Para la filosofía, cómo se ha llegado al método histórico a través
de las tentativas y fallos del empirismo tradicional, y cómo, por ejemplo, los
criterios y las convicciones que guiaban a Francesco De Sanctis al escribir su
historia de la literatura italiana no eran más que verdades que venían
afirmándose a través de fatigosas experiencias e investigaciones, que liberaron
los espíritus de las escorias sentimentales y retóricas que contaminaban en el
pasado los estudios de literatura. Igual podría decirse de las demás
materias. Esta era la parte más vital del estudio: este espíritu
recreativo, que hacía asimilar los datos enciclopédicos, que los fundía en una
llama ardiente de nueva vida individual.
La enseñanza, impartida de este modo, se convierte en acto
de liberación. Poseo la fascinación de todas las cosas vitales.
Debe afirmar especialmente su eficacia en las Universidades populares, cuyos
asistentes adolecen precisamente de falta de esa formación intelectual
necesaria para poder encuadrar en un todo organizado cada uno de los datos de
la investigación. Para ellos, especialmente, lo más eficaz e interesante
es la historia de la investigación, la historia de esta enorme epopeya del
espíritu humano, que lentamente, pacientemente, tenazmente toma posesión de la
verdad, conquista la verdad. Cómo se llega del error a la certeza
científica. Es el camino que todos deben recorrer. Mostrar cómo lo
han recorrido los demás es la enseñanza más fecunda en resultados. Es.
entre otras cosas, una lección de modestia, que evita se forme la aburridísima
caterva de sabidillos, de esos que creen haber llegado al fondo del universo
cuando su feliz memoria ha logrado encasillar en su repertorio un cierto número
de fechas y de nociones particulares.
Pero las Universidades populares, como la de Turín,
prefieren más bien los cursos -inútiles y tediosos sobre «El alma italiana en
el arte literario de las últimas generaciones» o 'lecciones sobre «La
conflagración europea según Vico», en las que se atiende más al aspecto
literario que a la eficacia, y la pretenciosa personita del conferenciante
supera la obra modesta del maestro, pues también sabe hablar a los incultos.
«Avanti!», 29 de
diciembre de 1916.
La escuela de partido
Mientras se inicia el primer curso de una escuela de
partido, no podemos por menos de pensar en los numerosos intentos que se han
realizado en este campo, en el seno del movimiento obrero italiano, y en la
suerte singular que han tenido.
Dejamos a un lado los intentos llevados a cabo en una dirección distinta a la nuestra, en la dirección de las «Universidades» proletarias sin color de partido, academias de oratoria desprovistas de todo principio interno de cohesión unitaria en sus mejores representantes, vehículo muchas veces de la influencia sobre la clase obrera de esfuerzos e ideologías antiproletarias. Han tenido el destino que les convenía, de sucederse y entrecruzarse sin dejar ninguna huella profunda. Pero ni siquiera sobre los intentos realizados en nuestro campo y con nuestras directrices puede decirse algo. muy diferente. Ante todo, tales intentos tuvieron siempre un carácter esporádico, y tampoco condujeron nunca a resultados satisfactorios. Recordemos por ejemplo el período 1919-1920. La escuela iniciada entonces en Turín entre un gran fervor de entusiasmo y en condiciones bastante favorables, no duró siquiera todo el tiempo necesario para desarrollar el programa trazado al principio. Pese a todo, tuvo una repercusión bastante favorable en nuestro movimiento, aunque no el que esperaban promotores y alumnos. De los demás intentos, ninguno por lo que recordamos alcanzó el éxito y la repercusión de aquél. No se salió nunca del grupo limitado, del pequeño círculo, del esfuerzo de unos pocos aislados. No se llegó a combatir y a superar la aridez y la infecundidad de los restringidos movimientos «culturales» burgueses.
Motivo fundamental de este fracaso fue la ausencia de lazos entre las «escuelas» proyectadas o iniciadas y un movimiento de carácter objetivo. El único caso en que existe esta ligazón es el de la revista Ordine Nuovo de la que hemos hablado arriba. En este caso, sin embargo, el movimiento de carácter objetivo -el movimiento turinés de fábrica y de partido- es de tal envergadura que excede y casi anula ante sí el intento de crear una escuela en la que se afinen las capacidades técnicas de los militantes. Una escuela adecuada a la importancia de tal movimiento habría requerido, no la actividad de unos Pocos sino el esfuerzo sistemático y ordenado de un partido entero.
Considerada de este modo la mala suerte que ha envuelto
hasta ahora los intentos de crear escuelas para los militantes del proletariado
-es decir, considerada en relación con su causa fundamental-, dicha mala suerte
aparece no tanto como un mal, sino como una señal de inatacabilidad del
movimiento obrero por parte de lo que sería, por eso, efectivamente un
mal. Mal sería si el movimiento obrero se convirtiera en campo de rapiña
o instrumento de experiencia por la suficiencia de pedagogos imprudentes, si
perdiese sus caracteres de apasionada milicia para asumir los de estudio
objetivo y de «cultura» desinteresada. Ni un «estudio objetivo '» ni una
«cultura desinteresada» puede caber en nuestras filas; nada por tanto que se
parezca a lo que se considera como objeto normal de enseñanza según la
concepción humanística, burguesa, de la escuela.
Somos una organización de luchas y en nuestras filas se
estudia para aumentar y afinar las capacidades de lucha de cada individuo y de
toda la organización, para comprender mejor cuáles son las posiciones del
enemigo y las nuestras, para poder adecuar mejor a ellas nuestra acción de cada
día. Estudio y cultura no son para nosotros otra cosa que conciencia
teórica de nuestros fines inmediatos y supremos, y del modo como podremos
llevarlos a la práctica.
¿Hasta qué punto existe hoy esta conciencia en nuestro
partido, está difundida en sus filas, ha penetrado en los compañeros que
desempeñan funciones de dirección y en los simples militantes que deben llevar
cada día a contacto con las masas las palabras del partido, hacer eficaces sus
órdenes, realizar sus directrices? Creemos que todavía no en la medida
necesaria para hacernos aptos para cumplir de lleno nuestro trabajo de guía del
proletariado. No todavía era medida adecuada a nuestro desarrollo
numérico, a nuestros recursos organizativos, a las posibilidades políticas que
nos ofrece la situación. La escuela de partido debe proponerse llenar el
vacío que existe entre lo que debería ser y lo que es, Por tanto, está
estrechamente ligada a un movimiento de fuerzas, que nosotros tenemos el
derecho de considerar las mejores que la clase obrera italiana haya engendrado.
Es la vanguardia del proletariado, la cual forma e instruye a sus cuadros, que
añade un arma -su conciencia teórica y la doctrina revolucionaria- a aquellas
otras con las que se apresta a afrontar a sus enemigos o sus batallas.
Sin este arma, el partido no existe, y sin partido ninguna victoria es posible.
“L’Ordine Nuovo”, 1 de
abril de 1925