- La burguesía quiso y pudo afirmarse como clase dominante desplegándose también como clase dirigente, aprendió a utilizar la coerción y el consenso, con un Estado que además de reservarse el monopolio y el uso de la violencia represiva, se dotó de medios para educar y “moralizar” a las clases subalternas. Pero esto sólo lo advirtió Antonio Gramsci
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Aldo Casas
| Hace ya algunos años Omar Acha llamó
la atención sobre el “subdesarrollo del pensamiento político marxista” advirtiendo
también que una las consecuencias (y no la menor) de ello resultó ser que, cuando
Kautsky y Lenin “situaron la estrategia socialista en el terreno político”, lo
hicieron de un modo de tal que instituyeron una visión vertical de la
política revolucionaria [...] Al depositar la claridad marxista en el partido,
naturalmente con importantes diferencias entre ambos, sentaron las bases de una
expropiación de la voluntad política de la clase obrera. Instalaron la noción
de un credo marxista que no debía ser “revisado”. (Acha, 2008: 137-138).
Paradójicamente, la actividad y la pasión política marcaron toda la vida y obra de Marx. Después de todo, fue quien escribió que
Paradójicamente, la actividad y la pasión política marcaron toda la vida y obra de Marx. Después de todo, fue quien escribió que
…contra el poder colectivo de las clases dominantes la clase obrera sólo puede llegar a actuar como tal si se constituye en un partido político distinto y opuesto a todos los viejos partidos formados por las clases propietarias (Krieger, 196: 847).
Pienso entonces que, si subdesarrollo
existe, la vía para superarlo pasa por retomar y llevar aún más lejos el empeño
crítico con que Marx develó los meandros a través de los cuales el capital
(relación social en virtud de la cual el objeto producido deviene sujeto y
comando sobre el productor) implica una escisión antagónica que produce y
reproduce continuamente la alienación y el fetichismo: de la mercancía, del
dinero, del Estado y, tendencialmente, la incontrolabilidad de la vida social. Marx
se ocupó de las cuestiones “económicas” para escudriñar más allá de las
apariencias, elucidar la esencia antagónica del capital y destacar su carácter
histórico. De igual modo, muy tempranamente, su crítica de la política supo evidenciar
que la igualdad política de los ciudadanos
encubría las desigualdades sustanciales en la sociedad capitalista, donde “el
poder político es precisamente la expresión oficial de la contradicción de
clase dentro de la sociedad civil” (Marx, 1987: 137). De allí, la luminosa comprensión
de que la emancipación humana requiere quebrar la explotación y dominación del
capital, revolucionando tanto la esfera socioeconómica como el nuevo tipo de poder
político que, disueltos los antiguos lazos feudales de dependencia personal, se
construye (y se recrea permanentemente) sobre la base del moderno antagonismo.
Partidario de la revolución social, Marx
asumió la necesidad de la lucha política sin dejar de plantear una crítica
sustancial a la misma. A la idealización de la política y el Estado como
supuesto terreno de comunicación y realización humanas, opuso la convicción de
que constituía en realidad una “mala mediación”: no superación, sino más bien
expresión de aquellas limitaciones materialmente ancladas en la explotación y
la opresión que impide a los hombres realizarse plenamente como tales. Concluyo
esta introducción diciendo que su apuesta y aporte a la concepción de la revolución
como autoemancipación de los explotados en marcha hacia una nueva sociedad (o
forma histórica) sigue siendo referencia ineludible para superar el subdesarrollo
político, porque sugiere que la revolución no resulta ni de un determinismo
económico, ni de un puro voluntarismo político, es un proceso que ad-viene cuando
determinadas condiciones o prerrequisitos objetivos son subvertidos por una acción
colectiva que apuesta a la transformación revolucionaria de las circunstancias y
de quienes luchan por el cambio. Intentamos recuperar lo que sigue vivo de una
gran tradición a la que no renunciamos, en la batalla por restituir o devolver
al cuerpo social los poderes usurpados por la política burguesa y estatalista:
La política socialista o sigue la senda que le fijó Marx –del sustitucionismo a la restitución– o deja de ser política socialista y, en vez de “autoabolirse” a su debido tiempo, se convierte en autoperpetuación autoritaria. (Meszáros, 2001: 539).
Haciéndolo, creemos ser fieles a la
dialéctica y gramsciana actitud de buscar la continuidad en la discontinuidad y
la discontinuidad en la continuidad.
Insuficiencias y anacronismos
Ciertamente, la concepción de la revolución
y de la política legada por los “clásicos” parece insuficiente, anacrónica en
algunos puntos y, en otros, errónea. Por los inmensos cambios acaecidos a lo
largo de un siglo y medio y que más adelante abordaremos, sin duda. También,
porque puede hoy apreciarse que existieron en aquella germinal elaboración
“puntos ciegos”, ambigüedades y expectativas luego refutadas por la realidad. Me
limito a señalar dos que tuvieron significativas consecuencias políticas.
En relación a la organización y conciencia
del proletariado, Marx había advertido ya en el Manifiesto Comunista que la
clase, sometida a la explotación de una multiplicidad de capitales, estaba
necesariamente fragmentada y los obreros compelidos a competir entre sí. Al
profundizar la crítica de la economía política, retomó con detalle y
profundidad estas y otras y otras cuestiones estrechamente relacionadas, analizando
la subsunción real del trabajo, la producción de trabajo abstracto, la
contradicción entre trabajo muerto y trabajo vivo, etcétera. Paradójicamente, estos
progresos teóricos en la crítica de la economía política no tuvieron su correlato
en el terreno específicamente político. De hecho, se subestimó el impacto que la
profundización y sofisticación de la subsunción al capital tendrían en el
desarrollo de la organización (sindical y política) de la clase obrera y en su
conciencia. En Marx, y mucho más en los teóricos de la Segunda Internacional, creció
la confianza en que la creciente concentración y combinación del capital y el
desarrollo de la gran industria acarrearían simultáneamente la multiplicación
de la fuerza, la organización colectiva y la conciencia de la clase obrera. No
fue así. El orden del capital cubrió el planeta y la inmensa mayoría de la
población mundial fue proletarizada, pero el capital logró mantener y profundizar
la fragmentación y asimetría de los expropiados: entre la “aristocracia obrera”
y el resto de la clase, entre el movimiento obrero en los países imperialistas
y el proletariado del llamado “Tercer Mundo” y finalmente con la flexibilidad y
desregulación “neoliberal” en cada uno de los países y a escala planetaria, con
la presión adicional de un inmenso “ejército de reserva” conformado por la
desocupación estructural. Agravando asimismo los clivajes y desigualdades por
etnia, género y edad. Todo lo cual alentó, una y otra vez, a que desde el seno
mismo de las grandes organizaciones obreras se reclamara la intervención
“correctiva” del Estado burgués al que, en el extremo, buscan asociarse.
Otro error que tuvo negativas consecuencias
políticas fue la caracterización de que el “bonapartismo”, al estilo de la Segunda República
en Francia, constituía “la única forma de gobierno posible” para la clase
dominante y “la forma última” del poder estatal burgués (Marx, 2003: 63-64). La
correlativa suposición de que el “parlamentarismo” estaba liquidado fue más
equivocada y perniciosa aún. A fines del siglo XIX y a lo largo del siglo XX se
produjeron significativos cambios estructurales y superestructurales en el capitalismo
y el moderno sistema mundial de Estados, y aquel parlamentarismo cuya quiebra
se había decretado fue capaz de apresar entre sus redes a los partidos obreros,
incluido el Partido Obrero Socialdemócrata Alemán, el más fuerte del Viejo
Continente y supuesto albacea del marxismo. Contradiciendo la suposición de que
los capitalistas, por temor a la revolución estaban decididos a sentarse sobre
las bayonetas del ejército y poner la salvaguarda de sus intereses de clase en
manos del “Estado gendarme”, la burguesía quiso y pudo afirmarse como clase
dominante desplegándose también como clase dirigente, esto es, aprendió a utilizar
la coerción y el consenso, con un Estado que además de reservarse el monopolio y
el uso de la violencia represiva, se dotó de medios para educar y “moralizar” a
las clases subalternas, instalando también “casamatas” en la sociedad civil e
incluso entre los trabajadores. Pero esto sólo lo advirtió el italiano Antonio
Gramsci, desde la cárcel y muchos años después.
El Estado y lo político
El orden del capital es indisociable del
Estado moderno como estructura política de mando, que asegura la reproducción del
sistema y evita que el intrínseco antagonismo y las contradicciones lo hagan
estallar. Pero este Estado no es una cosa ni se reduce a un aparato de gobierno:
…la forma-Estado reposa en el núcleo dinámico del capital, entendido éste no como una categoría económica, sino como un proceso de vida social global. (…) El Estado descansa en la disposición y subsunción de trabajo vivo –actividad vital, subjetividad, trabajo existente en el tiempo- para el proceso de valorización de valor. Se trata de un proceso cuyo soporte es una forma de dominación impersonal, que no requiere de coerción física directa y cuya peculiaridad –en contraste con otras formas históricas de dominación- consiste en realizarse ocultándose. (Roux, 2005: 28/29).
El Estado no es un artefacto externo a la
sociedad, es una forma de las relaciones sociales, o mejor dicho, la resultante
siempre abierta de un proceso relacional, dinámico, construido con las interacciones
recíprocas de seres humanos enlazados agonísticamente, que se realiza en el
conflicto e implica la participación de las clases subalternas. En un proceso que
supone y reproduce el reconocimiento colectivo de una autoridad que monopoliza
el uso legítimo de la violencia.
El Estado es entonces lugar-momento de la
lucha de clases y, aunque su naturaleza sea capitalista, presenta
cristalizaciones que son resultado de las luchas de las clases subalternas.
Esas cristalizaciones pueden funcionar como locus de las confrontaciones contra
la dominación y la explotación. (Mazzeo, 2005: 35)
Todo Estado se pretende soberano y casi
omnipotente, aunque sea en realidad un proceso inestable. En su existencia y
modo de manifestación, la forma-Estado implica el permanente intento de
unificar la sociedad, controlar el conflicto, institucionalizar y domesticar la
política, pero la estatización de la vida social está siempre atravesada por el
conflicto y al menos potencialmente desafiada por la política autónoma de las
clases subalternas, aunque ésta sea fragmentaria e intermitente. Debemos bajar
del pedestal casi “metafísico” en que suele colocarse al Estado, combatiendo la
idealización de quienes lo presentan como instrumento y garante del interés
general, sin caer en simpleza del marxismo “vulgar” que se limita a denunciarlo
como instrumento represivo garante de la explotación estructural, porque ignora
todo lo referido a los sistemas de hegemonía construidos por la burguesía y se
desentiende de las prácticas contra-hegemónicas de las clases y grupos
subalternos.
También debemos intentar una redefinición
radical tanto de lo político como de la política, reconociendo que se trata de una problemática que
excede o desborda lo estatal, relacionada con la cualidad humana -y por tanto
social- de actuar construyendo normas que regulan la convivencia. Dicho de otra
manera, lo político sería el ámbito de confrontación activa en el que se decide
cómo se organiza la vida colectiva. Ciertamente, el grado de participación e
incidencia de las diversas clases y grupos sociales en tal “decisión” es asimétrico
y varía según los regímenes políticos y las relaciones de fuerza, pero aún si lo
esencial de tales decisiones queda en manos de “ellos”, de la clase
dominante, no debemos ignorar que existe
también una participación de “nosotros”,
de los sectores populares, pues incluso las disposiciones heterónomas suponen la
aceptación, más o menos impuesta, de las clases y grupos subalternos. Precisamente,
el momento en que la burguesía afirma su hegemonía se corresponde con la fase más estrictamente política, que
señala el tránsito neto de la estructura a las superestructuras complejas, es
la fase en que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en
“partido”, entran en confrontación y se declaran en lucha hasta que una sola de
ellas o al menos una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a
imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la
unidad de los fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y
moral, situando a todas las cuestiones en torno a la cuales hierve la lucha o
en el plano “corporativo” sino en un plano universal […] y la vida estatal es
concebida como un continuo formarse y superarse de equilibrios inestables (en
el ámbito de la ley) entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos
subordinados, equilibrios en los que los intereses del grupo dominante
prevalecen pero hasta cierto punto, o sea no hasta el burdo interés
económico-corporativo. (Gramsci, 1999: 36/37).
Con este enfoque, dejamos de lado la tan
estéril como difundida antinomia entre partidarios del “politicismo
estatalista” y las “almas bellas” que se pretenden más allá del Estado, la
política y las preocupaciones estratégicas, para pensar y proyectar la lucha de
clases y el ímpetu libertario en términos de otra política y otra práctica
política. La confrontación con otras políticas, para ser efectiva, debe
realizarse también con medios políticos (que se definen y dirimen en el curso
mismo de la lucha) y disputando poder.
No se debe pensar la política emancipadora
desde el Estado, pero es imposible pensarla sin el Estado. El Estado y la
política están ahí, atravesados en algún lugar, entre la actividad práctica y
la transformación del trabajo alienado. La emancipación requiere entonces de la
lucha por el poder del Estado, contra el poder del estado y en el Estado. De
hecho, luchar contra el poder del Estado, es luchar por el poder del Estado,
aunque no se sepa o se lo niegue. (Mazzeo, 2005:30).
Más precisamente, y enlazando el conceptos
de lucha política con el de construcción de poder popular, se
…bosqueja una concepción de la autonomía
que no se contrapone al plano reivindicativo y permite pensar en la
construcción concreta de poder popular y de la autonomía en ámbitos sindicales,
estudiantiles, etc. Esto significa que dicho formato reconoce la importancia de
las distintas instituciones que las clases subalternas se dan para afrontar sus
luchas cotidianas (cabe recordar que la lucha de clases abarca necesariamente
la lucha política y la lucha económica), y acepta la posibilidad de plantear
disputas y “acumular” en el marco del Estado. (Mazzeo, 2007: 66).
En
Argentina, la llamada “izquierda independiente” o nueva izquierda es
hija o tributaria de aquella rebelión del 2001 que se caracterizó por el masivo
y justificado rechazo a la vieja política (¡Que se vayan todos!), la visibilización de los nuevos movimientos
sociales y la intuición de que la política está en otra parte (López Echagüe, 2002).
Doce años después, reivindicando aquellas enriquecedoras experiencias pero aprendiendo
también de los límites, condicionamientos y derrotas que pudo imponer al movimiento
popular la política llevada adelante por los gobiernos de Néstor y Cristina
Kirchner, parece evidente que, para enfrentar al neopopulismo y un “proyecto de
país” extractivo-exportador con ribetes depredatorios, no alcanza con tratar de unir las
fragmentarias experiencias que hayan surgido “por abajo y a la izquierda”. Es
urgente generar políticas que ayuden a forjar una voluntad colectiva masiva por
el cambio social, construir un proyecto emancipatorio a escala nacional y de
Nuestra América. No faltan en Nuestra América organizaciones sociales y
emprendimientos auto-normados que han sido capaces plantarse frente a las
seducciones o amenazas del asistencialismo y el clientelismo de los gobiernos y
los partidos del sistema, pero esto no es suficiente. La adecuada comprensión teórica
de estas experiencias ayuda a valorarlas y proyectarlas políticamente en un
sentido alternativo, no-capitalista, superador tanto de las recetas
neoliberales que pugnan por volver, como de los proyectos llamados
“neodesarrollistas” ya en retroceso, como puede verse en nuestro país y sobre
todo en la rebelión popular de junio en Brasil. Elaborar junto al pueblo un
proyecto político emancipatorio supone también aprender a reconocer, valorar y
potenciar las sutiles y fragmentarias formas que pueden adoptar las pulsiones
políticas entre “los de abajo”. La instintiva y justificada desconfianza hacia
“los políticos” y “los sindicalistas”, coexiste con vivencias políticas casi
nunca verbalizadas pero subyacentes a la cotidiana experiencia colectiva. Lo
presente-vivido con su carga de sufrimiento, agravios y humillaciones se enlaza
con la memoria de pasadas luchas, frustraciones y episódicas victorias, y con
este material puede componerse, al decir de Benjamin, una constelación de modo tal que “el pasado deja de ser un botín que recibimos
de los sucesivos vencedores de la historia, para convertirse en una experiencia
única y activa” (Vedda, 2008: 11) que alimenta la esperanza colectiva y enseña a
“soñar con los ojos abiertos”.
Más en general, si la lucha contra el
capital es una batalla para terminar con la explotación y la división social
jerárquica del trabajo y construir una nueva forma de sociabilidad para recuperar
y desplegar la condición humana, cabe decir que la batalla contra el capital pasa
también por aprovechar, potenciar e impulsar cada situación que permita
trascender la politicidad enajenada que invita o exige votar y elegir “representantes”
ocultando que, simultáneamente, somos expropiados del derecho a organizar,
controlar y decidir las formas de organización de nuestra vida social. Dicho de
otro modo, una estrategia dirigida a poner fin a la explotación y la
enajenación del trabajo para dar paso a una “comunidad real y verdadera”, implica
también una estrategia enderezada a poner fin a la enajenación política para
dar paso a una sociedad emancipada, entendida no ya como una comunidad “liberada”
de toda política, sino como asociación política fundada en la libertad, en la
plena realización de la individualidad concreta y en el reconocimiento
recíproco como personas.
Claro está que para llegar hasta allí será precisa
una larga marcha, por territorios sin caminos trazados de antemano ni mapas
precisos. La transformación revolucionaria implica un prolongado y complejo
proceso que enlaza las diversas esferas de la totalidad social y requiere de un
desarrollo mucho mayor de la teoría de la transición, algo que excede los
objetivos y límites de esta contribución pero no podemos dejar de señalar.
Estado, Nación, poder popular… cuestiones
de soberanía
Tratándose de política, Estado, Nación y
poder popular, ineludible es la cuestión de la soberanía, que tiene o adquiere
distintas dimensiones y dinámicas. Existe y compartimos la justa reivindicación
de las soberanías nacionales de los pueblos y países de Nuestra América contra
la prepotencia imperial de las potencias del Norte, cuando se le dijo No al
ALCA, cuando se conforman organismos de integración regional que dejan de lado
a los EE.UU., cuando se denuncian las amenazas, hostigamiento o ataques de los
imperialistas contra Cuba y Venezuela, cuando se reacciona contra el trato
vejatorio que la decadente Europa capitalista y racista impuso al Presidente de
Bolivia, cuando se denuncia la proyección del militarismo yanqui sobre la
región o la voracidad de los “fondos buitres”, etc. Esto tiene diversas
expresiones y contenidos a nivel de Estados y gobiernos: no son lo mismo el
ALBA, la CELAC, o el Mercosur. Son cosas bastante diferentes y a veces
encontradas el antimperialismo de Cuba y Venezuela, las pretensiones
subimperiales de Brasil, o la autonomía gestual que suele asumir Argentina en
algunos foros internacionales.
Por otra parte, cuando la Presidenta
Cristina Fernández de Kirchner habla de soberanía, lo que hace con relativa
frecuencia, estamos obligados a distinguir. Cuando se trate de acciones o
definiciones que ponen freno a la prepotencia imperial, aunque sea de manera
limitada e inconsecuente, las apoyamos y apoyaremos sin que ello afecte nuestra
independencia. Cuando se trate en cambio de la retórica demagógica que utiliza la
palabra soberanía para tapar groseras abdicaciones de la soberanía nacional
como lo son el pago de la ilegítima deuda externa, la capitulación ante la
mega-minería, Monsanto o la petrolera Chevrón, etc., debemos enfrentarlas.
Advertimos entonces que el Gobierno sólo habla de soberanía en términos de
“unidad nacional” y de autoridad del Estado, o sea, con palabras que ocultan el
antagonismo social y pretenden que todo quede en manos del Poder Ejecutivo. Pero
el antagonismo social y la lucha de clases existen, aunque la doctrina
peronista los condene. Precisamente por eso, desde el punto de vista de los
intereses populares la soberanía nacional no debe reducirse a la soberanía
estatal (aunque la incluya): debe ser contextualizada y conjugarse más bien como
soberanía popular.
No aceptamos arrodillarnos ante la cláusula
que ordena: “el pueblo no delibera ni gobierna”, porque una secular experiencia
nos enseña que la soberanía nacional solo se sostiene efectivamente con el protagonismo
popular. Queremos entonces que ese
protagonismo llegue a ser efectiva y continuada auto-actividad y contra-hegemonía.
Queremos que se instituya como poder popular de hecho y de derecho, recordando de
paso dos cosas que ya dijimos: por un lado, que no todo derecho nace o requiere
de la unción del Estado y, por el otro, que la construcción de poder popular no
puede ignorar ni dar las espaldas al Estado. El análisis concreto de
situaciones concretas debe permitirnos denunciar y combatir las insuficiencias
y la consabida hostilidad del aparato burocrático-estatal hacia lo plebeyo y la
movilización, manteniendo una posición flexible y propositiva para reclamar,
negociar e incluso apoyar cualquier medida que implique ganar soberanía frente
los imperialistas, frente al mercado mundial o las exigencias del gran capital.
Instrumentos para la lucha política y la construcción de poder popular
La necesidad de un replanteo político que
superara el “resistencialismo” y enfrentara incluso el calendario electoral fijado
por el régimen, se desarrolló tardía, limitada y morosamente en los diversos
componentes de la llamada “izquierda independiente”. De hecho, recién hacia
fines del 2012 y no sin tensiones y desgarramientos, algunos sectores lograron asumir
prácticamente esta tarea, dando un paso que mereció críticas tan
descalificadoras como pobres de argumentos por parte de la izquierda
tradicional, pero también algún aporte esclarecedor (Mazzeo, 2013: s/n) que me
permitiré glosar someramente. La cosa tiene su importancia, porque a pesar de llegar
tarde, mal y fragmentada a las elecciones “primarias” realizadas en agosto de
este año, las contadas experiencias realizadas por esta nueva izquierda fueron
relativamente exitosas (superaron el porcentaje del 3% calificando así para
intervenir en las elecciones de octubre) dejando una valorable experiencia que
confirma, en éste caso al menos, aquello de que “mejor tarde que nunca”.
Efectivamente, siendo integral la lucha por cambiar el mundo, no cabe renunciar
a ningún espacio de confrontación y de proyección política en base a un vacío “principismo”
antielectoral. Estos agrupamientos que, por otra parte, fueron a lo largo de la
década pasada protagonistas de infinidad de prácticas territoriales, sociales,
culturales, pedagógicas, comunicacionales, etc., buscan ahora proyectar praxis,
ideas y proyectos, ampliando el campo de sus interlocutores. Sabiendo que se
trata de incursionar en un espacio ajeno, hostil y vacío de contenidos
emancipatorios, el gran desafío planteado será aprender a hacerlo con praxis
antisistémicas, sorteando las trampas y conmocionando dicho campo, para desestructurarlo,
quebrar su unilateralidad, darle otros sentidos. Se trata de articular de un
modo renovado y productivo la tesis –marxista y libertaria– de la extinción del
Estado con el reconocimiento de la complejidad y relativa autonomía de lo
político, según lo anteriormente postulado. Lo riesgoso del intento era sabido y
estas primeras experiencias evidencian que no será sencillo evitar recaídas en
el formalismo burgués que limita la dialéctica social a los cruces de opiniones
mediáticos, los convencionalismos que invisten al “político” con máscaras,
personalidades ad hoc y desempeños ambiguos. El necesario esfuerzo de quebrar
la marginalidad y dialogar sobre los grandes problemas con lenguaje
comprensible para el común de los mortales fácilmente puede derivar en pérdida
de identidad, recaídas en el sustitucionismo y la adopción de una agenda ajena
a las clases subalternas y oprimidas. Es
imprescindible entonces insistir en que los nuevos instrumentos políticos en
construcción no deben construirse buscando gestionar lo dado, sino cambiar el
mundo y cambiar la vida. Queremos una izquierda que en vez de propugnar
sistemas doctrinarios o programas inventados allá lejos y hace tiempo, apueste al
cambio radical en términos de deseo y confianza en los y las de abajo, sin creernos
portadores del “progreso” ni sujetarnos a criterios etapistas o evolucionistas
externos a la lucha de clases. Reivindicamos las ideas y prácticas de experimentación
y prefiguración, lo que “permite una dialéctica fructífera entre la acción
colectiva consciente y el desarrollo de las contradicciones de la sociedad.
Resuelve el dilema de la integración reformista para hoy o la ruptura
revolucionaria para mañana” (Rosanvallon, 1979: 102), cit. en Mazzeo, 2013:
s/n).
Praxis prefigurativa, apuesta y
experimentación constituyen tres ideas-fuerza de la izquierda independiente.
Ideas-fuerza en las que se fundan sus esbozos sobre el cambio social, el poder
popular (como dinámica que cuestiona la legitimidad del poder constituido) y la
transición a un sistema poscapitalista. La izquierda independiente se descubrió
a sí misma –mezclada con la tierra de barrios periféricos– al aceptar estas
ideas-fuerza. Ellas le impusieron una prospectiva singular que la diferencia de
la izquierda dogmática y del progresismo reformista. (Mazzeo, ídem).
El “Frente de Izquierda y los Trabajadores”
logró un éxito (relativo) en las recientes elecciones que seguramente repetirá
y mejorará dentro de dos semanas. Que un millón de personas vote por la
izquierda es alentador, pero sabemos por experiencia que este progreso podría, paradójicamente,
potenciar los vicios y límites de una vieja izquierda, tan rígidamente
estructurada, tan “organizada”, tan “programática”, que no crea ni piensa nada
nuevo, porque tiene la convicción de que ya está todo descubierto, pensado, tipificado
y escrito por “el Partido” o, en este caso, “los” partidos, que presentan al FIT
como si fuese “la forma al fin descubierta” de la izquierda argentina. Mantener
esta actitud de autoproclamación impedirá una sincera apertura y
relacionamiento a las mayorías subalternas y oprimidas. Pero “éxitos son éxitos”:
ejercen cierto atractivo y también cierto afán de “competir” en el mismo
terreno y con similares recursos. Contra semejantes tentaciones, bueno sería recordar
que existieron y existen ya diversas izquierdas institucionales,
electoralistas, más o menos testimoniales, sin olvidar las que se inscriben en el
“progresismo” tanto en la vertiente “nacional y popular” como en la “centro-izquierda
opositora”, todas ellas domesticadas de una u otra manera y proclives a hacer
de la gimnasia electoral el eje de una actividad “politicista”. En estos casos,
la “fuga de la praxis” y distanciamiento de la función crítico-revolucionaria, revela
tanto la incapacidad para encarar esas tareas, como la tentación por los
formatos espectaculares y mediáticos; las limitaciones teórico-políticas y la
comodidad que ofrecen tanto el dogmatismo como los terrenos apologéticos de lo
“existente”, lo “usual” y lo “políticamente correcto”.
En las antípodas de esas derivas acomodaticia,
cabe redoblar la apuesta, sin falsas expectativas, con conciencia histórica y
con la energía revolucionaria que pugna por actuar en todos los frentes, buscando
superar la dispersión de la izquierda independiente y sus incipientes experiencias,
y consolidar su constitución como nueva izquierda: popular, latinoamericanista,
ecosocialista, feminista, antipatriarcal, una izquierda asumida como espacio
crítico y transformador, ajena al doctrinarismo y empeñada en construir una alternativa
real de poder, multiplicando su visibilidad, desplegándose a escala nacional y
ganando masiva raigambre popular. Este desafío plantea interrogantes e
incertidumbres que no debemos ocultar: ¿cómo resignificar la idea de
representación? ¿Cómo redefinir la democracia y cómo reapropiarnos de una “gran
política” desde abajo? ¿Qué papel puede jugar la democracia formal y delegativa
en el marco de esta tarea?
Son cuestiones que hemos tratado de abordar a lo largo de esta presentación y retomamos al final, no para anunciar respuestas acabadas sino para afirmar que esos interrogantes y otros muchos más sólo tendrán respuesta en la medida que la izquierda independiente redoble la apuesta y asuma la actualidad de la revolución y las tareas que ella impone en Nuestra América.
Actualidad de la revolución y tareas de la
izquierda
El momento mismo en que el capitalismo a
nivel mundial atraviesa la crisis más grave de su historia y los gobernantes no
tienen idea de cómo podrán salir de ella, me parece el momento en que la izquierda
radical debe comprender que nuestra atención no está regida por la preocupación
de “salir de la crisis”, lo que queremos y necesitamos es salir del capitalismo.
Las crisis son momentos de paradojas y de posibilidades. […] Podría ser que no hubiera soluciones capitalistas efectivas a largo plazo a esta crisis del capitalismo (aparte de una vuelta a las manipulaciones del capital ficticio). En este estadio, los cambios cuantitativos llevan a deslizamientos cualitativos y hay que tomarse en serio la idea de que podríamos estar precisamente en ese punto de inflexión en la historia del capitalismo. Cuestionar el futuro del capitalismo como sistema social viable debería estar por tanto en el centro del debate actual (Harvey, 2010: s/n).
No niego la gravedad de la crisis y los
peligros que encierra, porque considero que es también una crisis
civilizatoria. Más aún, estoy convencido de que las organizaciones obreras, los
movimientos sociales, el marxismo y nosotros mismos mismo no escapamos a la
crisis. Han sido conmovidos o trastocados los puntos de referencia (materiales,
organizativas y conceptuales) que orientaron el combate por la emancipación
social durante un largo período histórico que ha quedado atrás. No se trata
sólo de la implosión del mal llamado “campo socialista”, sino de la completa
integración al sistema de la socialdemocracia, los grandes partidos comunistas
y los movimientos de liberación nacional, que habían jalonado políticamente el
curso del siglo XX. Se trata también de la derrota o impasse de las corrientes
de la llamada “extrema izquierda” en todas sus vertientes.
Incluso en Nuestra América, donde la
cartografía del cambio viene siendo diseñada por múltiples luchas y
organizaciones populares que son protagonistas o herederas de grandes confrontaciones
con los gobiernos neoliberales, y en la misma Venezuela bolivariana y chavista
que asume la perspectiva del socialismo del siglo XXI, está planteado el
tremendo desafío de fecundar las luchas defensivas y reivindicativas con una
concreta perspectiva emancipatoria que ensaye y articule desde ahora
experiencias no capitalistas y formas de poder popular que las efectivicen y
extiendan. Creo haber dicho ya que vivimos una época de transición o, si se me
permite decirlo así, de transición epocal. En condiciones sustancialmente
distintas a las del siglo pasado, debemos repensar la “actualidad de la
revolución” asumiendo que el siglo XX dejó lecciones difíciles de
compatibilizar e integrar en una teoría de la transición sustancialmente
renovada y desarrollada. Sabiendo que el pasaje a una sociedad emancipada no es
instantáneo, ni es acometido simultáneamente por los trabajadores del mundo.
Sabiendo también que la transformación socialista es la subversión del trípode del Capital, Trabajo asalariado y
Estado en que se sostiene al viejo orden, en un proceso que debe desplegarse a
nivel internacional y requiere la activa participación de los trabajadores del
mundo.
Comprendiendo que en tales circunstancias hacer del socialismo una realidad
irreversible requerirá muchas transiciones dentro de la transición y que el mismo
socialismo debe ser concebido como una constante auto-renovación de revoluciones
dentro de la revolución (Mészáros, 2001: 563). Comprendiendo, sobre todo, que
“otro mundo es posible” sí y sólo sí nuestras prácticas presentes lo
prefiguran.
Hubo en el pasado y tendremos en el futuro
situaciones en que la construcción del poder popular pase por la disputa
abierta del poder y una radical subversión del aparato y las funciones del Estado
capitalista. Pero ninguna “ley” histórica o “principio” teórico impone creer
que todo cambio revolucionario queda supeditado al mítico momento del “asalto
al poder”, y mucho menos autoriza a pontificar que recién entonces podrían
abordarse las cuestiones de la transición... Por el contrario, la historia y la
vida misma muestran que es posible y necesario desafiar desde ahora el orden
del capital y construir poder popular poniendo en marcha al menos rudimentos de
un nuevo metabolismo económico social. Para sobrevivir. Para empezar a vivir de
otro modo. Porque sabemos que la revolución no consiste sólo en la expropiación
del gran capital. Debe ser también una ruptura radical con la división social
jerárquica del trabajo y el paradigma productivo-tecnológico-cultural impuesto
por el capital. Debemos producir y consumir de otro modo, producir y consumir
otras cosas. Terminar con la explotación del hombre pero también con la
explotación de la naturaleza, haciéndonos incluso cargo del fardo que implica
el cambio climático. Construir otras relaciones sociales en ruptura con el
patriarcalismo, la alienación y los fetiches del capital. Existen infinidad de
problemas específicos que no tienen respuestas válidas a priori, porque las
respuestas sólo serán “correctas” cuando podamos “fabricarlas” colectivamente. ¿Por
dónde empezar? ¿Qué es lo determinante? ¿Qué sujeto sociopolítico? En realidad,
todas las esferas de la actividad social son terrenos de confrontación y de
creación: la tecnología y formas organizativas, las relaciones sociales, los
dispositivos institucionales y administrativos, los procesos de producción y
trabajo, las relaciones con la naturaleza, la reproducción de la vida cotidiana
y las especies e incluso las concepciones mentales del mundo. Todas y cada una
estas áreas de la totalidad social existen en relaciones de co-dependencia y
co-evolución, con tensiones y antagonismos que subyacen a la crisis y a los
desplazamientos de la crisis. Nuestro punto de referencia deja de ser tal o
cual aspecto de la crisis, sino la voluntad de ir más allá del capital poniéndonos
en movimiento ahora mismo:
…podemos empezar por cualquier parte y en cualquier momento y lugar, ¡con tal de no permanecer en el mismo punto donde comenzamos! La revolución tiene que ser un movimiento en todos los sentidos de esa palabra. Si no podemos movernos en y a través de las distintas esferas, en último término no iremos a ningún sitio. (Harvey, 2012: 118)
Sólo así podemos conformar el bloque social
y político capaz de sostener el cambio radical al que aspiramos. No podemos
dejar de ser utópicos. Tampoco debemos dejar de ser realistas. La revolución,
el socialismo, el comunismo, entendidos como perspectiva y realidad en devenir
y no como modelo a imponer, implica un largo combate que articula utopía y
realismo de manera doblemente original. Un realismo estratégico que en las
antípodas del inmediatismo y el posibilismo nos oriente a largo plazo, hasta
obtener triunfos irreversibles. Una utopía cotidiana que no es promesa de futura
felicidad sino esperanza colectiva con la cual aprender a “soñar con los ojos
abiertos” impulsando la autoactividad y autotransformación de deposeídos y
oprimidos, apostando a cambiar la vida y cambiar el mundo. Salir de nuestra
crisis es recuperar la capacidad política de pensar y de actuar cotidianamente
y estratégicamenteA escala nacional, en el más amplio terreno de la lucha de
clases que es nuestra Patria Grande e internacionalmente porque, en definitiva,
nuestra Patria es la Humanidad.
Referencias
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