
La historia como disciplina es un proceso constante de autoreflexión. Esto porque habita en una tensión constitutiva –aquella entre el evento y su narración, en otros términos, entre el “qué ocurrió” y el “qué se dice ocurrió”–. En voz de Michel Rolph Trouillot: “En términos vernáculos, la historia significa tanto los hechos ocurridos como la narrativa de esos hechos... El primer significado poniendo mayor énfasis en el proceso sociohistórico, y el segundo en nuestro conocimiento de ese proceso o en la historia (story) de ese proceso” (Trouillot, 1995: 2). Esta tensión se encuentra articulada en las tradiciones principales de la historiografía occidental, vigente desde el siglo XVIII, la analítica (científica) y la hermenéutica (interpretativa) (Kelley, 1998: 262).
El siglo XX fue testigo de la creciente popularidad de la
tradición interpretativa entre aquellos que practican la disciplina. En
palabras de un celebrado historiador estadounidense, la historia “nunca es, en
todo sentido de la palabra, la cruda inmediatez de lo ‘ocurrido’, sino la
complejidad más detallada de lo que desentrañamos ocurrió, así como todo
aquello que conectamos con los mismo”. Esto hace que los historiadores operen
en “ciclos de interpretaciones históricas” que tienen como producto final una
interpretación más sofisticada del pasado (Henry James citado en Levine, 1993:
4).
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