Gumersindo Ruiz | En
1513, hace exactamente quinientos años, Nicolás Maquiavelo da a luz un pequeño
tratado que enseña cómo mantener el poder, y para ello aconseja mentir,
engañar, y utilizar prácticas brutales para inspirar respeto, identificando la
política con lo que es realista y posible, no con un concepto ideal, moral, de
la vida social. No es extraño que Leo Strauss le llamara "maestro del
diablo". Entre los libros que se publican coincidiendo con el
aniversario de El Príncipe, destaca el de Philip Bobbitt, titulado ‘Adornos de
corte y palacio: Maquiavelo y el mundo que creó’, ya que difícilmente podemos
encontrar una interpretación más favorable de la obra de Maquiavelo, al que
presenta como un hábil introductor del Estado moderno de derecho,
constitucional, liberal, cuya continuidad depende de instituciones fuertes y
del buen gobierno, más que de la voluntad de un príncipe ya sea manipulador o
virtuoso.
Porque al príncipe -entonces como ahora- para mantenerse en el poder le puede interesar mostrar una actitud de cercanía y benevolencia hacia los gobernados, y al mismo tiempo intentar convencerlos de que -como dice Gramsci- la idea del maquiavelismo no es más que una invención diabólica.
Porque al príncipe -entonces como ahora- para mantenerse en el poder le puede interesar mostrar una actitud de cercanía y benevolencia hacia los gobernados, y al mismo tiempo intentar convencerlos de que -como dice Gramsci- la idea del maquiavelismo no es más que una invención diabólica.
Fue precisamente Antonio Gramsci quien formuló en El moderno
Príncipe (título que utiliza sin citarlo Francis Fukuyama en su reseña del
libro de Bobbit) la pregunta clave: ¿por qué Maquiavelo escribe El Príncipe y
además lo difunde? Es obvio que estos consejos sobre cómo mantener el poder
deben ser sólo para el oído del interesado, perdiendo interés desde el momento
en que pasan al dominio público. La respuesta a este contrasentido la dio
Gramsci, hace ya ochenta años, y es la que ahora asumen otros autores:
Maquiavelo escribía pensando no en el gobierno por una persona, sino en un
gobierno de masas, esto es, dotado de instituciones democráticas. Su librito es
un manual para un gobierno democrático, con un trasfondo a la vez práctico y
carente de moralidad.
Esta falta de moral se aprecia sobre todo en los
comportamientos de las democracias en política exterior, aunque quizás en
ninguna otra el cinismo llega a los extremos de la política exterior
norteamericana. En nombre de la seguridad que se necesita para mantener la
libertad, se recurre a espiar a rivales y aliados, como el inaudito caso
Snowden ha puesto de manifiesto. Una de las partes más llamativas de la obra de
Maquiavelo trata de las relaciones con gobiernos extranjeros, y es aquí donde
se enseña muy bien la coherencia en el arte de gobernar, aplicada a un fin que
es dominar al otro, lo cual puede convenir no sólo a un gobernante, sino a todo
un pueblo. En otro extremo, sería muy interesante poder desarrollar, a partir de
esta posible aceptación colectiva de la manipulación, la reluctancia de
Alemania a ejercer un liderazgo, por esa herencia de inseguridad moral que le
lleva a aferrarse a criterios simplistas de lo bueno y lo malo, basados en sus
propias experiencias, y que conduce a una inseguridad política y a la
parálisis.
Pero el punto que hace moderno el pensamiento de Maquiavelo
es la identificación del príncipe con los partidos políticos. La idea es
también de Gramsci -el más pragmático de todos los pensadores marxistas-, quien
identifica con una sorprendente actualidad el papel de los partidos como
aglutinantes de la voluntad colectiva, a la que proporcionan capacidad de
acción.
A algunos el partido les dará satisfacción por su práctica
política o por concordancia ideológica; a otros les cabe la esperanza que se
pone en el partido de la oposición para revertir una situación no deseada. En
ambas situaciones, la transformación del príncipe de individuo a partido
político viene con un desasosiego que impregna la obra de Maquiavelo, pues si
el príncipe mira por su propio interés, también vemos que el Estado democrático
en la práctica no deja de estar al servicio de los que gobiernan. Pero, por
otra parte, no hay otra alternativa al partido político para concretar una salida
a una situación como la actual, en que nuestra convivencia puede estar
sufriendo un desmembramiento y amenazas que a veces nos parecen insuperables,
pero que no han llegado a ser tan tremendas como para impedir que la política
pueda reconducirse hacia objetivos e instrumentos más razonables y justos que
los que se han planteado hasta ahora. Hay que concluir, pues, con la defensa
(yo no la llamaría ni maquiavélica ni moderna) de los partidos políticos como
concreción de nuestra necesidad de actuar en una sociedad que nunca debe dejar
de creer en sí misma.