Óscar de Pablo | [Anteriormente abordamos] las relaciones entre cárcel y
escritura, [y] terminaba con un aserto esperanzador: “no hay cárcel para la imaginación”. [Este trabajo está] dedicado a
repensar las instituciones y los procesos de justicia criminal, elegimos
apegarnos a ese dicho, a fin de explorar las distintas maneras en que el
encierro ha puesto de manifiesto el poder liberador de la escritura.
De Sade a Wilde, de Gramsci a Dostoievski, la literatura que surge del cautiverio no se ha limitado al testimonio de una circunstancia, sino que ha enriquecido distintas tradiciones, lo mismo de la poesía y la novela que del pensamiento político. Esta breve galería de retratos de escritores en reclusión busca evidenciar lo irrefrenable del ingenio y la inteligencia, al tiempo que confirma la derrota de los muros frente a la vitalidad creadora.
De Sade a Wilde, de Gramsci a Dostoievski, la literatura que surge del cautiverio no se ha limitado al testimonio de una circunstancia, sino que ha enriquecido distintas tradiciones, lo mismo de la poesía y la novela que del pensamiento político. Esta breve galería de retratos de escritores en reclusión busca evidenciar lo irrefrenable del ingenio y la inteligencia, al tiempo que confirma la derrota de los muros frente a la vitalidad creadora.
La noche del 8 de noviembre de 1926, dos reuniones se
celebraron simultáneamente en Roma. En un saloncito de Montecitorio se reunió
el grupo parlamentario del Partido Comunista de Italia, encabezado por el secretario
general y diputado Antonio Gramsci. Para ese momento, el partido había sido
ilegalizado (junto con todos los demás partidos y asociaciones antifascistas)
por un decreto que también suspendía las garantías constitucionales. Solo
quienes habían sido electos diputados podían reunirse abiertamente gracias a la
protección del fuero parlamentario.
Al mismo tiempo, en otro lugar de la ciudad, en el Palazzo
Chigi, residencia de Benito Mussolini, el Duce en persona se reunía con Roberto Farinacci y Filippo Turati para informarles
que había decidido suprimir el fuero parlamentario y ordenarles que hicieran
arrestar inmediatamente a los diputados comunistas. Dos horas y media después,
ambas reuniones habían terminado. Tras dejar a sus camaradas en Montecitorio,
Gramsci se dirigió a la pequeña habitación que rentaba más allá de Porta Pía.
Ahí lo esperaba un destacamento de policía con la orden de arrestarlo, acusado
de conspiración e incitación al odio de clases. Tenía 35 años y ya nunca
volvería a ser libre.
Hallándose en la cárcel de Turi tras haber purgado los
primeros veintiséis meses de una sentencia de veinte años y medio, Gramsci pudo
satisfacer la que consideraba “su mayor aspiración como preso”: el permiso de
escribir. Ese fue el principio de los célebres Cuadernos de la cárcel.
La obviedad de que, tanto en su estilo como en su contenido,
esta obra seminal es resultado de las condiciones en que se escribió no basta
para idealizar dichas condiciones. Sus hallazgos de forma y de fondo tuvieron
lugar en y por la cárcel pero también contra la cárcel, y es ocioso ponderar
hasta qué punto cada una de estas preposiciones resultó decisiva. La necesidad
de la autocensura, por ejemplo, lo obligó a buscar eufemismos alternativos a
las palabras más peligrosas, lo que en algunos casos resultó en una
conceptualización nueva y creativa, y en otros en meros eufemismos.
Pero la cárcel no solo determinó un lenguaje, sino también
el objeto de sus investigaciones. Para la historia, Gramsci fue detenido la
noche del 8 de noviembre de 1926; para él, a su vez, fue la historia la que
quedó detenida en ese momento. La cárcel tardó nueve años en arrebatarle el
movimiento de las ideas, pero desde el primer día le arrebató el movimiento del
mundo. Naturalmente, esta mutua detención informaría el contenido de los Cuadernos:
le había quedado para siempre la filosofía, la literatura italiana y la
reflexión política y sociológica más general, pero la coyuntura histórica
inmediata le fue vedada.
Ciertamente, la coyuntura de la que Gramsci se vio privado fue
decisiva, pero no agradable. Sus años de prisión correspondieron a los de la
vertiginosa caída del movimiento comunista en el pantano del estalinismo: en
esos nueve años, la cantidad se convirtió en calidad: los errores se volvieron
crímenes y los crímenes se volvieron monstruosidades, los revolucionarios se
volvieron burócratas y los burócratas se volvieron enterradores, no del viejo
orden, sino de los camaradas que optaban por resistirse. Todo eso no fue para
Gramsci sino una sombra vagamente presentida tras los muros de la prisión.
Sí, la cárcel y la muerte libraron al comunista sardo de
toda responsabilidad directa por las monstruosidades del estalinismo y de su
correspondiente degeneración intelectual y moral... pero también lo privaron de
toda posibilidad de entender y combatir esas monstruosidades. El estalinismo no
dejaba a los militantes más alternativa que la complicidad o la resistencia.
Entre los viejos comunistas italianos, el astuto Togliatti eligió la
complicidad; el testarudo Bordiga, la resistencia. ¿Qué habría elegido Gramsci?
Al aislarlo del partido y de la historia, el fascismo le negó el derecho a
enfrentar esa pregunta y nos negó a nosotros la insustituible lucidez de su
respuesta. ~