- “Nuestro optimismo revolucionario siempre se ha fundado en esa visión crudamente pesimista de la realidad humana con la que inexorablemente hay que pasar cuentas.” / Antonio Gramsci, Los obreros de la FIAT, 8 de mayo de 1921
No tuvo suerte Gramsci en el Ebro. Igual que el Ejército
republicano, verano y otoño de 1938, el dirigente y periodista sardo (Ales,
Cerdeña, 1891), no consiguió dominar el río, consolidar la posición y llegar a
Madrid. Su pensamiento y acción, cruciales para entender el empuje actual de
los movimientos sociales, quedaron circunscritos, en nuestra Península, a la
cultura política de la izquierda catalana. Por el Mediterráneo, mar de
sorpresas, circuló el comercio de especias y las ideas, la tensión
revolucionaria procedente de las fábricas del norte de Italia y las diferentes
formas de comer arroz. Bajo los escombros del Muro de Berlín, plastificado y
vendido a trozos, late una prosa de incendio teñida de modernidad. El nuevo
descubrimiento del Mediterráneo, tituló González Ruano, pasa -en estos momentos
de renovación política- por Antonio Gramsci, “piove, governo ladro”, el niño
brillante y enfermo que no pudo crecer.
El esquema neoliberal domina, paradigma único, las
relaciones sociales, laborales y culturales en este nuevo milenio. Su potencia,
heredera de las aguerridas políticas monetaristas del binomio Reagan-Thatcher,
ha supuesto una quiebra definitiva de lo público y común, la destrucción del
estado de bienestar y el triunfo de un exaltado individualismo, impulsado por
el mercado y el consumo. La ruptura, en mil pedazos, del eje capital-trabajo
que facilitó el progreso (los Treinta gloriosos europeos; el “desarrollismo
franquista”), impide la cohesión social y la armonización.
Los partidos políticos progresistas intentan apropiarse -sin
lograrlo, su desconcierto es profundo- de la espontaneidad que emana de la
calle. El 15M, con todas sus contradicciones, ha abierto, quizá sin saberlo, la
puerta a una versión radical y sorprendente de la idea de hegemonía, de bloque
hegemónico. Las margaritas que rodean la sobria lápida de Gramsci en Roma
estiran atentas su tallo y se agitan -en Italia- ante el denostado y confuso
movimiento 5 Estrellas del cómico Beppe Grillo y, aquí, por el impulso de los
diferentes movimientos y asociaciones contestatarias. Frente al verso de
Leopardi, “conmigo morirás cuando me
apague”, el pensamiento de Gramsci reaparece libre, indómito, ajeno a la
tensión de la vida cotidiana del desaparecido PCI.
“Hemos de impedir
funcionar a este cerebro durante veinte años”, dijo el fiscal Michele Isgrò
en el juicio. No lo consiguieron. La sombra de Gramsci -sus cenizas, escribió
Pasolini- resurge, aunque sea de forma fragmentaria, en esta incipiente
explosión social. Ya no se trata, al menos en una primera etapa, de la lucha
por el poder real que emana del Estado, algo inaccesible en las condiciones
presentes. La lucha, pensará Gramsci, el eterno prisionero, el teórico que no
paró de escribir Quaderni pese a sus enfermedades y desasosiegos desde 1929, será,
en primer lugar, por la exclusión de lo religioso (católico) de la vida civil,
por la influencia sobre los grandes medios de comunicación, transmisores de la
ideología, y por la formación académica, la educación.
La hegemonía cultural, sal de la tierra, será el sustrato,
los cimientos de la reorganización de lo colectivo. Debilitado, mala salud de
hierro, detenido en noviembre de 1926, Gramsci, condenado a veinte años, cuatro
meses y cinco días de cárcel por el Tribunal Especial Fascista presidido por el
general Saporiti, entró en la prisión de Turi, en el lejano sur, provincia de
Bari, tras pasar por otros centros de reclusión, el 19 de junio de 1928. Uno de
los funcionarios que le recibió expresó que, “en tanto médico fascista, su misión no era mantenerlo en vida”.
Junto con el genovés Palmiro Togliatti, compañero de colegio en Turín, y Amadeo
Bordiga, napolitano, primer secretario del PCI hasta su detención en 1923,
Gramsci era una de las cabezas más lúcidas de la teoría y acción
revolucionarias. Su silencio, no alcanzado del todo, suponía una obligación
para el régimen de Mussolini.
Hegemonía y bloque hegemónico parecen términos lejanos. Sin
embargo, al hilo de la multitud espontánea que está combatiendo la política
reaccionaria, una multitud de composición diversa, la idea cobra otro valor. La
filosofía de la práctica que propondrá “no es un pragmatismo, sino un modo de
pensar que historiza los problemas teóricos al concebirlos siempre como
problemas de cultura y de la vida global de la humanidad”, escribió Manuel
Sacristán en 1969 ( Papeles de Filosofía II, Icaria, 1984).
Formada por descontentos de múltiples sectores sociales, la
masa crítica aumenta, crece desordenada, mientras cae el apoyo a los partidos
tradicionales. El bipartidismo PP-PSOE, reducto del pensamiento dominante, se
aferra a una “política de políticos” castigada por la corrupción y la
inoperancia. Que una parte significativa de la ciudadanía no se sienta
representada por los partidos mayoritarios indica el grado de desafección
social hacia estas formas, caducas, de organización. Como anotó Gramsci en
el Cuaderno 11,
“sería interesante estudiar en concreto, para un determinado país, la organización cultural que mueve el mundo ideológico y examinar su funcionamiento práctico”.
Seis días después de ser liberado de la cárcel, el 27 de
abril de 1937, sufre una definitiva hemorragia cerebral. El muchacho que había
empezado su lectura de Marx en Cerdeña, hacia 1910, por “curiosidad
intelectual”, apunta en un texto de juventud, el filósofo despreciado por la
academia, el periodista crítico que despejó dudas y analizó con detalle la
historia italiana y europea, sigue huérfano de lectores. Su innegable
modernidad crítica se plasma en la manera de entender las relaciones sociales y
la naturaleza humana, así como su preocupación por la educación, uno de los
ejes de lo común. “La publicación de los
cuadernos de Gramsci produjo un profundo impacto. Tanto desde el punto de vista
humano, moral, como desde el intelectual, la figura de Gramsci impresionó por
el rigor, por la calidad, por la altura, por la erudición, por la rectitud, por
la profundidad analítica”, apuntó Jordi Solé Tura en el prólogo de Cultura y literatura, una selección de textos
de los Cuadernos publicados en Barcelona en 1967.
Es difícil entender la actual agitación social sin
comprender la historia reciente y las frustraciones individuales y colectivas
que acarrea. Sin comprender que “fuerza y consentimiento” son las armas del
capitalismo. La nueva hegemonía cultural (y política) que propone una parte del
cuerpo social, vestida de multitud creativa, está indicando la necesidad de un
cambio de modelo, otra constitución, otro marco general de relaciones. Las
presiones del mercado y, por extensión, de la tecnocracia europea, están laminando
las posibilidades de crecimiento y desarrollo de muchos países, especialmente
en el sur de Europa. Gramsci con un candil, quizá una vela, encerrado, escribe
sin tregua notas dispersas. El niño brillante y enfermo crece cada día.