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Antonio Gramsci ✆ Piero Ciuffo |
Traducción del
italiano por Leonor Març
Hace setenta [y seis] años moría en una clínica Antonio
Gramsci. Al funeral no fue nadie, salvo la cuñada, Tatiana, y la policía. Había
sido detenido en 1926 y había recobrado la libertad unas pocas semanas antes,
extenuado por la enfermedad y no sólo por ella.
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Rossana Rossanda |
Si para morir se precisa de
cierto consentimiento, el suyo debió verse propiciado por la percepción de que
no era ya querido en parte alguna: no en Moscú, en dónde se encontraban la
mujer, los hijos y los compañeros; no en Ghilarza, en donde se hallaba su
familia de origen. De esto, nada dijo a la afectuosa no amada Tatiana, y si se
lo confió a Piero Sraffa, Piero Sraffa no nos dejó constancia testimonial.
Sin embargo, de lo que pasó en el mundo entre el 26 y el 37 tuvieron que haber hablado largo y tendido los dos en una clínica por fin sin presencia policial, y Gramsci debió de llegar a saber mucho de todo lo que había podido entrever y columbrar. En la URSS, la colectivización de las tierras, luego el asesinato de Kirov y el inicio de la liquidación del Comité Central elegido en 1934, y en 1936, justo un año antes, el primero de los grandes procesos. Fuera de la URSS, la crisis de 1929, el ascenso del nazismo en Alemania en 1932, la agresión italiana a Abisinia en 1935 y en 1936, el Frente Popular en Francia pero también el ataque de Franco a la República española. ¿Qué pensamientos le suscitó todo eso? ¿Qué podía esperar del retorno a la libertad? Difícil imaginar una existencia más doliente: por las miserias del cuerpo, por la derrota, por la soledad, por la lucidez.
Sin embargo, de lo que pasó en el mundo entre el 26 y el 37 tuvieron que haber hablado largo y tendido los dos en una clínica por fin sin presencia policial, y Gramsci debió de llegar a saber mucho de todo lo que había podido entrever y columbrar. En la URSS, la colectivización de las tierras, luego el asesinato de Kirov y el inicio de la liquidación del Comité Central elegido en 1934, y en 1936, justo un año antes, el primero de los grandes procesos. Fuera de la URSS, la crisis de 1929, el ascenso del nazismo en Alemania en 1932, la agresión italiana a Abisinia en 1935 y en 1936, el Frente Popular en Francia pero también el ataque de Franco a la República española. ¿Qué pensamientos le suscitó todo eso? ¿Qué podía esperar del retorno a la libertad? Difícil imaginar una existencia más doliente: por las miserias del cuerpo, por la derrota, por la soledad, por la lucidez.
No me parece que en Italia sea recordado con alguna calidez.
Tan sólo por parte de Mario Tronti en la Cámara. Nosotros mismos se la negamos
discutiendo sobre un contraste con Edward Said –dos cabezas, dos culturas, dos
épocas, dos terrenos— completamente ajeno. Menos que nunca podría ser reevocado
por el partido del que Togliatti había dicho que él, Gramsci, era el fundador,
y que acaba de ser enterrado en Florencia la semana pasada. Para el difunto PCI
había sido –convenientemente depurado y desproblematizado— la carta ganadora en
el horizonte de la Italia de la postguerra, prueba de una autonomía respecto de
la ortodoxia soviética. Era un mártir del fascismo. Había, pues, que honrarle,
que, desplumado, no habría ya de perturbar la calma del ejecutivo de la
Internacional Comunista ni de su propio partido. Tras 1956, su retrato vino a
substituir al de Stalin en las paredes de la calle Botteghe Oscure [la sede
central del PCI en Roma].
Bajo largo silencio quedó el hecho de que en 1926, poco
antes de su detención, había escrito al ejecutivo de la IC para protestar
contra la decisión estaliniana de dejar fuera a Trotsky, y no porque estuviera
de acuerdo con Trotsky, sino porque le resultaba irresponsable, en pleno
fracaso de la Revolución en Europa, quebrantar la unidad del grupo dirigente de
1917, o de lo que de él quedaba. Y el hecho de que, tres años después, sus
compañeros de cárcel habían condenado sus tesis opuestas a la línea de 1929, y
lo habían aislado. Lo que le suscitó la amarguísima duda de si Togliatti, lejos
de hacer algo para sacarlo de la cárcel, lo prefería dentro. Y si había conservado
la esperanza de que la IC pudiera ser menos mezquina que el PCdI, enterarse en
1937 de que Moscú le estaba prohibido, se la había quitado toda. Es imposible
que no hablara de eso también con Sraffa, pero Sraffa se negó a comentarlo con
Tatiana y nada ha dejado dicho.
En los años sesenta, Rinascita lo publicó todo, la carta al
ejecutivo de la IC, cuya autenticidad había sido negada, el choque con
Togliatti [1], el informe de Athos Lisa [2] sobre la ruptura en la cárcel. Y
salió la edición completa de las Cartas. Y Paolo Spriano trató de ir más al
fondo, despertando la hostilidad de Amendola. Pero era tarde. Nadie dentro del
partido se rasgó las vestiduras; fuera de él, tampoco. Pocos años después,
extinta toda pasión política, el PCI aparecía triunfante en la escena
electoral, y la generación de 1968 ni siquiera había hojeado a Gramsci. Tenía
prisa, pensaba en cadencias veloces y victoriosas, y Gramsci era el pensador de
la derrota de las revoluciones en Europa. Por esos años se lo estudió más en el
extranjero, en un ambiente de indiferencia de los ortodoxos y de las nuevas
izquierdas. En Italia, se ha convertido en objeto de estudiosos capaces, más o
menos alejados de la política. Hasta sus cenizas reposan todavía aparte, en el
pequeño cementerio de los ‘a-católicos’ que los romanos llaman ‘de los ingleses’,
próximo a la Pirámide Cestia [3].
El uso que de Gramsci había hecho el PCI contribuyó al
recelo de 1968 y posterior. Digo uso y no abuso, porque no se trató propiamente
de una falsificación (la interpretación corriente siguió siendo la misma
después de la publicación rigurosa de los Quaderni hecha por Valentino
Gerratana). Hubo una acentuación de los elementos que estaban en la línea del
PCI después de la guerra. El eje lo constituyeron, sobre todo, los fragmentos sobre
la guerra de posiciones y la guerra de movimiento.
En este punto, las notas tienen en los Quaderni un
desarrollo desigual y están fechadas en torno a 1930. El núcleo es en
substancia éste: allí donde el poder de
la clase dominante se sostiene no sólo en el estado, sino que descansa sobre
una sociedad civil avanzada y compleja, el movimiento revolucionario no puede
triunfar mediante un ataque al vértice del aparato estatal (guerra de
movimiento), sino en la medida en que haya conquistado las “trincheras” de la
sociedad civil (guerra de posiciones). Sólo allí donde el estado detenta todo
el poder frente a una sociedad civil débil y poco estructurada, puede ocurrir
lo contrario. Atento al ojo de la censura, Gramsci se sirve de un lenguaje
enmascarado y “militar” –él mismo se percata de las limitaciones del mismo—,
pero la traducción no resulta difícil. Guerra de movimiento es una revolución
que, aun si lograra hacerse rápidamente con la cúspide del poder estatal, no
conseguiría mantenerse frente a la resistencia de una fuerte sociedad civil, a
la cual, por eso mismo, hay que penetrar antes, recodo a recodo, mediante una
tenaz guerra de posiciones. Ejemplos: el Occidente presenta sociedades civiles
robustas; el Este, sociedades frágiles. Gramsci no pudo escribirlo en términos
explícitos, pero es una de las razones por las cuales fracasaron las
revoluciones de la primera postguerra, mientras que, en cambio, el Octubre
triunfó en Rusia.
Aquí se abre una serie de problemas. Parecería preliminar la
definición, el uno respecto de la otra, del estado y de la sociedad civil. En
los Quaderni las fronteras se desplazan, y a veces, interceptan y aun se
confunden, como en el caso del régimen fascista. Mas la tesis es clara: el
poder del capital no se halla entero y sólo en los aparatos represivos del
estado, y no sólo porque –asunto parcialmente equívoco también en Marx— la
“estructura” determinante es la del modo de producción que la ideología
burguesa querría distinta de las instituciones del estado, sino también porque,
como “consejo de administración de los negocios de la burguesía”, el estado
tiene una esfera propia de autonomía, la cual, por lo demás, ha ido
precisándose y redefiniéndose en los sucesivos decenios. Sobre todo en los
regímenes que Arendt llama “totalitarios”, ya los fascistas, ya los comunistas
(que no han extinguido de hecho el estado). Yo no sé si en los primerísimos
años 30 Gramsci estuvo en condiciones de pensarlo; desde luego, no de
escribirlo. La distinción sigue siendo hoy problemática, y no se la puede
despachar con un recurso a la dialéctica entre los dos momentos, que –también
en Gramsci— es más sofisma que explicación.
El caso es que, en la época, ningún comunista pensaba que se
pudiera por menos de romper el aparato del estado, y nada autoriza a creer que
fuera para Gramsci la guerra de posiciones otra cosa que el preludio de la
revolución política. En suma: condición necesaria, pero no suficiente. Era lo
que distinguía a los comunistas de la socialdemocracia y el parlamentarismo. Y
lo siguió siendo por mucho tiempo. En 1956, con el VII Congreso, el PCI da
indicios de un salto teórico: tal vez se pueda hacer de más y de menos con la
ruptura revolucionaria del estado: pero no lo explicita apertis verbis, y no es éste lugar para dirimir si por razón de las
relaciones de fuerza o por prudente recato ante un giro radical en materia de principios.
Es verdad que la práctica política con la que creció el PCI
no dejó por un momento de apelar al Gramsci de la guerra de posiciones, junto a
la tendencia a acusar de aventurerismo a quien quisiera ir más allá, en Italia
y en el mundo. El caso de 1968 es sólo el más paradigmático: tras una cierta
vacilación, el PCI ni siquiera llegó a comprender que si no se daba
desembocadura a semejante arreón, acabaría por degenerar en formas extremas y
condenadas a la derrota, como ocurrió en Italia y en Alemania en los años
siguientes.
Sin abandonar la línea teórica, el discurso se reducía a la
táctica: nunca era el momento, nunca nos hallábamos ante una “crisis general”;
ningún documento del PCI llegó a negar la existencia de un conflicto de fondo
entre las clases. Para cancelar el concepto, ni siquiera bastó el giro de 1989
y el cada vez más frecuente uso negativo, basado en el Gramsci juvenil, de la
categoría de “jacobinismo”. Resulta a fin de cuentas divertido –suponiendo que
haya alguna ironía en la historia— que haya habido que esperar a la disolución
de los DS [Demócratas de Izquierda] en 2007 para que Walter Veltroni declarara
un sinsentido, y por lo tanto, necesitada de supresión (o de represión), la
guerra de clases, o más bien –habiendo dejado el término “guerra”a los estados
y a sus empresas “humanitarias”—, el conflicto.
En su ensayo de 1976 en la [revista] New Left Review, Perry Anderson excluía que de esa deriva del PCI
pudiera imputarse responsabilidad a Gramsci, a quien veía anclado en la tesis
marxista de la necesidad de una ruptura de la legalidad estatal. Por su parte,
Anderson insistía en el carácter “militar” (Trotsky) de la misma, porque
ninguna conquista de la sociedad civil (la necesidad de la cual no negaba)
podía incidir en el monopolio estatal de la violencia y el su uso en exclusiva
de los medios violencia que son la policía, el ejército y la tecnología avanzada
de las armas.
La verdad es que, con los ojos de 2007, la cuestión se
vuelve a plantear en todos sus términos: ninguna revolución socialista se ha
dado sin una ruptura política, y en distintos grados, violenta; pero todas las
revoluciones llamadas socialistas o comunistas han fracasado, o degenerado, o
desplomado, siendo el de la URSS solamente el caso más imponente. De lo cual,
contrariamente a Anderson, se puede si acaso deducir que los fragmentos de
Gramsci no se referían sólo a Occidente, sino que traducían una preocupación
sobre la evolución de la Revolución rusa, en donde no se había dado una previa
hegemonía sobre la sociedad civil. Ciertamente, esto habría entrañado
consecuencias sobre el grado de madurez o inmadurez de una revolución a las que
nadie en aquel tiempo, y luego, tampoco en los años 70, se habría atrevido a
llegar, so pena de encontrarse situado mucho pasos por detrás de Bersntein.
Queda el hecho de que el trabajo de Gramsci representa la
primera brecha abierta en las categorías sumarias con que se pensaron en el
siglo XX no sólo las revoluciones, sino la naturaleza de la sociedad y la
relación entre las instituciones del estado y la sociedad. Hoy, cuando con la
llamada globalización el poder a escala mundial parece apoyarse bastante más en
las redes de los capitales que en los estados nacionales –aun quedando como
monopolio de éstos el uso de la violencia—, la elaboración gramsciana de
comienzos de los años 30 merecería más que nunca reelaboración y actualización.
Siempre que, huelga decirlo, no se tiren por la borda ni el concepto de modo de
producir capitalista, ni el de libertad, una actitud, por lo demás, tan común
entre la vieja ex-izquierda como entre la nueva izquierda.
Notas del Editor
[1] “Togliatti recibe la carta de Gramsci en Moscú el mismo
día 18 de octubre. Tras consultar con Bujarin, Manuilski y Humbert- Droz, el
grupo decide no hacer llegar la carta al CC del PCUS y enviar a Humbert-Droz
para participar en la reunión del CC del PC d’I. No es cuestión baladí que
fueran Bujarin y Humbert-Droz quienes se opusieran a las críticas de método
formuladas por Gramsci. Más adelante serán ellos mismo víctimas de esos mismos
métodos. La respuesta de Togliatti a Gramsci es seca y contundente: es preciso
mantener los nervios “a posto”; lo principal no son las cuestiones de
método, si no quien lleva la razón en la discusión sobre el futuro de la URSS y
de la revolución:
“Cuando se está de acuerdo con la línea del Comité central, el mejor
modo de contribuir a superar la crisis consiste en expresar la propia adhesión
a esta línea sin poner ninguna limitación”.
Gramsci responde a Togliatti el 28 de octubre:
“Es posible y probable que la unidad no pueda ser conservada al menos
en la forma que ha tenido en el pasado […] Ello no quita que nuestro deber
absoluto sea reclamar de la conciencia política de los camaradas rusos, y a
reclamar enérgicamente, los peligros y las debilidades que sus actitudes están
determinando. Seriamos revolucionarios bien deplorables e irresponsables si
dejásemos pasivamente consumarse los hechos consumados, justificando a priori
su necesidad”
Giuseppe Fiori afirmará:
“Esta fue la ruptura definitiva entre Gramsci y Togliatti. Ya no se
escribirán más”. Efectivamente no se escribieron
directamente entre ellos. Pero la causa principal de esta falta de contacto
epistolar directo no será, precisamente el enfado innegable de Gramsci con su
camarada y amigo, si no la detención de Gramsci el 8 de noviembre de 1926. Para
Giorgio Amendola, “La confrontación de octubre de 1926, no podía dejar de
producir huellas duraderas en el ánimo tan sensible de Gramsci”.
Fuente: ‘La storia falsa’ de Luciano Canfora, reseña
de Joan Tafalla publicada en Gramscimanía.
[2] Sobre este
particular puede consultar en Gramscimanía
3] Para mayor
información, hemos publicado en Gramscimanía los Datos
sobre el cementerio 'no católico' de Roma
[4] El “jacobinismo”
es una corriente política surgida durante la Revolución francesa y que defendía
el radicalismo violento, que hace una defensa a ultranza de las libertades y de
la democracia. Posteriormente, esta tendencia degenera en un autoritarismo. Se
arroga la voluntad y representación del pueblo, y haciendo creer que actúa como
supuesta vanguardia del mismo, abandona los principios democráticos. Uno de los
jacobinos, y él que tuvo más fama, fue Maximilien de Robespierre que adquirió
popularidad como enemigo de la monarquía y defensor de las reformas
democráticas.