- Al igual que Gramsci treinta años antes, Foucault alertó sobre el carácter difuso de las redes de relaciones que afianzan a la dominación, e insistió en que el poder de la burguesía no se apoya tan sólo, ni esencialmente, en el control de las estructuras públicas institucionalizadas de coerción y violencia (a las que se identifica tradicionalmente con el Estado), sino en su capacidad de regular los procesos de producción cultural.
Michel Foucault falleció el 25 de junio de 1984, de SIDA.
Atrás quedaba una vida marcada por la turbulencia y el comprometimiento. Por
delante se alzaba la tarea de interpretar una herencia teórica rica y compleja,
cuyo carácter internamente contradictorio ha dado pie, desde entonces, a la
construcción de imagenes encontradas, tanto de esta obra como de su autor. Tras
la aparición en 1966 de su libro El orden de las cosas, Jean Paul Sartre
lo acusó de querer “... construir una ideología nueva, la última barrera
que la burguesía puede aún alzar contra Marx” (citado en Descombes: 147).
Años después, Jürgen Habermas incluía a Foucault en el grupo de los por él denominados “jóvenes neoconservadores”. Pese a ello, la policía francesa, al parecer sin mucho tiempo para leer a Sartre o a Habermas, lo encarceló en más de una ocasión por extremismo izquierdista, sin haberle podido ganar la delantera a la tunecina, que ya en el otoño de 1968 lo había golpeado en un cruce de carreteras para hacerle entender su deseo de que abandonara el país
Apoyó a la revolución iraní, fue detenido en la España franquista y expulsado por protestar allí contra los crímenes políticos de esa dictadura, y se manifestó múltiples veces en las calles parisinas contra el racismo y la xenofobia, contra la brutalidad policial y contra el sistema carcelario.
E hizo todo eso con la misma pasión e intensidad con la que protestó contra la represión del movimiento obrero polaco y denunció las arbitrariedades burocráticas del estado soviético. Fue un crítico mordaz del Partido Comunista francés por sus desviaciones de derecha, a la vez que denunció la explotación del proletariado francés y el carácter enajenante de la sociedad capitalista. Terrorista e iconoclasta, proclamó la muerte de las ciencias humanas, la muerte del sujeto, la muerte del autor. Tal vez esa orgía de muertes, anunciadas con una artillería verbal tronitronante que inflamó hasta el paroxismo, no tuviera otra intención que la de hacerse oír en un mundo en el que todo conspira para que el único deceso real sea el de la revolución; en un mundo donde desde hace diez mil años se entierra sin cesar a la libertad. O quizá todo ello no fuera sino la expresión inversa y sublimada de su pasión por provocar la muerte de la dominación.
Años después, Jürgen Habermas incluía a Foucault en el grupo de los por él denominados “jóvenes neoconservadores”. Pese a ello, la policía francesa, al parecer sin mucho tiempo para leer a Sartre o a Habermas, lo encarceló en más de una ocasión por extremismo izquierdista, sin haberle podido ganar la delantera a la tunecina, que ya en el otoño de 1968 lo había golpeado en un cruce de carreteras para hacerle entender su deseo de que abandonara el país
Apoyó a la revolución iraní, fue detenido en la España franquista y expulsado por protestar allí contra los crímenes políticos de esa dictadura, y se manifestó múltiples veces en las calles parisinas contra el racismo y la xenofobia, contra la brutalidad policial y contra el sistema carcelario.
E hizo todo eso con la misma pasión e intensidad con la que protestó contra la represión del movimiento obrero polaco y denunció las arbitrariedades burocráticas del estado soviético. Fue un crítico mordaz del Partido Comunista francés por sus desviaciones de derecha, a la vez que denunció la explotación del proletariado francés y el carácter enajenante de la sociedad capitalista. Terrorista e iconoclasta, proclamó la muerte de las ciencias humanas, la muerte del sujeto, la muerte del autor. Tal vez esa orgía de muertes, anunciadas con una artillería verbal tronitronante que inflamó hasta el paroxismo, no tuviera otra intención que la de hacerse oír en un mundo en el que todo conspira para que el único deceso real sea el de la revolución; en un mundo donde desde hace diez mil años se entierra sin cesar a la libertad. O quizá todo ello no fuera sino la expresión inversa y sublimada de su pasión por provocar la muerte de la dominación.
Debemos recordar las críticas que se le han hecho. Perry
Anderson, Anthony Giddens, Alain Touraine, Jürgen Habermas, Axel Honneth, Nicos
Poulantzas, y otros, han destacado, con mayor o menor acierto, distintos lados
débiles de sus concepciones. Casi todos coinciden en una crítica básica: su
excesiva ontologización del poder, que lleva a hacer impensable las vías para
escapar a su carácter englobador. Pero no sólo hay que rescatarlo de estas y
otras limitaciones, sino también de los excesos de su prosa. Francisco Álvarez-Uría
y Julia Varela le señalan una cierta romantización de lo popular, el dejarse
llevar por la impaciencia de la libertad en detrimento de la verdad, así como
un cierto dandismo y malditismo esteticista (Álvarez-Uría y Varela : 22).
Rescatar a Foucault de sí mismo es momento indispensable en la criba crítica
para rescatar lo esencial: una línea de indagación que este pensador fue
enhebrando a lo largo de su vida, y que constituye su mayor aportación.
Las claves hermenéuticas para una tan difícil recepción son
varias. La primera ya la apunté: el conocimiento de su vida revolucionaria, de
su compromiso anticapitalista raigal. La segunda es tan elemental que no
necesito explicarla: conocer su época, el contexto en el que escribió, las
corrientes de pensamiento con las que interactuó y que constituyeron el marco
de coordenadas dentro del que cobró para él significación lo que hizo. Una
tercera clave nos la brinda Thomas McCarthy, quien afirma la necesidad de
establecer las importantes afinidades entre la genealogía del saber/poder de
Foucault y el programa de la teoría crítica. “Siguiendo el ejemplo del
propio Foucault, sus comentaristas han prestado generalmente más atención a su
ruptura con formas anteriores de la teoría social crítica que a sus
continuidades con las mismas. No es sorprendente que un pensador de su
originalidad, que alcanzó su madurez intelectual en la Francia de posguerra,
afirme en ocasiones su identidad intelectual por oposición a los distintos
marxismos allí imperantes. Pero... ocuparse únicamente de las discontinuidades
puede llegar a ser contraproducente” (McCarthy : 51). No se puede tomar la
autopercepción de Foucault como plenamente válida, y para entenderlo
adecuadamente necesitamos ubicarlo en su relación en una línea de pensamiento crítico
que arranca en Kant, continúa con Marx, y sigue con Nietzsche y Weber. Esta es
una premisa importante, cuyo olvido ha llevado a interpretaciones inadecuadas.
Porque no se puede tomar la obra de Foucault como un sistema cerrado, sino más
bien como una serie de impulsos difusos y fructíferos. Debemos evitar
considerarlo creador de una teoría, y verlo más bien como un pensador que
aportó ideas profundas, pero criticables y revisables. Debemos conducirnos como
co-autores y no como discípulos sumisos (Robert Holub: 77). El propio Foucault
nos instruyó sobre ello: “lo que yo digo debe tomarse como ‘propuestas',
inicios de juegos a los que se invita a participar a quienes están interesados
en ellos; no retenden ser afirmaciones dogmáticas que hayan de ser tomadas o
dejadas en bloque” (citado en Kenway: 174). Las propuestas foucaltianas
cobran toda su fuerza cognoscitiva cuando se articulan en el tronco de la
teoría crítica.
¿Pero cómo ha de hacerse esta articulación? Pese a su tronco
común, el legado de la teoría crítica es tan rico como diverso y contrastante.
Al respecto hay una cuarta clave hermeneútica, que he dejado para el final, no
porque sea menos importante, sino porque es la más provocadora. La enunció
Nicos Poulantzas en 1978, en su libro Estado, Poder y Socialismo, y no se
le ha prestado la atención debida. Hago aquí un aparte para rendir un breve
homenaje a Poulantzas, una de las figuras que mas aportó a la reflexión sobre
el Estado y el poder, y que se malogró a los 43 años de edad, el 3 de octubre
de 1979, y a quien tal vez la Cátedra Gramsci pudiera dedicar también un
espacio de debate ahora que se cumplirán veinte años de su deceso. Quiero
destacar que en la obra antes mencionada, Poulantzas hace un análisis de las
tesis foucaltianas que considero cuando menos muy interesante, por el balance
que intenta establecer entre sus aportes y limitaciones. Es significativo que a
diferencia de los análisis exclusivamente negativos de la mayoría de los
críticos de Foucault - paradigmaticamente representados por Habermas y Honneth
- sea Poulantzas, precisamente por ser un marxista, uno de los pocos que
intenta hacer un equilibrado balance del aporte de este. Y digo que
precisamente por ser marxista, porque Poulantzas apunta una idea que me parece
fundamental, y que constituye esa cuarta clave que aquí propongo: las tesis de
Foucault no sólo son compatibles con el marxismo, sino que solamente pueden ser
comprendidas a partir de él (Poulantzas : 76 ).
No es mi intención, como no lo fue de Poulantzas, hacer pasar
a Foucault por un cripto-marxista. Ni el se entendió como tal, ni creo que sea
legítimo - ni necesario, por demás - etiquetearlo así. Pero si puede afirmarse
que comprendió que su propósito sólo era realizable a partir de Marx y de sus
descubrimientos fundamentales. Lo que aquí se propone es no sólo la
factibilidad, sino la imprescindibilidad de una apropiación del legado
foucaltiano desde las posiciones del marxismo revolucionario. Toda lectura
verdadera implica reestructuración y reconstrucción. El propio Foucault afirmó
la legitimidad de este proceder hermeneútico. Refiriéndose en cierta ocasión a
su relación con el autor de Así habló Zaratrusta, afirmó que
“... la única contribución válida en pensar como lo hizo Nietzsche reside precisamente en utilizarlo, en deformarlo, en hacerlo gemir y protestar” (Foucault 1980 : 53-54). Podremos entender mejor a Foucault si lo leemos desde Marx, a la vez que entenderemos mejor a Marx desde los aportes que realizara Foucault. Como afirmó Poulantzas, los análisis de Foucault “... no sólo coinciden, a veces, con los análisis marxistas (..) sino que pueden enriquecerlos en muchos puntos” (Poulantzas : 75).
La obra de Foucault se ha prestado a lecturas divergentes.
Una nos lo presenta como apóstol del estructuralismo y proto-postmodernista,
alguien que habría avanzado mucho de los elementos básicos de la ideología de
la postmodernidad. Es cierto que encontramos en sus escritos elementos que dan
pie a esta interpretación. Pero no es menos cierto que podemos encontrar otros
muchos elementos - y esta vez no sólo en su obra, sino también en su vida - que
avalan otra imagen: la de un Foucault revolucionario y situado en la línea de
la teoría crítica. Aunque sus propuestas conceptuales se afincan en una
reflexión provocadora en torno a los ocultos y complejos mecanismos de difusión
capilar del poder, desde la derecha se ha producido una lectura de su herencia
que intenta monopolizarlo en favor de un mensaje paralizante y desmovilizador.
Tenemos que establecer una relación dialéctica con su obra, asumiéndola en una
recepción que ha de ser crítica por constructiva. Hemos de demostrar el sentido
subversivo de sus búsquedas, la filiación revolucionaria de su proyecto
investigativo, la coincidencia de sus intenciones con las nuestras. Como ocurre
con todo gran pensador, seguirlo al pie de la letra sólo nos llevará a la
distorsión. Es mejor encontrar la clave que nos permita seguirlo al pie de sus
intenciones. La única apropiación legítima de sus ideas es aquella que sea
selectiva y crítica, que nos permita salvarlo de la propia interpretación de sí
mismo que padeció, siempre víctima de la propia subjetividad y el efecto
refractador del marco epocal y la idiosincrasia del personaje. En un breve pero
muy orientador artículo, Carlos Antonio Aguirre Rojas nos advierte la necesidad
de enfocar el pensamiento foucaultiano en su relación con el contexto temporal,
y por lo tanto en su movimiento y evolución, lo cual nos obliga a entender su
obra no como un edificio terminado, sino como un complejo y variado universo de
hipótesis, teoremas, análisis, exploraciones y propuestas, universo al cual se
puede acceder desde mùltiples entradas. Pero las claves adecuadas para que
estas aproximaciones sean fructíferas han de extrarse de su vida, del modo en
que su pensamiento se vinculó a la compleja realidad política y cultural en la
que este hombre vivió, y del modo en que intentó interactuar con ella. Algo muy
importante para un autor que demostró ser
“particularmente sensible a las diferentes experiencias, coyunturas y atmósferas culturales en las cuales se ha visto envuelto y al ritmo de las cuales evoluciona y madura también el conjunto de sus diversos resultados” (Aguirre Rojas : 219).
¿En qué consistió ese entorno político y cultural? Foucault
no había cumplido aún 19 años cuando en 1945 concluyó la II Guerra Mundial.
Vivió el esplendor y agotamiento de la segunda oleada revolucionaria mundial.
El inmenso prestigio que tuvo en Europa el marxismo como corriente cultural, y
los partidos comunistas como referente político, cedió paso a la creciente
derechización no sólo de la sociedad francesa (marcada por el avance del
gaullismo) sino también del Partido Comunista Francés, y al despliegue de los
elementos burocráticos y represivos en la URSS y las nacientes “democracias
populares” al este del Elba, con el consiguiente embalsamamiento del marxismo,
que devino en simple doctrina legitimadora de la más ramplona razón política.
Por ello rechazó a esa izquierda esclerosada, reformista y burocratizada, que
había reducido el complejo discurso crítico marxista a un conjunto de fórmulas
y consignas vacías de contenido explicativo. Porque vivió, mas que sintió, la
necesidad de desarrollar una teoría que permitiera profundizar en la crítica de
todo el nuevo conjunto de importantes contradicciones sociales que surgían, y
ante las cuales aquel marxismo emasculado se mostraba impotente. De ahí su
rechazo agudo al “marxismo de los partidos”, “definido por los partidos
comunistas, que son los que deciden cómo usted ha de usar a Marx para lograr
que ellos lo declaren marxista” (Foucault 1980 : 53), su impugnación del “stalinismo
post-stalinista, que al excluir del discurso marxista todo aquello que no sea
una repetición temerosa de lo ya previamente dicho, no permite develar dominios
inexplorados ... El precio que los marxistas pagaron por su fidelidad al viejo
positivismo fue el de una sordera radical a toda una serie de cuestiones
planteadas por la ciencia” (idem : 110). No fue pese, sino más bien
gracias a su rechazo a ese marxismo y a ese comunismo, que pudo afirmar su
radicalismo subversivo. Contemporáneo del auge revolucionario de los años
sesenta, y de la crítica que el estructuralismo le planteaba al subjetivismo
presente en la fenomenología y el marxismo, no dudó en utilizar el utillaje
teórico planteado por aquel. La posición de Foucault hacia el estructuralismo
me parece ilustrativa de la tesis que aquí sostengo sobre la contradictoriedad
interna de su obra y el requisito de encontrar en su permanente posición
revolucionaria las claves para entenderla. Al principio pareció haberse
reconocido como estructuralista, y en una entrevista publicada en 1968
proporcionó la clave de su atracción hacia esta corriente: rechaza la acusación
de “derechista” que se le hace al estructuralismo, y lo defiende como
indispensable para la subersión:
“Comprenderá en que consiste la maniobra, ... cuando pretenden que el estructuralismo es una ideología típicamente de derecha. Eso les permite tachar de cómplices de la derecha a gente que en realidad se encuentra a la izquierda”. Y más adelante agregó: “Creo que un análisis teórico riguroso del modo de funcionamiento de las estructuras económicas, políticas e ideológicas es una de las condiciones necesarias de la acción política, en la medida en que la acción política constituye una manera de manipular y eventualmente de cambiar, de transtornar y de transformar unas estructuras (...). No considero que el estructuralismo sea una actividad exclusivamente teórica para intelectuales de salón, creo que puede y debe articularse en unos modos de hacer (...) Creo que el estructuralismo tiene que poder otorgar a toda acción política un instrumento analítico que es indispensable. La política no tiene por qué estar obligatoriamente condenada a la ignorancia” (citado en Eribon: 224-225).No obstante, poco después Foucault rechazó expresa y repetidamente ser entendido como estructuralista, e incluso escribió todo un libro, la Arqueología del Saber, en 1969, para desmarcarse de esa corriente.
Los sucesos de mayo del 68 activaron su compromiso político,
y este marcó decisivamente la evolución de su pensamiento. Lo que hizo y
escribió en los últimos quince años de su vida no puede verse separado de las
características de aquel período. Fue una etapa marcada, por un lado, por el
surgimiento de líneas inéditas de investigación y crítica en la escena intelectual,
que existían en una relación de mutua estimulación con modos novedosos de
luchas políticas conducidas en una multiplicidad de nuevas locaciones dentro de
la sociedad. Pero también por la demostración manifiesta del poder del
capitalismo monopólico y tecnologizado de metabolizar a los agentes de la
subversión. Touraine nos advierte: “El pensamiento de Foucault corresponde
a un período de desaparición de los actores sociales de oposición, período en
que los antiguos actores sociales, sobre todo el movimiento obrero, han sido
transformados en aparatos de poder...” (Touraine : 223). Esta carencia de
puntos institucionalizados de apoyo (ni un partido, ni una escuela, ni una
teoría) explica su tendencia a afirmar su identidad intelectual exagerando la
significación del momento de ruptura que su obra representaba.
Foucault se cuidó siempre de diferenciar su rechazo al
marxismo vulgar de su posición ante Marx (Álvarez Yágüez : 33 y 37-38). Julian
Sauquillo afirma:
“La común repercusión de los acontecimientos políticos del siglo XX en la vida cultural francesa traza similitudes en la trayectoria intelectual de la generación posterior a la II Guerra Mundial que no deben hacer obviar diferencias importantes. Foucault no guarda estrecha relación con el antimarxismo de la “nueva filosofía” francesa, ... la denuncia de los encierros socialistas a Foucault no lo condujo al antimarxismo, al neopopulismo o al liberalismo” (Sauquillo : 262).En una conversación sostenida con J.-J. Brochier, publicada en el Magazine Littèraire en junio de 1975, y ante la afirmación de su interlocutor de que siempre se había cuidado de guardar distancia respecto a Marx y al marxismo, Foucault responde:
“Sin dudas. Pero aquí también yo hago una especie de juego. A menudo cito conceptos, textos y frases de Marx, pero sin sentirme obligado a añadir la etiqueta identificadora de una nota al pie de página con una frase laudatoria para acompañar esa cita. Si uno hace eso, es considerado como alguien que conoce y reverencia a Marx, y es honrado en las así llamadas revistas marxistas. Pero yo cito a Marx sin decirlo, sin poner comillas, y como que la gente es incapaz de reconocer los textos de Marx, a mí se me considera como alguien que no cita a Marx. Cuando un físico escribe un texto de física, ¿acaso siente la necesidad de citar a Newton o a Einstein?”.Después agrega una extraordinaria profesión de fe:
“Es imposible, en el presente, escribir historia sin utilizar un conjunto de conceptos vinculados directa o indirectamente con el pensamiento de Marx y sin situarse uno mismo dentro de un horizonte de pensamiento que ha sido definido y descrito por Marx. Se debe incluso preguntar qué diferencia puede haber, en última instancia, entre ser un historiador y ser un marxista” (Foucault 1980: 52-53).En el artículo “Foucault responde a Sartre” (Foucault 1991), definió su trabajo como un momento nuevo dentro de la vieja tradición de la historia crítica, hecha a contracorriente del discurso dominante, tradición que explícitamente hace remontar al propio Marx (una idea semejante puede encontrarse en la “Introducción” a La Arqueología del Saber). Creo que aquí reside el meollo de la cuestión.
La reflexión forjada por Foucault sobre el papel jugado por
el poder en la conformación y despliegue de lo social muestra claramente su
deuda con un conjunto de tesis fundamentales contenidas implícitamente en Marx,
y desarrolladas por algunos de sus mejores continuadores, a saber: La asunción
de un enfoque relacional de la sociedad. Siguiendo la pauta indicada por Hegel,
Marx asumió a la sociedad no como un conjunto de cosas, sino como un
conjunto de relaciones sociales. Cualquier fenómeno social (sea una mercancía,
un instrumento de producción o el mismo hombre) no es más que la cristalización
de un sistema de relaciones sociales. En consecuencia, el poder también ha de
entenderse desde esta perspectiva relacional (tal como, por otra parte, había
hecho ya Gramsci en sus Cuadernos de la Cárcel).
La interpretación del concepto de producción en su sentido
amplio para entender los fenómenos sociales (no sólo la actividad económica,
sino también las ideas, las prácticas sexuales, las técnicas carcelarias, etc.)
como resultados, creaciones, y no como algo dado, fijado de una vez para
siempre. Sólo el “paradigma de la producción”, tomado en esta acepción
integral marxiana, podía permitirle a Foucault realizar su objetivo de estudiar
las relaciones entre las formas de objetivación y las formas de subjetivación
humanas, y entender a estas últimas como resultados, como producciones, y no
como esencias ahistóricas, dadas desde siempre.
La comprensión de la revolución anti-capitalista no como
simple sustitución de los agentes detentadores del poder, sino como una
profunda y total subversión cultural. Las reflexiones de Foucault enriquecen la
tesis marxiana sobre la necesidad de la transformación del modo de apropiación
capitalista.
Rescatar el carácter revolucionario de su obra y su vida,
por lo tanto, no sólo no es ocioso, sino necesario. Foucault estuvo siempre muy
consciente del carácter de su lucha, y contra quien iba dirigida. Nunca tuvo
reparos en señalar su identificación política con determinadas clases y grupos
sociales, y en utilizar aquellas categorías acuñadas desde siempre por esos
sectores para denunciar su opresión. A partir de 1969 Foucault entrará en “la
epopeya izquierdista” (Eribon : 247). Al aparecer en mayo de 1971 la
primera publicación del “Grupo de Información sobre la Prisión”, del cual era
cofundador, escribió lo siguiente:
“Los tribunales, las prisiones, los hospitales, los hospitales psiquiátricos, la medicina laboral, las universidades, los organismos de prensa y de información; a través de todas estas instituciones y con distintos disfraces, se expresa una opresión que es en su origen una opresión política. Esta opresión, la clase trabajadora siempre ha sabido reconocerla, nunca ha dejado de oponerse a ella; pero aún así ha estado obligada a padecerla. Pues bien, ahora se está volviendo intolerable para nuevas capas de la sociedad - intelectuales, técnicos, hombres de leyes, médicos, periodistas, etc. (...) Esta intolerancia reciente se suma a los combates y luchas que el proletariado viene llevando a cabo desde hace tiempo. Y estas dos intolerancias juntas redescubren los instrumentos que había formado el proletariado en el transcurso del siglo XIX.”La realización de una labor de indagación sobre este tema no es una simple empresa cognoscitiva;
“Estas investigaciones no están previstas para mejorar, suavizar, volver más soportable un sistema opresivo. Están previstas para atacarle allí donde se expresa bajo otro nombre - el de justicia, de la técnica, del saber, de la objetividad. Por lo tanto, cada investigación debe constituir un acto político. Cada investigación debe, en cada punto estratégico importante, constituir un frente y un frente ofensivo” (citado en Eribon: 280-281).El diálogo entre Foucault y Gilles Deleuze, publicado en 1972 bajo el título “Los intelectuales y el poder”, expresa bien claro el alineamiento de este pensador con la clase obrera y otros grupos explotados y contra la burguesía. Allí, tras afirmar que las masas conocen muy bien el sistema que los explota y oprime, agrega:
“Pero existe un sistema de poder que bloquea, prohíbe e invalida este discurso y su conocimiento (...) un poder (...) que penetra profunda y sutilmente todo el tejido social, (...) el papel del intelectual ya no es más el de colocarse ‘delante y a un lado' para expresar la verdad suprimida de la colectividad; más bien, es el de luchar contra las formas de poder que lo convierten a él mismo en su objeto e instrumento. (...) Esta es una lucha contra el poder, una lucha que apunta a revelar y minar al poder allí donde es más invisible e insidioso” (Foucault 1977: 207-208).En otra parte de la conversación dice:
“¿Quién ejerce el poder? ¿Y en qué esfera? Ahora sabemos con una certeza razonable quien explota a los otros, quien recibe los beneficios, quienes están implicados en esto, y sabemos cómo se reinvierten estos fondos. Pero en lo que respecta al poder (...) Sabemos que este no está en las manos de los que aparecen en el gobierno. Pero, por supuesto, la idea sobre la “clase dominante” nunca ha recibido una formulación adecuada ...” (idem : 213).Y agrega:
“En tanto luchamos contra la explotación, el proletariado no sólo dirige la lucha, sino que también define sus objetivos, sus métodos, y los lugares e instrumentos de confrontación, y aliarse uno mismo con el proletariado significa aceptar sus posiciones, su ideología y sus motivos de combate. Esto significa total identificación. Pero si la lucha se dirige contra el poder, entonces todos aquellos en cuyo detrimento se ejerce el poder, todos aquellos que lo encuentran intolerable, pueden empezar a luchar en su propio terreno y sobre la base de su propia actividad (o pasividad). Al enrolarse en una lucha que concierne a sus propios intereses, (...) entran en un proceso revolucionario. Por supuesto, entran como aliados del proletariado, porque el poder se ejerce en la forma en que es ejercido para mantener la explotación capitalista. Sirven genuinamente a la causa del proletariado combatiendo en aquellos lugares donde ellos mismos son oprimidos. Las mujeres, los prisioneros, los soldados conscriptos, los pacientes de los hospitales y los homosexuales han comenzado ahora una lucha específica contra el poder particularizado, contra las restricciones y controles que ejercen sobre ellos. Tales luchas están de hecho envueltas en el movimiento revolucionario en tanto son radicales, sin componendas ni reformismos, y rechazan todo intento de arribar a una nueva disposición del mismo poder con, como máximo, un cambio de titular. Y estos movimientos están relacionados con el movimiento revolucionario del propio proletariado en la medida en que éste tiene que combatir contra todos los controles y coacciones que reconducen por doquier al mismo poder” (ídem: 216).
Hay cuatro aspectos que quiero destacar en esta
intervención. El primero al que me quiero referir es la crítica realizada por
Foucault a la sociedad capitalista desde su concepción del saber/poder. El
interés de Foucault no se limitó a la reflexión sobre el poder en abstracto,
sino al poder en la sociedad capitalista contemporánea, sus características y
efectos. Su obra es destacable porque representó una importante contribución a
la crítica al capitalismo como sistema de relaciones sociales, y a la utopía
liberal. Su propósito fue el de develar los elementos que conforman la esencia
de la racionalidad política de la sociedad capitalista moderna, y el de
destacar sus efectos sobre los procesos de conformación de la subjetividad de
las personas, como primer paso hacia la construcción de un saber
estratégico (Foucault 1978: 145). No haber comprendido lo específico
de los pilares sobre los que se fundamenta esa racionalidad política había
permitido que las nuevas formas, espacios y agentes de la revolución terminaran
siendo asimilados y neutralizados por el mismo poder que intentaban combatir.
Se utilizaron esquemas conceptuales estructurados por una lógica profundamente
inadecuada para el análisis del despliegue de estas luchas y de sus resultados.
La urgencia de la tarea de desarrollar una teoría que se concibiera como un
instrumento que desentrañara la especificidad de las relaciones de poder y el
carácter que necesariamente han de tomar las luchas contra estas, constituyó el
motivo que dirigió las búsquedas de Foucault, y es precisamente lo que impone
con carácter de necesidad la apropiación de estas por el pensamiento
revolucionario. Resaltó que el capitalismo se perpetúa gracias al desempeño de
poderes que se ejercen por todo el cuerpo social, y expuso en su integridad el
nexo entre formas de saber, técnicas disciplinarias y relaciones económicas, lo
que nos permite comprender con mayor precisión la amplitud de lo que Marx
denominó como relaciones de producción, y a la vez la profundidad
conceptual expresada en el concepto gramsciano de bloque histórico. Como
dijo en una entrevista concedida en 1977, el “régimen de verdad” del
capitalismo no es algo “...
meramente ideológico o superestructural; fue una condición de la formación y
desarrollo del capitalismo” (Foucault 1980 : 133).
Esta contribución a la explicitación de la esencia de la
dominación capitalista implicó a su vez un sólido aporte para la necesaria
crítica que desde la izquierda revolucionaria tenemos que hacer a las
concepciones del marxismo dogmático y economicista sobre el socialismo, y a las
prácticas políticas que se encarnaron en los países del socialismo estatalista.
Lo característico del marxismo dogmático y economicista fue
una visión instrumental del Estado. Si contra la tesis tradicional
del “Estado guardián de noche”, Marx afirmó el carácter clasista del Estado, y
apuntó a la necesidad de destruir el viejo aparato estatal y crear uno nuevo
como primer paso esencial de la revolución desenajenante, la interpretación
positivista e instrumentalizadora del marxismo entendió esto como un simple
llamado a cambiar los hombres que actuarían en esas estructuras estatales
(sacar a los servidores de la burguesía y colocar a los proletarios), pero manteneniendo la
lógica de funcionamiento de esas estructuras (verticalidad, represividad,
dirigismo, etc.). El Estado, al igual que un martillo, no sería más que un
instrumento, y lo único realmente importante sería en manos de quien está.
Ciertamente ya Gramsci había criticado esa visión
sustancialista e instrumental del Estado = poder, y había proclamado su
incompatibilidad con respecto a una teoría marxista de la política y la
revolución. Al entender el poder como hegemonía, como capacidad de dirección
cultural de una clase, el autor de los Cuadernos de la Cárcel inauguraba
una perspectiva nueva en la reflexión sobre el poder, y planteaba de paso una
tarea a los intelectuales de la revolución: responder a la pregunta sobre cómo
se ejerce la hegemonía.
Por muy diversas razones, ese desafío teórico no fue
encarado por los aparatos teóricos del movimiento comunista institucionalizado.
Es aquí donde el aporte de Foucault hace época, donde su obra se vuelve
referencia inevitable. No para ser tomada como un conjunto de respuestas a ser
asumidas sin más, sino para ser apropiada como un conjunto de indicaciones y
problematizaciones fructíferas para la reflexión. Es cierto que su tratamiento
del tema del poder tuvo limitaciones e insuficiencias. Pero salvemos algo
importante en Foucault: su modo de abordar la cuestión del poder, que
es extraordinariamente rico en incitaciones. Y eso es lo que, en última
instancia, convierte en imprescindible el legado de un pensador.
Foucault criticó los errores del marxismo de los partidos en
el análisis del poder, al reducirlo a “epifenómeno”, a un mero entramado
superestructual surgido después que aparece la base económica, las relaciones
de propiedad, y en relación unilineal de dependencia con respecto a estas. Pero
como señaló oportunamente Poulantzas, la comprensión del carácter relacional
del poder, la concepción ampliada sobre el Estado y la idea de la interacción
entre lo económico y lo político, estaban ya presentes en el otro marxismo, el
marxismo crítico, y no representaban innovaciones introducidas por Foucault.
Poulantzas prefiere hablar de tres “carencias” del marxismo creador respecto al
tema del poder: a) la carencia con respecto a una teoría general del Estado
capitalista; b) la ausencia de un análisis suficientemente desarrollado de los
regímenes y los Estados del así llamado “socialismo real”; c) la carencia de
“nociones teórico-estratégicas en estado práctico” sobre la transición del
Estado capitalista al Estado socialista (Poulantzas : 18).
Estas carencias, de las que sigue adoleciendo en buena medida
todavía hoy el marxismo, pueden ser suplidas si se toman muchas de las ideas de
Foucault como puntos de partida para la reflexión. Recordemos uno de los
reproches que dirigiera este autor a los marxistas de su época: su falta de
crítica a los efectos, características y esencia de los mecanismos de poder.
“... entre el análisis del poder en el estado burgués y la tesis de su desaparición futura, se resienten de una carencia: el análisis, la crítica, la demolición, la inversión de los mecanismos de poder. El socialismo, los socialismos, no tienen necesidad de otra carta de las libertades o de una nueva declaración de los derechos fácil, pero inútil. Si quieren merecer ser queridos y no decepcionar más, si quieren ser deseados, tienen que responder a la cuestión del poder y de su ejercicio. Tienen que inventar un ejercicio del poder que no de miedo” (citado en Sauquillo: 277).La tesis foucaltiana sobre el carácter esencial de los “micropoderes” constituye una base teórica ineludible para el desarrollo de la teoría política marxista. Algo que, por cierto, no entendió Poulantzas, quien injustamente dijo de ella que “diluye y dispersa el poder” (Poulantzas : 47), sin comprender como es posible, a partir de esta idea, fundamentar aún más solidamente sus importantes consideraciones sobre el necesario carácter democrático del socialismo, expresadas al final de su obra mencionada.
Piedra fundamental de la teoría foucaltiana es la tesis de
que no existe una instancia puntual del poder. “El poder no es una institución ni una estructura, o cierta fuerza con
la que están investidas determinadas personas; es el nombre dado a una compleja
relación estratégica en una sociedad dada” (Foucault 1978: 93). En
otro texto había sido más directo: “El
poder en el sentido substantivo no existe ... La idea de que hay algo situado
en - o emanado de - un punto dado, y que ese algo es un ‘poder', me parece que
se basa en un análisis equivocado ... En realidad el poder significa
relaciones, una red más o menos organizada, jerarquizada, coordinada.” (Foucault
1980 : 198). El estatuto ontológico del poder no es el de un “ente
objeto”, sino el de un complejo sistema de relaciones. El poder es relación de
fuerzas. Por lo tanto, no surge después que se ha estructurado el
todo social, sino que es elemento de su conformación. Desde el poder se
construye a la sociedad. No es una camisa de fuerza que se le impone a la
sociedad para regular lo que esta produce, sino que desde el principio sociedad
y poder interactúan, produciéndose uno al otro. Por lo tanto, todo fenómeno
social, toda relación social, es vehículo y expresión del poder. Este no radica
en exclusiva en un sector (en este caso, el de los aparatos institucionales
públicos, o Estado), sino que existe una multiplicidad de centros, de vectores
de fuerza; los aparatos son sólo puntos de especial densidad, pero en modo
alguno espacios en los que se confine el poder.
Desde los tiempos de Kant, la epistemología se ha liberado
de la concepción ingenua de la verdad como reproducción idéntica del objeto en
el pensamiento. Para entenderla como un producto social, condicionada por las
características, posición e intereses del sujeto social que la produce.
“La ‘verdad' ha de ser entendida como un sistema ordenado de procedimientos para la producción, regulación, distribución, circulación y operación de juicios. La ‘verdad' está vinculada en una relación circular con sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos del poder que ella induce y que la extienden. Un ‘régimen' de verdad” (idem : 133).
El poder se ejerce no tanto por el engaño, el ocultamiento,
el secreto, como por la producción del saber, de la verdad, y la organización
de los discursos, en tanto instancias que articulan la sociedad.
“Lo que hace que el poder se sostenga, que sea aceptado, es sencillamente que no pesa sólo como potencia que dice no, sino que cala de hecho, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva que pasa a través de todo el cuerpo social en lugar de como una instancia negativa que tiene por función reprimir” (Foucault 1981 : 137).El ejercicio del poder consiste en “conducir conductas”, en disponer el campo de alternativas probables de acción presentadas al individuo; es algo más que prohibir: es “gobernar”; es decir, estar en capacidad de estructurar el campo de acción eventual de los otros. El verdadero poder se caracteriza por su capacidad de “inducir”, de encauzar las conductas en una dirección que, lejos de vulnerar su reproducción, se convierta en condición de esta. Lo esencial es este condicionamiento de un marco determinado de posibilidades de acción. Fue en este sentido que Foucault habló de un poder “pastoral”, que logra ejercer una labor de conducción espiritual de los individuos, porque establece y fija las estructuras y canales sociales de producción de la subjetividad humana. O sea, un “régimen de verdad”. La construcción de la subjetividad no es un proceso libre, espontáneo. Mediante la intervención de estructuras de socialización creadas desde el poder, se logra que el despliegue conductual del individuo se convierta en prolongación de esquemas impositivos.
Cada formación social existente ha requerido como condición
estructural de su surgimiento y reproducción la existencia de un “régimen de
verdad” afín. La aparición del capitalismo significó el perfeccionamiento de
este mecanismo productor de subjetividad. El objetivo, para Foucault, es el de
develar la esencia de la “política de verdad” del sistema capitalista, como fundamento
de la pervivencia de su dominación. El corolario es claro: la eliminación de la
dominación capitalista tiene que implicar la radical subversión de su “política
de verdad”, la creación de otra esencialmente diferente. Así de simple, y así
de complicado.
Foucault nos permite comprender en todo su dramatismo la
extensión de esa tarea. Ella implica destruir los aparatos institucionales
represivos, pero también todas las estructuras al uso de producción de la
subjetividad humana, las cuales conforman el modo socialmente establecido de
apropiación de la realidad. Las estructuras que condicionan el “régimen de
verdad” existente en el capitalismo. Sus afirmaciones en una entrevista
concedida en 1977 adquieren hoy nuevos ecos:
“Este régimen no es meramente ideológico o superestructural; fue una condición de la formación y desarrollo del capitalismo. Y es el mismo régimen que, sujeto a ciertas modificaciones, opera en los países socialistas. El problema político esencial del intelectual (...) es el de investigar la posibilidad de constituir una nueva política de la verdad. El problema es el de cambiar no la conciencia de la gente - o lo que ellos tienen en sus cabezas - sino el régimen político, económico, institucional de producción de la verdad. No es una cuestión de emancipar a la verdad de cualquier sistema de poder (lo que sería una quimera, pues la verdad es ya poder) sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía social, económica y cultural dentro de las cuales opera en el presente” (Foucault 1980 : 133).
La sociedad liberadora ha de implicar un cambio total de las
estructuras que funcionan como condición de posibilidad de las prácticas
objetivadoras de los seres humanos. Si no se crean no ya otras estructuras,
sino estructuras animadas de una lógica de funcionamiento radicalmente
diferente, el objetivo emancipador no se alcanzará. Las estructuras de poder
son constituyentes del todo social, y marcan desde el inicio la matriz en la
que se han de asentar y adquirir su especificidad funcional las redes de relaciones
que condicionan las formas de socialización y reproducción de los individuos.
Al igual que Gramsci treinta años antes, Foucault alertó
sobre el carácter difuso de las redes de relaciones que afianzan a la
dominación, e insistió en que el poder de la burguesía no se apoya tan sólo, ni
esencialmente, en el control de las estructuras públicas institucionalizadas de
coerción y violencia (a las que se identifica tradicionalmente con el Estado),
sino en su capacidad de regular los procesos de producción cultural. Un
fragmento de una entrevista concedida en 1975 adquiere hoy, a la luz de los
acontecimientos posteriores, un carácter profético:
“Para evitar la experiencia soviética y prevenir al proceso revolucionario de ser derrocado, una de las primeras cosas que hay que entender es que el poder no está localizado en el aparato de Estado, y que nada en la sociedad cambiará si no son transformados también los mecanismos del poder que funcionan fuera, por debajo y a lo largo de los aparatos de Estado, al nivel de la vida cotidiana, de cada minuto” (Foucault 1980 : 60).A diferencia de la revolución burguesa, que simplemente readecúa los mecanismos de dominación, la revolución desenajenante no puede menos que implicar una subversión de la lógica de funcionamiento de las estructuras de poder.
“... el Estado consiste en la codificación de un número de relaciones de poder que hacen posible su funcionamiento (...) la revolución es un tipo diferente de recodificación de las mismas relaciones. Esto implica que hay muchas diferentes clases de revolución. Hablando crudamente, hay tantas clases como posibles recodificaciones de las relaciones de poder, y más aún, uno puede concebir perfectamente bien revoluciones que dejan esencialmente intocadas las relaciones de poder que forman la base del funcionamiento del Estado” (Foucault 1980 : 122-123).
La revolución comunista, en tanto proceso que tiene como
objetivo la desenajenación progresiva del individuo, ha de implicar la asunción
de una lógica radicalmente diferente del funcionamiento social, que se exprese
en la existencia de constelaciones humanizadoras de signo inverso.
Ahora bien, no es menos cierto que el tratamiento
foucaltiano de la cuestión del poder tuvo limitaciones e insuficiencias. La
principal de ellas ha sido señalada por varios autores: absolutizar la
capacidad englobadora y el efecto homogeneizador de las estructuras de poder,
lo que - por ende - le impidió explicar cómo surge la resistencia y la
oposición.
Foucault contribuyó al análisis de la racionalidad política
del sistema capitalista. Pero esa racionalidad política sólo puede ser
plenamente comprendida si se la vincula orgánicamente con las causas del
surgimiento y las regularidades del funcionamiento de ese sistema. En suma, si
le entiende como expresión particular de la más amplia racionalidad sistémica
de la sociedad capitalista. De lo contrario, sólo se llegará a una visión
incompleta de la complejidad y del carácter contradictorio del funcionamiento
del poder en ella. Es precisamente hacia este aspecto adonde se han dirigido
las principales críticas a Foucault. La dominación en el capitalismo se expresa
en un modo específico, nunca antes existente como tal, de articulación entre
individualización y totalización, en un cambio en la forma del control
social, un esfuerzo engranado de una forma diferente por conducir los procesos
de individuación. Tras esta constatación, es necesario plantearse un conjunto
de interrogantes: ¿por qué se produce ese cambio en la dominación?; ¿por qué
comienza a ser necesaria ahora esa nueva dinámica de las formas de poder?; ¿por
qué las viejas formas del poder propias de la sociedad premoderna no sólo
pueden, sino que tienen que ser sustituidas en la modernidad por un nuevo poder
discreto, silencioso, racionalizado? La respuesta sólo puede hallarse en el
análisis del modo de producción capitalista como un todo. De ahí que Poulantzas
afirme que la teoría del Estado capitalista no puede ser aislada de una
historia de su constitución y de su reproducción (Poulantzas: 23). Vale decir,
de un enfoque integrador, que establezca la articulación entre las distintas
formas de racionalidad existentes en el capitalismo (la económica, la política,
la cognoscitiva, la artística, la moral, etc.) y de ellas con la lógica
general de funcionamiento del sistema. Sòlo así puede encontrarse una respuesta
satisfactoria a las preguntas antes planteadas, que en esencia refieren a la
cuestión del fundamento del poder. Y es aquí donde se hace evidente uno de los
lados flacos de las concepciones foucaltianas. Está claro que el fundamento del
poder está en la explotación. En la necesidad por parte de un grupo social de
obtener, mantener y legitimar su expropiación del plusproducto creado por otros
grupos sociales. Pero de la lectura de muchos de los trabajos de Foucault, se
desprende que, para este autor, las relaciones de poder no tienen otro
fundamento que ellas mismas. Creo que podemos compartir el juicio de Coussins y
Hussain, en el sentido de que Foucault logró con creces su objetivo principal
de mostrar cómo es ejercido el poder en el capitalismo, pero que no pudo
proveernos de un análisis de las fuentes del poder. Al insistir excesivamente
en la lógica inherente a las estructuras de poder, sus reflexiones carecieron
de una visión más detallada sobre la relación entre la economía y la política.
Y ello pese a que explícitamente reconoció, en Vigilar y Castigar, que
inicialmente el despegue económico del Occidente capitalista requería estas
nuevas formas de control y regulación, lo que por ende lleva a establecer que
las condiciones de existencia de las técnicas disciplinarias están íntimamente
vinculadas con lo económico. Pero esta dimensión apenas asoma en algunos textos
de Foucault.
Podemos por lo tanto admitir la tendencia a una cierta
ontologización del poder en Foucault. Pero inmediatamente tenemos que acotar
esta afirmación, trayendo a colación una advertencia que nos hace Álvarez
Yágüez: esa tendencia, esa “amplitud e indistinción de su noción de poder” ,
está presente en sus formulaciones generales, no así en sus investigaciones
históricas concretas (Álvarez Yágüez : 27). No siempre se ha tenido en cuenta esta
salvedad, así como la evolución, operada en los últimos años de su vida, de su
concepción del poder. A este respecto, como ya señalara anteriormente, hay que
salvar a Foucault de sí mismo. Debemos recordar aquellos fragmentos de
entrevistas y artículos donde hacía referencia a la relación entre poder y
explotación económica. Ya vimos un ejemplo de ello más arriba, al referirnos a
su conversación sostenida con G. Deleuze, y publicada con el título “Los
intelectuales y el poder”. Pero esa compleja interacción no fue desarrollada en
su obra, con las consecuencias que ello tuvo.
Está claro que esa amplitud de su noción de poder tiene una
causa: su deseo de romper con las anteriores interpretaciones, que lo reducían
a una dimensión exclusivamente represiva y jurídica. Gracias a esa
amplitud pudo superar los límites inherentes a la concepción tradicional. Pero
pagó un precio por ello, que se tradujo en una cierta exageración de su
carácter omniabarcador.
Una de las principales críticas que se la han dirigido ha
sido la de absolutizar la capacidad englobadora y el efecto homogeneizador de
las estructuras de poder, lo que - por ende- le impidió explicar cómo surge la
resistencia y la oposición. La concepción desplegada especialmente en Vigilar
y Castigar adolece de este defecto. La analítica del poder ofrecida en esa
obra presenta el problema de la inexplicación de las resistencias (Álvarez
Yágüez : 182). No se puede entender como un individuo tan maquinicamente
construído podría ser capaz de oponerse a la dominación. Es cierto que Foucault
insistió siempre en que el propio carácter relacional del poder implicaba
admitir la existencia de una constante tensión entre el poder y la oposición a
este, y que donde hay poder hay siempre resistencia. Pero esas afirmaciones,
por su indistinción y generalidad, no pueden servir para resolver el problema
señalado. De ahí que se afirme que la “aporía fundamental” en los análisis de
Foucault radica en la ausencia de fundamento de las resistencias (Poulantzas :
91). Si el poder, y sólo el poder construye tan completamente al individuo, ¿de
dónde vendría esa resistencia?, ¿cómo ella sería posible? Si no se puede
fundamentar el poder fuera del poder mismo, si no se devela la constelación
compleja entre dominación y explotación, entre lo político y lo económico, el
poder acaba por ser esencializado y absolutizado, se convierte en una “esencia
fagocítica” (idem : 182) que todo lo devora, y no sólo la resistencia queda sin
posibilidades de ser explicada, sino que queda también sin explicación la
propia existencia de un sujeto capaz de entender la existencia de la
dominación, de desmontarlo racionalmente y de exponerlo teóricamente.
Pero no sería tampoco justo quedarnos en la constatación de
las insuficiencias de la analítica del poder que Foucault desarrolló hasta la
aparición de Vigilar y Castigar, tal y como han hecho algunos
críticos demasiado absolutos, como Habermas y Honneth. Hasta la aparición de
ese libro, este autor identificó subjetivación con sujeción. Pero a partir de
la publicación de los tomos dos y tres de su historia sobre la sexualidad
podemos encontrar un giro en su postura. Foucault quiso romper con el
“paradigma antropológico” en filosofía, con la idea de un ser humano fundante e
incondicionado. Con sus reflexiones sobre el carácter fundante del poder, quiso
destacar al individuo como resultado y como producto, afirmar su historicidad.
Sólo que en muchas partes de su obra esta formulación peca de exceso. Como
afirma McCarthy, muchas veces encontramos una “reacción desproporcionada” -
comprensible por otra parte por los elementos señalados más arriba y que
contextualizan su obra. Si sólo se destaca que el sujeto individual está
constituído por la historia y la sociedad, ¿cómo entender entonces a la
historia y la sociedad? ¿Quién, a su vez, las constituye a ellas? Refiriéndose
a algunos pronunciamientos demasiado extremos vertidos por Foucault en su
conferencia impartida el 14 de enero de 1976 en el College de France, McCarthy
aduce que “se propone reemplazar de este modo un individualismo abstracto
por un holismo igualmente abstracto. Para argumentar que ‘no se trata de
concebir al individuo como una especie de átomo elemental' no es necesario
mantener que el individuo es simplemente ‘uno de los primeros fectos del
poder'” (McCarthy : 63-64). Desde este ángulo exclusivo de comprensión,
los individuos sólo pueden ser entendidos como “idiotas culturales”, lo que
llevó a Foucault a caer en contradicción consigo mismo; pese a la existencia en
numerosas entrevistas y artículos en otro sentido, en alguna obra se sintió
obligado - para ser consecuente con su absolutización del poder - a buscar los
agentes de la subversión del capitalismo en actores situados fuera de la
modernidad; en específico, en la “plebe”, en los sectores marginales, lo cual
por otra parte constituyó una ironía, por cuanto a esa misma conclusión había
arribado Marcuse, cuya interpretación reduccionista del poder como simple
represión tanto había criticado Foucault.
Pero hemos de proceder en nuestra crítica a Foucault tomando
en cuenta dos salvedades. La primera es que no debemos responder a las
absolutizaciones de Foucault sobre el poder con otras absolutizaciones sobre
Foucault. Se nos ha advertido contra una crítica unilateral, que procede
de tal modo que si Foucault insiste en un aspecto, dejando otros en un
plano secundario, afirma entonces que para él estos últimos sencillamente no
existen. Debemos captar el sentido de ruptura de muchos de sus planteamientos.
Lo que si se le puede criticar es que si bien en repetidas ocasiones se refirió
a estos “aspectos olvidados” en sus formulaciones más generalizadoras, ello no
lo llevó a explicitar ni a desplegar la importancia de los mismos.
Una segunda salvedad sería la de tener en cuenta la evolución de su concepción sobre el poder, algo algo a lo que ya me he referido con insistencia. Foucault reaccionó, necesariamente, a las numerosas críticas que recibió. En sus últimos años se operó un giro en sus posiciones referentes a la subjetividad. A contrapelo de su excesivo rechazo anterior al ideal clásico del sujeto dueño de si, en esta última etapa puede apreciarse una cierta recuperación de ese ideal, que se apoya en la suposición de una mayor autonomía de los individuos inscritos en las “redes de poder”. De ahí que se hable de un cierto “retorno al sujeto” en el último Foucault, quien intentó pasar de un concepto sobre el poder como instancia que construye totalmente al individuo, a otro que lo entiende como la acción que se dirige a sujetos, que gobierna conductas. Son años los de 1977 a 1983 en los que se puede encontrar algunos textos en los que se plantea una subjetividad que si bien está vinculada a un régimen de poder, dispone de un espacio autónomo que permite al individuo una capacidad de respuesta.
No obstante estos intentos por parte del último Foucault de
contrarrestar los anteriores extremismos, su obra no nos sirve como fundamento
teórico para entender la fuente y la esencia de esa capacidad de autonomía del
individuo.
“Esta dificultad para establecer con claridad el perfil de la autonomía de los sujetos nos remite a un problema de fondo: la falta de una teoría del sujeto, de un análisis más detallado capaz de dar cuenta de los procesos de socialización de forma que podamos entender la articulación compleja de lo subjetivo y lo social, la autonomía de los individuos y su engranaje en maquinarias de poder. En vez de ello, nos encontramos con una actitud teórica que sobre la base de una investigación restringida a un área concreta (disciplina, sexualidad, técnicas de sí) tiende a realizar generalizaciones excesivas abocadas a formulaciones unidimensionales, o a incurrir, como vimos respecto a la cuestión del poder, en planteamientos aporéticos” (Álvarez Yágüez : 183).
Las carencias de las concepciones foucaltianas sobre el
sujeto y la subjetividad encuentran su causa, en buena medida, en las
limitaciones de su interpretación sobre la modernidad. Foucault entendió a la
modernidad exclusivamente como racionalización, como predominio creciente de
las técnicas de control y poder. Es una visión que, por su parcialidad y
unidimensionalidad, no permite captar “la
selectividad de la modernización capitalista” (McCarthy : 59).
Para oponerse a la teoría marxiana sobre la sociedad
capitalista y a su corolario sobre la necesidad e inevitabilidad de su
desaparición, Max Weber desarrolló a fines del siglo XIX y principios del XX
una concepción sobre la modernidad que la identificaba en exclusiva con el
desarrollo de una racionalización sin alternativas, que encerraba al hombre
irremisiblemente en una “caja de hierro”. En los años 40 de este siglo,
Horkheimer y Adorno, decepcionados ante el carácter enajenante del socialismo
de estado e impresionados por la fuerza de atracción del fascismo y de la
sociedad de consumo sobre las masas populares, creyeron encontrar el antídoto
al insostenible optimismo histórico de corte teleológico del marxismo dogmático
en el abandono de Marx por Weber en la cuestión de las posibilidades
liberadoras inherentes al desarrollo de la modernidad. Para ellos, era la
generalización.
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Ha impartido conferencias en Cuba y en universidades de Europa
y Latinoamérica. Autor de varios libros y artículos. Se interesa por el
marxismo y su historia, así como por temáticas de la historia de la Filosofía y
la Filosofía contemporánea