
- “No se concibe una voluntad que no sea concreta, esto es, que no tenga un objetivo. Pero ese objetivo no puede ser un hecho aislado ni una serie de hechos singulares”
- “Que la riqueza no sea instrumento de esclavitud, sino que, al serlo de todos impersonalmente, dé a todos los medios para conseguir todo el bienestar posible”
El orden y el desorden son las dos palabras a que más
frecuentemente se recurre en las polémicas de carácter político. Partidos de
orden, hombres de orden, orden público... Tres palabras enlazadas con un mismo
eje, el orden, en el cual se fijan las palabras para girar con mayor o menor
solidez, según la concreta forma histórica que toman los hombres, los partidos
y el Estado en su múltiple encarnación posible. La consigna tiene un poder
taumatúrgico; la conservación de las instituciones políticas está en gran parte
confiada a ese poder. El orden actual se presenta como algo armónicamente
coordinado, establemente coordinado, y la muchedumbre de los ciudadanos vacila
y se asusta en la incertidumbre ante lo que podría aportar un cambio radical.
El sentido común, el torpísimo sentido común, suele predicar que más vale un huevo hoy que una gallina mañana. Y el sentido común es un terrible negrero de los espíritus. Sobre todo cuando para conseguir la gallina hay que cascar el huevo. En la fantasía se forma entonces la imagen de una violenta dilaceración; no se ve el orden nuevo posible, mejor organizado que el anterior, más vital que el anterior, porque contrapone la unidad al dualismo y la dinámica de la vida en movimiento a la inmovilidad estática de la inercia. Se ve sólo la dilaceración violenta, y el ánimo miedoso retrocede ante el temor de perderlo todo, de tener ante sí el caos, el desorden ineluctable. Las profecías utopistas se constituyeron precisamente teniendo en cuenta ese temor.
El sentido común, el torpísimo sentido común, suele predicar que más vale un huevo hoy que una gallina mañana. Y el sentido común es un terrible negrero de los espíritus. Sobre todo cuando para conseguir la gallina hay que cascar el huevo. En la fantasía se forma entonces la imagen de una violenta dilaceración; no se ve el orden nuevo posible, mejor organizado que el anterior, más vital que el anterior, porque contrapone la unidad al dualismo y la dinámica de la vida en movimiento a la inmovilidad estática de la inercia. Se ve sólo la dilaceración violenta, y el ánimo miedoso retrocede ante el temor de perderlo todo, de tener ante sí el caos, el desorden ineluctable. Las profecías utopistas se constituyeron precisamente teniendo en cuenta ese temor.
Con la
utopía se quería proyectar en el futuro un fundamento bien organizado y liso
que quitara la impresión del salto en el vacío. Pero las construcciones
sociales utópicas se hundieron todas porque, al ser tan lisas y aseadillas,
bastaba con probar la falta de fundamento de un detalle para que el conjunto
pereciera en su totalidad. Esas construcciones no tenían base porque eran
demasiado analíticas, porque se fundaban en una infinidad de hechos, en vez de
basarse en un solo principio moral. Mas los hechos concretos dependen de tantas
causas que acaban por no tener ninguna y por ser imprevisibles. Y el hombre
necesita para obrar prever al menos parcialmente. No se concibe una voluntad
que no sea concreta, esto es, que no tenga un objetivo. Pero ese objetivo no
puede ser un hecho aislado ni una serie de hechos singulares. Sólo puede ser
una idea, o un principio moral. El defecto orgánico de las utopías estriba
íntegramente en eso. En creer que la previsión puede serlo de hechos, cuando
sólo puede serlo de principios o de máximas jurídicas. Las máximas jurídicas
(el derecho, el jus, es la moral actuada) son creación de los hombres en
cuanto voluntad. Si queréis dar a esa voluntad una dirección determinada,
dadles como meta lo único que puede serlo; en otro caso, después de un primer entusiasmo,
las veréis ajarse y disiparse.
Los órdenes actuales han sido suscitados por la voluntad de
actuar totalmente un principio jurídico. Los revolucionarios del 89 no preveían
el orden capitalista. Querían poner en práctica los derechos del hombre, querían
que se reconocieran determinados derechos a los componentes de la colectividad.
Esos derechos, después de la inicial rotura de la vieja cáscara, fueron
imponiéndose, fueron concretándose, y, convertidos en fuerzas activas sobre los
hechos, los plasmaron, los caracterizaron, y de ello floreció la civilización
burguesa, la única que podía salir, porque la burguesía era la única energía
social activa y realmente operante en la historia. Los utopistas fueron
derrotados también entonces, porque ninguna de sus previsiones particulares se
realizó. Pero se realizó el principio, y de éste florecieron los actuales
ordenamientos, el orden actual.
¿Era un principio universal el que se afirmó en la historia
a través de la revolución burguesa? Sin duda que si. Y, sin embargo, suele
decirse que si J.J. Rousseau pudiera ver en qué han desembocado sus prédicas
probablemente renegaría de ellas. Esa paradójica afirmación contiene una
crítica implícita del liberalismo. Pero es paradójica, o sea: afirma de un modo
injusto una cosa justa. Universal no quiere decir absoluto. No hay en la
historia nada absoluto ni rígido. Las afirmaciones del liberalismo son
ideas-límite que, una vez reconocidas como racionalmente necesarias, se han
convertido en ideas-fuerza, se han realizado en el Estado burgués, han servido
para suscitar la antítesis de ese Estado en el proletariado y luego se han
desgastado. Universales para la burguesía, no lo son suficientemente para el
proletariado. Para la burguesía eran ideas-límite, para el proletariado son
ideas-mínimo. Y, en efecto, el entero programa liberal se ha convertido en
programa mínimo del Partido Socialista. El programa, esto es, lo que sirve para
vivir cotidianamente, en espera de que se considere llegado el instante más
útil.
En cuanto idea-límite, el programa liberal crea el Estado
ético, o sea, un Estado que idealmente está por encima de la competición entre
las clases, por encima del vario entrelazarse y chocar de las agrupaciones que
son su realidad económica y tradicional. Ese Estado es una aspiración política
más que una realidad política; sólo existe como modelo utópico, pero
precisamente ésa su naturaleza de espejismo es lo que le da vigor y hace de él
una fuerza conservadora. La esperanza de que acabe por realizarse en su cumplida
perfección es lo que da a muchos la fuerza necesaria para no renegar de él y no
intentar, por tanto, sustituirlo.
Veamos dos de esos modelos que son típicos, que son la
piedra de toque de los tratadistas de teoría política. El Estado inglés y el
Estado germánico. Ambos se han convertido en grandes potencias, ambos han conseguidoafirmarse,
con orientaciones diversas, como sólidos organismos políticos y económicos,
ambos tienen una silueta bien definida, que ahora los enfrenta, pero que
siempre los ha hecho inconfundibles.
La idea que ha servido como motor de las fuerzas internas,
paralelas, para Inglaterra puede resumirse en la palabra liberalismo, y
para Alemania con la frase autoridad con la razón.
El liberalismo es la fórmula que compendia toda
una historia de luchas, de movimientos revolucionarios para la conquista de las
varias libertades. Es la forma mentis que ha ido produciéndose a
través de esos movimientos. Es la convicción, paulatinamente constituida en el
creciente número de ciudadanos que acudieron a través de esas luchas a
participar en la actividad pública, de que el secreto de la felicidad está en
la libre manifestación de las propias convicciones, en el libre despliegue de
las fuerzas productivas y legislativas del país. De la felicidad, naturalmente,
encendida en el sentido de que todo lo malo que ocurre no recaiga como culpa en
los individuos, y de que la razón de todo lo que no se consigue haya de
buscarse exclusivamente en el hecho de que los iniciadores no tenían aún fuerza
suficiente para afirmar victoriosamente su programa.
El liberalismo ha tenido su propugnador
teórico-práctico en Inglaterra, por citar un ejemplo, antes de la guerra, en la
persona de Lloyd George, el cual, siendo ministro de Estado, dice más o menos a
los obreros en un acto público y sabiendo que sus palabras toman el significado
de un programa de gobierno:
"Nosotros no somos socialistas, o sea, no pasamos enseguida a la
socialización de la producción. Pero no tenemos prejuicios teóricos contra el
socialismo. A cada cual su tarea. Si la sociedad actual es todavía capitalista,
eso quiere decir que el capitalismo es todavía una fuerza no agotada. Vosotros,
los socialistas, decís que el socialismo está ya maduro. Probadlo. Probad que
sois la mayoría, probad que sois no sólo potencialmente, sino también en acto,
la fuerza capaz de dirigir el destino del país. Y os dejaremos el poder
tranquilamente."
Palabras que nos parecen asombrosas a nosotros,
acostumbrados a ver en el gobierno una esfinge completamente separada del país
y de toda polémica viva sobre ideas o hechos. Pero que no lo son, y que no son
siquiera retórica vacía, si se piensa que hace más de 200 años que se libran en
Inglaterra luchas políticas en la plaza pública, y que el derecho a la libre
afirmación de todas las energías es un derecho conquistado, y no un derecho
natural presupuesto como tal en sí y por sí. Y basta con recordar que el
Gobierno radical inglés arrebató a la Cámara de los Lores todo derecho de voto
para que pudiera ser realidad la autonomía irlandesa, y que Lloyd George se
proponía antes de la guerra someter a votación un proyecto de ley agraria por
la cual, puesto como axioma que el que posee medios de producción y no hace que
fructifiquen adecuadamente pierde sus derechos absolutos, muchas de las propiedades
privadas de los terratenientes se les sustraían y se vendían a quienes pudieran
cultivarlas. Esta forma de socialismo de Estado burgués, o sea, de socialismo
no socialista, conseguía que el proletariado no viera tampoco con malos ojos el
Estado en cuanto gobierno y que, convencido, con razón o sin ella, de estar
protegido, llevara la lucha de clases con discreción y sin la exasperación
moral que caracteriza al movimiento obrero.
La concepción del Estado germánico se encuentra en los
antípodas de la inglesa, pero produce los mismos efectos. El Estado alemán es
proteccionista por forma mentis. Fichte le ha dado el código del Estado
cerrado. Es decir, del Estado regido por la razón. Del Estado que no debe
entregarse a las libres fuerzas espontáneas de los hombres, sino que debe
imprimir a toda cosa, a todo acto, el sello de una voluntad, de un programa
establecido, preordenado por la razón. Y por eso en Alemania el Parlamento no
tiene los poderes que tiene en otros lugares. Es meramente consultivo, y se
conserva sólo porque no se puede admitir racionalmente la infalibilidad de los
poderes ejecutivos, sino que también del Parlamento, de la discusión, puede
saltar la verdad. Pero el árbitro es el Ministro (el Emperador), que juzga y
elige y no se sustituye sino por voluntad imperial. Sin embargo, las clases
tienen la convicción no retórica, no servil, sino formada a lo largo de
decenios de experiencia de una recta administración, de justicia distributiva,
de que sus derechos a la vida están tutelados y de que su actividad debe
consistir, para los socialistas, en intentar convertirse en mayoría, y, para
los conservadores, en seguir siéndolo y en demostrar continuamente su necesidad
histórica. Un ejemplo: la votación de los mil millones de aumento del gasto militar
en 1913, aprobada también por los socialistas. La mayoría de los socialistas
votó a favor porque los mil millones se obtuvieron no de la generalidad de los
contribuyentes, sino mediante una expropiación (aparente al menos) de las
personas de mayores ingresos. Pareció un experimento de socialismo de Estado,
pareció que fuera un principio justo en sí el hacer pagar a los
capitalistas los gastos militares, y así se votaron unos dineros destinados al
beneficio exclusivo de la burguesía y del partido militar prusiano.
Esos dos tipos de orden constituido son el modelo básico de
los partidos del orden italiano. Los liberales y los nacionalistas dicen (o
decían), respectivamente, querer que en Italia se creara algo parecido al
Estado inglés o al Estado germánico. La polémica contra el socialismo se teje
toda con la trama de la aspiración a ese Estado ético que en Italia es sólo
potencial. Pero en Italia ha faltado completamente, aquel periodo de desarrollo
que ha posibilitado la Alemania y la Inglaterra actuales. Por tanto, si
conducís hasta las últimas consecuencias los razonamientos de los liberales y
de los nacionalistas italianos, obtendréis como resultado actual esta fórmula: el
sacrificio del proletariado, Sacrificio de sus necesidades, sacrificio de su personalidad,
sacrificio de su combatividad para dar tiempo al tiempo, para permitir que se
multiplique la riqueza, para permitir que se depure la administración, [tres líneas tachadas por la censura].
Los nacionalistas y los liberales no llegan a sostener que exista en Italia
orden alguno. Lo que sostienen es que ese orden tendrá que existir, siempre que
los socialistas no obstaculicen su fatal instauración.
Esa situación de hecho de las cosas italianas es para
nosotros fuente de mayor energía y de mayor combatividad. Si se piensa en lo
difícil que es convencer a un hombre para que se mueva cuando no tiene razones
inmediatas para hacerlo, se comprende que es mucho más difícil convencer a una
muchedumbre en los Estados en los que no existe, como existe en Italia, la
voluntad por parte del Gobierno de sofocar sus aspiraciones, de gravar con
todas las tallas y diezmos imaginables su paciencia y su productividad. En los
países en que no se producen conflictos en la calle, en los que no se ve
pisotear las leyes fundamentales del Estado ni se ve cómo domina la
arbitrariedad, la lucha de clases pierde algo de su aspereza, el espíritu
revolucionario pierde impulso y se afloja. La llamada ley del mínimo esfuerzo,
que es la ley de los cobardes y significa a menudo no hacer nada, se hace
popular. En esos países la revolución es menos probable. Donde existe un orden,
es más difícil decidirse a sustituirlo por un orden nuevo.
[Una línea tachada por la censura.]
Los socialistas no tienen que sustituir un orden por otro.
Tienen que instaurar el orden en sí. La máxima jurídica que quieren realizar
es: posibilidad de realización íntegra de la personalidad humana,
reconocida a todos los ciudadanos. Todos los privilegios constituidos se
derrumban al concretarse esa máxima. Ella lleva la libertad al máximo con el
mínimo de constricción. Impone que la regla de la vida y de las atribuciones
sea la capacidad y la productividad, al margen de todo esquema tradicional. Que
la riqueza no sea instrumento de esclavitud, sino que, al serlo de todos
impersonalmente, dé a todos los medios para conseguir todo el bienestar
posible. Que la escuela eduque a los inteligentes, cualesquiera que sean sus
padres, y no represente el premio [cuatro
líneas tachadas por la censura]. De esta máxima se desprenden orgánicamente
todos los demás principios del programa máximo socialista. El cual,
repitámoslo, no es utopía. Es universal concreto, puede ser realizado por la
voluntad. Es principio de orden, del orden socialista. Del orden que creemos
que se realizará en Italia antes que en cualquier otro país.
[Cuatro líneas tachadas por la censura.]
[11-II-1917; L.C.F.; S.G. 73-78]