Traducción
del inglés por Anaclet Pons
- [Karl Marx,] el gran barbudo, [es] el intelectual más influyente y más citado del mundo contemporáneo. Asombrosamente, no sólo ha enterrado a cinco generaciones de críticos, pseudocríticos y conspiradores del silencio, sino que ha logrado sobrevivir también al heteróclito y nutridísimo club al que, como su socarrón homónimo, siempre se negó a pertenecer: el de los “marxistas”. Engels recordó con amargura poco antes de morir que Marx tuvo, como Heine, la desgracia de “sembrar dragones, y a trueque, cosechar demasiadas pulgas”.
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La verdad es que Marx no fue más responsable de la opresión
monstruosa del mundo comunista de lo que lo fue Jesús de la Inquisición. Por un
lado, Marx habría despreciado la idea de que el socialismo pudiera echar raíces
en sociedades atrasadas, de una pobreza desesperada y crónica, como Rusia y
China. Si así fuera, entonces el resultado sería simplemente lo que él
llamó “la escasez generalizada”, lo que quiere decir que todo el
mundo estaría privado, no sólo los pobres. Esto significaría volver a “toda
la porquería anterior” -o, con una traducción menos fina, a “la mierda de
siempre”. El marxismo es una teoría de cómo las adineradas naciones
capitalistas podrían utilizar sus inmensos recursos para lograr la justicia y
la prosperidad para sus pueblos. No es un programa por el cual naciones
carentes de recursos materiales, de una cultura cívica floreciente, de un
patrimonio democrático, de una tecnología bien desarrollada, de
tradiciones liberales ilustradas y de una mano de obra educada y cualificada
puedan catapultarse a sí mismas a la era moderna.
(…) de otra parte, este desarrollo de las fuerzas
productivas (que entraña ya, al misma tiempo, una existencia empírica dada en
un plano histórico-universal, y no en la existencia puramente local de los
hombres) constituye también una premisa práctica absolutamente necesaria,
porque sin ella sólo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza,
comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería
necesariamente en toda la porquería anterior.— Karl Marx, La ideología
alemana.
Marx sin duda quería ver prosperar la justicia y la
prosperidad en tales lugares. Escribió con rabia y con elocuencia acerca de
varias de las oprimidas colonias de Gran Bretaña, y no menos de Irlanda y de la
India. Y el movimiento político que su trabajo puso en marcha ha hecho más para
ayudar a las naciones pequeñas a deshacerse de sus amos imperialistas que
cualquier otra corriente política. Sin embargo, Marx no era tan incauto como
para imaginar que el socialismo se pudiera construir en esos países sin que las
naciones más avanzadas les prestaran su ayuda. Y eso significaba que la gente
común de los países avanzados tenían que arrancar los medios de producción de
manos de sus gobernantes y ponerlos al servicio de los condenados de la tierra.
Si esto hubiera sucedido en la Irlanda del siglo XIX, no habría habido el
hambre que envió a un millón de hombres y mujeres a la tumba y a otros dos o
tres millones hasta los confines de la tierra.
Hay un sentido en el que el conjunto de los escritos de Marx
se pueden resumir en varias preguntas embarazosas: ¿Por qué el Occidente
capitalista ha acumulado más recursos de los que jamás hemos visto en la
historia humana y, sin embargo, parece incapaz de superar la pobreza, el
hambre, la explotación y la desigualdad? ¿Cuáles son los mecanismos por los
cuales la riqueza de una minoría parece engendrar miseria e indignidad para la
mayoría? ¿Por qué la riqueza privada parecen ir de la mano con la miseria pública?
¿Es, como sugieren los reformistas liberales de buen corazón, que no hemos
conseguido eliminar estas bolsas de miseria humana, pero que lo haremos con el
paso del tiempo? ¿O es más plausible sostener que hay algo en la naturaleza del
capitalismo que genera privación y desigualdad, tan cierto como que
Charlie Sheen genera chismes?
Marx fue el primer pensador en hablar en esos términos. Este
desarrapado exiliado judío, un hombre que una vez comentó que nadie había
escrito tanto sobre el dinero y tenía tan poco, nos legó el lenguaje con el que
el sistema en que vivimos puede ser entendido como un todo. Sus contradicciones
fueron analizadas, su dinámica interior dejada al descubierto, sus orígenes
históricos examinados y su potencial caída anunciada. Esto no quiere
decir que Marx considerara al capitalismo simplemente como una Mala Cosa, como
admirar a Sarah Palin o echar el humo del tabaco a la cara de los niños. Por el
contrario, era extravagante en su alabanza de la clase que lo creó, un hecho
que tanto sus críticos como sus discípulos han disimulado convenientemente. No
hay sistema social en la historia, escribió, que haya demostrado ser tan
revolucionario. En un puñado de siglos, las burguesías (middle classes) capitalistas
habían borrado de la faz de la tierra casi todo el rastro de sus enemigos
feudales. Habían acumulado tesoros materiales y culturales, inventado los
derechos humanos, emancipado a los esclavos, derrocado a los autócratas,
desmantelado los imperios, lucharon y murieron por la libertad humana, y
sentaron las bases de una civilización verdaderamente global. Ningún documento
prodiga elogios tales como ese histórico y poderoso logro que es El
Manifiesto Comunista , ni siquiera el Wall Street Journal. [1]
Eso, sin embargo, fue sólo una parte de la historia. Hay
quienes ven la historia moderna como un relato apasionante de progreso, y
quienes lo ven como una larga pesadilla. Marx, con su perversidad habitual,
pensó que era ambas cosas. Cada avance de la civilización ha traído consigo
nuevas posibilidades de barbarie. Los lemas de la gran revolución
burguesa (middle-class), “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, fueron
también sus consignas. Él simplemente se preguntó por qué esas ideas no podrían
ponerse en práctica sin violencia, pobreza y explotación. El capitalismo había
desarrollado energías y capacidades humanas más allá de toda medida anterior.
Sin embargo, no había utilizado esas capacidades para hacer que los hombres y
mujeres se liberaran de la fatiga inútil. Por el contrario, se los había
forzado a trabajar más duro que nunca. En las civilizaciones más ricas de la
tierra se padecía tanto como en sus antepasadas del Neolítico.
Esto, consideraba Marx, no era debido a la escasez natural.
Se debía a la forma peculiarmente contradictoria en la que el sistema
capitalista genera sus fabulosas riquezas. Igualdad para algunos significa
desigualdad de los demás, y libertad para algunos supone opresión e infelicidad
para muchos. La voracidad del sistema a la búsqueda de poder y beneficio había
convertido las naciones extranjeras en colonias esclavizadas, y a los seres
humanos en juguetes de las fuerzas económicas más allá de su control. Había
asolado el planeta con la contaminación y la hambruna masiva, y cicatrizado con
guerras atroces. Algunos críticos de de Marx señalan con razón la atrocidad de
los asesinatos en masa en la Rusia y la China comunistas. No suelen recordar
con idéntica indignación los crímenes genocidas del capitalismo: las hambrunas
de finales del siglo XIX en Asia y África en los que murieron muchos millones
de personas; la carnicería de la Primera Guerra Mundial, en la que las naciones
imperialistas masacraron a sus propios trabajadores en la lucha por los
recursos mundiales; y los horrores del fascismo, un régimen al que el capitalismo
tiende a recurrir cuando su espalda está contra la pared. Sin el sacrificio de
la Unión Soviética, entre otras naciones, el régimen nazi aún podría estar
incólume.
Los marxistas alertaron de los peligros del fascismo
mientras los políticos del llamado mundo libre seguían preguntándose en voz
alta si Hitler era un tipo tan desagradable como lo pintaban. Casi todos los
seguidores actuales de Marx rechazan las villanías de Stalin y de Mao, mientras
que muchos no-marxistas seguirían defendiendo enérgicamente la destrucción de
Dresde o Hiroshima. Las modernas naciones capitalistas son en su mayor parte
fruto de una historia de genocidio, violencia y exterminio igual de detestables
que los crímenes del comunismo. El capitalismo también fue forjado con sangre y
lágrimas, y Marx estuvo allí para presenciarlo. Es sólo que el sistema ha
estado funcionando el tiempo suficiente para que la mayoría de nosotros
olvidemos ese hecho.
La selectividad de la memoria política tiene algunas
curiosas formas. Tomemos, por ejemplo, el 11/S. Me refiero al primer 11/S, no
al segundo. Me refiero al 11/S que tuvo lugar exactamente 30 años antes de la
caída del World Trade Center, cuando los Estados Unidos ayudaron a derrocar al
gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende en Chile,
instalando en su lugar a un dictador odioso que asesinó muchas más personas de
las que murieron en ese terrible día en Nueva York y Washington. ¿Cuántos
estadounidenses son conscientes de ello? ¿Cuántas veces ha sido mencionado
en Fox News? [2]
Marx no era un soñador utópico. Por el contrario, comenzó su
carrera política peleando ferozmente con los utópicos soñadores que le
rodeaban. Tenía tanto interés en una sociedad humana perfecta como lo pueda
tener un personaje de Clint Eastwood, y nunca habló de forma tan absurda. No
creía que hombres y mujeres pudieran superar al Arcángel Gabriel en
santidad. Por el contrario, creía factible que el mundo pudiera convertirse en un
lugar considerablemente mejor. En eso fue un realista, no un idealista. Quienes
de verdad esconden la cabeza -la moral de avestruz de este mundo- son
aquellos que niegan que no puede haber ningún cambio radical. Se comportan como
si Padre de
familia y la pasta dentífrica multicolor fuera a seguir existiendo en
el año 4000. Toda la historia de la humanidad refuta este punto de vista.
El cambio radical, sin duda, puede no ser para mejor. Tal
vez el único socialismo que veamos sea uno impuesto a un puñado de seres
humanos que puedan escabullirse de algún holocausto nuclear o de un desastre
ecológico. Marx habla incluso agriamente de la posible “mutua ruina de
todos los partidos”. Un hombre que fue testigo de los horrores de la Inglaterra
industrial-capitalista era poco probable que albergara presunciones idealistas
acerca de sus congéneres. Todo lo que quería decir es que hay recursos más que
suficientes en el planeta para resolver la mayoría de nuestros problemas
materiales, así como que había comida más que suficiente en Gran Bretaña en la
década de 1840 para alimentar a la hambrienta población irlandesa varias veces.
Es la manera en que organizamos la producción lo que es crucial.
Notoriamente, Marx no nos proporcionó un plan sobre cómo hacer las cosas de
forma diferente. Es bien sabido que tiene poco que decir sobre el futuro.
La única imagen del futuro es el fracaso del presente. No es un profeta en el
sentido de mirar en una bola de cristal. Es un profeta en el sentido bíblico de
alguien que nos advierte de que, a menos que cambiemos nuestras injustas
maneras, es probable que el futuro sea muy desagradable. O que no haya futuro
en absoluto.
El socialismo, pues, no depende de un cambio milagroso en la
naturaleza humana. Algunos de los que defendieron el feudalismo contra los
valores capitalistas en la Baja Edad Media predicaban que el capitalismo nunca
funcionaría, ya que era contrario a la naturaleza humana. Algunos capitalistas
ahora dicen lo mismo sobre el socialismo. Sin duda hay una tribu en algún lugar
de la cuenca del Amazonas que cree que no puede sobrevivir un orden social
donde un hombre puede casarse con la mujer de su hermano fallecido. Todos
tendemos a absolutizar nuestras propias condiciones. El socialismo no
ahuyentaría la rivalidad, la envidia, la agresión, la posesividad, la
dominación y la competencia. El mundo todavía mantendría su ración de matones,
tramposos, vividores, oportunistas y psicópatas ocasionales. Es sólo que la
rivalidad, la agresión y la competencia ya no adquirirían la forma de ciertos
banqueros quejándose de que sus bonos se han reducido a un unos miserables 5
millones de dólares, mientras que millones de personas en todo el mundo luchan
por sobrevivir con menos de 2 dólares al día.
Marx fue un pensador profundamente moral. Habla en El Manifiesto
Comunista de un mundo en el que “el libre desarrollo de cada uno
condicione el libre desarrollo de todos”. Este es un ideal para guiarnos,
no una condición que podamos alcanzar nunca del todo. Pero su lenguaje es sin
embargo significativo. Como buen humanista romántico, Marx creía en la
singularidad del individuo. La idea impregna sus escritos de principio a fin.
Tenía pasión por lo sensualmente específico y aversión a las ideas abstractas,
a pesar de lo ocasionalmente necesarias que pensaba que podrían ser. Su llamado
materialismo está en la raíz del cuerpo humano. Una y otra vez, habla de
la sociedad justa como aquella en la que hombres y mujeres sean capaces de
realizar sus poderes y capacidades distintivos en sus propias formas
distintivas. Su objetivo moral es la autorrealización placentera. En esto se
une a su gran mentor Aristóteles, que entiende que la moralidad trata de cómo
florecer más rica y agradablemente, y no ante todo (como la edad moderna
desastrosamente imagina) sobre las leyes, derechos, obligaciones y
responsabilidades.
¿Cómo este objetivo moral difiere del individualismo
liberal? La diferencia es que, para lograr la verdadera realización personal,
Marx cree que los seres humanos deben encontrarla en los otros, los unos
a través de los otros. No es sólo una cuestión de que cada uno haga sus propias
cosas aislado de los demás. Lo que ni siquiera sería posible. El otro debe ser
el terreno de nuestra propia realización, al mismo tiempo que él o ella nos
proporcionan nuestra misma condición. A nivel interpersonal, es lo que se
conoce como amor. En el plano político, se lo conoce como socialismo. El
socialismo para Marx sería simplemente cualquier conjunto de instituciones que
permitieran que esta reciprocidad ocurriera en la mayor medida posible.
Piénsese en la diferencia entre una empresa capitalista, en la que la mayoría
trabaja para el beneficio de unos pocos, y una cooperativa socialista, en la
que mi propia participación en el proyecto aumenta el bienestar de todos los
demás, y viceversa. No se trata de que haya un santo auto sacrificio. El
proceso está integrado en la estructura de la institución.
El objetivo de Marx es el ocio, no el trabajo. La mejor
razón para ser un socialista, excepto para los pesados a los que sucede que no
les gusta, es que detestas tener que trabajar. Marx pensaba que el capitalismo
había desarrollado las fuerzas productivas hasta el punto de que, bajo
relaciones sociales diferentes, podrían ser utilizadas para emancipar a la
mayoría de hombres y mujeres de las formas más degradantes de trabajo. ¿Qué
pensaba que íbamos a hacer entonces? Lo que quisiéramos. Si, como el gran
socialista irlandés Oscar Wilde, optamos simplemente por estar todo el día
echados, con vaporosas prendas carmesí, bebiendo absenta y leyéndonos las
páginas impares de Homero uno a otro, entonces que así sea. La cuestión, sin
embargo, era que este tipo de actividad libre tenía que estar disponible para
todos. Nosotros ya no toleraríamos una situación en la que la minoría tuviera
tiempo de ocio porque la mayoría tuviera que trabajar.
Lo que interesaba a Marx, en otras palabras, era lo que un
poco engañosamente se podría llamar lo espiritual, no lo material. Si las
condiciones materiales tuvieran que ser cambiadas, que lo fueran para
liberarnos de la tiranía de lo económico. Él mismo era asombrosamente muy leído
en literatura mundial, le encantaba el arte, la cultura y la conversación
civilizada, se deleitaba con el ingenio, las comicidad y el buen humor, y una
vez fue perseguido por un policía por romper una farola en el transcurso de una
juerga. Era, por supuesto, ateo, pero no hay que ser religioso para ser
espiritual. Fue uno de los muchos y grandes herejes judíos, y su obra está
saturada de los grandes temas del judaísmo, como la justicia, la emancipación,
el Día del Juicio, el reinado de paz y abundancia, la redención de los pobres.
¿Qué hay, pues, del pavoroso Día del Juicio final? ¿No
preveía Marx que la humanidad requeriría una revolución sangrienta? No
necesariamente. Pensaba que algunos países, como Gran Bretaña, Holanda y los
Estados Unidos, podrían alcanzar el socialismo en paz. Si bien era un revolucionario,
era también un vigoroso campeón de la reforma. En cualquier caso, cuando las
personas dicen que se oponen a la revolución por lo general eso significa que
les disgustan ciertas revoluciones, y otras no. ¿Son los estadounidenses
antirrevolucionarios hostiles a la Revolución Americana como lo son a la
cubana? ¿Se frotan las manos con las insurrecciones recientes de Egipto y
Libia, o con las que derribaron las potencias coloniales en Asia y África?
Nosotros mismos somos productos de levantamientos revolucionarios ocurridos en
el pasado. Algunos procesos de reforma han sido mucho más sangrientos que
algunos actos revolucionarios. Hay tantas revoluciones de terciopelo como
violentas. La Revolución Bolchevique se llevó a cabo con escasas pérdidas humanas.
La Unión Soviética que engendró cayó unos 70 años más tarde, sin apenas
derramamiento de sangre.
Algunos críticos de Marx rechazan una sociedad dominada por
el Estado. Y así lo pensaba él. Detestaba la política de Estado tanto como le
disgusta al Tea Party, aunque por razones bastante menos chuscas. ¿Fue, podrían
preguntar las feministas, un patriarca victoriano? Por supuesto. Pero como
algunos comentaristas (no marxistas) modernos han señalado, fueron los
hombres del mundo socialista y comunista, hasta el resurgimiento del movimiento
de las mujeres en la década de 1960, los que consideraron que la cuestión de la
igualdad de la mujer era vital para otras formas de liberación política. La
palabra “proletariado” se refiere a los que en la sociedad antigua eran
demasiado pobres para servir al Estado con otra cosa que no fuera el fruto de
su vientre. “Proletarios” significa “descendientes”. Hoy en día, en los
talleres y en las pequeñas granjas del tercer mundo, el típico proletario sigue
siendo una mujer.
Lo mismo ocurre con las cuestiones étnicas. En las década de
1920 y 1930, prácticamente los únicos hombres y mujeres que predicaban la
igualdad racial eran comunistas. La mayoría de los movimientos anticoloniales
fueron inspirados por el marxismo. El pensador anti socialista Ludwig
von Mises describe el socialismo como “el movimiento de reforma
más potente que la historia haya conocido jamás, la primera tendencia
ideológica no limitada a una parte de la humanidad, sino respaldada por gente
de todas las razas, naciones, religiones y civilizaciones”. Marx, que
conocía su historia un poco mejor, podría haberle recordado a von Mises el
cristianismo, pero la cuestión sigue siendo contundente. En cuanto al medio
ambiente, Marx prefigura asombrosamente nuestra propia política verde. La
naturaleza, y la necesidad de considerarla como aliada en lugar de antagonista,
era una de sus preocupaciones constantes.
¿Por qué podría Marx volver a estar en nuestras
preocupaciones? Irónicamente, la respuesta es: por el capitalismo. Cada
vez que uno oye hablar a los capitalistas sobre el capitalismo, uno sabe que el
sistema tiene problemas. Por lo general, prefieren un término más anodino, como
el de “libre empresa”. Las crisis financieras recientes nos han obligado una
vez más a pensar la organización en la que vivimos como un todo, y fue Marx quien
primero lo hizo posible. Fue El Manifiesto Comunista el que predijo
que el capitalismo se convertiría en mundial, y que sus desigualdades se
agudizarían gravemente. ¿Tiene su trabajo algún defecto? Cientos. Pero es un
pensador demasiado creativo y original para ser reducido a los vulgares
estereotipos de sus enemigos.
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Notas del traductor
[1] The Wall
Street Journal, el diario ultra liberal editado en el corazón del complejo
financiero del Imperio, defensor a ultranza de las políticas monetaristas y
especulativas responsables de la crisis mundial.
[2] Fox News,
cadena televisiva en USA, propiedad del grupo Murdoch, conocida por su
conservadurismo extremista y guerrerista, representante de los sectores
radicalizados del Partido Republicano, como el Tea Party.
Terry Eagleton,
internacionalmente reconocido crítico cultural en la tradición marxista
británica de Raymond Williams, es profesor de literatura en la Universidad de
Manchester. Se ha publicado recientemente en castellano (editorial Debate) su
interesante libro de memorias: El portero.