
1. El
objetivo de este texto es hacer un brevísimo repaso histórico a la crisis de
los años 30 y unos comentarios a los libros Los vagabundos de la cosecha y Las
uvas de la ira , de John Steinbeck, que serán tomados a modo de huellas o
analogías para seguir la pista de la crisis actual y sus posibles trayectorias.
No se trata de aplicar mecánicamente una plantilla sobre los patrones de
relanzamiento de la acumulación en situaciones de crisis haciendo abstracción
de los cambios ocurridos en los últimos cuarenta años, sino de utilizar la
historia de un modo heurístico. Ningún análisis puede obviar la temporalidad ni
la concreción histórica, pero tampoco que, bajo la modernidad capitalista,
podríamos decir, literalmente, el sujeto, “lo que está por debajo”, es una
temporalidad abstracta, homogénea, que media todos los procesos sociales e
impone regularidades.
Como hipótesis teórica, estructural en un sentido bastante
razonable (“las cosas se relacionan unas con otras, pero no todas con todas ni
todas del mismo modo”), podríamos decir que el capitalismo representa la
escenografía y la asignación de papeles, de funciones personificadas en las dos
principales posiciones sociales del drama de la modernidad i : poseedores de fuerza de
trabajo y poseedores de capital. (Lo que los actores, clases, grupos de
interés, movimientos sociales, etc., hagan después con esos papeles, ya es otra
cuestión: el debate entre estructura y agencia.)
El movimiento de la sociedad moderna, de la sociedad
“capitalista” (¿hay, hubo –sobre todo, habrá –, otras formas de
modernidad?) describe ciertas pautas, ciertos patrones de expansión y
depresión, constatados ya durante el siglo XIX. Hay dos posturas: concebirlos
como unos patrones de funcionamiento normal, incluso convenientes para la buena
marcha de la economía, o concebirlos, desde una perspectiva marxista, como
fruto de las contradicciones que genera el despliegue lógico de esta
estructura; un despliegue que es catastrófico, al socavar las dos fuentes
originales de toda riqueza: la tierra y el ser humano ii . La regularidad de estas
crisis fue tematizada, entre otros, por Kondratiev: el movimiento económico
parecía seguir una sucesión de ondas cortas (entre 7 y 11 años) y largas (entre
50 y 60) iii .
Como en algún punto de la historia hay que cortar, cortemos
en el periodo 1920 – 1922, un periodo de crisis mundial que antecede a la Gran
Depresión. Este momento es, a su vez, heredero de la I Guerra Mundial y del
Tratado de Versalles, por el cual se declaró a Alemania única responsable de la
guerra y fue condenada a pagar una deuda de 132.000 millones de marcos de oro;
fue ocupada, desmilitarizada y desarmada. Telegráficamente: es un periodo de
caos monetario y desorganización del mercado financiero, de inflación y huida
de capitales hacia “valores seguros” lejos de la “inquisición fiscal”, de
descenso del nivel de vida de los asalariados y proletarización de la pequeña
burguesía, de pérdida de poder de la clase obrera, miedo a la “revolución
mundial”, a “la constitución de una república internacional de trabajadores
soviéticos”. La I Guerra Mundial aceleró el progreso tecnológico con la
electrificación y motorización, al tiempo que se expande una nueva organización
y racionalización del trabajo bajo los nombres de taylorismo y fordismo,
acelerando la concentración de las empresas, si bien en Europa este proceso
estaba lastrado por la debilidad de sus mercados nacionales.
La economía mundial se encuentra fuertemente desorganizada,
la población del planeta se incrementa lenta pero inexorablemente, al tiempo
que se interrumpe la emigración a los EE.UU (que destaca como primera potencia
industrial y financiera), impidiendo así, en gran medida, una vía de escape
para las tensiones sociales en Europa, cuya economía se encuentra en regresión.
Parece evidente que un crecimiento en el potencial
productivo no acompañado por un aumento de la demanda, bajo condiciones
capitalistas, solo puede tener consecuencias desastrosas. Este fue el ejemplo
de Alemania (reconstruida y financiada por los EE.UU para apuntalar la precaria
estabilidad europea), cuyo sobreutillaje pronto dejó atrás la capacidad de los
mercados para absorber su producción industrial. De otro lado, el derrumbe del
comercio internacional provoca la crisis agrícola: la superproducción es
especialmente ruinosa para los países de monocultivo, multiplicándose las
hipotecas sobre las tierras. El paro se cronifica. Datos: en Inglaterra, desde
1921-22 el índice de paro pasa del 2,4% al 15% (para no bajar ya del 10% en las
siguientes décadas); Estados Unidos pasa de 1,4 millones de parados en 1920 a
4,75 en 1921 (el 11,2% de la mano de obra); en Alemania, con algo de retraso,
tras índices relativamente bajos de desempleo, en 1924 alcanza un 14,7%, en
1926, un 18,3%. iv El Estado se encuentra
financieramente asfixiado por esta carga. La decadencia de Europa, la
concentración y racionalización empresarial, la producción masiva y mecanizada
que no encuentra espacio ni en el mercado interior ni en el exterior y que
reemplaza progresivamente al ser humano por máquinas, todo ello, hace de la
crisis y la exasperación social y nacionalista un estado permanente. La
economía mundial es incapaz de generar una demanda suficiente que pueda
sustentar una expansión duradera, teniendo lugar el “extraño” fenómeno, al
mismo tiempo, de la sobreproducción y el subconsumo. La democracia
parlamentaria se tambalea; para apuntalarla y defender los intereses de las
clases dominantes, partidos conservadores y liberales, hermanados en su defensa
de la estructura social y el derecho de propiedad, recurren al Estado. v Y aún no estamos en 1929.
Desde los años 20, a pesar de la crisis, continuó el
progreso técnico acelerado, el crecimiento económico y la creciente
mundialización. La división técnica del trabajo a escala planetaria había
creado una densa red de intercambio, un denso tejido de dependencias mutuas que
arrastrará al mundo a la crisis con la disminución de los préstamos y el
repliegue de los Estados sobre sí mismos y sus zonas de influencia colonial,
tratando (inútilmente) de proteger sus economías de las amenazas exteriores.
El 24 de octubre de 1929 la crisis se desata en la Bolsa de
Nueva York tras una caída de precios en las industrias del cobre, el hierro y
el acero, una reducción de los beneficios de la automovilística y los
ferrocarriles, y la noticia de la quiebra de un especulador inglés llamado
Hatry. A partir de aquí: repatriación de capitales británicos e histeria en
forma de alud de órdenes de venta a cualquier precio. El crack financiero
arrastra a la industria y la agricultura. Los niveles de producción se contraen
de una forma aún más violenta que durante la guerra. El flujo de crédito hacia
Europa se detiene, golpeando de forma especial a Alemania. Del mismo modo que
hay un movimiento de arrastre entre centros financieros y periferias
industriales o agrarias, se produce dicha dinámica entre el campo y la ciudad:
la contracción de la demanda en las ciudades conlleva la pérdida de poder
adquisitivo en el campo. Los agricultores cuya producción estaba dedicada a la
exportación incapaces de volver a una economía de subsistencia se ven
condenados. El éxodo a la ciudad, interrumpido, provoca el exceso de mano de
obra en el campo y, con ello, la bajada de salarios. Las cargas hipotecarias
hacen que miles de fincas pasen a manos de los bancos acreedores. Sin capacidad
para comprar maquinaria, abonos químicos, herramientas y productos de consumo,
su situación agrava el paro de los obreros industriales. El paro se desboca;
más datos: en EE.UU se calcula que en 1929 había entre 1,5 y 2,5 millones de
parados; en 1932 se estima su número entre 11,4 y 14,7; Alemania, 1930, 3,8
millones de parados; 1932, 5,2. Es interesante añadir que, si bien en la
primera fase de la crisis el incremento de la producción supone una disminución
del desempleo, en un segundo momento el paro no desaparece en función del
crecimiento de la producción industrial. Variables demográficas y, sobre todo,
de innovación tecnológica (que posibilita niveles altos de productividad y
bajos de ocupación), pueden arruinar la cantinela de la ecuación entre crecimiento
y aumento del empleo. vi Los Estados deudores no pueden
hacer frente a sus obligaciones, a pesar de las moratorias de pago y las
devaluaciones de la moneda. La inversión se retrae y atesora, o se emplea en
inversiones especulativas y a corto plazo. Es el caos, el “sálvese quien pueda”
económico: proteccionismo, abandono del libre cambio, barreras a las mercancías
y a la emigración y retraimiento hacia los mercados nacionales, desmantelando
la red del comercio internacional. El Estado regula la actividad económica
frente a la desestabilización provocada por la “libre empresa”; no para
sustituir al capitalismo, ciertamente, sino para salvarlo de sí mismo .
A pesar de las medidas de este “intervencionismo conservador”, a pesar de todos
los esfuerzos de reglamentación de la economía, de desarrollo del sector
público, de medidas contra el paro, etc., de todos los esfuerzos para
introducir cambios en el sistema para no cambiar de sistema,
los antagonismos nacionales y de clase se acentúan y las poblaciones se
preparan para el estallido de la guerra y el auge del fascismo (dicho en
términos casi publicitarios, la solución perfecta para gente confusa).
2. En la introducción de Los vagabundos de la
cosecha se nos habla de la desastrosa convergencia (una “tormenta
perfecta”, que diría un tertuliano) entre sobre-explotación de la tierra,
condiciones climáticas y crisis económica. Steinbeck define a estos emigrantes
como “refugiados climáticos”, expulsados por tormentas de polvo y nieve, por el
agotamiento de la fertilidad de la tierra, endeudados y desahuciados por los
bancos y la naciente agroindustria. (La situación a día de hoy tampoco debe ser
muy buena para un pequeño agricultor estadounidense –aun siendo mejor,
evidentemente, que la de un campesino de la India–, pues, según parece, este
sector laboral es el líder en número de suicidios en su país.)
Los vagabundos de la cosecha son “esa masa informe de
braceros nómadas golpeados por la pobreza a los que el hambre y el miedo al
hambre empujan de campo en campo” vii . Su fuerza de trabajo es
imprescindible, pero son odiados y temidos. Primero fueron chinos, luego
filipinos, japoneses y mexicanos. Tratados como animales, eran deportados a la
más mínima muestra de organización y defensa colectiva. Después fueron los
norteamericanos de las tierras devastadas del Medio Oeste, que arrastraban su
prole y su maltrecho orgullo de pequeños agricultores libres “al viejo estilo
americano”. Con estos hombres y mujeres, los métodos empleados anteriormente
–jornales de miseria, cárcel, palizas, intimidación– no darían resultado, según
Steinbeck. Entre otras heridas, traían consigo la desorientación y el dolor de
granjeros autosuficientes barridos de sus tierras por la industrialización de
la agricultura y el desarraigo de pequeñas comunidades en las que la democracia
era imprescindible, estableciéndose una clara relación entre este nomadismo
forzado y la despolitización de personas que, sencillamente, para no morir de
hambre no podían quedarse quietas . En estas circunstancias de
movilidad permanente perder el coche podía significar la sentencia de muerte
para un jornalero y su familia.
Como en algunos pasajes de El Capital en los que
se describen las penosas condiciones de habitabilidad de los trabajadores
ingleses, Steinbeck se demora en la descripción de los poblados improvisados de
los jornaleros, construyendo pasajes desoladores, describiendo detalladamente
la estructura urbana de la miseria (miseria material, pero también moral y
social por haber sido reducidos políticamente a la insignificancia), las
condiciones de higiene de los hoovervillesy la malnutrición de niños
acechados por los parásitos, la malnutrición y la disentería. La única forma de
que las autoridades estatales se ocuparan de ellos es que se declarara una
epidemia que amenazara a los nativos. viii Quienes tenían trabajo contaban
con las siguientes comodidades habitacionales:
“Las casas, cobertizos de una habitación y no más de tres por tres
metros y medio, no tienen alfombra, ni agua corriente ni cama. En un rincón hay
una cocinilla de leña. El agua tiene que cargarse desde un grifo que queda al
final de la calle. Allí también suele haber un foso negro o un retrete con un
tanque séptico que utilizan entre cien y ciento cincuenta personas.” ix
Se nos habla de la alianza entre grandes terratenientes
absentistas, banqueros, dueños de periódicos y políticos, grupos de interés
que, gracias a sus amplificadores mediáticos, eran capaces de imponer sus
políticas contra los pequeños granjeros, potencialmente aliados de los
jornaleros en la defensa de sus intereses.
Estos se encontraban atrapados en una espiral de deudas,
trabajando para cubrir las deudas del día anterior, “y así siempre”. En los ranchos
la única ley era los deseos del propietario. Y hasta la diversión, en lo que
implicaba de vinculación colectiva, era reprimida por el matonismo fascista de
los vigilantes.
“Al menor indicio de que los hombres se están organizando, los echan
del rancho a punta de pistola. Los grandes agricultores saben que si los
braceros llegan a constituir un sindicato, no les quedará más remedio que hacer
frente a más gastos para instalar retretes y duchas, mejorar las condiciones de
vida de los trabajadores y subirles el salario.”x
En contraste con este panorama, Steinbeck nos narra la construcción,
dentro del Programa Federal de Realojamiento impulsado por el gobierno de F. D.
Roosevelt, de unos campamentos que tienen “un enorme interés económico y
social”:
“Las instalaciones permanentes son sencillas e incluyen baños, retretes
y duchas, un edificio para la administración del campamento y un local para el
esparcimiento de sus habitantes. (…) En este campamento se facilita a los
jornaleros agua, papel higiénico y algunas medicinas.”xi
El alquiler consistía en la dedicación de dos horas
semanales a trabajos de limpieza y mantenimiento. Esta mínima base material iba
de la mano de la implicación en la comunidad. Dignidad: estar limpio,
suficientemente alimentado, participar en los asuntos que a todos atañen, ya
sea en la organización del trabajo o en el diseño de una fiesta; autogobierno,
“democracia sencilla y viable”. El experimento pretendía fijar a estos nómadas
a un lugar, ofrecer un refugio para la obligada inactividad de los temporeros,
para educar a los hijos, combinando el trabajo asalariado con pequeñas granjas
de subsistencia en las que agricultores cualificados impartirían nociones de
“agricultura científica”, y en las que se utilizaría maquinaria
cooperativamente –de un modo análogo, me parece, al koljós soviético–.
“En estas comunidades se debería fomentar el espíritu de cooperación y
de ayuda mutua para que, rigiéndose por un sistema de autogobierno y
recuperando la responsabilidad social, estas gentes puedan integrarse de nuevo
en las filas de los ciudadanos. Estos proyectos deberían estar sufragados por
el Gobierno federal, por el estado y por los condados.”xii
Por otro lado, para salir de una situación intolerable en la
que los trabajadores estaban atrapados entre la desesperación y el terrorismo
patronal (una situación que podría desembocar en la “ruina mutua” de las clases
en lucha), el autor concluía con una defensa del sindicalismo y de algo así
como un Frente Popular contra los intereses de los grandes empresarios
agrícolas, incompatibles con la democracia: “Hará falta que la clase media, los
trabajadores, los maestros, los artesanos y los profesionales liberales se unan
en una militancia siempre vigilante para luchar contra esta filosofía social
explotadora y para preservar el gobierno democrático en este estado [de
California].”xiii
3. Con su enorme potencia visual Las uvas de la
ira me parece una buena herramienta de representación de procesos
vinculados a la modernización capitalista. Contemplo algunos pasajes como
figuración de nociones o conceptos marxianos o, sencillamente, como apoyos
imaginarios de la crítica al capitalismo.
En el capítulo V nos encontramos con una ejemplificación del
debate entre estructura y agencia en el cambio social, con el diálogo entre
personificaciones de funciones económicas, entre los portavoces de los
propietarios de las tierras y los trabajadores arrendatarios. Lo mejor será
reproducir algunos pasajes.
“Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el
enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe
recibir, como si el banco o la compañía fueran un monstruo con capacidad para
pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad
por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los
bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban
algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se
quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es
pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente. Dios lo sabe. (…) [Los bancos]
Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen
esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así.
Sencillamente es así. (…) El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede
dejar de crecer.”xiv
Los hombres, acuclillados y dibujando con palitos en el
suelo, imaginan buenos escenarios para la producción del algodón, como guerras
y cosas así. Tal vez en el futuro… Pero la única solución para el monstruo es
sustituir a los granjeros por tractores y explotar aún más rápidamente la
tierra antes de que muera. Quizá no fuese un consuelo, pero el agricultor
podría haber citado lo siguiente, poniendo al menos nombre al origen de su
dolor: “todo progreso, realizado en la agricultura capitalista, no es solamente
un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar
la tierra, y cada paso que se da en la intensificación de su fertilidad dentro
de un periodo de tiempo determinado, es a la vez un paso dado en el agotamiento
de las fuentes perennes que alimentan dicha fertilidad. Este proceso de
aniquilación es tanto más rápido cuanto más se apoya un país, como ocurre por
ejemplo con los Estados Unidos de América, sobre la gran industria, como base
de su desarrollo”.xv
El monstruo-máquina, en su ilimitada voracidad de rentas e
intereses, exige el desplazamiento de la población, en palabras de Sánchez
Ferlosio, exige “la cirugía del desarraigo obligatorio”. Los hombres reaccionan
airados: los antiguos llegaron a estas tierras únicamente con sal y rifles, y
tuvieron que matar muchos indiosxvi y serpientes, arrancar malas
hierbas y plantar; nacieron y murieron allí generaciones, midieron y dividieron
su tierra con la escala de su esfuerzo. Pero los portavoces no pueden hacer
nada. Se enfrentaban (nos enfrentamos) a “la automaticidad errante del capital”
(A. Badiou), algo que no es propiamente humano. Es el monstruo, el banco… Los
arrendatarios, positivistas, insisten: “el banco no está hecho más que de
hombres”.
“No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que
hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace,
pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el
monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar.
Los arrendatarios gritaron: El abuelo mató indios. Padre mató
serpientes, por la tierra. Quizá nosotros podamos matar blancos, que son peores
que los indios y las serpientes. Quizá tengamos que matar para conservar la
tierra, igual que hicieron Padre y el abuelo.”xvii
Los portavoces del capital son convincentes, a pesar de la
valentía de los hombres. Si se quedan y recurren a la violencia, primero vendrá
el sheriff, después las tropas, serán ladrones y asesinos; antes de que les
cuelguen, un tractor habrá destruido sus hogares y sus cultivos. “El monstruo
no está hecho de hombres, pero puede hacer que los hombres hagan lo que él desea.”
Ni el banco ni los grandes propietarios se hacen responsables: deben huir hacia
el oeste, a California, donde hay trabajo y nunca hace frío.
Si aun así las razones no les convencen, lo harán las
máquinas, tractores como insectos, “con la increíble fuerza de los insectos”,
pilotados aparentemente (pues es la máquina quien les guía a ellos) por hombres
que realmente son “robots sentados” (si no me equivoco, la palabra “robot” fue
utilizada por primera vez por los hermanos Çapek en R.U.R. [Robots
Universales Rosum], una interesante pieza teatral de ciencia-ficción; de alguna
forma el término deriva del significado de “trabajador forzoso”, en checo, para
más señas).
El diálogo entre un tractorista asalariado y un granjero es
muy interesante, dejando vislumbrar la temática, algo confusa, de la alienación de
los trabajadores respecto a la naturaleza, la sociedad y el proceso de trabajo
(alguna cosa acerca de esta noción podrá ser rescatada de la “roedora crítica
de las ratas”, digo yo). El monstruo
“se había introducido de alguna manera en las manos del conductor, en
su cerebro y en sus músculos, le había puesto gafas y amordazado, unas gafas en
la mente y la percepción, una mordaza en el habla y la protesta. No podía ver
la tierra tal como era, ni olerla tal como olía, no podía pisar los terrones o
sentir el calor y la fuerza de la tierra. (…) No conocía la tierra, no la
poseía, no confiaba en ella ni la imploraba. (…) No sentía más cariño por la
tierra que el que pudiera sentir el banco. Podía admirar el tractor: sus
superficies de máquina, sus oleadas de potencia, el rugido de sus cilindros
detonantes; pero el tractor no era suyo. (…) aquello no era arar, sino una
especie de cirugía…”xviii
Con nostalgia respecto a formas más antiguas de trabajar la
tierra, más densas culturalmente y políticamente significativas, al tiempo que
se recurre a símiles de violencia hacia la naturaleza se subraya la división
que el régimen del salario introduce en la comunidad de productores. Los
conductores de las máquinas-insecto, avanzando siempre en línea recta (pues,
como norma general, el capital no habla en términos de lugares ni de tierra,
sino de espacio ysuperficies), atentan contra su propia gente al
destruir casas y cultivos por una poderosa razón: tres dólares al día. Los
tiempos están cambiando:
“Ya no se puede vivir de la tierra a menos que tengas dos mil, cinco
mil, diez mil acres y un tractor. La tierra de labor ya no es para campesinos
como nosotros. Usted no se revuelve ni se queja por no poder hacer Fords o por
no ser la compañía telefónica. Pues mire, ahora pasa lo mismo con las cosechas,
y no hay nada que hacer. Intente trabajar por tres dólares diarios. Es la única
solución. (…)
– Es curioso. Si un hombre tiene una pequeña propiedad, esa propiedad
se transforma en él, en una parte de él, y es como él. (…) Pero cuando un
hombre tiene una propiedad que no ve, que no puede tocar con los dedos porque
le falta tiempo, ni pisar porque no está allí, entonces, la propiedad es el
hombre. Él no puede hacer ni pensar lo que desea. La propiedad se apodera del
hombre por ser más fuerte que él. Y él ya no es grande, sino pequeño. Tan sólo
sus propiedades son grandes y él se convierte en el servidor de su propiedad.
(…)
– ¿No se da cuenta de que los tiempos han cambiado? Filosofando así no
conseguirá alimentar a los niños. Eso solo se hace ganando tres dólares
diarios. Los hijos de los demás no deberían preocuparle, ocúpese de los suyos
propios. Si se hace una reputación por hablar de esa forma nadie le pagará los
tres dólares.”xix
La pregunta es: ¿quién es el responsable de todo esto? Y,
más exactamente, ¿a quién puedo disparar? El poder se invisibiliza en esta,
digamos, estrategia de Ulises.
“– No sé. Quizá no haya nadie a quien disparar. A lo mejor no se trata
en absoluto de hombres. Como usted ha dicho, puede que la propiedad tenga la
culpa. Sea como sea, yo le he explicado cuáles son mis órdenes.
– Tengo que reflexionar –respondió el arrendatario–. Todos tenemos que
reflexionar. Tiene que haber un modo de poner fin a esto. No es como una
tormenta o un terremoto. Esto es algo malo hecho por los hombres y te juro que
eso es algo que podemos cambiar.” xx
Mientras los hombres, pensativos, “con un dolor latente
grabado en los ojos”, dibujan en el polvo, a la sombra de estos diálogos, los
niños preguntan “¿Qué vamos a hacer, Madre? ¿Dónde vamos a ir?”
(Probablemente esté de más repetirlo, pero, por si a acaso:
trazar la estructura que nos asigna una posición en el drama de la modernidad
no es determinista, el conocimiento intenta dibujar el mapa de los obstáculos
–no todo lo real es visible– de la libertad para que esta no haga el mamarracho
pensando que la voluntad se despliega en una superficie vacía en vez de en un
relieve intrincado, lleno de obstáculos [ya sean estructuras psicológicas,
sociales o económicas] que es preciso conocer para que haya agencia. Filosofía
y práctica revolucionaria: más que Gramsci, Platón: el conocimiento es
indispensable para el acierto político.)
4. En los
capítulos 6 y 9 hay unos fragmentos que representan la tematización del sentido
y la memoria en relación a la primacía del valor de cambio sobre el valor de
uso.
Muley es un personaje que vaga como un fantasma por las
granjas ahora vacías, cuidando de las cosas con la esperanza de que la gente,
al volver del oeste, encuentre todo como es debido. Es un vagabundo que merodea
por los lugares que la memoria ha marcado por su significado individual y
colectivo, reviviendo en su imaginación los sitios “en los que pasaron cosas”
para anclarse al sentido: la pérdida de la virginidad, el punto donde padre
murió corneado por un toro, el nacimiento de su primer hijo… Todo ello
transcurrió en lugares plenos de sentido, en la temporalidad de la cultura y el
rito, del relato; no en el espacio indiferenciado de la circulación de
mercancías, no en las invivibles superficies del intercambio generalizado de
equivalentes, no en la temporalidad homogénea del valor. Mientras las máquinasxxi borran el relieve físico de
las granjas y destruyen la huella del trabajo libre para beneficio de los
grandes terratenientes, el nomadismo obligatorio borra el relieve del sentido
vinculado a lugares y situaciones desde los que construir relatos individuales
y colectivos.
“Las de Peters, Jacobs, Rance, Joad; todas las casas están oscuras, se
alzan como cajas llenas de ratas, pero en ellas solía haber buenas fiestas y
bailes. Se celebraban servicios y se oía gritar: ¡Gloria! También había bodas,
en todas las casas. Y entonces me daban ganas de ir a la ciudad y matar a
algunos. Pero ¿qué consiguieron cuando el tractor empujó a la gente fuera de
las tierras? ¿Qué se llevaron para asegurar su margen de beneficios? Se
llevaron a Padre muriendo sobre la tierra, a Joe gritando al empezar a
respirar, a mí agitándome como un macho cabrío, por la noche, bajo un arbusto.
¿Qué han conseguido? Dios sabe que la tierra no vale nada. Nadie ha tenido una
buena cosecha en años. Pero esos hijos de puta, sentados en sus escritorios,
han partido en dos a la gente por su margen de beneficios. Simplemente los han
cortado al medio. Una parte de la gente es el lugar donde vive. Nadie está
completo, allí solo en la carretera, en un camión atestado. Ya no están vivos.
Esos hijos de puta los han matado.”xxii
El capitalismo también construye relatos, pero es incapaz de
dar solidez y una mínima estabilidad a esos relatos. La reproducción social no
solo está vinculada a la estricta reproducción material, sino también a la
simbólica, a la reproducción del sentido. Esas “inquietud y dinámica
incesantes” propias del capitalismo hacen imposible la constitución de una
cultura, a no ser que tomemos a la sociedad de consumo y del espectáculo como
una cultura, lo que nos llevaría a debatir la posibilidad y los efectos,
digamos, antropológicamente teratológicos, de una cultura mediada por la
mercancía.
En el capítulo 9 hay también un emocionante fragmento en el
que se opone desgarradoramente el valor de cambio y el valor de uso de objetos
sobre los que se sedimentó el trabajo libre y el sentido. Los arrendatarios
seleccionan aquellas cosas que se llevarán hacia el oeste en su obligado éxodo
y aquellas otras que venderán en un miserable regateo. ¿Qué son las cosas?
¿Qué, las mercancías? ¿De qué está hecha la vida de un ser humano, a qué es
equivalente?
“Bueno, cójalo todo, toda la chatarra, y deme cinco dólares. No compra
sólo desperdicios, está comprando vidas desperdiciadas. Aún más, ya lo verá,
está comprando amargura. Comprando un arado que pasará por encima de sus
propios hijos, y los brazos y las almas que le podrían haber salvado. Cinco
dólares, no cuatro. No puedo llevármelo todo otra vez… Bueno, quédeselo por
cuatro. Pero le advierto que está comprando algo que pasará sobre sus hijos. Y
usted no se da cuenta. No puede verlo. Tómelo por cuatro. ¿Qué me da por el
carro y el tiro? Esos hermosos bayos están conjuntados, en color y en la forma
de andar, paso a paso. En el tirón, tensando grupas, sincronizados al segundo.
Y por la mañana, cuando les da la luz, bayos de color claro. Miran por encima
de la cerca mientras huelen el aire buscándonos, y las orejas tiesas se giran
para oírnos, ¡y esas crines negras! Yo tengo una niña a la que le gusta
trenzarles las crines y las guedejas y ponerles lacitos rojos. Le gusta
hacerlo. Pero ya no lo hará más. (…) ¿Cuánto? ¿Diez dólares? ¿Por los dos? Y el
carro… ¡Por Dios santo! Antes los mato y que sean comida para perros. ¡Bueno,
cójalos! Quédeselos deprisa. Está comprando una niñita trenzando guedejas,
quitándose la cinta del pelo para hacer lazos, de pie, con la cabeza ladeada,
frotando los suaves belfos con la mejilla. Está comprando años de trabajo, de
esfuerzo bajo el sol; está comprando una pena que no puede hablar. Pero espere
y verá. Con este montón de chatarra y estos bayos, tan bonitos, va una prima,
un paquete de amargura que crecerá en su casa y florecerá algún día. Le
podíamos haber salvado, pero usted nos ha derribado, y pronto usted será
derribado y no quedará ninguno de nosotros para salvarle.”xxiii
5. Así, en
plan receta, la cosa quedaría como sigue. Pensar (“la necesidad sirve de
estímulo al concepto, el concepto estimula la acción”)xxiv, no confundir resultados con
causas; pensar la propiedad, pensar “la causa que origina el movimiento”
(esto es de Aristóteles, no de Steinbeck). Pasar del yo al nosotros:
multiplicar la rabia, el dolor, el dolor de uno por un millón; el hambre, por
un millón. El anhelo de una felicidad pequeña, humilde, por un millón. La unión
de los hombres y mujeres trabajadoras, vamos, aquello de “¡proletarios del
mundo, uníos!” Número, conciencia de clase, hegemoníaxxv. Proteger los límitesxxvi contra la infinitud insaciable
del capitalismo: tiempo para la belleza, para la dignidad, para el sentido a
salvo de la temporalidad homogénea, indiferente, de la acumulación. Protección
del límite: más que ceremonias, leyesxxvii. “Fermentación” de la iraxxviii.
Auto-organización y colectivismo (un colectivismo no antagonista, sino en
cooperación con formas estatales por lo que hace a la producción industrial y a
la redistribución del excedente en forma de bienes y servicios públicos).
Dan ganas de ponerse hegeliano (si se es militante, siempre
se es un poco hegeliano, me parece), agradecer al capitalismo y su barbarie sus
frutos civilizatorios y arrojar las cáscaras vacías para asistir y cuidar el
nacimiento del socialismo del siglo XXI, también, en Europa. Hay que ser ya muy
imbécil o estar muy loco o ser muy malo para no constatar la incompatibilidad
de la producción capitalista con la reproducción de la vida, con la dignidad,
con la vida buena. No pueden ser más estas líneas, no pueden seguir siendo
verdad:
“Quemar café como combustible en los barcos. Quemar maíz para calentarse, hace un cálido fuego. Tirar patatas a los ríos y poner vigilantes a lo largo de las orillas para evitar que la gente hambrienta las pesque. Matar a los cerdos y enterrarlos y dejar que la putrefacción se filtre en la tierra.
Eso es un crimen que va más allá de la denuncia. Es una desgracia que el llanto no puede simbolizar. Es un fracaso que supera todos nuestros éxitos. La tierra fértil, las rectas hileras de árboles, los robustos troncos y la fruta madura. Y niños agonizando de pelagra deben morir por no poderse obtener un beneficio de una naranja. Y los forenses tienen que rellenar los certificados –murió de desnutrición– porque la comida debe pudrirse, a la fuerza debe pudrirse.
La gente viene con redes para pescar en el río y los vigilantes se lo impiden; vienen en coches destartalados para coger naranjas arrojadas, pero han sido rociadas con queroseno. Y se quedan inmóviles y ven las patatas pasar flotando, escuchan chillar a los cerdos cuando los meten en una zanja y los cubren con cal viva, miran las montañas de naranjas escurrirse hasta rezumar de podredumbre; y en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y cogen peso; listas para la vendimia.”xxix
Notas
i Nota sobre el género de esta
obra. ¿Es una farsa? ¿Es una obra de épica revolucionaria? ¿Relato de corte
hegeliano por el cual, astutamente, la ontología de la mercancía, la subsunción
total o globalización sería una forma de realizar “por el lado malo” la
ontología del ser social, la construcción de una humanidad no solo ideal sino
fácticamente una, una utopía spinoziana, mística y dialéctica, de ser “un solo
cuerpo y una sola mente”? ¿Neurosis de la nostalgia del sentido? ¿O se trata,
más bien, de una tragedia, de una aporía sobre la que gira una y otra vez “la
sangrienta rueda de la historia”?
ii Ernst Jünger, que alguna
experiencia tuvo del siglo XX, dijo en una ocasión que la catástrofe es el
verdadero “a priori” de nuestra época. Hobsbawm, asimismo, designa este siglo
como “la era de las catástrofes”, una era de revoluciones, guerras mundiales,
holocaustos (“modelo horizontal”: Auschwitz, “modelo vertical”: Hiroshima),
pogromos… El siglo XXI ha heredado las contradicciones del pasado, haciéndolas
más extensas y profundas, con menos margen para soluciones espaciales o
tecnológicas (temporales), con unas amenazas ecológicas imposibles de soslayar.
iii El dato procede de El
largo siglo XX, de E. Hobsbawm (p. 94, Editorial Crítica, 1995). Hay otras
versiones de la duración de estos ciclos, por ejemplo: de 4 a 8 años en los
movimientos de corta duración sobre un fondo de largos ciclos entre los 40 y 70
años.
iv Estos y otros datos, si no
señalamos explícitamente otro origen, están tomados del libro La época
contemporánea. Historia general de las civilizaciones , de Ediciones
Destino, Barcelona, 1982.
v Como diría, ya en nuestros
tiempos, un insigne emprendedor, ahora en la cárcel, era necesario “hacer un
paréntesis en la economía del libre mercado”. Que el socialismo es algo bueno
se demuestra en la utilización que la clase dominante hace de las instituciones
públicas y estatales para su beneficio, en un constante intervencionismo de lo
privado sobre lo público. Digamos, paradójicamente, que es una especie de privatización
del socialismo . El socialismo ya está ahí; solo hace falta socializarlo .
vi Basándonos en un fragmento de
Fredric Jameson en Representing Capital (p. 117, Lengua de Trapo,
2012) proponemos desde estas páginas una humilde solución al problema del
desempleo: puesto que los pobres y desempleados son empleados por el
capitalismo –su no-funcionamiento cumple una función vital en el
disciplinamiento de los salarios y en la producción de un imaginario atenazado
por el miedo a la exclusión–, los pobres y desempleados deberían ser
remunerados. Esto sería una eficaz solución a la crisis, al tiempo surrealista
y keynesiana, artística y económica.
vii Los vagabundos de la cosecha,
p. 3 (Libros del Asteroide, 2011).
viii En el primer volumen de El
capital Marx hablaba de “las huestes trashumantes” del proletariado
inglés: “Este sector forma la infantería ligera del capital, que éste
lanza tan pronto sobre un punto como sobre otro, a medida de sus conveniencias.
Estas huestes, cuando no están en marcha, “acampan”. (…) Son columnas móviles
de pestilencia, que van sembrando en los lugares donde acampan la viruela, el
tifus, el cólera, la escarlatina, etc.” FCE, p. 563.
ix Ib. , p. 27. En la banda
sonora de este artículo figuran, por cierto, los temas “This land is your
land”, “Tom Joad” y “Vigilante man”, de Woody Guthrie.
x Los vagabundos… , p. 26.
xi Ibidem, p. 29.
xii Ib., p. 82.
xiii Ib., p. 86.
xiv Las uvas de la ira , J.
Steinbeck, pp. 52 y 53. Edición de Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2003.
xv El capital , Libro I, pp.
422 y 423.
xvi Muchísimos. Las estimaciones
que se hacen en El libro negro del colonialismo , dirigido por Marc
Ferro, dejan sin aliento: parece aceptada una estimación de población para
América del Norte entre los seis y ocho millones de habitantes antes de la
llegada de los europeos; en 1800 la población no llegaba a las 600.000
personas; en 1900, se calculaba en 375.000.
xvii Las uvas de la ira , p.
55.
xviii Las uvas de la ira, pp. 57,
58.
xix Ib., p. 60.
xx Ib., p. 62.
xxi Frente a una visión
primitivista respecto a la relación con la maquinaria, en la página 223 se
aborda la cuestión no de la tecnología en sí, sino de la propiedad de
la tecnología: “Padre pidió el dinero prestado al banco y ahora el banco
reclama la tierra. La compañía de tierras –es decir el banco cuando posee
tierra– no quiere familias para trabajarlas, quiere tractores. ¿Es algo malo un
tractor? ¿No es buena la energía que abre los largos surcos? Si el tractor
fuera nuestro, sería algo bueno, no mío, sino nuestro. Si nuestro tractor
abriera los surcos de nuestra tierra, sería bueno. No de mi tierra, sino de
nuestra tierra. Entonces podríamos amar ese tractor igual que amamos esta
tierra cuando era nuestra. Pero el tractor hace dos cosas: remueve la tierra y
nos expulsa de ella. Apenas hay diferencia entre el tractor y un tanque. Los
dos empujan a la gente, la intimidan y la hieren. Hemos de pensar en esto.” El
asunto, como se dirá más adelante (p. 411), no es la maquinaria, sino su fuerza
y peligro estando en manos privadas .
xxii Las uvas de la ira, p. 81.
xxiii Ib., pp. 131, 132.
xxiv Ib., p. 224.
xxv “Los grandes propietarios
formaron asociaciones para protegerse, celebraron reuniones en las que
discutían formas de intimidación, de asesinato, de gasearles. Y siempre
temerosos de que surgiera un jefe… trescientos mil… si alguna vez se unen bajo
un líder… el fin. Trescientas mil personas, hambrientas y abatidas; si alguna
vez llegan a tomar conciencia de ellos mismos, la tierra será suya. Y no habrá
gas ni rifles suficientes para detenerlos” (p. 348).
xxvi La tierra, el nomos de la
tierra (la expresión es de Schmitt, pero podría ser de Sloterdijk), se
revela, se revelará contra esta destrucción del límite a través de la que se
propaga el capitalismo. No son bucles melancólicos, sinoindividuos los que
viven, también, en y de la densidad antropológica de las
culturas. No se pretende defender el tribalismo ni sus tiranías primitivas,
pero el contemplar, gracias, en buena medida, al poder cognoscitivo,
nihilizador del capital, “con mirada impasible” (o pasmada, como la del ángel
de Klee) nuestra vida y nuestras relaciones con los demás, no mola. “Hubo un
tiempo en que estábamos en la tierra. Teníamos unos límites. Los viejos morían,
y nacían los pequeños y éramos siempre una cosa… Éramos la familia…, una unidad
delimitada. Ahora no hay ningún límite claro. (p. 567)”
xxvii Y una de las más importantes,
bajo el régimen del salario, es el establecimiento de un salario mínimo
inviolable. Añadimos un pasaje esclarecedor respecto a los peligros de la
libertad, en ausencia de constricciones legales, en el establecimiento del
precio del salario: “Y los emigrantes bullían por las carreteras, el hambre y
la necesidad reflejadas en sus ojos. No tenían ningún argumento, ningún
sistema, nada excepto su número y sus necesidades. Cuando había trabajo para un
hombre, diez hombres luchaban por él…, luchaban por un salario bajo. Si ése
está dispuesto a trabajar por treinta centavos, yo trabajaré por veinticinco. /
Si ése se conforma con veinticinco, yo me conformo con veinte. / No, yo estoy
hambriento. Yo trabajaré por quince centavos, por un poco de comida. Los niños.
Debería verles. Les salen como pequeños diviesos y no pueden correr por ahí.
Les di una fruta que se había caído y se hincharon. Yo trabajaré por un trozo
de carne. / Y esto era bueno porque los salarios seguían cayendo y los precios
permanecían fijos. Los grandes propietarios estaban satisfechos y enviaron más
anuncios para atraer todavía a más gente. Y los salarios disminuyeron y los
precios se mantuvieron. Y dentro de muy poco tendremos siervos otra vez. (p.
413)” El fortalecimiento de los sindicatos promovido por Roosevelt tenía como
fin elevar el precio de los salarios para salir de la crisis vía aumento de la
demanda interna y el consumo. Entre la espada de la crisis-estafa actual y la
pared de los límites ecológicos, no parece que pueda reutilizarse esta solución
(no, en cualquier caso, a través del consumo privado, acaso sí a través del
consumo colectivo de bienes públicos).
xxviii “Las
compañías poderosas no sabían que la línea entre el hambre y la ira es muy
delgada. Y el dinero que podía haberse empleado en jornales se destinó a gases
venenosos, armas, agentes y espías, a listas negras e instrucción militar. En
las carreteras la gente se movía como hormigas en busca de trabajo, de comida.
Y la ira comenzó a fermentar. (p. 414)”
xxix Ib., p. 506.