
Lo que está ocurriendo en la Argentina resulta una
encarnación espectacular de los conceptos básicos de Antonio Gramsci: sociedad
civil y sociedad política. El gran teórico del comunismo italiano se hubiera
maravillado ante la representación casi perfecta de sus antinomias en la gran
marcha nacional del 18-A. Por un lado, la sociedad civil (pluriclasista)
saliendo a la calle para reclamar o defender diversos derechos cívicos en una
reivindicación polimorfa pero única, por el otro la parte opositora de la sociedad
política dividida, desorientada, marchando detrás de aquellos a quienes debería
representar sin poder lograrlo.
Completando el cuadro, la parte oficialista de la sociedad
política enojada ante la manifestación de la sociedad civil, procurando reducir
el número de manifestantes en un estúpido regateo que vuelve a descalificarla. Las
dos categorías centrales del pensamiento gramsciano siguen sin encontrarse.
El teorema de Sandler vuelve a evidenciarse: la argentina es
una sociedad con gran energía política y muy escasa cultura política. En el
pasado ese desencuentro entre sociedad civil y sociedad política produjo
resultados lamentables. La formidable energía tectónica que se liberó el 29 de
mayo de 1969 en el Barrio Clínicas de Córdoba no logró ser encauzada por los
sectores más radicales y terminó bajo el ala de Juan Perón que la malversó en
beneficio de la reacción, hasta que su muerte (más que previsible) dejó al país
a merced de los asesinos.
El estado asambleario de la ciudadanía, que estalló en mil
colores tras la jornada heroica del 20 de diciembre del 2001, se fue
miniaturizando al compás del infantilismo izquierdista, hasta que el duhaldismo
primero y el kirchnerismo después
vinieron a ocupar el centro de la escena.
Más inteligentes que Duhalde, Kirchner y Cristina acoplaron
a su gestión algunas de las reivindicaciones de aquel gran diciembre que tumbó
al estólido y perverso De la Rúa. Reivindicaciones que tenían que ver
–curiosamente- con la calidad institucional de la República. Aunque la
desocupación y el corralito jugaron un papel protagónico en el estallido,
también pesó de manera decisiva el clamor para que se acabara la impunidad
(respecto al genocidio y la corrupción) y el cambio de una Corte Suprema de
letrina por un tribunal superior que hiciera honor a su altura jurídica.
El cumplimiento (parcial) de estas reivindicaciones cívicas
fue recompensado con el respaldo ciudadano. Kirchner, que había sacado el 22
por ciento de los votos en los comicios del 27 de abril de 2003, saltó
rápidamente a un 70 por ciento del apoyo popular en todas las encuestas.
Prodigioso capital que descendió vertiginosamente en la
“guerra gaucha” del 2008 y su secuela electoral del 2009 y luego logró ser
recompuesto, tras su muerte y el irresistible ascenso al 54 por ciento.
¿Qué es lo que ocurrió, entonces, entre aquel resultado
electoral y el repudio de grandes sectores ciudadanos que se evidenció en las
marchas del 13S; el 8N y el 18A? El cansancio ciudadano ante la comprobación de
que persiste la cópula entre política y negocios. La evidencia de que la
corrupción mata e impide la construcción de un verdadero Proyecto Nacional. La
aplastante convicción de que los sinvergüenzas van al sector VIP de las
discotecas y no a la cárcel. Que el Estado es un botín para los políticos y la
división de poderes una cuasi ficción que se intenta perfeccionar –para mal-
acabando de una buena vez con el escaso margen que le resta a la justicia.
Resulta algo simplista decir que una cosa fue la era de
Néstor y otra totalmente diferente la de Cristina, como si la pareja
presidencial no conformara una díada político-ideológica que construyó a medias
lo que suele llamarse el Modelo K. Una suerte de peronosaurio patagónico que ya
ha cumplido diez años de edad.
La creación del Peronosaurio los unifica más allá de algunas
diferencias entre los primeros años de Néstor y los últimos de Cristina, como
el superávit fiscal de Kirchner y el déficit de su viuda. O el aplauso ante una
corte de juristas respetados que ahora ha sido reemplazado por los destemplados
improperios de la señora Bonafini contra esos mismos juristas.
Lo que hoy apesta ya estaba en germen en el gobierno de
Néstor. Los testaferros afilaban los cuchillos para el festín de las
licitaciones. Más que para gestar una “nueva burguesía nacional”, para armar en
las sombras el Grupo Económico K: las garras, las fauces y el sistema digestivo
del Peronosaurio.
Con un nuevo esquema de la asociación obligatoria, que logró
superar al diezmo menemista: “vas a ganar todas las licitaciones pero yo voy a
tener el diez por ciento de tu empresa”.
Este el secreto a voces que no alcanza a descubrir la
justicia federal de Comodoro Py, donde los allanamientos parecen un travelling
de Tarkovsky. La urdimbre real de la podredumbre política, tapada por la
eclosión cloacal de las malas fariñas, la tv basura, los desorientadores de
opinión y las hetairas que evocan la decadencia del menemismo y su epítome: el
jarrón de Cóppola. ¿Hasta cuando, joven, hasta cuando?
Esta es la clave que oculta el incienso de los
“intelectuales K”. El acertadísimo reemplazo de los eructos de Gostanian por
los razonamientos alambicados de “filósofos” como Forster ante la mirada comprensiva de Feinman el Malo, convenientemente
cristinizado por el olio sagrado de Cristóbal López y sus tres mil
tragamonedas.
Progresistas y fascistas conviviendo en el vientre del
Peronosaurio Patagónico en transición -cada vez más notoria y acelerada- hacia
el Tyrannosaurus Rex. Hacia la absolutización del poder.
Así, frente a un sector de la sociedad política cada vez más
ávido de poder y otro sector –el opositor- fragmentado e ineficiente, emerge
nuevamente la reacción multiforme de la sociedad civil expresando con nitidez su rechazo ante la degradación del
Estado de Derecho, que alcanzaría niveles insoportables con una nueva
reelección en el 2015.
Reacción imprescindible pero insuficiente.
¿Cómo traducir esa energía en propuesta política? ¿Cómo superar
el escepticismo justificado de la sociedad civil frente a los vicios e
ineptitudes que caracterizan a vastos sectores de la sociedad política?
El mero amontonamiento de dirigentes no garantiza el éxito.
El fracaso total de la Alianza es la mejor demostración de que la unidad por la
unidad no sirve. Retroceder hacia una construcción política que tuviera como
objetivo excluyente desplazar al poderoso de turno (llámese Menem o Cristina)
sin definir simultáneamente las grandes metas programáticas que la fuerza
emergente pretende alcanzar, sólo conduciría a una nueva frustración colectiva.
Al mismo tiempo, es indudable que el proyecto continuista no
será electoralmente derrotado sin una imprescindible sumatoria de votos. Ya.
Con la urgencia del caso. No se avizora un 2015 victorioso sin un 2013 que
levante una primera barrera contra el avance autoritario del gobierno.
¿Cómo lograr dos objetivos que parecen antagónicos? Es un
tema arduo, difícil, que trasciende los modestos límites de esta reflexión
puntual sobre el pasado 18 de abril, pero que nos convoca a todos los que
pretendemos vivir en un país donde la justicia social y la libertad no sean
términos antitéticos.
No sobra el tiempo, pero aún es posible intentar una
política de grandeza y desprendimiento como la que la sociedad civil está
reclamando. Los dirigentes más honestos y decididos de la sociedad política
deben ponerse a la altura de este momento histórico, en el que hacen falta más
que nunca las ideas superadoras y los compromisos éticos de cara a la sociedad
civil.
El país necesita más que nunca un gran frente que trascienda
las fronteras partidarias y se proponga erradicar para siempre el vínculo
perverso entre negocios y política.
Es imprescindible derrotar al grupo faccioso que pretende
eternizarse en el poder, pero de poco nos serviría si no derrotamos
simultáneamente a la corrupción que mata, se disfraza y se multiplica como una
hidra de mil cabezas. No sólo en la sociedad política sino también en la
sociedad civil.
Como cualquier cambio cultural, no será rápido ni fácil.
Pero, como reza un proverbio oriental todo comienza con un primer paso.
Tal vez con un Pacto. Que no puede ser el de Olivos, sino el
que sellaron los ciudadanos en las calles de la República.
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