- Publicado en ‘Pagina 12’ el 31 de julio de 2005
- Bergoglio inició la canonización de los palotinos asesinados en 1976. El cardenal necesita blanquear su historia con vistas a una hipotética sucesión papal. Documentos de las cancillerías argentina y norteamericana y la propia investigación del Episcopado y el Vaticano muestran que el crimen fue obra de la dictadura. Sin embargo, la Iglesia eligió callarlo. Paulo VI se entrevistó con Massera, quien fue recibido con honores en dos universidades jesuitas, cuando Bergoglio era el Superior de la Orden.
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Foto: El dictador genocida Jorge Videla recibe la 'comunión' del nuevo papa |
Horacio Verbitsky
El procedimiento tendiente a la canonización de los
sacerdotes y seminaristas palotinos asesinados en 1976 en la iglesia de San
Patricio forma parte de una tentativa del arzobispo de Buenos Aires por
blanquear su historia personal con vistas a un hipotético nuevo cónclave
sucesorio del papa Benedicto XVI. El mismo Jorge Mario Bergoglio hizo
trascender a través de voceros oficiosos aquí y en Roma que el cardenal
argentino fue uno de los que obtuvieron votos en el que se reunió este año a la
muerte de Juan Pablo II
y en el que fue electo el cardenal alemán Josef Ratzinger, de 78 años. Sus relaciones con la dictadura militar de hace tres décadas, durante la cual hostigó y desprotegió a los sacerdotes identificados con la teología de la liberación, como Orlando Yorio y Francisco Jalics, son un punto en contra de sus posibilidades. Para maquillar su imagen pública ya asistió a una misa por el sacerdote Carlos Mugica, muerto en 1974 por la Triple A del ex ministro de bienestar social José López Rega y rindió tributo al obispo de La Rioja Enrique Angelelli, también asesinado en 1976 por la dictadura. La canonización de los palotinos incluye un tramo inicial que debe realizarse en Buenos Aires bajo el control de Bergoglio y otro en el Vaticano. El asesinato de los palotinos fue tratado en 1977 por el Papa Paulo VI y el dictador argentino Emilio Massera y la Iglesia dio por cerrado el caso, pese a que sabía que la dictadura era responsable, como lo demuestran documentos de las cancillerías argentina y estadounidense. La canonización fue solicitada por la orden de los palotinos pero no hubiera podido avanzar sin la aprobación de Bergoglio, quien designó a un instructor encargado de recoger testimonios sobre la vida y obra de los asesinados.
y en el que fue electo el cardenal alemán Josef Ratzinger, de 78 años. Sus relaciones con la dictadura militar de hace tres décadas, durante la cual hostigó y desprotegió a los sacerdotes identificados con la teología de la liberación, como Orlando Yorio y Francisco Jalics, son un punto en contra de sus posibilidades. Para maquillar su imagen pública ya asistió a una misa por el sacerdote Carlos Mugica, muerto en 1974 por la Triple A del ex ministro de bienestar social José López Rega y rindió tributo al obispo de La Rioja Enrique Angelelli, también asesinado en 1976 por la dictadura. La canonización de los palotinos incluye un tramo inicial que debe realizarse en Buenos Aires bajo el control de Bergoglio y otro en el Vaticano. El asesinato de los palotinos fue tratado en 1977 por el Papa Paulo VI y el dictador argentino Emilio Massera y la Iglesia dio por cerrado el caso, pese a que sabía que la dictadura era responsable, como lo demuestran documentos de las cancillerías argentina y estadounidense. La canonización fue solicitada por la orden de los palotinos pero no hubiera podido avanzar sin la aprobación de Bergoglio, quien designó a un instructor encargado de recoger testimonios sobre la vida y obra de los asesinados.
Abollar ideologías
A las 7.30 de la mañana del domingo 4 de julio de 1976 el
organista de la iglesia de San Patricio, en Palermo, encontró las puertas
cerradas. Ante la impaciencia de los feligreses que asistían a la primera misa,
forzó una ventana, buscó las llaves, abrió las puertas y fue a despertar a los
sacerdotes. Al subir hasta los dormitorios, el espantado músico descubrió a los
sacerdotes Alfredo Leaden, Alfredo Kelly, Pedro Duffau y a los seminaristas
Salvador Barbeito y Emilio Barletti, uno al lado del otro, boca abajo,
acribillados con decenas de disparos en la cabeza y el tórax, producidos por
cuatro pistolas Browning o similar y una ametralladora. Alguien había escrito
con tiza sobre una puerta: “Por los camaradas dinamitados en Seguridad Federal.
Venceremos. Viva la Patria”. Sobre una alfombra se leía: “Estos zurdos murieron
por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son M.S.T.M.”, la sigla con que se
identificaba al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Sobre el cadáver
de Barbeito había un dibujo de Quino, arrancado de la pared de otra habitación.
Mafalda señala el bastón de un policía y dice: “Este es el palito de abollar
ideologías”. Un comunicado del Comando de la Zona I de Seguridad adjudicó la
masacre a “elementos subversivos”. En el mejor estilo del nacional-catolicismo
el texto decía que el asesinato cometido en el templo demostraba “que sus
autores además de no tener Patria tampoco tienen Dios”. La Iglesia supo desde
el primer momento que esto no era así.
La investigación
eclesiástica
El nuncio Pio Laghi y el cardenal arzobispo Juan Carlos
Aramburu designaron al sacerdote Efraín Sueldo Luque para que investigara lo
sucedido y redactara un informe con sus impresiones, en dos copias: una para el
Vaticano, otra para la Curia y ninguna para la dictadura. Sueldo Luque había
protestado por la inscripción de los muertos en un parte policial como NN y
sostenido un incidente con el comisario de la 37ª, Rafael Fensore, quien
preguntaba con insistencia si entre los muertos estaba el sacerdote Emilio Neira.
“Si nadie supo decirle el nombre de los muertos, ¿de dónde sabe usted el nombre
de Emilio Neira?”, increpó al comisario. Convencido de que lo estaban
siguiendo, el padre Neira había salido del país en forma secreta esa misma
semana, rumbo al Brasil. Sueldo Luque también informó que la policía intentó
borrar la inscripción sobre Seguridad Federal, de la que aún quedaban rastros
en la puerta. También tomó declaración a los vecinos, quienes dijeron haber
visto dos autos Peugeot estacionados cerca del templo la madrugada del domingo.
Corrido por el frío, el custodio del interventor militar en Neuquén, general
José A. Martínez Waldner, quien vivía en la cuadra de la Iglesia, se había
refugiado en la casa de un vecino, a pocos metros de San Patricio. Un familiar
de Martínez Waldner denunció su ausencia a la comisaría 37ª, que envió un
patrullero, al mando del oficial ayudante Miguel Angel Romano, acompañado por
el sargento primero Báez y los agentes Lozada y Atilio Juárez. Romano tocó la
bocina para llamar al cabo Alvarez. “Si escuchás cohetazos no salgás porque
vamos a reventar la casa de unos zurdos. No te metás porque te pueden
confundir”, le dijeron cuando se asomó desde la casa del vecino.
Al regresar de la comisaría, el hijo de Martínez Waldner y
un amigo vieron personas con armas largas frente a la parroquia, donde dos de
ellas entraron. Pensaron que usarían la iglesia para acceder a otro lugar. Los
policías del patrullero hablaban con los tripulantes de los dos Peugeot. A las
3.00 Martínez vio salir de la parroquia a un hombre armado que se acercó a uno
de los autos. A las 4.30, cuando los amigos se separaron y cada cual se fue a
su casa, los autos ya no estaban. No escucharon disparos. Un documento guardado
en el archivo de la Cancillería argentina afirma que los servicios de
inteligencia de la dictadura daban por sentado que en San Patricio “se
refugiaban varios guerrilleros, según se lo había confirmado el mismo padre
Leaden a su hermano el Monseñor Leaden” (Culto. Caja 9. Bibliorato 2B.
Arzobispado de Buenos Aires. Documento 9). El salesiano Guillermo Leaden era
obispo auxiliar de Buenos Aires, encargado de la vicaría de Belgrano, donde
asesinaron a su hermano Alfredo.
“Sin lugar a dudas”
Durante una misa concelebrada en la misma iglesia de San
Patricio, en la que el predecesor de Bergoglio en el arzobispado, cardenal Juan
Carlos Aramburu, rezó un responso por las víctimas, el sacerdote palotino
Roberto Favre dijo que también había que rezar “por las innumerables
desapariciones que ocurren cotidianamente” y reclamó a las autoridades
“recuperar el estado de derecho, como corresponde a un pueblo civilizado”. Al
día siguiente, el Procurador General de la orden de los Palotinos, padre Weber,
dijo en Roma que “han sido asesinados por considerarlos simpatizantes de
izquierda”. Aramburu y el Nuncio se reunieron con el ministro del Interior,
general Albano Harguindeguy.
–La Iglesia sabe sin lugar a dudas que los sacerdotes fueron asesinados por fuerzas de seguridad del gobierno –dijo Aramburu. Harguindeguy intentó contestarle.
–Sería mejor que no hiciera ningún comentario, ya que
cualquier negativa sería una mentira –agregó Aramburu.
Harguindeguy le agradeció y permaneció en silencio. Así surge del relato que
Laghi hizo al embajador de Estados Unidos Robert Hill y a su funcionario a
cargo de Seguridad Regional. El Nuncio les comunicó que a la Iglesia le
preocupaba que uno de los seminaristas pudiera tener “conexiones
tercermundistas” y que un alto funcionario oficial le había dicho que el
gobierno se proponía “limpiar la Iglesia Católica” porque quería una jerarquía
católica “tal como la que teníamos en la Argentina hace doscientos años”
(“Further on Murder of Catholic Priests. July 8, 1976”). Casi un cuarto de
siglo después el ex militante Ernesto Jauretche narró que los sacerdotes
asesinados en San Patricio habían guardado en la parroquia un mimeógrafo y
ejemplares de la revista de propaganda Evita Montonera. También el periodista
Robert Cox escuchó a Laghi decir que no tenía dudas acerca de que habían sido
fuerzas del gobierno militar las responsables del homicidio. Según el ex
director del diario The Buenos Aires Herald, Laghi estaba apesadumbrado por
haber colocado la hostia en la boca del entonces Comandante del Cuerpo de
Ejército I, responsable de la Zona, general Carlos Suárez Mason. “Tuve deseo de
estrellar mi puño en su rostro”, confesó Laghi a Cox. No lo hizo ni se
pronunció nunca en público acerca de la autoría del crimen.
“Altos ideales”
Setenta y dos horas después del asesinato Aramburu y Laghi
se reunieron con la Junta Militar. Le entregaron una carta de la Comisión
Ejecutiva de la Conferencia Episcopal, que no dieron a publicidad. Afirmaba que
cundía una sensación de miedo en el país y una “convicción, subyacente en
amplios estratos de la población, de que el ejercicio del poder es arbitrario,
de que el ciudadano se encuentra sin recursos frente a una autoridad de tipo
policial, omnipotente”. Pese a lo que sabían, los obispos decidieron no
confrontar con la dictadura y dar por buenas sus hipócritas disculpas. En forma
retórica se preguntaron “qué fuerzas tan poderosas son las que con toda
impunidad y con todo anonimato pueden obrar a su arbitrio en medio de nuestra
sociedad”, lo cual constituía una suavísima alusión a la zona liberada con que
habían actuado los asesinos. Pero también decían que por la palabra del
ministro del Interior y la presencia en el entierro del ministro de Relaciones
Exteriores y Culto y de altos jefes militares sabían que “el gobierno y las
Fuerzas Armadas participan de nuestro dolor y, nos atreveríamos a decir, de
nuestro estupor” y que conocían “los altos ideales y la generosa actitud para
con la patria, sus instituciones y ciudadanos” de los miembros de la Junta.
Recién a la semana siguiente la Iglesia informó al país del contenido de la reunión, con un comunicado en el que ni siquiera osó nombrar el crimen de los palotinos. La Comisión Ejecutiva del Episcopado “con ocasión de recientes sucesos que han herido profundamente el corazón de la Iglesia y de la ciudadanía, se ha dirigido al excelentísimo señor presidente de la República y miembros de la Junta Militar, para manifestar su preocupación por las diversas manifestaciones de violencia que conspiran contra la paz del país, angustiando a la familia argentina”. Para un observador atento como el embajador Hill, “considerando que la Iglesia sabe que sus sacerdotes fueron asesinados por la policía y que el Cardenal Aramburu lanzó la acusación al rostro de Harguindeguy, es llamativo el tono notablemente moderado del mensaje a Videla y la Junta”. Su conclusión era que la Iglesia estaba dispuesta a “hablar con dureza en privado” al gobierno pero que “en público mantendría una posición contenida y neutra” (“Catholic Church Issues. Restrained statement on Political Violence”. July 15, 1976).
Recién a la semana siguiente la Iglesia informó al país del contenido de la reunión, con un comunicado en el que ni siquiera osó nombrar el crimen de los palotinos. La Comisión Ejecutiva del Episcopado “con ocasión de recientes sucesos que han herido profundamente el corazón de la Iglesia y de la ciudadanía, se ha dirigido al excelentísimo señor presidente de la República y miembros de la Junta Militar, para manifestar su preocupación por las diversas manifestaciones de violencia que conspiran contra la paz del país, angustiando a la familia argentina”. Para un observador atento como el embajador Hill, “considerando que la Iglesia sabe que sus sacerdotes fueron asesinados por la policía y que el Cardenal Aramburu lanzó la acusación al rostro de Harguindeguy, es llamativo el tono notablemente moderado del mensaje a Videla y la Junta”. Su conclusión era que la Iglesia estaba dispuesta a “hablar con dureza en privado” al gobierno pero que “en público mantendría una posición contenida y neutra” (“Catholic Church Issues. Restrained statement on Political Violence”. July 15, 1976).
Un libro de descargo de Laghi publicado en Roma en 1999 (Il
cardinale e institución desaparecidos) afirma que la respuesta del Episcopado
fue “casi un documento de absolución”, sin “la dureza crítica que imponían las
circunstancias”. También objeta la “tibia” reacción del Vaticano. En conjunto
con el Episcopado, sostiene, la Sede Apostólica hubiera podido generar “un
hecho fuerte, importante, de severa advertencia sobre los límites que se habían
traspasado”. Los militares hubieran reflexionado y se hubieran salvado muchas
vidas. Ni siquiera hubiera sido necesario llegar al extremo de excomulgar a los
dictadores, como hizo el Vaticano en 1955 con Perón, ni romper relaciones.
“Hubiera bastado una denuncia clara del Papa, con la repercusión mundial que siempre
obtienen sus palabras, seguida de la amenaza de convocar a Laghi al Vaticano.”
“Una noche de
embriaguez”
Dos medios partidarios de la dictadura, el diario La Nación
y la revista Carta Política, dijeron que la “participación de algunos
eclesiásticos en el desarrollo de la agresión subversiva, sea en el plano de la
instigación o en el del encubrimiento y la complicidad”, había creado “en las
fuerzas de seguridad un ambiente de visible irritación”. Aun así, Carta
Política dijo que cargar las tintas sobre la muerte de los palotinos era como
“juzgar toda una vida por una noche de embriaguez” (sic) y que este episodio
“de sangre y sacrilegio” clarificó el rol de la Iglesia, ya que “no nació para
justificar, sino para sufrir violencias”. El propio Jefe de Estado Mayor del
Ejército, general Roberto Viola, reconoció en un documento secreto que lo
sucedido a los palotinos formaba parte de “algunos hechos fortuitos que
afectaron a miembros del clero, operaciones que no fueron acertadas pero sí
justificadas” (Orden de Operaciones Nro 9/77. Junio de 1977. Anexo 5, Ambito
Religioso). Dos días después de la masacre, el Vicario Castrense Adolfo Tortolo
ocupó la cabecera de la mesa junto a los miembros de la Junta Militar, en la
comida de camaradería de las Fuerzas Armadas, en la que el dictador Jorge
Videla dijo que “la lucha se dará en todos los campos además del estrictamente
militar” y que advertía “un notorio espíritu de comprensión y colaboración en
todos los sectores de la vida nacional”, algo que respecto del Episcopado
acababa de hacerse evidente en las peores condiciones imaginables. A partir de
entonces a las autoridades debía quedarles claro que hicieran lo que hicieran
nada debían temer de la jerarquía eclesiástica.
Comprensión y paciencia
La Secretaría de Estado Vaticana rogó a la embajada
argentina alguna aclaración o datos que expliquen “tamaño estrago mortal”.
Recién el 13 de julio, la Cancillería instruyó a la embajada para que
presentara sus condolencias al Papa. El 14 de julio el encargado de negocios
Osvaldo Brana en nota al secretario de Estado, Cardenal Jean Villot, sostuvo
que el gobierno y el pueblo argentinos se sentían heridos “allí donde las
tradiciones más puras de la Nación se entrelazan con la religión católica”. En
consecuencia, un crimen tan odioso sólo podía ser obra de “los estragos y las
tortuosidades propias del terrorismo” (Culto. Caja 9, Bibliorato 2c.
Arzobispado de Buenos Aires. Documento 1, Asesinato de los padres palotinos).
Ese era el clima el 27 de setiembre de 1976, cuando Paulo VI recibió al nuevo
embajador de la dictadura, el político de la UCR Rubén M. Blanco. En privado,
Paulo VI le dijo que “el gobierno argentino puede contar con toda nuestra
comprensión y toda nuestra paciencia” y elogió a los cuatro cardenales argentinos
(Caggiano, Primatesta, Aramburu y Pironio), lo cual no era llamativo dado su
rango, y a los arzobispos Plaza y Tortolo, es decir los dos partidarios más
entusiastas de la dictadura en la Conferencia Episcopal, defensores incluso de
la tortura de los detenidos. Pero al recibir las cartas credenciales de Blanco,
Paulo VI declaró su consternación y pena “ante los recientes episodios que han
costado la pérdida de valiosas vidas humanas, incluidas las de diversas
personas eclesiásticas, en circunstancias que todavía esperan una explicación
adecuada”. Aun palabras tan genéricas alarmaron a la dictadura y durante todo
el año siguiente siguió un intercambio de comunicaciones entre el Vaticano y la
Cancillería sobre la masacre de San Patricio y los asesinos del obispo Enrique
Angelelli y dos de sus sacerdotes riojanos, ocurridos poco después.
Una semana antes del primer aniversario de la masacre de San
Patricio, la dictadura comunicó al cardenal Villot el resultado de las
“esmeradas investigaciones” requeridas. El embajador Blanco la atribuyó a
“excesos de grupos marginales; sectores que ocasionalmente escapan de toda
posibilidad de control de las fuerzas de seguridad”. En octubre de 1977, una
vez que el juez Guillermo Rivarola sobreseyó la causa de los palotinos sin procesar
a nadie, tal como lo pedía el fiscal Julio Strassera, Massera se reunió con
Paulo VI y Villot, en quienes encontró “cordialidad y cabal conocimiento [de
la] situación argentina”. Fue Massera y no los eclesiásticos quien introdujo el
tema de los palotinos y de los sacerdotes de La Rioja, explicó la “dificultad
[de] suministrar explicaciones” y dijo que el gobierno “tenía que cargar con la
responsabilidad”. Era una hipocresía, porque la responsabilidad del gobierno no
residía en la falta de explicación de los asesinatos, sino en su autoría. Pero,
para sorpresa de Massera, Paulo VI lo interrumpió, dijo que se trataba de
“episodios superados” e hizo votos por un “futuro de paz y prosperidad para la
Argentina”. Massera se llevó del Vaticano la bendición papal para la Junta
Militar. El presidente del Episcopado, cardenal Raúl Primatesta, informó luego
al gobierno que la visita de Massera al Vaticano fue considerada “altamente
positiva” y que “Paulo VI quedó gratamente impresionado personalidad almirante Massera
satisfecho temas conversación mantenida” (Memo 522/79. Culto. Caja 9,
Bibliorato 2c. Arzobispado de Buenos Aires. Documento 1, Asesinato de los
padres palotinos).
Bendito tú seas
Massera
Tres semanas después de esta audiencia papal la Universidad del
Salvador recibió a Massera como Profesor Honorario, en una ceremonia en la que
el jefe de la Armada pronunció una de sus habituales homilías grandilocuentes
sobre “la vida o la muerte, la libertad o la esclavitud” y el “choque
deslumbrante de las culturas y de las anticulturas”, el “espacio galáctico y el
coloquio del átomo”. El Señor de la ESMA tenía predilección por los ámbitos
universitarios. Dos años después, ya retirado y en campaña política, participó
en la Universidad de Georgetown en Washington de un seminario organizado por
dos académicos que cumplirían papeles destacados en el futuro gobierno
estadounidense de Ronald Reagan: la embajadora en las Naciones Unidas Jeanne
Kirkpatrick y el subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos Elliott
Abrams. Cuando Massera dictaba su clase magistral, dos sacerdotes
norteamericanos lo interrumpieron. Uno de ellos era Patrick Rice, quien había
logrado salir de la Argentina luego de haber sido secuestrado y torturado.
Ambos lo interrogaron sobre la represión, incluyendo los casos en que las
víctimas eran obispos, monjas, sacerdotes y laicos cristianos. Massera no pudo
continuar y dejó el aula hecho una furia. La Universidad del Salvador de Buenos
Aires fue creada por la Compañía de Jesús en 1956. En 1975 los jesuitas la
transfirieron a una fundación civil, cuya dependencia de la Compañía de Jesús
se prolonga hasta el presente. Esa Fundación era manejada por la organización
de la derecha peronista Guardia de Hierro, de estrecha relación con Massera.
También la Universidad de Georgetown pertenece a los jesuitas. Patrick Rice
sostiene hoy que “dada la estructura de la Iglesia es impensable que esa
invitación pudiera haber ocurrido sin la iniciativa o al menos el asentimiento
de la provincia argentina de la Compañía de Jesús”. Su Superior Provincial era
el entonces sacerdote Jorge Mario Bergoglio.