- México es ahora uno de los países en que más se ha publicado a Gramsci incluyendo la última edición de los Quaderni
- Gramsci llegó tarde a México, pero no mucho más que a otros países latinoamericanos y tampoco fue peor recibido que en aquellos
Arnaldo Córdova
México, por la complejidad y la riqueza de su historia, por
su carácter paradigmático en el conjunto de América Latina y por haber sido un
país en que se llevó a cabo una de las grandes revoluciones del siglo XX, pudo
haber sido y sigue siendo un objeto de estudio verdaderamente privilegiado para
el análisis marxista y, especialmente, para el análisis gramsciano.
En ningún otro país de América Latina, para decir lo más
elemental,
la política ha cobrado tanta autonomía respecto de la vida económica y social; en ningún otro se ha desplegado de tal manera, como en México, la evolución de la política de lo que Gramsci llamaría una "guerra de posiciones" a una "guerra de movimientos" o de "maniobras" (en México oriente y occidente se encuentran, se combinan y se funden); en ningún otro se ha dado tan compleja y diferenciada la separación de la "sociedad civil" y la "sociedad política", en ningún otro, en particular, la lucha de clases ha adquirido ese carácter "corporativo" y, a la vez, institucional que ha tenido en México; en ningún otro las masas han entrado en la política en la forma tan variada, plena y distinta en que lo han hecho en México. Como lo expresó en alguna ocasión el sociólogo brasileño Francisco de Oliveira, México siempre ha representado para la América Latina ese de te fabula narratur en el que se cifra nuestra entera historia continental y su futuro.
la política ha cobrado tanta autonomía respecto de la vida económica y social; en ningún otro se ha desplegado de tal manera, como en México, la evolución de la política de lo que Gramsci llamaría una "guerra de posiciones" a una "guerra de movimientos" o de "maniobras" (en México oriente y occidente se encuentran, se combinan y se funden); en ningún otro se ha dado tan compleja y diferenciada la separación de la "sociedad civil" y la "sociedad política", en ningún otro, en particular, la lucha de clases ha adquirido ese carácter "corporativo" y, a la vez, institucional que ha tenido en México; en ningún otro las masas han entrado en la política en la forma tan variada, plena y distinta en que lo han hecho en México. Como lo expresó en alguna ocasión el sociólogo brasileño Francisco de Oliveira, México siempre ha representado para la América Latina ese de te fabula narratur en el que se cifra nuestra entera historia continental y su futuro.
Resulta, por todo ello, algo extraño y, al mismo tiempo,
desconsolador, la escasa fortuna que Gramsci ha tenido en México, especialmente
en la izquierda y sus intelectuales. Es cierto que hoy en México son muy pocos
los que hablan de política sin citar a Gramsci y casi no hay intelectuales de
izquierda que no hayan leído o, al menos, ojeado las obras de Gramsci o alguna
de las antologías de sus escritos que se han publicado en lengua española.
También es cierto que México es ahora uno de los países en que más se ha
publicado a Gramsci incluyendo la última edición de los Quaderni. Y un hecho
verdaderamente notable es que el léxico típico de Gramsci hoy ha entrado a
formar parte de la fraseología de los grupos gobernantes mexicanos, cuyos
exponentes, con el mayor desparpajo, hablan continuamente del binomio
"sociedad civil- sociedad política", de la "hegemonía" de
las fuerzas políticas herederas de la Revolución Mexicana y hasta han propuesto
una "renovación moral" de la sociedad y el Estado que recuerda la
demanda gramsciana de la "reforma moral e intelectual" de la
sociedad. Pero esos son sólo hechos superficiales y hasta cierto punto
irrelevantes. La realidad es que Gramsci no acaba todavía de entrar en nuestra
cultura política y sigue siendo un extraño incluso para la mayor parte de los
intelectuales de izquierda.
Los hombres y su modo de vivir y de pensar son fruto de sus
circunstancias, de la sociedad en que se dan y de las tradiciones culturales a
las que se deben. Como no podía ser de otra manera, la izquierda mexicana es un
resultado lógico de las condiciones en que se desarrolla el país antes y
después de la Revolución Mexicana de 1910-1917. Fuera de lo que sucedió en otros
países latinoamericanos, como Argentina, Uruguay e, inclusive, Chile, México no
recibió una inmigración masiva de europeos los que, junto con una fuerza de
trabajo calificada, redituaron, además, un cúmulo de las más avanzadas ideas
políticas y sociales. Como es bien sabido, el socialismo en aquellos países
sudamericanos es, en gran parte, obra de trabajadores inmigrantes y de pequeños
intelectuales europeos que, ya antes en Europa, habían militado en los
movimientos socialistas y revolucionarios.
En México fueron también europeos los que introdujeron las
ideas revolucionarias, pero su obra no fue la de una gran corriente migratoria,
sino la de una aventura personal que prendió tarde y poco. A México, por lo
demás, no llegaron revolucionarios marxistas o social demócratas, sino,
preferentemente, anarquistas del más viejo cuño, radicales y sectarios,
atrasados y de escasa cultura, que despreciaban la acción de masas y preferían
las catacumbas de la clandestinidad y el golpe de mano (la "acción directa",
como solían decir hasta bien entrados los años veinte). Su obra educativa en
las masas trabajadoras fue totalmente marginal; pero sus ideas, que forjaron la
conciencia de la izquierda revolucionaria, se asentaron fuertemente y todavía
al día de hoy pesan como una lápida irremovible sobre los hábitos, los usos y
costumbres y la ideología de la izquierda mexicana. Como correspondía a un
anarquismo atrasado y cerril, los primeros izquierdistas mexicanos partían de
la convicción inicial y globalizadora de que al enemigo "de clase"
hay que destruirlo mientras se lleva a cabo la revolución, que el Estado es tan
sólo la fuerza protectora del capital y una máquina de opresión que debe
desaparecer a toda costa y que basta el acto mismo de la revolución para fundar
la nueva sociedad, igualitaria y libre de opresores.
Muchos de esos antiguos izquierdistas, anarquistas
revolucionarios, se cuentan entre los primeros precursores e iniciadores de la
Revolución Mexicana. Ricardo Flores Magón, Praxedis Guerrero, Lázaro Gutiérrez
de Lara, por mencionar sólo algunos, están incluidos en el santoral laico y
patriótico de la Revolución Mexicana y para muchos su acción fue tan importante
que sin ella, quizá, la Revolución misma no se habría dado o, cuando menos, se
habría retrasado por mucho tiempo. Ellos se contaron entre los primeros
críticos de la dictadura porfirista y fueron, entre sus innumerables méritos,
los organizadores de las primeras grandes huelgas de obreros que sacudieron,
hasta sus cimientos, al Estado oligárquico porfiriano y constituyeron los
antecedentes inmediatos de la revuelta de las masas que culminó en el estallido
de la Revolución en 1910. Las huelgas de Cananea (1906) y Río Blanco (1907) y
las acciones de guerrillas que desarrollaron los anarquistas mexicanos prepararon
el ambiente y anticiparon las causas de las que habría de surgir la Revolución.
Eso todo mundo lo reconoce. Los anarquistas (que se llamaban a sí mismos
"liberales" o "libertarios") fueron también los autores del
más consistente programa revolucionario, antecedente de la Constitución de 1917
e ideario de todos los grupos que hicieron armas contra la dictadura, el
Programa del Partido Liberal de 1906.
Con mucha razón se ha dicho que la Revolución Mexicana fue,
esencialmente, obra de las masas campesinas. La clase obrera, a fines del siglo
pasado y principios del presente, en efecto, estaba apenas naciendo. Mejor
organizada que las masas rurales, la clase obrera jugó el extraordinario papel
de detonador del movimiento revolucionario, mucho mejor que cualquier otro
grupo social, pero no fue, no podía ser, la base social de un gran movimiento
revolucionario de masas. Los ejércitos revolucionarios, de todos los bandos
(maderistas, orozquistas, zapatistas, villistas y carrancistas) se integraron,
fundamentalmente, con luchadores provenientes del campo, mientras la pequeña y
naciente clase obrera se convertía en simple espectadora del huracán
revolucionario que se desataba por encima de ella.
Para los dirigentes anarquistas, incluidos los más
radicales, como Ricardo Flores Magón, aquella era una lucha "por el
poder" que, por lo mismo, no podía interesar como tal a la clase obrera.
Para los explotados, decían, no se trataba de conquistar el Estado sino de
destruirlo. Los grupos revolucionarios que luchaban por el poder y se
aniquilaban unos a otros, predecían, acabarían sojuzgando a las masas
trabajadoras al igual que sus antiguos opresores. Los más radicales llamaban a
luchar contra los nuevos amos, incluso con las armas en las manos, los menos
radicales simplemente capeaban el temporal esperando a ver quiénes serían los
vencedores llamados a gobernar el país después de la tempestad. La Revolución,
de cualquier forma, terminó sin que la clase obrera hubiera participado
activamente en ella, siempre dominada por grupos anarquistas y oportunistas,
cuyo odio al gran Leviatán, el Estado que estaba surgiendo, no les impidió,
muchas veces, venderse al mejor postor.
La Revolución, sin embargo, fue un gran movimiento
modernizador de las estructuras sociales y, si bien era cierto que muy poco
debía a la clase obrera como movimiento social, ideológico y político, creó de
inmediato las condiciones que hicieron de la propia clase obrera el factor más
importante de la lucha política en la nueva sociedad. Como ocurre con toda gran
revolución burguesa, su primer objetivo se cumplió con la creación de un
verdadero Estado moderno en México, como poder autónomo e independiente de los
diferentes grupos y clases sociales. La política, ahora como política
institucional, se convirtió en política de masas y en ella la clase obrera pasó
a ser el elemento en el cual comenzó, cada vez más, a fundarse la dirección del
Estado sobre la sociedad. Aunque lentamente, la industria y el comercio
volvieron a cobrar nuevo impulso y muy pronto México superó los niveles de
desarrollo que había alcanzado durante el porfirismo. En consecuencia, la clase
obrera también creció, en número y en calidad política, hasta convertirse en la
clase popular más importante.
En 1919 nació el Partido Comunista. Fue un hecho importante
de la historia política de México, si bien extraordinariamente marginal
respecto de la historia general del país y, en especial, de la historia que en
ese momento vivía la clase obrera mexicana, representaba el nacimiento de una
nueva izquierda y, en cierto sentido, también una nueva perspectiva en la
situación social, económica y política que había creado la Revolución Mexicana.
Su referente, como no podía ser de otra manera, era la revolución rusa. La
Revolución Mexicana había concluido, era historia pasada, y para los comunistas
de entonces se abrió la perspectiva de una "nueva revolución" que
habría de concluir con la "toma del poder" por parte de la clase
obrera. Resultaba obvio que de la revolución rusa apenas si conocían los datos
exteriores y más generales: allí la clase obrera, dirigida por el partido de
los bolcheviques, había tomado el poder. Lo dramático era que de la Revolución
Mexicana, a pesar de haberla vivido en carne propia, tampoco conocían mucho y
aceptaban una versión vulgarizada de la misma que decía que la revolución
popular había sido traicionada y aprovechada por grupos minoritarios y
arribistas. Muchos de nuestros primeros comunistas habían llegado del
anarquismo y en su modo de pensar y de actuar no se diferenciaban gran cosa de
los antiguos anarquistas, dogmáticos, sectarios y, ante todo, antiestatistas.
Los antiguos anarquistas fueron barridos de la dirección del
movimiento obrero y, aunque conservaron una cierta presencia todavía hasta
finales de los años treinta, la clase obrera, en su nuevo desarrollo, abandonó
por completo el credo anarquista para entregarse de lleno a la fantasía
ideológica de la "alianza" entre la clase obrera y el
"campesinado", por un lado, y el Estado de la Revolución Mexicana,
por el otro. Las grandes organizaciones de trabajadores de los años veinte y
treinta ya no estuvieron dirigidas por elementos radicales cuyo primer objetivo
era "destruir" el Estado, sino por nuevos grupos políticos cuyo
objetivo era preservar el Estado de la Revolución y, en el mejor de los casos,
buscar desarrollar una acción revolucionaria y transformadora de la sociedad a
través de ese mismo Estado. El punto de partida de éstos últimos era, por
supuesto, la Revolución Mexicana.
De esos grupos nació una figura singular de la historia
política de México y, en especial, de la historia de la izquierda y de la clase
obrera mexicanas: Vicente Lombardo Toledano, militante de las organizaciones
obreras de los años veinte, primero, y después el más importante dirigente de
las clases trabajadoras durante los años treinta. Intelectual de amplia cultura
universal y orador extraordinario, Lombardo nació y se desarrolló
ideológicamente en el horizonte de la Revolución Mexicana. Jamás dejó de ser
una criatura de la Revolución Mexicana: el socialismo, para él, debía llegar a
través de la brecha que había abierto la Revolución Mexicana. En los últimos
años veinte Lombardo se hizo marxista, pero rechazó siempre entrar en el
Partido Comunista. Para él era inaceptable el rechazo de los comunistas a la
Revolución Mexicana y, sobre todo, a la acción del Estado surgido de ella.
Curiosamente, el hombre de la Tercera Internacional en México y, en más de un
sentido, en América Latina, lo fue Lombardo, cuando en la segunda mitad de los
años treinta floreció la estrategia del "frente popular".
La izquierda comunista siempre se opuso a Lombardo, a pesar
de que éste se había convertido al marxismo, precisamente porque para él
resultaba vital apoyar al Estado de la Revolución Mexicana. En los años veinte,
antes de ser marxista, Lombardo caracterizaba al Estado de la Revolución como
una organización política colocada por encima de las clases sociales que servía
para imponer el equilibrio entre ellas y realizar la justicia social que
definía los objetivos de la Revolución. Ya como marxista y como gran dirigente
del movimiento obrero, en los años treinta, Lombardo sostuvo la teoría de las
etapas en el desarrollo de la revolución socialista que caracterizó la línea de
la Internacional: México llegaría al socialismo, eso era inevitable, pero antes
debía librar una lucha nacionalista por liberarse de la dominación imperialista
y en ella el proletariado debía hacer frente común con todas las clases
sociales de México. En ese proceso el papel del Estado era de una importancia
vital: sin él, influido por las clases populares, el tránsito al socialismo era
imposible. Años después, luego de que fue expulsado del movimiento obrero por
los dirigentes oficialistas, Lombardo fundó, con la colaboración de muy
distinguidos hombres de izquierda, un nuevo partido que quería ser la ligazón
entre los objetivos históricos de la Revolución Mexicana y la demanda marxista
de la revolución socialista, el Partido Popular, que hoy, después de más de
quince años de haber muerto Lombardo, se postula como el partido que debe
llevar a la Revolución Mexicana hacia el socialismo, naturalmente, aliado con
el Estado, en la lucha por liberar a nuestro país del dominio imperialista. Con
esa bandera, el Partido Popular (ahora Partido Popular Socialista) se ha
convertido en uno de los más fieles aliados de los grupos gobernantes de
México.
Los comunistas, por su parte, permanecieron fieles al
sectarismo y al radicalismo antiestatista que habían heredado del anarquismo.
Como para los anarquistas de antaño, su lema parecía ser: "Con el Estado
nada; contra el Estado todo". Esa fue y ha sido una herencia que los ha
caracterizado hasta tiempos muy recientes y que, si bien es cierto que en
muchas ocasiones los ha definido claramente frente a los diferentes sectores de
la sociedad mexicana por otro lado les ha impedido hacer una política con
penetración e influencia en una clase obrera y en unas masas rurales que hasta
el día de hoy permanecen totalmente uncidas al Estado de la Revolución
Mexicana. Su antinacionalismo, fruto de su antiestatismo, estuvo siempre
regido, incluso durante los años del "frente popular", por la idea de
que una clara posición clasista (obrerista y campesinista) sería su mejor carta
para atraer a las masas populares a una militancia decidida por el socialismo.
Su problema, como para toda la izquierda, fue siempre -y lo
sigue siendo hasta hoy- la Revolución Mexicana: ¿cómo definirla y como definir
a su Estado?, ¿qué estrategia debía derivar de una posición clara frente a la
Revolución y la sociedad que de ella había surgido?, ¿qué ligas podía tener la
nueva izquierda histórica de México con la Revolución y los movimientos
sociales que ella había desencadenado? El rechazo de la Revolución dictó las
soluciones teóricas que los comunistas dieron a su interpretación de la
historia nacional. En los años veinte definían la Revolución Mexicana como una
revolución "pequeño burguesa"; no se atrevían a definirla como una
revolución "burguesa" porque no les parecía, y con razón, que quienes
la habían dirigido y ahora gobernaban al país fuesen unos
"burgueses", por lo menos en sus orígenes. Bajo el influjo del
stalinismo de la Tercera Internacional, ya durante los años treinta, era usual
que los comunistas mexicanos definieran la Revolución Mexicana como una
revolución "democrático burguesa". En esa interpretación, México era
un país "semicolonial" y "semifeudal" que debía liberarse
de la dominación imperialista y debía destruir el latifundismo
"feudal" que imperaba en sus campos. La Revolución había sido sólo el
capítulo "político" de ese proceso de liberación: la "burguesía
en ascenso" había derribado el antiguo Estado feudal y había entronizado
su dominio, sin que pudiera todavía realizar sus objetivos antimperialistas,
antifeudales y democráticos. Esas teorías luego vinieron a reforzarlas los
historiadores soviéticos de los años cincuenta y sesenta (Alperovich, Rudenko,
Lávrov, entre otros) y constituyeron un patrimonio firme de los comunistas
mexicanos durante cerca de cuatro décadas.
Todo ello no impidió que los comunistas dieran pruebas más
que sobradas de su heroísmo en la lucha, de su espíritu de abnegación y
sacrificio e inclusive de su eficacia como grandes organizadores de las masas.
Ellos fueron los principales animadores de la gran huelga ferroviaria de 1926,
drásticamente reprimida por el gobierno callista; David Alfaro Siqueiros era
ya, a fines de los veinte, uno de los más activos organizadores sindicales de
trabajadores de la minería y de la alimentación y también uno de los
principales dirigentes del Partido Comunista; en los primeros años treinta, los
comunistas se distinguieron, particularmente, como agitadores de las primeras
grandes luchas campesinas que conducirían, unos años después, a las grandes
expropiaciones de latifundios en Michoacán, la Comarca Lagunera, el Valle de
Mexicali y Yucatán. En esos años surgieron los principales sindicatos
nacionales de industria (ferrocarrileros, mineros, petroleros) y los comunistas
estuvieron también entre sus principales organizadores. En el gran movimiento
sindical independiente que se desarrolló entre 1932 y 1936 y que culminó con la
fundación de la Confederación de Trabajadores de México, en febrero del último
año citado, la mayor de las centrales obreras que todavía hoy existen, los
comunistas siempre estuvieron a la vanguardia y su acción fue decisiva para la
unificación del proletariado mexicano. Cuando en 1938 el gobierno de Cárdenas
decidió integrar a los sindicatos y ligas campesinas en el partido oficial (en
ese entonces Partido de la Revolución Mexicana y desde 1946 Partido
Revolucionario Institucional), dando origen al régimen de corporativismo
político que aún domina en México, los comunistas se mantuvieron en muchos de
los puestos de dirección del movimiento de masas y se requirieron, por parte
del gobierno y de los lideres oficialistas, tremendos esfuerzos para
expulsarlos de ellos. De hecho, los comunistas se mantuvieron como una fuerza
dirigente de los principales sindicatos nacionales hasta que se les expulsó de
ellos por la fuerza durante el gobierno de Miguel Alemán, especialmente en los
años 1948 a 1952. Lombardo, como recordábamos antes, fue expulsado de la CTM en
1947. Desde entonces la izquierda lombardista y comunista permaneció
virtualmente desterrada del movimiento obrero y campesino y ello se tradujo en
su debilitamiento extremo en el terreno de la lucha política e ideológica hasta
nuestros días.
La gran diversificación que experimentó la izquierda
mexicana desde fines de los años cincuenta (comunistas, lombardistas, trotskistas,
maoístas, foquistas, etcétera) no removió los puntos y las ideas tradicionales
que la habían caracterizado hasta entonces, pero ayudó, al menos, para volver a
poner en discusión el problema del Estado, la definición de la Revolución
Mexicana y la historia misma de la izquierda desde sus orígenes. A ello
contribuyó, esencialmente, el movimiento estudiantil de 1968, que en gran parte
estuvo dirigido por nuevos grupos izquierdistas que nada tenían en común con la
vieja izquierda. El Partido Comunista, después de la invasión de
Checoeslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia, en ese mismo año, rompió
su tradicional dependencia respecto de la Unión Soviética y comenzó un lento y
prolongado proceso de transformación ideológica que culmino en su legalización
con la apertura democrática que inició la reforma política de 1977. Otros
grupos de la izquierda crecieron y se desarrollaron en ese periodo dando lugar
a un pluralismo de la propia izquierda que hizo mucho más variado y
diversificados sus puntos de vista y sus posiciones políticas. Los nuevos
intelectuales izquierdistas, muchos de ellos desde fuera de los partidos o
grupos tradicionales, comenzaron una amplia revisión de la historia del país y,
en particular, del periodo de la Revolución Mexicana e intentaron conformar un
bagaje de ideas que permitiera el conocimiento de la realidad nacional por
fuera de los esquemas sectarios y adocenados que habían sido propios de la
izquierda mexicana hasta entonces. Aun así, el grueso de la izquierda se siguió
moviendo, en lo esencial, en sus antiguas posiciones políticas e ideológicas
que tanto habían contribuido a forjar los anarquistas.
Habría que suponer que en las condiciones de la reforma
política, con ser ésta tan limitada como ha sido, ideada tan sólo para evitar
que la izquierda siguiera el camino de la subversión y ligarla a un compromiso
institucional con el Estado, la izquierda estaba obligada, ante todo, a
reivindicar una historia política y social de la que ella misma es coautora y
corresponsable. Su rechazo del Estado y de la Revolución y su antinacionalismo
(el que, por lo demás, no se ha traducido nunca en un claro internacionalismo)
le han impedido identificarse con esa historia y sus tradiciones, apropiarse de
ella y presentar a las masas trabajadoras opciones que concuerden con su ser
nacional. Eso mismo incapacita a la mayor parte de las fuerzas de izquierda
para luchar por un auténtico programa democrático y para cambiar al país por
vías democráticas. En la reforma política la mayor parte de la izquierda se ha
visto involucrada en los procesos electorales, pero se da el caso de que la
mayoría de los izquierdistas no creen que las elecciones sirvan para efectuar
transformaciones de importancia en el sistema político mexicano; en esencia,
creen que las elecciones constituyen una salida inútil en la gran tarea de
terminar con la explotación y la opresión en México e instaurar una sociedad
socialista.
Puede entenderse, visto el panorama histórico de la
izquierda mexicana, de sus tradiciones políticas e ideológicas y de su
experiencia nacional, aun en las líneas tan generales en que lo hemos hecho
aquí, por qué un pensamiento tan fino, tan realista y tan dúctil como el
gramsciano no ha podido echar raíces profundas y duraderas en México.
Acostumbrada a concebir sus objetivos políticos y sus razones ideológicas como
el enfrentamiento final entre las clases sociales del que indefectiblemente
saldría victoriosa la "clase revolucionaria por excelencia" (el
proletariado, la clase obrera), para la izquierda la historia no fue sino un
"proceso natural", regido por leyes férreas e irremovibles, en el que
se impone, finalmente, un designio superior a los hombres: la liberación de los
trabajadores y la muerte del capital. Para ella la lucha política no fue jamás
la elección de determinados medios e inclusive de enemigos para llegar a
ciertos fines, sino, recordando justamente a Gramsci, una auténtica profesión
de fe religiosa y una oculta, pero siempre activa, visión teológica del mundo y
de la vida. El socialismo y el comunismo llegarían porque eso era algo que
trascendía la voluntad de los hombres. Su propia historia aparecía a los ojos
de los izquierdistas como una cadena heroica de fracasos momentáneos en el
esfuerzo permanente que iba siempre en pos del "combate final", de la
rendición última de cuentas con los enemigos de clase. Los fracasos se
explicaban por la falta de inteligencia, por la impreparación o las
limitaciones de toda índole de los predecesores o por la superioridad del
enemigo, pero todo ello no bastó nunca para poner en duda el inevitable
advenimiento del "juicio final" de los justos. Un pensamiento como el
gramsciano, para el que la historia no es sólo el desarrollo ciego de fuerzas
materiales, sino también un complejo interrelacionado de voluntad y cultura,
sencillamente no tenía cabida en aquella visión simplista y en gran medida
teleológica de la historia.
Es verdad que Gramsci llegó tarde a México, pero no mucho
más que a otros países latinoamericanos y tampoco fue peor recibido que en
aquellos. El marxismo esquemático y adocenado que venía del stalinismo siguió
dominando durante gran parte de los sesenta y todavía en los setenta había
numerosos seguidores de esa característica perversión del socialismo
científico. Pero Gramsci ya estaba disponible en México hacia fines de los
cincuenta mediante las ediciones que realizó Editorial Lautaro, de Argentina,
de los Quaderni en su primera versión editorial y también de la primera edición
de las Cartas desde la cárcel. Gramsci pasó, sin embargo, por ser una rareza
editorial y nada más. Evidentemente, quienes lo leían, muy pocos, no
encontraban ninguna inspiración en él. Los que tenían alguna información sobre
el movimiento comunista internacional sabían, aunque levemente, que Gramsci
había sido un gran dirigente comunista italiano y uno de los fundadores del
Partido Comunista Italiano; pero ignoraban qué papel había representado en la
política italiana, desconocían su obra y, sobre todo, no sabían ubicarlo en el
contexto histórico del movimiento comunista internacional. Togliatti era
conocido entre los comunistas mexicanos como el gran dirigente del PCI que, por
cierto, se estaba significando como un opositor "reformista" a Moscú,
con sus teorías del policentrismo político y las "reformas de
estructura" y todo lo que empezó a identificarse, a partir de la segunda
mitad de los cincuenta, como la "vía italiana al socialismo". A
Gramsci, a lo sumo, se le podía distinguir como el maestro
"reformista" del "reformista" Togliatti, aunque nadie
supiera, bien a bien, por qué. A pesar de que ya circulaban en español, las
obras de Gramsci no se leían. Literariamente, era más conocido en México
Antonio Labriola, el "amigo italiano de Engels", que Gramsci. De
Labriola se conocían algunos escritos desde los años treinta y se sabía que
había sido el más importante precursor del comunismo italiano.
La explosión del conflicto chino soviético en abril de 1960
llegó para enturbiar todavía más el contacto de la izquierda mexicana con
Gramsci. Naturalmente, tal y como ocurrió en la mayor parte del mundo, los
izquierdistas mexicanos se dividieron instantáneamente en "pro
chinos" y "pro soviéticos". Los primeros se esforzaron por
defender una cierta ortodoxia revolucionaria que afirmaba que la única vía
conocida para llegar al socialismo era la lucha armada y que una supuesta
"vía pacífica" o de "reforma de estructuras", como
proponían los italianos, era una ilusión contrarrevolucionaria que lo único que
conseguiría sería hacerle el juego a la burguesía. Los segundos trataban, muy
débilmente por cierto, de demostrar que no todo estaba escrito sobre las vías
de la revolución y que, en última instancia, sería el pueblo el que decidiera.
La oportunidad era excelente para que los izquierdistas mexicanos de todas las
tendencias abrieran un amplio debate sobre la lucha por la democracia y la
contribución que ésta podía hacer a la causa revolucionaria, pero nadie pensó
en serio, por aquel entonces, en la democracia. Todo mundo, en cambio, se puso
a hurgar en las pocas obras de Marx y Engels que se conocían en español y,
sobre todo, en las Obras completas de Lenin (cuarta edición, que por entonces
se había editado en Argentina), para coleccionar citas que apoyaran una u otra
posición. Desde luego, todo mundo tuvo razón y en la guerra de las citas no
hubo ni vencedores ni vencidos, pues era evidente que Marx, Engels y Lenin
daban lo mismo para apoyar la vía "pacífica" que la vía
"armada" de la revolución. Todo eso lo pagó la izquierda con su
desintegración ininterrumpida. En los sesenta se decía que donde había dos
izquierdistas mexicanos era muy posible que surgieran cinco partidos.
Fuera de la izquierda militante, algo positivo ocurrió en
esos años. Gramsci entró en algunos ambientes académicos. Jóvenes profesores
marxistas sin militancia política, muchos de los cuales habían estudiado en
Europa y algunos, incluso, en Italia, llevaron, junto con las obras juveniles
de Marx recién descubiertas, una nueva visión del marxismo en la que era común
y necesaria la referencia a Gramsci y, en muchos casos, a la obra del nuevo
marxismo italiano surgido en esencia de la inquietud intelectual de Della
Volpe. El marxismo, por lo demás, se renovaba por todas partes en el mundo. Y
en México se daba un pequeño renacimiento intelectual del que ese nuevo
marxismo formó parte indisoluble. Mientras la izquierda militante, atomizada y
empequeñecida sin descanso, discutía sobre quién tenia razón, los chinos o los
soviéticos, en la Universidad florecía el interés por el redescubrimiento del
marxismo y se discutían todos los ensayos de interpretación que en ese sentido
se producían en otras partes. Ahora conocía a Gramsci un mayor número de
personas y, además, en italiano, pues sus traducciones argentinas en español se
habían agotado y no circulaban ya a la mitad de los sesenta. Ese número de
conocedores de Gramsci, empero, siguió siendo extremadamente reducido. El
marxismo universitario de los primeros sesenta, por lo demás, demasiado
intelectual y elitista, tardó mucho en aplicarse al estudio y el conocimiento
de la realidad nacional, de manera que las mejores propuestas gramscianas en
punto a método y recuperación de la cultura nacional quedaron como meros temas
de solaz teórico y académico.
México le deparaba a Gramsci un destino todavía más amargo
que el de ser objeto de discusiones académicas y cenaculares. La izquierda
militante finalmente conoció a Gramsci de manera más o menos generalizada, pero
ello ocurrió del modo más lamentable. En 1967 comenzó a publicarse en México la
obra de Louis Althusser. Su difusión fue extraordinariamente rápida y masiva,
incluso en los ambientes académicos que se habían abierto al nuevo marxismo en
los primeros años sesenta. También lo fue su aceptación y más todavía cuando se
hizo célebre en los círculos de izquierda un joven alumno de Althusser, Régis
Debray, quien se desempeñaba entonces como el máximo teórico del "foquismo"
en América Latina, en una época, por cierto, en que operaban numerosos grupos
guerrilleros a lo largo y ancho de la región. El mismo Régis Debray quiso poner
en práctica sus teorías y fue inmediatamente aprehendido en Bolivia en los días
en que fue muerto el Che Guevara. Pronto Debray y el "foquismo"
pasaron de moda, pero no Althusser, que todavía durante buena parte de los
sesenta siguió difundiéndose extraordinariamente en los ambientes académicos y
de la izquierda militante.
Althusser puso de moda a Gramsci en México y es posible que
eso haya ocurrido también en otras partes de América Latina. Lo lamentable del
hecho consistía en que las obras de Gramsci no estaban disponibles todavía en
español, después de que las ediciones de Lautaro se habían convertido en una
rareza de librería. Una excelente antología de los escritos gramscianos, debida
a Manuel Sacristán Luzón apareció sólo tres años después de que se publicó en
México el Pour Marx de Althusser. Para el filósofo francés, Gramsci no podía
ser considerado un verdadero marxista; era un "crociano" y las
enseñanzas de Croce lo habían conducido a un historicismo neohegeliano que
reñía resueltamente con el "verdadero" marxismo (vale decir, el
marxismo estructuralista de Althusser). Como podrá imaginarse, cuando Gramsci
finalmente cayo en manos de los militantes de izquierda estaba
irremediablemente precedido de una pésima fama, no sólo de "crociano"
e "historicista", sino hasta de "reformista" (ignorándose,
por supuesto, el hecho de que muchos consideran a Gramsci uno de los
"radicales" del movimiento comunista internacional de los años
veinte).
Pese a ello, Gramsci finalmente impuso su presencia en
México y en América Latina. Sus obras comenzaron a editarse con gran profusión,
sobre todo en México y en España. En unos cuantos años casi no había un
marxista que se preciara de serlo que no tuviera por lo menos uno o dos libros
de Gramsci en su biblioteca. Aparecieron también cada vez más numerosos los
estudios sobre el pensamiento gramsciano, europeos, latinoamericanos y, por
último, mexicanos. Curiosamente, Gramsci comenzó a cobrar fuerza en la medida
en que todo el mundo se iba olvidando de Althusser. Ello era ya evidente a
mediados de los setenta. Pero lo más importante, desde luego, fue la
proliferación de estudios marxistas mexicanos sobre la realidad mexicana y su
cada vez más difusa ligazón con la obra y el pensamiento de Gramsci. Sus
grandes conceptos y preocupaciones (sociedad civil, sociedad política,
hegemonía, bloque histórico, reforma moral e intelectual de la sociedad, el
príncipe moderno, el mito popular de inspiración maquiaveliana, etcétera) se
fueron convirtiendo en referentes teóricos indispensables en el estudio de la
nación mexicana y de su historia. Mientras las modas intelectuales llegaban y
se iban, una tras otra, incluida la del althusserismo, Gramsci permaneció en
México.
Hoy son innegables y ampliamente reconocidas las
contribuciones que el marxismo mexicano ha hecho al conocimiento de su realidad
nacional. Desde fines de los sesenta inicio un debate que con el tiempo se fue
profundizando y legitimando en torno a la redefinición de la historia del país,
de la Revolución Mexicana, de la sociedad y, sobre todo, del Estado. En ese
debate no sólo se han revisado viejos dogmas (muchos de ellos provenientes del
antiguo marxismo) y viejos puntos de vista, sino, lo más importante, han
surgido nuevos conceptos y se ha venido conformando un nuevo acervo teórico y
doctrinal de la historia política, social y económica de México, cada vez más
influyente en la actual cultura nacional. En todo ello ha contado de manera
destacada el conocimiento de Gramsci y, en especial, la discusión cada vez más
creativa de sus sugerencias teóricas y metodológicas.
Todo ello, sin embargo, no resulta tan alentador cuando como
dijimos al principio, se considera a la izquierda en su conjunto y, sobre todo,
a la izquierda que milita en los más variados partidos y organizaciones
políticas. Aquí Gramsci sigue en espera de ser reinvindicado como el gran
marxista y forjador de cultura que fue. Es cierto que ahora la izquierda es
menos dogmática que antaño y que sus dirigentes y exponentes intelectuales cada
vez que debaten sienten menos la necesidad de reforzar y apuntalar sus
opiniones con un rosario de citas tomadas de las obras de Lenin, Trotsky, Mao o
cualquier otro gran dirigente revolucionario; pero en más de un sentido la
izquierda y sus dirigentes siguen siendo prisioneros de antiquísimas posiciones
dogmáticas y sectarias y eso, a corto o a largo plazo, limitará las posibilidades
de que Gramsci y su obra sean objeto de un estudio serio y provechoso por parte
de los izquierdistas mexicanos. Tampoco se puede descartar, por otro lado, la
posibilidad de que Gramsci cobre un mayor interés en los círculos izquierdistas
militantes en un breve tiempo. La necesidad de entender mejor al país y su
historia y de profundizar y ampliar los alcances de la lucha por la democracia
en que se encuentra empeñada la izquierda sería un augurio de que Gramsci,
finalmente, encontrará el interés pleno de los mexicanos en su obra y su
pensamiento.
Ponencia presentada en el
Seminario Internacional "Le transformazione politiche dell'America Latina:
La presenza di Gramsci nella cultura latinoamericana", en Ferrara, Italia,
11-15 septiembre de 1985.