
Néstor Kohan
Desde Marx y Engels hasta Lenin, Trotsky y Mao, desde
Mariátegui, Mella, Recabarren y Ponce hasta el Che Guevara y Fidel, gran parte
de las reflexiones de los marxistas sobre la lucha de clases han girado en
torno a la necesidad de asumir la iniciativa política por parte de los
trabajadores y el pueblo.
Pero ¿qué sucede cuando la iniciativa la toman nuestros
enemigos? ¿Qué hacer cuando los segmentos más lúcidos de la burguesía intentan
resolver la crisis orgánica de hegemonía, legitimidad política y gobernabilidad
apelando a
discursos y simbología “progresistas”, poniéndose a la cabeza de los cambios para desarmar, dividir, neutralizar y finalmente cooptar o demonizar a los sectores populares más intransigentes y radicales?
discursos y simbología “progresistas”, poniéndose a la cabeza de los cambios para desarmar, dividir, neutralizar y finalmente cooptar o demonizar a los sectores populares más intransigentes y radicales?
Para pensar esos momentos difíciles, tan llenos de matices,
Gramsci elaboró una categoría: la “revolución pasiva”. La tomó prestada de
historiadores italianos, pero le otorgó otro significado. La revolución pasiva
es para Gramsci una “revolución-restauración”, o sea una transformación desde
arriba por la cual los poderosos modifican lentamente las relaciones de fuerza
para neutralizar a sus enemigos de abajo.
Mediante la revolución pasiva los segmentos políticamente
más lúcidos de la clase dominante y dirigente intentan meterse “en el bolsillo”
(la expresión es de Gramsci) a sus adversarios y opositores políticos
incorporando parte de sus reclamos, pero despojados de toda radicalidad y todo
peligro revolucionario. Las demandas populares se resignifican y terminan
trituradas en la maquinaria de la dominación.
¿Cómo enfrentar esa iniciativa? ¿De qué manera podemos
descentrar esa estrategia burguesa?
Resulta relativamente fácil identificar a nuestros enemigos
cuando ellos adoptan un programa político de choque o represión a cara
descubierta. Pero el asunto se complica notablemente cuando los sectores de
poder intentan neutralizar al campo popular apelando discursivamente a una
simbología “progresista”. En esos momentos, navegar en el tormentoso océano de
la lucha de clases se vuelve más complejo y delicado...
Dentro de ese conglomerado de olas y mareas políticas que se
entrecruzan, no todo aparece tan nítidamente diferenciado ni delimitado como
pudiera suponerse. En la actual coyuntura política latinoamericana verificamos,
por ejemplo, una notable diferencia entre Cuba, Venezuela y posiblemente
Bolivia (en este caso particular no tanto por las moderadas posiciones
políticas de su presidente sino más que todo por los poderosos movimientos
sociales que tiene por detrás), por un lado; con Chile, Argentina y Uruguay,
por el otro.
Si Cuba y Venezuela encabezan la rebeldía contra el imperio,
el segundo bloque de naciones —ubicado en el cono sur de nuestra América—
expresa más bien cierto aggiornamiento del modelo neoliberal. En este sentido,
aunque cada sociedad particular tiene sus propios desafíos, existen
problemáticas generales que bien valdría la pena repensar, eludiendo los cantos
de sirena embriagadores —por ahora hegemónicos— que hoy pretenden reactualizar
las viejas ilusiones reformistas que padecimos hace tres décadas atrás y que
tanta sangre, tragedia y dolor nos costaron. En el caso de Argentina, Chile y
Uruguay ya no se trata hoy en día del añejo y deshilachado “tránsito pacífico”
al socialismo sino, incluso, de una propuesta muchísimo más modesta: la reforma
del capitalismo neoliberal en aras de un supuesto “capitalismo nacional” (en la
jerga de Kirchner) o “capitalismo a la uruguaya” (para Uruguay) y así de
seguido. Hasta el tímido socialismo del “tránsito pacífico” se diluye y el
horizonte se estrecha con los vanos intentos por endulzar al capitalismo y
volverlo menos cruel y salvaje...
En esta situación compleja, en el cono sur latinoamericano
asistimos a un difícil desafío: pensar desde el marxismo revolucionario no en
la inminencia del asalto al poder o de ofensiva abierta de los sectores
populares, sino en aquellos momentos del proceso de la lucha de clases donde el
enemigo pretende mantener y perpetuar el neoliberalismo de manera sutil y
encubierta. No lo pretende hacer de cualquier manera. Paradójicamente, las
clases dominantes intentan resolver su crisis orgánica, garantizar la
gobernabilidad y mantener sus jugosos negocios enarbolando nuestras propias
banderas (oportunamente resignificadas). Resulta más sencillo enfrentar y
golpear a un enemigo frontal que intenta aplastarnos enarbolando banderas
neoliberales y fascistas (el caso emblemático de Pinochet en Chile y Videla o
Menem en Argentina es arquetípico). Pero deviene extremadamente complejo
responder políticamente cuando el neoliberalismo se disfraza de “progre”,
continúa beneficiando al gran capital en nombre de “la democracia”, los
“derechos humanos”, la “sociedad civil”, el “respeto por la diversidad”, etc.,
etc., etc.
Estos procesos y mecanismos de dominación política
utilizados en la actualidad por las clases dominantes del cono sur
latinoamericano y sus amos imperiales se asientan en una prolongada y extensa
tradición previa.
No han surgido por arte de magia. Sólo constituyen un
“enigma irresoluble” si, como tantas veces nos sugirió el posmodernismo,
hacemos abstracción de nuestra historia nacional y continental.
La revolución pasiva en
la historia de América latina
Durante el siglo XIX, a lo largo de la conformación
histórica de los estados-naciones latinoamericanos, se entabló una singular
relación entre Estado y sociedad civil. A diferencia de algunos esquemas
mecánicos y simplistas, supuestamente “marxistas”1, en América latina la relación
entre sociedad civil y Estado ha sido en gran medida diferente al proceso de
las sociedades europeas2.
Entre nosotros, en no pocas oportunidades, el Estado no fue
un producto posterior que venía a reforzar una realidad previamente constituida
sobre sus propias bases sino que, por el contrario, contribuyó de manera activa
a conformar sociedad civil. No puede explicarse, por ejemplo, la inserción
subordinada y dependiente de las formaciones sociales latinoamericanas en el
mercado mundial durante el siglo XIX si se desconoce la mediación estatal. No
puede comprenderse el proceso genocida de los pueblos originarios de nuestra
América, el robo, la expropiación de sus tierras y la incorporación de la
producción agrícola o minera al mercado mundial si se prescinde del accionar
estatal. No puede entenderse la conformación de las grandes unidades
productivas, como las plantaciones, las minas, las haciendas, que combinaban la
explotación forzada de fuerza de trabajo con una producción de valores de
cambio destinados a ser intercambiados y vendidos en el mercado mundial
capitalista, si se deja de lado el rol activo jugado por el Estado. Ese
protagonismo central no tuvo lugar únicamente en la llamada acumulación
originaria del capital latinoamericano. Posteriormente, cuando el capitalismo y
el mercado ya funcionaban en América Latina sin andadores ni muletas, el Estado
siguió jugando un rol decisivo.
Entre las muchas instituciones que conforman el entramado
estatal hubo una institución en particular que ocupó este rol central: el
Ejército (entendido en sentido amplio, como sinónimo de Fuerzas Armadas)3. Junto con la represión feroz de
numerosos sujetos sociales —pueblos indígenas y negros, gauchos, llaneros, etc—
reacios a incorporarse como mansa y domesticada fuerza de trabajo, los
ejércitos latinoamericanos también ocuparon, gerenciaron y realizaron tareas
estrictamente económicas.
Ese rol privilegiado y muchas veces preponderante en América
Latina no sólo fue central a lo largo de todo el siglo XIX. En el siglo XX el
bonapartismo militar4 ocupó el rol activo que no jugaron
ni podían jugar las débiles, impotentes y raquíticas burguesías autóctonas
latinoamericanas (injustamente denominadas “burguesías nacionales” por sus apologistas).
Ante la ausencia de proyectos sólidos, pujantes y auténticamente nacionales,
las burguesías latinoamericanas perdieron su escasa y delgada autonomía, si es
que alguna vez la tuvieron5, y terminaron jugando el rol sumiso
de socias menores y subsidiarias de los grandes capitales. Sólo podían
disfrutar del solcito del mercado interno y del mercado mundial a condición de
acomodarse con la cabeza gacha y el sombrero entre las manos en los lugares
secundarios y los espacios semivacíos que les dejaban los capitales
multinacionales. Es por eso que gran parte de las industrializaciones
latinoamericanas del siglo XX fueron en realidad seudoindustrializaciones, ya
que no modificaron la estructura previa heredada por las burguesías agrarias
del siglo XIX6.
Hoy en día resulta a todas luces errónea y fuera de foco la
falsa imagen y la ilusoria dicotomía —construida artificialmente desde relatos
encubridores y apologistas— que enfrentaría a “burguesías nacionales,
democráticas, industrialistas, antiimperialistas y modernizadoras” versus
“oligarquías terratenientes, tradicionalistas, autoritarias y vendepatrias”.
Nuestra historia real, repleta de golpes de estado, masacres y genocidios
planificados, ha seguido un derrotero notablemente diverso al que postulaban
los cómodos “esquemas clásicos” y los complacientes “tipos ideales” construidos
a imagen y semejanza de las principales formaciones sociales europeas. La
historia latinoamericana desobedeció a la lógica europea; la lucha de clases
empírica no se dejó atrapar por el esquema ideal; el desarrollo desigual,
articulado y combinado de múltiples dominaciones sociales desoyó los consejos
políticos etapistas que aconsejaban apoyar a una u otra fracción burguesa
(“burguesía democrática” la llamó el reformismo stalinista, “burguesía
nacional” la denominó el populismo) contra el supuesto enemigo oligárquico. En
América Latina las burguesías nacieron oligárquicas y las oligarquías fueron
aburguesándose mientras se modernizaban. Las modernizaciones no vinieron desde
abajo sino desde arriba. No fueron democráticas ni plebeyas, sino oligárquicas
y autoritarias. No fueron producto de “revoluciones burguesas antifeudales”
—como rezaban ciertos manuales— sino de revoluciones-restauradoras,
revoluciones pasivas encabezadas e impulsadas por las oligarquías aburguesadas.
Fueron las propias oligarquías, a través del aparato de
Estado y en particular de las fuerzas armadas, las que emprendieron —a sangre,
tortura y fuego— el camino de modernizar su inserción siempre subordinada en el
mercado mundial capitalista7. El liberalismo latinoamericano no
fue, como en la Francia de los siglos XVII y XVIII, progresista sino
autoritario y represivo. En nuestras patrias despanzurradas a golpes de
bayoneta y destrozadas a picana y palazos, jamás existió modernización
económica sin represión política.
Las burguesías locales fueron históricamente débiles para
independizar nuestras naciones del imperialismo pero al mismo tiempo fueron lo
suficientemente fuertes como para neutralizar e impedir los procesos de lucha
social radical de las clases populares.
Las sangrientas dictaduras latinoamericanas —cuyas
consecuencias nefastas seguimos padeciendo hasta nuestro presente— que asolaron
nuestro continente durante las décadas de los años ’70 y ’80 no fueron, en
consecuencia, un rayo inesperado en el cielo claro de un mediodía de verano. No
constituyeron una “anomalía”, una excepción a la regla, el interregno entre dos
momentos de normalidad y paz. Fueron más bien la regla de nuestros capitalismos
periféricos, dependientes y subordinados a la lógica del sistema capitalista
mundial.
Nuevos tiempos de
luchas y nuevas formas de dominación durante la “transición a la democracia”
Agotadas las antiguas formas políticas dictatoriales mediante
las cuales el gran capital —internacional y local— ejerció su dominación y
logró remodelar las sociedades latinoamericanas inaugurando a escala mundial el
neoliberalismo8 nuestros países asistieron a lo que
se denominó, de modo igualmente apologético e injustificado, “transiciones a la
democracia”.
Ya llevamos casi veinte años, aproximadamente, de
“transición”. ¿No será hora de hacer un balance crítico? ¿Podemos hoy seguir
repitiendo alegremente que las formas republicanas y parlamentarias de ejercer
la dominación social son “transiciones a la democracia”? ¿Hasta cuando vamos a
continuar tragando sin masticar esos relatos académicos nacidos al calor de las
becas de la socialdemocracia alemana y los subsidios de las fundaciones
norteamericanas?
En nuestra opinión, y sin ánimo de catequizar ni evangelizar
a nadie, la puesta en funcionamiento de formas y rituales parlamentarios dista
largamente de parecerse aunque sea mínimamente a una democracia auténtica.
Resulta casi ocioso insistir con algo obvio: en nuestros países
latinoamericanos hoy siguen dominando los mismos sectores sociales de antaño,
los de gruesos billetes y abultadas cuentas bancarias. Ha mutado la imagen, ha
cambiado la puesta en escena, se ha transformado el discurso, pero no se ha
modificado el sistema económico, social y político de dominación. Incluso se ha
perfeccionado9.
Estas nuevas formas de dominación política —principalmente
parlamentarias— nacieron producto de la lucha de clases. En nuestra opinión no
fueron un regalo gracioso de su gran majestad, el mercado y el capital (como
sostiene cierta hipótesis que termina presuponiendo, inconscientemente, la
pasividad total del pueblo), pero lamentablemente tampoco fueron únicamente
fruto de la conquista popular y del “avance democrático de la sociedad civil”
que lentamente se va empoderando de los mecanismos de decisión política
marchando hacia un porvenir luminoso (como presuponen ciertas corrientes que
terminan cediendo al fetichismo parlamentario). En realidad, los regímenes
políticos postdictadura, en Argentina, en Chile, en Uruguay y en el resto del
cono sur latinoamericano, fueron producto de una compleja y desigual
combinación de las luchas populares y de masas —en cuya estela alcanza su cenit
la pueblada argentina de diciembre de 2001— con la respuesta táctica del
imperialismo que necesitaba sacrificar momentáneamente algún peón militar de la
época neolítica para reacomodar los hilos de la red de dominación, cambiando
algo para que nada cambie.
Con discurso “progre” o sin él, la misión estratégica que el
capital transnacional y sus socias más estrechas, las burguesías locales, le
asignaron a los gobiernos “progresistas” de la región —desde el Frente Amplio
uruguayo y el PJ del argentino Kirchner hasta la concertación de Bachelet en
Chile— consiste en lograr el retorno a la “normalidad” del capitalismo
latinoamericano. Se trata de resolver la crisis orgánica reconstruyendo el
consenso y la credibilidad de las instituciones burguesas para garantizar EL
ORDEN. Es decir: la continuidad del capitalismo. Lo que está en juego es la
crisis de la hegemonía burguesa en la región, amenazada por las rebeliones y
puebladas —como la de Argentina o Bolivia— y su eventual recuperación.
Desde nuestra perspectiva, y a pesar de las esperanzas
populares, la manipulación de las banderas sociales, el bastardeo de los
símbolos de izquierda y la resignificación de las identidades progresistas
tienen actualmente como finalidad frenar la rebeldía y encauzar
institucionalmente la indisciplina social. Mediante este mecanismo de
aggiornamiento supuestamente “progre” las burguesías del cono sur latinoamericano
intentan recomponer su hegemonía política. Se pretende volver a legitimar las
instituciones del sistema capitalista, fuertemente devaluadas y desprestigiadas
por una crisis de representación política que hacía años no vivía nuestro
continente. Los equipos políticos de las clases dominantes locales y el
imperialismo se esfuerzan de este modo, sumamente sutil e inteligente, en
continuar aislando a la revolución cubana (a la que se saluda, pero... como
algo exótico y caribeño), conjurar el ejemplo insolente de la Venezuela
bolivariana (a la que se sonríe pero... siempre desde lejos), seguir
demonizando a la insurgencia colombiana y congelar de raíz el proceso abierto
en Bolivia.
Los desafíos de la
izquierda latinoamericana antiimperialista y anticapitalista frente a su propia
historia
¿Cómo enfrentar entonces ese aggiornamiento de las formas políticas de dominación, ese intento
gatopardista por cambiar algo para que el ORDEN siga igual y nada cambie de
fondo?
Descartada la visión ingenua de un optimismo eufórico que
postula en el terreno de las consignas agitativas un peligroso y falso
triunfalismo —calificando como “avance revolucionario” a los gobiernos de
Tabaré Vázquez, Kirchner o Bachelet—, debemos hacer el esfuerzo por comprender
nuestros desafíos políticos a partir de nuestra propia historia y nuestras
propias necesidades10. Así lo hizo Fidel cuando encabezó
la revolución cubana, así lo hace Chávez en Venezuela. Así lo hicieron los
sandinistas, los salvadoreños y los tupamaros en sus épocas fundacionales
(cuando eran radicales y estaban contra el sistema), así lo hacen las FARC y el
ELN en Colombia, al igual que los zapatistas en Chiapas. En el cono sur
latinoamericano se nos impone encontrar nuestra propia perspectiva estratégica
y nuestro rumbo político a partir de nuestra propia historia. ¡Debemos estudiar
y tomar en serio a la historia!
Eso implica estar alertas frente a cualquier manipulación
oportunista. Es cierto que todo relato histórico presupone construir
genealogías en el pasado para defender y legitimar políticas hacia el futuro.
Pero todo tiene un límite. No se puede ir al pasado, “meter mano”, poner y
sacar a gusto y piacere según las
oportunidades del caso.
Por ejemplo, en la Argentina, no se puede poner en las
banderas y en los carteles las imágenes de Santucho y del Che Guevara y luego,
como por arte de magia, borrar esos símbolos para reemplazarlos por la foto de
Juan Domingo Perón. Y luego, si cambian las alianzas políticas del momento,
archivar rápidamente a Perón y volver a poner a Santucho o a quien convenga en
esa ocasión. Siempre con la misma sonrisa cínica. ¡Como si todo fuera lo mismo!
Eso es poco serio. Eso es hacer manipulación vulgar de la historia en función
del presente inmediato. Así no se construye una identidad política de masas que
logre aglutinar a la juventud rebelde y a la clase trabajadora combativa en
función de un proyecto de emancipación radical. Los cubanos designan a esas maniobras
como vulgar “politiquería”. Lenin las denominaba “oportunismo”. En cada uno de
los países de nuestra América hay un término para hacer referencia a lo mismo.
La historia debe ser nuestra fuente genuina de inspiración,
no un cómodo salvoconducto oportunista.
Formación política,
hegemonía socialista e internacionalismo
No sólo debemos inspirarnos en la historia. En la actual
fase de la correlación de clases —signada por la acumulación de fuerzas—
necesitamos generalizar la formación política de la militancia de base. No sólo
de los cuadros dirigentes sino de toda la militancia popular. Se torna
imperioso combatir el clientelismo y la práctica de los “punteros” (negociantes
de la política mediante las prebendas del poder), solidificando y sedimentando
una fuerte cultura política en la base militante, que apunte a la hegemonía
socialista sobre todo el movimiento popular. No habrá transformación social
radical al margen del movimiento de masas. Nos parecen ilusorias y
fantasmagóricas las ensoñaciones posmodernas y posestructuralistas que nos
invitan irresponsablemente a “cambiar el mundo sin tomar el poder”. No se
pueden lograr cambios de fondo sin confrontar con las instituciones centrales
del aparato de Estado. Debemos apuntar a conformar, estratégicamente y a largo
plazo —estamos pensando en términos de varios años y no de dos meses—
organizaciones guevaristas de combate.
¿Por qué organizaciones? Porque el culto ciego a la
espontaneidad de las masas constituye un espejismo muy simpático pero ineficaz.
Todo el movimiento popular que sucedió a la explosión del 19 y 20 de diciembre
de 2001 en Argentina diluyó su energía y terminó siendo fagocitado por la
ausencia de organización y de continuidad en el tiempo (organización popular no
equivale a sumatoria de sellos partidarios que tienen como meta máxima la
participación en cada contienda electoral).
¿Por qué guevaristas? Porque en nuestra historia
latinoamericana el guevarismo constituye la expresión del pensamiento más
radical de Marx y Lenin y de todo el acervo revolucionario mundial, descifrado
a partir de nuestra propia realidad y nuestros propios pueblos. El guevarismo
se apropia de lo mejor que produjeron los bolcheviques, los chinos, los
vietnamitas, las luchas anticolonialistas del África, la juventud estudiantil y
trabajadora europea, el movimiento negro norteamericano y todas las rebeldías
palpitadas en varios continentes. El guevarismo no es calco ni es copia,
constituye una apropiación de la propia historia del marxismo latinoamericano,
cuyo fundador es, sin ninguna duda, José Carlos Mariátegui. Guevara no es una
remera. Su búsqueda política, teórica, filosófica constituye una permanente
invitación a repensar el marxismo radical desde América Latina y el Tercer
Mundo. No se lo puede reducir a tres consignas y dos frases hechas. Aun tenemos
pendiente un estudio colectivo serio y una apropiación crítica del pensamiento
marxista del Che entre nuestra militancia11.
¿Por qué de combate? Porque tarde o temprano nos toparemos
con la fuerza bestial del aparato de Estado y su ejercicio permanente de fuerza
material. Así nos lo enseña toda nuestra historia. Insistimos: ¡hay que tomarse
en serio la historia! Pretender eludir esa confrontación puede resultar muy
simpático para ganar una beca o seducir al público lector en un gran monopolio
de la (in)comunicación. Pero la historia de nuestra América nos demuestra, con
una carga de dramatismo tremenda, que no habrá revoluciones de verdad sin el
combate antiimperialista y anticapitalista. Debemos prepararnos a largo plazo
para esa confrontación. No es una tarea de dos días sino de varios años.
Debemos dar la batalla ideológica para legitimar en el seno de nuestro pueblo
la violencia plebeya, popular, obrera y anticapitalista; la justa violencia de
abajo frente a la injusta violencia de arriba.
Pero al identificar el combate como un camino estratégico
debemos aprender de los errores del pasado, eludiendo la tentación militarista.
Las nuevas organizaciones guevaristas deberán estar estrechamente vinculadas a
los movimientos sociales. No se puede hablar “desde afuera” al movimiento de
masas. Las organizaciones que encabecen la lucha y marquen un camino
estratégico, más allá del día a día, deberán ser al mismo tiempo “causa y
efecto” de los movimientos de masas. No sólo hablar y enseñar sino también
escuchar y aprender. ¡Y escuchar atentamente y con el oído bien abierto! La
verdad de la revolución socialista no es propiedad de ningún sello, se construirá
en el diálogo colectivo entre las organizaciones radicales y los movimientos
sociales. Las vanguardias —perdón por utilizar este término tan desprestigiado
en los centros académicos del sistema— que deberemos construir serán
vanguardias de masas, no de elite.
Si durante la lucha ideológica de los ’90 —en los tiempos
del auge neoliberal— nos vimos obligados a batallar en la defensa de Marx,
remando contra la corriente hegemónica, en la década que se abre en el 2000,
Marx solo ya no alcanza. Ahora debemos ir por más, dar un paso más e instalar
en la agenda de nuestra juventud a Lenin y al Che (y a todas y todos sus
continuadores). Reinstalar al Che entre nuestra militancia implica recuperar la
mística revolucionaria de lucha extrainstitucional que nutrió a la generación
latinoamericana de los ’60 y los ’70.
Tenemos pendiente pensar y ejercer la política más allá de
las instituciones, sin ceder al falso “horizontalismo” —cuyos partidarios
gritan “¡que no dirija nadie!” porque en realidad quieren dirigir ellos— ni
quedar entrampados en el reformismo y el chantaje institucional. Nada mejor
entonces que combinar el espíritu de ofensiva de Guevara con la inteligencia y
lucidez de Gramsci para comprender y enfrentar el gatopardismo. Saber salir de
la política de secta, asumir la ofensiva ideológica y al mismo tiempo ser lo
suficientemente lúcidos como para enfrentar el transformismo político de las
clases dominantes que enarbolan banderas “progresistas” para dominarnos mejor.
Como San Martín, Artigas, Bolívar, Sucre, Manuel Rodríguez,
Juana Azurduy y José Martí, como Guevara, Fidel, Santucho, Sendic, Miguel
Enríquez, Inti Peredo, Carlos Fonseca y Marighella, debemos unir nuestros
esfuerzos y voluntades colectivas a largo plazo en una perspectiva
internacionalista y continental. En la época de la globalización imperialista
no es viable ni posible ni realista ni deseable un “capitalismo nacional”.
No podemos seguir permitiendo que la militancia abnegada
—presente en diversas experiencias reformistas del cono sur— se transforme en
“base de maniobra” o elemento de presión y negociación para el aggiornamiento
de las burguesías latinoamericanas. Los sueños, las esperanzas, los
sufrimientos, los sacrificios y toda la energía rebelde de nuestros pueblos
latinoamericanos no pueden seguir siendo expropiados. Nos merecemos algo más
que un miserable “capitalismo con rostro humano” y una mugrienta modernización
de la dominación.
Octubre de 2006
Notas
1 Estos esquemas simplistas fueron
extraídos principalmente de: (a) los estudios de orden filosófico de la década
de 1840, críticos de la Filosofía de derecho de Hegel, donde Marx le reprochaba
a su maestro subordinar la sociedad civil al Estado; y de (b) los análisis
sociológicos de la década de 1850 donde Marx analizó la sociedad francesa y el
fenómeno político bonapartista.
2 Véase el inteligente estudio de
Carlos Nelson Coutinho sobre Gramsci en América Latina y particularmente sobre
la revolución pasiva en Brasil “As categorías de Gramsci e a realidade
brasileira”. En C.N.Coutinho: Gramsci. Um estudo sobre seu pensamento político.
Rio de Janeiro, Civilização Brasileira, 1999. También pueden consultarse con
provecho los trabajos de Florestan Fernandez sobre la revolución burguesa,
recopilados por Octavio Ianni: Florestan Fernandes: sociología crítica e
militante. São Paulo, Expressão Popular, 2004. Juan Carlos Portantiero había
adelantado algunas inteligentes reflexiones en este sentido en su archicitado
ensayo “Los usos de Gramsci” [1975] (Buenos Aires, Grijalbo, 1999), pero a
diferencia de los dos autores anteriores, Portantiero terminó convirtiendo a
Gramsci en un comodín socialdemócrata bastardeado hasta límites inimaginables.
3 Véase nuestro trabajo “Los verdugos
latinoamericanos: las Fuerzas Armadas de la contrainsurgencia a la
globalización”, ensayo incorporado en nuestro: Pensar a contramano. Las armas
de la crítica y la crítica de las armas. Buenos Aires, Editorial Nuestra
América, 2006.
4 Adoptamos esta categoría de Mario
Roberto Santucho: Poder burgués, poder revolucionario [1974]. En Daniel De
Santis [compilador]: A vencer o morir. PRT-ERP Documentos. Bs.As., EUDEBA, 1998
(tomo I) y 2000 (Tomo II).
5 Véase el testamento político del
Che, cuando afirma: “Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda
su capacidad de oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo
forman su furgón de cola. No hay más cambios que hacer; o revolución socialista
o caricatura de revolución”. “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la
Tricontinental” (ediciones varias).
6 Véase el capítulo “Expansión
industrial, imperialismo y burguesía nacional” del libro de Silvio Frondizi: La
realidad argentina. Ensayo de interpretación sociológica (en dos tomos, Tomo I:
1955 y Tomo II: 1956); Víctor Testa [seudónimo de Milcíades Peña]:
“Industrialización, seudoindustrialización y desarrollo combinado”. En Fichas
de investigación económica y social, Año I, N°1, abril de 1964. p.33-44. Este
artículo fue recopilado póstumamente en Milcíades Peña: Industrialización y
clases sociales en la Argentina. Bs.As., Hyspamérica, 1986. p.65 y ss.; y
finalmente nuestro ensayo: “¿Foquismo?: A propósito de Mario Roberto Santucho y
el pensamiento político de la tradición guevarista”. En Ernesto Che Guevara: El
sujeto y el poder. Buenos Aires, Nuestra América, 2005.
7 Tratando de pensar la conformación
social de la dominación burguesa en Argentina y América Latina de una manera
diferente (tanto frente al reformismo stalinista como frente al populismo
nacionalista), el viejo dirigente comunista Ernesto Giudici —quien en 1973
propuso la herética unidad del comunismo con las organizaciones
político-militares PRT-ERP y Montoneros— arriesgó una hipótesis más que
sugerente. Siempre decía que hay que pensar la historia latinoamericana a
partir de su propia cronología histórica, sin violentarla para que entre en el
lecho de Procusto de cronologías diversas. Hecha esta salvedad, Giudici
consideraba pertinente una analogía con las formaciones sociales europeas; ya
no con Francia —modelo de El 18 Brumario de Luis Bonaparte— ni con Inglaterra—
arquetipo empírico que está en la base de El Capital—, sino con el prusianismo
alemán. La formación histórica del capitalismo en Argentina, por ejemplo, se
asemejaba mucho más a la atrasada Prusia que a las modernas Francia o
Inglaterra. Como en Prusia, la burguesía argentina vivía haciendo pactos y
compromisos con los propietarios terratenientes, utilizando al ejército como
fuerza social privilegiada en política y reprimiendo toda vida cultural
autónoma. La hipótesis analógica del “prusianismo” cumplía en los razonamientos
de Giudici un rol mucho más abarcador que el “camino prusiano en la
agricultura” del que hablaba Lenin, por contraposición a la modernización de la
agricultura capitalista de los farmers norteamericanos. Véase “Herejes y
ortodoxos en el comunismo argentino”, en nuestro De Ingenieros al Che. Ensayos
sobre el marxismo argentino y latinoamericano. Buenos Aires, Biblos, 2000 [hay
reedición cubana ampliada, 2006].
8 Es bien conocido el análisis del
historiador británico Perry Anderson (a quien nadie puede acusar de
provincianismo intelectual o de chauvinismo latinoamericanista), quien sostiene
que el primer experimento neoliberal a nivel mundial ha sido, precisamente, el
de Chile. Incluso varios años antes que los de Margaret Thatcher o Ronald
Reagan. No por periféricas ni dependientes las burguesías latinoamericanas han
quedado en un segundo plano en la escena de la dominación social. Incluso en
algunos momentos se han adelantado a sus socias mayores, y han inaugurado —con
el puño sangriento de Pinochet en lo político y de la mano para nada
“invisible” de Milton Friedman en lo económico—, un nuevo modelo de acumulación
de capital de alcance mundial: el neoliberalismo.
9 Recordemos que para Marx la república
burguesa parlamentaria —que él nunca homologaba con “democracia”— constituía la
forma más eficaz de dominación política. Marx la consideraba superior a las
dictaduras militares o a la monarquía porque en la república parlamentaria la
dominación se vuelve anónima, impersonal y termina licuando los intereses
segmentarios de los diversos grupos y fracciones del capital, instaurando un
promedio de la dominación general de la clase capitalista, mientras que en la
dictadura y en la monarquía es siempre un sector burgués particular el que
detenta el mando, volviendo más frágil, visible y vulnerable el ejercicio del
poder político.
10 En ese sentido sería conveniente
no confundir las necesidades diplomáticas coyunturales de determinados Estados
—a los que defendemos de la agresividad imperialista y con los cuales nos
solidarizamos activamente—, con las necesidades políticas del movimiento
popular en nuestros países del cono sur latinoamericano. Aunque luchamos por
los mismos fines antiimperialistas y socialistas, no siempre lo que le conviene
a los Estados amigos es lo que le conviene a los movimientos sociales y
populares de nuestros países.
Reflexionemos sobre un ejemplo histórico concreto: la
Revolución Cubana sufre un embargo criminal de EEUU desde su mismo desafío al
coloso del norte. Prácticamente todos los Estados del continente, siguiendo la
presión yanqui, rompieron relaciones con Cuba a inicios de los ‘60. Uno de los
pocos que no lo hizo fue México. Durante décadas, en México gobernaba el PRI,
partido burgués, corrupto y autoritario si los hay (surgido del congelamiento
de la revolución mexicana). El PRI mantenía “hacia afuera” una política de no
confrontación con Cuba, lo cual resulta muy útil diplomáticamente para frenar a
EEUU. En lo interno reprimía al movimiento obrero, compraba dirigentes, dividía
las organizaciones populares, masacraba estudiantes, hacía desaparecer
indígenas, etc. A fines de los ’60 en México surgen organizaciones guerrilleras
que son masacradas. Años más tarde, surge el EZLN contra el PRI. ¿Cuba rompe
amarras contra el Estado mexicano? No, no lo puede hacer. Necesita mantener
relaciones diplomáticas con el Estado mexicano para eludir el bloqueo yanqui,
lo cual resulta plenamente comprensible. ¿Entonces? ¿Qué debe hacer el
movimiento popular en México? ¿Apelar a la autoridad moral de Cuba para apoyar
al PRI? La respuesta negativa es más que obvia (no obstante existieron
corrientes que así lo hicieron durante años. La vertiente de Lombardo Toledano
—de nefasta memoria— apoyaba al PRI con retórica de “izquierda”, apoyaba las
represiones del gobierno como “progresistas”, incluida la masacre de
Tlatelolco, etc, etc). Sobre estas dificultades objetivas que el
internacionalismo militante no puede desconocer, véase nuestro
diálogo-entrevista (realizado junto con el compañero Luciano Álzaga) al
presidente de la Asamblea Popular de la república de Cuba Ricardo Alarcón. En http://www.lahaine.org/index.php?p=14057
y http://www.rebelion.org/noticia.php?id=30096
11 Apuntando en esa dirección y hacia
esa tradición política, hemos querido contribuir con un pequeñísimo granito de
arena a través de nuestro Ernesto Che Guevara: El sujeto y el poder y con
diversas experiencias de formación política en varias cátedras Che Guevara,
dentro y fuera de la universidad, tanto en movimientos de derechos humanos, en
el movimiento estudiantil como en escuelas del movimiento piquetero.