
Muchas veces se ha tergiversado, mutilado, vulgarizado,
esclerosado el pensamiento de Marx. Las reacciones se han, lamentablemente,
mezclado, generando lecturas "heterodoxas" que muchas veces parecen
burdas imitaciones de aquellos autores (Proudhon, Lassalle, el socialismo de
cátedra, Mach, etc.), ya destrozados por la crítica de los clásicos del
marxismo. Muchas veces, cuando oímos hablar de que tal o cual planteo
representa una lectura del marxismo "abierto", o "laico",
instintivamente desconfiamos: lo intuímos interesante si se trata de
diferenciarlo de la momificación del "marxismo-leninismo", de los
manuales estalinistas; pero lo sospechamos contrabandista si se trata de hacer
pasar como marxismo una melange de
otras lecturas ajenas (y a veces contradictorias) al pensamiento de Marx.
Entiéndase bien, nadie tiene la obligación de declararse marxista, ni nadie
tiene ningún marxómetro (desde ese lugar estamos en contra de todas las
lecturas en clave de "comisario político"), pero lo menos que puede exigirse
es cierta seriedad en la lectura de un autor al que se está citando: conocer
las obras y los contextos en que fueron escritos los diferentes textos.
Otra moda es hablar desde la "tradición marxista":
acá es más fácil, han sido tantos los que han declamado sobre Marx, en todos
los sentidos, que siempre puede encontrarse algún eje por donde Marx se cuela.
En realidad, desde esta perspectiva, prácticamente cualquier autor culto de los
siglos XIX y XX estaría en la tradición marxista. Claro que debemos tratar de
darle un contenido más preciso a esta tradición: por eso nos restringiremos a
aquellos que se inscriben sistemática y autorreferencialmente en los grandes
debates abiertos por el marxismo y/o en sus prácticas políticas, lo que implica
sus intentos de estructurarse en el movimiento obrero, en la socialdemocracia,
en las revoluciones, en el bolchevismo. Y también en todas las expresiones que
desde allí produjo la historia (política y académica) del siglo XX: el
trotskismo, el austromarxismo, la escuela
de Frankfurt, el estructuralismo francés, el maoísmo, el guevarismo, el marxismo
anglosajón, el debate alemán, etc. Todas estas corrientes nacieron discutiendo
el cómo de la emancipación de los trabajadores y trataron de darle una
perspectiva política, más o menos acertada, más o menos errada.
Ahora bien, nuestro propósito se centra en indagar la
vigencia del Manifiesto Comunista, en particular, en el marco de la teoría marxista,
en general. Pero lo abierto de la respuesta hace necesario restringirnos a dos
cuestiones nodales: Estado y democracia. Son nodales porque el Estado es el
gran tema del joven y el viejo Marx y, en el marxismo práctico, es el punto de
todas las rupturas. En la tradición marxista, detrás de cada reformulación de
la teoría del Estado está el afán no solo de comprender la forma efectiva de la
dominación por simple gusto gnoseológico, sino de configurar alternativas viables
de cambio social. Porque en la comprensión de la esencia de la dominación, de sus
resortes y características, está ínsito el diseño de la estrategia viable para
su transformación. De ahí que las disputas interpretativas sobre la naturaleza
del Estado capitalista difícilmente puedan disociarse de posturas políticas e
incluso tácticas, tendientes a enfrentar el modelo dominante de una manera que,
se presume, es la más apropiada para tener éxito en la empresa revolucionaria.