
Introducción
Antonio Gramsci ha sido uno de los intelectuales más
importantes de la primera mitad del siglo XX. Su obra representó la apertura de
una serie de debates que excedió el plano teórico para realizarse en el plano
de la praxis política concreta. Precisamente, en Gramsci, convivía el
intelectual lúcido, brillante, de excelente formación teórica, con el dirigente
político, con el hombre que se sabe partícipe y hacedor de la historia. Su
tesis acerca del intelectual orgánico se encuentra en una relación íntima con
su propia vida. Hombre de letras y hombre de acción al mismo tiempo que va más
allá, incluso, del intelectual
comprometido sartreano. Para Gramsci, teoría y
praxis eran las dos caras de una misma moneda. Su pensamiento y su acción le
valieron pasar los últimos años de su vida en prisión, en los sombríos tiempos
en que el fascismo se había hecho con el poder en Italia. Muy probablemente esa
experiencia histórica de la cual fue testigo, actor y víctima directos, es lo
que le otorgó a su obra una riqueza que aún hoy permanece vigente.
Gramsci pensaba dentro del horizonte del marxismo. La
filosofía de la praxis de la que hablaba no era otra cosa que el marxismo; sin
embargo, fue uno de los principales críticos de la ortodoxia y del dogmatismo
que se habían vuelto dominantes entre los seguidores de Marx y de Engels.
Gramsci reivindicaba a Lenin, pero comprendía que la
Revolución Rusa era un acontecimiento histórico que se correspondía a
una situación histórica concreta y no un acontecimiento universal. Su pensamiento
estaba orientado a la transformación efectiva de la realidad, por lo que
consideraba a la política como una dimensión central de la vida humana. El
pensamiento debía guiar a la praxis, a la vez que debía tener su anclaje
en la propia praxis. Se trataba de comprender el mundo para poder
transformarlo.
En las siguientes páginas, nos dedicaremos a exponer la
forma en Gramsci piensa y reivindica la política contra todo reduccionismo y
contra todo determinismo. Para ello, abordaremos tres puntos que consideramos
fundamentales: la relación entre historia y política, la lectura gramsciana de
Maquiavelo y la idea acerca de la construcción de una voluntad colectiva
nacional-popular como instancia central en la transformación de lo dado.
Historia y política
En su libro, Como cambiar el mundo[1], Eric
Hobsbawm define a Gramsci como el más original de los pensadores marxistas occidentales
desde 1917. El historiador británico sostiene que Gramsci dotó al
marxismo de una serie de elementos que, hasta entonces, o bien permanecían
difusos, o bien, eran inexistentes. Hobsbawm afirma, muy acertadamente,
que Gramsci ha sido un teórico político de primer nivel, con lo que su obra ha
venido a llenar un vacío existente dentro del corpus marxista. En
efecto, si bien Marx y Engels han escrito sobre política, sus análisis han
sido, por lo general, coyunturales, y orientados principalmente a demostrar la
dependencia de la dimensión política a la económica. Hobsbawm señala que,
incluso en los tiempos de la Segunda Internacional, el marxismo tampoco
llegó a desarrollar una discusión seria acerca de la política como tal, sino
que los debates giraban en torno a cuestiones de coyuntura y a las decisiones
que debían de tomarse en dicha coyuntura. En este sentido, los debates se
reducían, a lo sumo, a cual táctica seguir en un momento dado.
Precisamente, la ortodoxia marxista tenía como una de sus ideas
pilares la tesis de que la política no es más que una parte de la
superestructura de una sociedad. Para esta corriente, la sociedad posee una
estructura determinante (el modo de producción) y una superestructura que es
determinada por dicha estructura. El arte, la religión, la política, la ética,
la moral, no serían, desde esta perspectiva, más que el reflejo de lo
que acontece en el ámbito de la producción. Los cambios superestructurales
vendrían automáticamente al modificarse el modo de producción capitalista. En
este aspecto, se sostenía una suerte de mecanicismo en la cual el desarrollo de
las fuerzas productivas conllevaría inexorablemente al socialismo. Este
desarrollo atravesaría distintas etapas, de las cuales el capitalismo sería la
antesala de la abolición de las clases sociales y del triunfo final del
proletariado.
Desde esta perspectiva, bastaba con comprender las “leyes”
de la Historia y, partir de allí, operar para que su sentido
inmanente se cumpliera más rápidamente. Si bien, en un primer
momento, Gramsci va a adherir, en parte, a esta tesis, centrando su interés
principalmente en los consejos de fábricas, a partir de la victoria del
fascismo irá cambiando de posición. El propio Gramsci, frente al dilema
acerca de las causas del triunfo del fascismo en Italia responde: “no
conocíamos al pueblo italiano”. En una carta a su cuñada, años después, ya en
la prisión, hablando sobre la misma cuestión, Gramsci dirá que “perdimos porque
no logramos la hegemonía cultural”. Se pensaba que la Historia se
encaminaba al socialismo, sin embargo, Italia se había dirigido hacia al
fascismo, y, lo más terrible, lo había hecho con gran parte del apoyo de las
masas. El fascismo había impuesto el terror; sin embargo, también había
logrado penetrar en vastos sectores del pueblo, había manejado códigos,
símbolos y lenguajes arraigados en la cultura italiana, logrando de esta manera
volverse un partido hegemónico.
Precisamente, a partir del fracaso de la izquierda italiana,
Gramsci reverá de manera crítica las tesis fundamentales de la ortodoxia
marxista. Por un lado, discutirá la idea acerca de que la
Revolución se encuentra “a la vuelta de la esquina”. Por otro, se detendrá
con atención en las particularidades de la sociedad y cultura italianas. En
este último punto, Gramsci poseerá una visión crítica acerca de la
universalización de la Revolución Rusa como paradigma a partir
del cual deban operar las fuerzas progresistas. Precisamente, Gramsci señalará
la existencia de diferencias enormes entre la sociedad rusa y la sociedad
italiana. Según Gramsci, el mayor desarrollo de la sociedad civil italiana hace
que las metodologías y prácticas empleadas por los revolucionarios rusos sean
inoperantes en su patria. Esto hará que Gramsci centre su atención acerca de las
condiciones de posibilidad reales para una transformación efectiva de la
realidad en una situación concreta y particular.
En este punto, Gramsci le otorga un rol protagónico a la
política como posibilidad de operar sobre la coyuntura concreta. A diferencia
del determinismo histórico de la ortodoxia marxista, Gramsci considera que, si
bien existen condicionamientos históricos, es la voluntad política la que
transforma la realidad. Con respecto a este punto, es importante señalar la
tesis gramsciana acerca de que las crisis económicas abren la posibilidad para
un cambio de sistema, pero que eso no significa que dicha transformación se dé
inexorablemente. Desde la perspectiva de Gramsci, es necesaria una lectura
correcta de la situación histórica para poder obrar sobre ella y orientarla
hacia un fin determinado pero es la política la que transforma el mundo.
Maquiavelo y el
mito-principe
En este sentido, Gramsci va a reivindicar a Maquiavelo y a
su obra El Príncipe como piezas claves para la comprensión y
realización de una praxis política efectiva. En Las notas al
Príncipe, escritas en la prisión, Gramsci va a sostener que la genialidad de
Maquiavelo radica en haber establecido un pensamiento concreto de la política
que no concibe a esta a partir de principismos abstractos. En Maquiavelo se da
una convergencia del realismo y del anhelo de transformar lo dado. Con respecto
a esto último, Gramsci señala que Maquiavelo, al escribir El Príncipe, lo
hacía a partir de un objetivo bien claro: la unificación de las ciudades
italianas bajo un poder autónomo y soberano. En este sentido, Gramsci observa
que el pensamiento de Maquiavelo tenía una finalidad progresiva ya que el
absolutismo monárquico que este proponía era una instancia superadora de la
fragmentación y división feudales.
En cierta medida, Gramsci plantea una actualización de las
ideas de Maquiavelo. Esta actualización tendría la finalidad de introducir la
dimensión de la política dentro del marxismo, de integrar la política a la
filosofía de la praxis[2].
“El problema inicial
que debe ser planteado y resuelto en un trabajo sobre Maquiavelo es el problema
de la política como ciencia autónoma, es decir, del puesto que ocupa o debe
ocupar la ciencia política en una concepción del mundo sistemática (coherente y
consecuente), en una filosofía de la praxis” [3].
Gramsci va a señalar que el príncipe a quien Maquiavelo le
escribo sus consejos es un príncipe inexistente, no se trata de una persona
real sino de una ideal. Ahora bien ¿Cuál es el “príncipe” para quien escribe
Gramsci? El príncipe moderno para Gramsci no es otro que el partido político,
órgano nuclear de la política moderna.
“El príncipe moderno,
el mito-príncipe, no puede ser una persona real, un individuo concreto; sólo
puede ser un organismo, un elemento de sociedad complejo en el cual comience a
concretarse una voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la
acción” [4].
Gramsci ve al partido político como órgano de unidad y
cohesión, cuya principal finalidad es la concreción de una voluntad colectiva.
La comprensión del partido como mito, se encuentra en estrecha relación con
esto. No se trata de comprender el mito como algo opuesto a lo “verdadero” e
identificado con lo “falso” o “ilusorio”. El mito es comprendido como aquello
que reúne, como aquello que otorga sentido, como aquello que constituye un
plexo simbólico que unifica a los hombres y que otorga imágenes, leguajes,
gestos, constituyendo así una identidad intersubjetiva que será la fuerza
espiritual de la política.
Por otro lado, Gramsci observa también que el partido
político tiene la necesidad de elaborar programas, estrategias y tácticas. En
este sentido, Gramsci es un crítico implacable del espontaneismo. El
intelectual y militante italiano observa la manera en que el espontaneismo
implica un mecanicismo oculto. En efecto, esta teoría, que, a primera vista,
remarca el libre accionar de las masas, encubre un mecanicismo ante el cual
subsume toda libertad ya que lo que se piensa es que una vez que las masas se
rebelen se pondría en ejecución un mecanismo que haría inviable todo programa;
esto no significa sino que las masas están irremediablemente sujetas a dicho
mecanismo. Por el contrario, Gramsci sostiene que la praxis política tiene una
doble dimensión. Por un lado, una dimensión negativa (crítica y negación
de lo dado). Por otro lado, una positiva (elaboración de programas, planes de
acción, etc.). Bajo esta perspectiva, Gramsci critica explícitamente la tesis
de la “huelga general” que automáticamente acarrearía al mismo tiempo el fin
del capitalismo y la emergencia del socialismo.
La construcción del
colectivo nacional-popular
Si el marxismo ortodoxo, tanto en su versión leninista como
en su versión trotskista, va concebir al proletariado como sujeto histórico por
excelencia, Gramsci va a pensar que el sujeto de la praxis política va a ser el
colectivo nacional-popular. Sin embargo, no se trata de un simple cambio de
nombres o de actores, sino de un cambio de lógicas a partir de los cuales se va
a pensar toda la dinámica política e histórica. Pues, lo que subyace a la
clasificación del proletario como “sujeto histórico por excelencia” realizada
por el marxismo ortodoxo es el mecanicismo del que ya hemos hecho
referencia. Es decir, se piensa al proletariado como portador de una
misión que inevitablemente deberá de cumplir (esta misión es la de enterrar al
capitalismo). En efecto, el marxismo ortodoxo sostiene que la historia se
encuentra regida por leyes objetivas y universales al igual que la naturaleza y
que el cumplimiento de dichas leyes llevará inexorablemente a la revolución
proletaria, la cual instaurará la sociedad sin clases, iniciando así el reino
de la verdadera libertad y de la verdadera humanidad.
Por el contrario, Gramsci va a rechazar la hipótesis de
leyes objetivas y universales en la historia (¿el cumplimiento de esas leyes
implicaba el surgimiento del fascismo?) al mismo tiempo que va a rechazar el
mecanicismo. La política implica construcción, por lo que, frente a las tesis
mecanicistas, Gramsci dará una importancia fundamental a la voluntad.
Precisamente, la finalidad del partido político, en tanto príncipe moderno,
será la construcción de una voluntad colectiva.
Sin embargo, tampoco debe entenderse la posición gramsciana
como un voluntarismo escindido de los procesos históricos. Como señalamos unos
párrafos atrás, para Gramsci la voluntad debe operar sobre lo dado, debe
construir sobre las condiciones históricas concretas. Lo que aparece aquí no es
otra cosa que una dialéctica entre lo dado y la voluntad; ni determinismo
mecanicista ni voluntarismo ajeno al proceso histórico, sino una voluntad que
parte de lo dado para superarlo.
En este sentido, la centralidad del colectivo
nacional-popular implica la articulación de diferentes sectores, grupos y
clases en una gran voluntad colectiva. La diversidad de intereses debe
ser articulada en una unidad de acción por medio del partido político, dando
origen así a una dimensión colectiva que no se encuentra determinada por
ninguna ley ni por ningún mecanismo oculto de la historia.
En este último punto, Gramsci va a darle una importancia
vital a la idea de batalla cultural en la lucha por la conquista de la
hegemonía. Gramsci va a hablar de dos formas de dominación. Por un lado,
la dominación coercitiva. Por otro, la dominación consuetudinaria. La primera
de ellas es la dominación que se ejerce por medio de la fuerza mientras que la
segunda es la que se realiza por medio de la articulación de consenso, lo que
implica que los dominados se identifiquen con los intereses de los dominadores.
Esta división que establece Gramsci en las formas de dominación tiene como
correlato una división de los campos en los cuales se desarrolla la lucha
política. Gramsci hablará, por lo tanto, de sociedad civil y de sociedad
política propiamente dicha. La sociedad civil será el ámbito de la dominación
consuetudinaria, la cual se realizará por medio de la Iglesia, la escuela,
los medios de comunicación, etc., mientras que la segunda será el ámbito de la
dominación coercitiva a través del aparato represivo del Estado.
A partir de esto, Gramsci sostendrá que el partido político,
para articular el colectivo nacional-popular debe dar la batalla en ambos
campos. Gramsci señala que:
“El Príncipe
moderno debe ser, y no puede dejar de ser, el abanderado y organizador de una
reforma intelectual y moral, lo cual significa crear el terreno para un
desarrollo ulterior de la voluntad nacional-popular hacia el cumplimiento de
una forma superior y total de la civilización moderna. Estos dos puntos
fundamentales, la formación de una voluntad colectiva nacional-popular, de la
cual el moderno Príncipe es al mismo tiempo el organizador y la expresión
activa y operante y la reforma intelectual y moral, deberían constituir la
estructura del trabajo. Los puntos concretos de programa deben ser incorporados
en la primera parte, es decir, deben resultar dramáticamente del discurso y no
una fría y pedante exposición de razonamientos” [5] .
Organizar y expresar, esa debe ser, pues, la función del
príncipe moderno. Esta tarea, por su parte, se abre sobre una doble dimensión,
en la cual, por un lado, se halla la búsqueda del poder político, y, por otra,
la organización de una reforma intelectual y moral. Se trata de dos dimensiones
que se encuentran mutuamente interpenetradas y que se constituyen una a la otra
de manera recíproca. En este sentido, el mismo Gramsci señala que “una reforma
intelectual y moral no puede dejar de estar ligada aun programa de reforma
económica, o mejor, el programa de reforma económica es precisamente la manera
de presentarse de toda reforma intelectual y moral”[6].
El partido político debe articular intereses al mismo tiempo
que dar una unidad ética, cultural, simbólica e ideológica que constituyan y
expresen al colectivo nacional-popular. La praxis política, por lo tanto,
tendrá como tarea esencial la construcción de hegemonía. Con esto Gramsci
quiere decir que la búsqueda del consenso es fundamental para la constitución
de una voluntad nacional-popular. Gramsci es taxativo en el hecho de afirmar
que el partido político debe ser hegemónico aún antes de llegar al control del
aparato estatal.
Con respecto a este último punto, Gramsci plantea una
oposición entre dos formas de comprender la praxis política. Por un lado, la
que él denomina (utilizando un vocabulario bélico) como “guerra de movimientos”
o “guerra frontal”. Por otro, (utilizando el mismo lenguaje), la “guerra de
trincheras” o “guerra de posiciones”. La primera se refiere a la tesis
tradicional de la “toma del poder” (al estilo de la Revolución Rusa); la
otra es la propuesta de Gramsci, es decir, la comprensión de la política como
un proceso de articulación de intereses y de consensos, en la cual, la
revolución no se realiza a través de un acto único, de una “batalla final”
contra la burguesía, sino que se trata, más bien, de un trabajo continuo,
arduo, que, incluso no se acaba una vez que se llega a conducir al Estado, sino
que, aún en esa instancia, se debe seguir operando en la consolidación de la
hegemonía.
Conclusión
El mundo de las primeras décadas del siglo XX fue testigo de grandes cambios, y dichos cambios afectaron de manera directa a los movimientos socialistas. Por un lado, la Revolución de Octubre había significado la llegada al poder del socialismo. Esto implicó una serie de debates acerca de la propia teoría marxista y sobre el rol que debía de ocupar el Estado, lo que dio lugar entre otras cosas, al desarrollo de algunas de las principales tesis de Lenin. Por otro lado, la llegada al poder del fascismo en Italia, de la que Gramsci fue víctima directa, representó, como contrapartida, la persecución, la cárcel y la muerte de incontables militantes de izquierda. Las transformaciones que estaban atravesando el mundo traían consigo la necesidad de pensar nuevas direcciones, nuevas tácticas y nuevas estrategias dentro de la lucha política. Esto significaba profundizar en aquella dimensión que el marxismo, hasta entonces, no había tenido demasiado en cuenta.
Sin embargo, Hobsbawm señala que es un error reducir la
concepción gramsciana de la política sólo en el sentido táctico-estratégico. Si
bien dicho sentido es de suma importancia para Gramsci, Hobsbawm sostiene que
“para él (Gramsci) la política es el núcleo no sólo de la estrategia para
alcanzar el socialismo, sino del propio socialismo”[7]. La política,
por lo tanto, no se reduce a un simple conjunto de medios para alcanzar
determinados fines, sino que, en un sentido bastante cercano a Aristóteles, la
política se presenta como la actividad humana fundamental, la actividad por la
cual el hombre es verdaderamente hombre.
Hobsbawm indica que esta importancia crucial que Gramsci le
otorga a la política significa un enriquecimiento tanto de los medios para
alcanzar el socialismo como del socialismo mismo. Con respecto a lo primero, se
produce un desplazamiento de la tesis acerca de “tomar el cielo por asalto”
hacia una complejización en la comprensión de las acciones por las cuales se
construirá el socialismo. La lucha por la hegemonía, la articulación de una
voluntad nacional-popular, la búsqueda de consensos para consolidar la
posibilidad de un bloque histórico dirigido por la clase
trabajadora, la importancia fundamental de lo simbólico y de lo
cultural, son algunos de los puntos fundamentales de la praxis política tal
como la comprende Gramsci. Por otro lado, Gramsci considera al socialismo no
sólo como la socialización de los medios de producción, sino como la formación
de nuevos hábitos en el hombre, de una nueva conciencia y de una nueva forma de
vida integral. En este sentido, en las ya citadas Notas a Maquivelo,
Gramsci afirma que la reforma económica es un aspecto (fundamental e
ineludible, vale aclarar) de la reforma intelectual y moral de un pueblo.
En este aspecto, lo dicho por Hobsbawm nos permite
comprender la forma en que Gramsci se aleja tanto del pragmatismo vulgar como
del idealismo igual de vulgar. Con respecto al primero, la concepción del
socialismo como expresión máxima de la política, entendida esta en el sentido
descrito unos párrafos atrás, hace que Gramsci se distancie notablemente de
todo tipo de burocratización. Precisamente, la sociedad socialista no puede
existir si la masa del pueblo está excluida de los procesos políticos y de la
toma de decisiones. Cuando esto sucede, el socialismo deja de ser socialismo.
En el caso del idealismo vulgar, Gramsci piensa en una relación orgánica con
las masas. La consolidación de una voluntad nacional-popular implica, pues, la
articulación de un sujeto colectivo real, concreto, no pensado ni
abstracto. En este punto, Hobsbawm pone como ejemplo el caso de amplios
sectores de la izquierda actual. “Gran parte de las izquierdas incluso hoy en
día – quizá especialmente hoy – se basa asimismo (…) no en la clase obrera real
con su organización de masas, sino en una clase obrera nominal, en una especie
de visión externa de la clase trabajadora o de cualquier grupo susceptible de
ser movilizado”[8]. La praxis
política que conduzca al socialismo debe, pues, ser una praxis de masas, una
praxis de actores reales que logren constituir un colectivo nacional-popular.
Esta vigencia se traduce en una doble dimensión. Por un
lado, desde el ámbito teórico-académico, la obra de Gramsci suscita
investigaciones y debates que van desde las ciencias de la comunicación a la
filosofía. Incluso, su obra sirve de marco teórico en áreas tan disímiles como
la historia y la educación. Por otro, el pensamiento de Gramsci sigue
generando política. Los planteos de Gramsci son un elemento fundamental
para la comprensión, pero también (cómo él mismo deseaba que fuera) para la
comprensión y acción políticas concretas.
Notas
[1] Hobsbawn,
Eric, ¿Cómo cambiar el mundo?, Crítica, Barcelona, 2011.
[2] Para evitar la
censura, en sus escritos de la carcel, Gramsci denomina “filosofía de la
praxis” al marxismo.
[3] Gramsci,
Antonio, Notas sobre Maquiavelo, Nueva Visión, México, 1975, p. 18.
[4] Ibíd., p. 12.
[5] Ibíd., p. 15.
[6] Ibíd., 15.
[7] Hobsbawn, p.
326.
[8] Ibíd., p. 334.