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Pier Paolo Pasolini ✆ Autorretrato |
La biografía de Pier Paolo Pasolini parece mecerse, igual
que un péndulo ciego, entre el deseo y la violencia, entre el deseo más
irreductible –ese que no frena ante nada y que nada puede detener– y la
violencia más ensimismada, es decir, aquella que se nos presenta como un
llamamiento, una llamarada de fuego con la que enfrentarnos a nuestro “tempo”
propio y con la que abrasar el tiempo colectivo.
Pocos individuos en el siglo de Pasolini atravesaron de
manera tan frenética estos dos extremos desde los cuales la vida es interpelada
por la política y, al mismo tiempo, la ideología se confunde con la existencia.
Pocos seres en tan pocos años abrazaron tantas contradicciones y atendieron a
tantos incendios.
La notoriedad de Pasolini, así como el posterior magnetismo
que ha desencadenado su biografía, nos permite pensar dos aspectos que creo
deben expresarse con suma delicadeza: uno es que, efectivamente, como el mismo
cineasta denunciaba en aquel texto suyo titulado ‘El artículo de las
luciérnagas’, quizás el Pueblo perdió su capacidad para irradiar luz en medio
de la oscuridad reinante, aunque también es cierto que el Pueblo sigue
manteniendo –o al menos seguimos tratando de mantener– una voz con la que
gritarle a alguien o a la nada.
La otra idea que me gustaría formular es que al aproximarnos
a Pasolini uno tiene la impresión de estar acercándose a lo que podríamos
llamar, abreviando, un proyecto para vivir y un proyecto para resistirse.
Como ya he dicho antes, ambas cuestiones reclaman ser
miradas con extremo detenimiento y pulcritud, por lo que os propongo entrar en
ellas desde algunas metáforas.
Para los que estéis familiarizados con esas cosas un tanto
apocalípticas que a veces escribo, igual os produce un cierto deja vú lo
que diré a continuación, pero permitidme repetir una imagen a la que he vuelto
insistentemente durante los últimos años, pues creo que puede servirnos para
hablar de la luz y la voz del Pueblo.
Se trata de aquella escena incomprensible que Marguerite
Duras narró en su libro El vicecónsul, donde Jean Marc de H. ex vicecónsul
de Francia en Lahore del Norte, sale por las madrugadas de su habitación y le
grita a las pistas de tenis vacías, le dispara con su revólver a los
alrededores de la lujosa mansión residencial donde parece vivir cautivo, a los
bosques donde duermen los mendigos.
En el artículo sobre las luciérnagas de Pasolini éste
manifiesta: “Yo, desgraciadamente, amaba a este pueblo italiano, tan fuera de
los esquemas del poder como fuera de los esquemas populistas y humanitarios.
Era un amor real, arraigado a mi carácter”.
Según Pasolini las diminutas luces de lo popular han
desaparecido bajo el gran foco del espectáculo y el poder, y nadie más adecuado
que el cineasta, amante de los ragazzi di vita, de los dialectos del bajo
proletariado del sur y de los rituales campesinos para lamentar esta huída.
Pero decía antes que acaso el pueblo perdió su luz pero no
su voz, lo que quizás nos lleva a pensar la imagen del vicecónsul de Marguerite
Duras desde una perspectiva distinta, como una especie de pregunta que tal vez
habría servido para matizar la ansiedad de Pasolini con sus semejantes:
¿A quién trata de ahuyentar el vicecónsul con sus gritos, o
mejor, por qué grita el vicecónsul o, mejor aún, a qué gritos interiores, a qué
voces le está chillando Jean Marc de H., ex vicecónsul de Lahore del Norte?
Si Pasolini empleó esa metáfora incandescente de la
luciérnaga apagándose para definir al pueblo italiano, tal vez nosotros
podríamos entender el famoso texto “El artículo de las luciérnagas”, recogido
en Escritos corsarios, igualmente como un alarido desesperado, o
simplemente como un sonoro llamamiento a la insurrección de los mendigos que
habitan en el bosque para que éstos se manifiesten, para que dejen de hablar
sólo en la cabeza de un hombre, para que Pasolini pueda dejar de ser el
irritado vicecónsul, abandonar la pompa cortesana de la gran mansión
presidencial y adentrarse en la espesura que carece de luz y es todo voz.
Hasta aquí la primera cuestión que señalé al principio. Voy
ahora a por la segunda, la que tiene que ver con el “proyecto” pasoliniano.
Antes estuve a punto de escribir –y de decir– que el
proyecto de vida y de resistencia de Pasolini es un proyecto trágico.
Seguramente en mi cabeza, igual que en la del vicecónsul, también se oyen voces
o, mejor, en mi cabeza había una imagen hablando de tragedias, la imagen de
Pasolini asesinado en el descampado de Ostia, el rostro arrancado y aún así
reconocible, como si sus asesinos hubiesen fracasado en el intento de hacerlo
desaparecen, como si sólo hubiesen conseguido desfigurarlo, otorgarle una nueva
cara con la que él les juzgaría a ellos y con la que él nos miraría a nosotros
desde una funesta posteridad.
Pero a pesar de que estuve a punto de decirlo, el proyecto
de vida y de resistencia encarnado por Pasolini no es trágico en el sentido de
que no es antiguo, no es anacrónico ni es inmemorial. Diría que este proyecto
es justo lo contrario, es decir, se despliega, reitero, entre el deseo y la
violencia, recogiendo del primero la insatisfacción necesaria para circular por
todos los géneros de la vida y por todas las degeneraciones del arte; retomando
de la segunda eso que ella tiene de reto suficiente, de imperativo para
enfrentarse al mundo.
Trataré de expresarlo de otro modo: cuando el deseo nos
acucia, nos exhorta o simplemente nos habla, resulta imposible oponerle
cualquier respuesta pero, al mismo tiempo, resulta inconcebible no atenderlo.
Así, el deseo nos inocula algo parecido a una desarticulación, una fractura de
carácter ontológico que, sin embargo, se manifiesta articuladamente. En este
sentido, nada menos irracional que el deseo, que llega travestido con los
ropajes de una emoción pero que crece y se desarrolla metódicamente,
arrasándolo todo de forma minuciosa, atendiendo cualquier signo por mínimo que
éste sea.
Por otra parte, cuando la violencia accede a nosotros,
cuando nos interpela y cuando la miramos, es decir, cuando lo violento no es
sólo un fatuo impulso de agresividad sino una disposición de las cosas
expresando su naturaleza fracturada, fisurada, en constante apertura y cierre,
sólo podemos arder ante ella, arrancarnos nosotros mismos la cabeza, el
pensamiento y el corazón, como este dibujo que os muestro de André Masson para
la revista Acéphale, alrededor de la cual los acéfalos declararon su
conjura sagrada.
Pero tal vez estoy entrando en territorios evanescentes y
místicos y yo quería hablar de Pasolini y Gramsci, que es para lo que Luis
Guerra me ha invitado, así que regreso rápido de las alturas incendiarias.
Mirad: creo que hay tres acontecimientos en la vida de
Pasolini que expresan esa pelea entre deseo y violencia que estoy tratando de
dilucidar, tres epifanías que, de algún modo, configuran la vida ardiente de
Pasolini y nuestra manera de sentirnos abrasados ante su persona y sus obras.
El primer acontecimiento que quiero señalar es la lectura
que Pasolini joven hizo de Dante.
En su delicado libro Supervivencia de las luciérnagas –digo
delicado a propósito, por no decir un tanto manierista– George Didi-Huberman
nos advierte muy acertadamente sobre este aspecto, señalando que es en la
reinterpretación de Dante donde Pasolini se encontrará con Masaccio, un artista
del que el cineasta quedará prendado para siempre.
Siguiendo a Didi-Huberman, podemos plantear que las
reflexiones de Dante sobre la oposición entre sombra humana y luz divina tienen
en Masaccio su contrapunto, sobre todo en las sombras proyectadas que el pintor
florentino solía incorporar a sus frescos. Estas sombras digamos
cinematográficas, digamos insondables, hicieron a Pasolini saltar desde la
oralidad de la palabra hasta la retaguardia de la imagen, es decir, desde el
gran estilo poético del decadentismo simbolista hasta el cine de Chaplin o de
Renoir.
Y por cierto aquí tenemos una forma típicamente pasoliniana
de acceder a la complejidad generando un nuevo problema, una manera de huir de
esa luz reclamada para el pueblo atendiendo a lo que podríamos llamar una voz
que habla desde la espesura.
El segundo acontecimiento es el encuentro que Pasolini tiene
con Antonio Gramsci y, más concretamente, un hecho que a mí me parece esencial,
que es que Pasolini “nombra” a Gramsci.
Voy a tratar de explicarme.
En su poemario Las cenizas de Gramsci, Pasolini alude
por su nombre propio al pensador y, con ello, creo que realiza un acto
sumamente significativo y elocuente.
Las cenizas de Gramsci fue escrito en 1957, acaso en el
momento álgido de la irrupción de Pasolini dentro de la escena pública
italiana, tal vez en el momento en que su figura adquiere un sentido más
teatral y más irresistible.
Pero en ese momento central al que me refiero, Pasolini no
se presenta solo sino acompañado de Gramsci, rescatando de él sus cenizas que,
como todo el mundo sabe, son un fuego guardado y quieto, una llama dormida,
siempre a punto de arder de improviso.
Si Pasolini hubiese sido Marcel Proust, ese Proust que ante
la puerta de la mansión de los Guermantes duda sobre la conveniencia de entrar
o no, sobre el pudor y la curiosidad de presentarse a solas en medio de los
salones donde florecen las muchachas en flor, tal vez hubiese actuado a “la
proustiana”, es decir, habría regresado bajo las faldas apacibles de su
delicada madre o bajo el penacho militar de su padre, el sargento Carlo Alberto
Pasolini, quien salvó al mismísimo Mussolini de ser asesinado en Bolonia por un
niño, de nombre Anteo Zamboni.
Pero nadie más alejado de la nostalgia que Pasolini, de ahí
que el gesto de presentarse en medio de la vida pública de Italia como un
caballo desbocado, o más en su gusto, como un perro callejero y rabioso, en
compañía de otro proscrito llamado Antonio Gramsci, ya nos indica por dónde
iban sus intenciones o las intenciones de ambos.
Se ha querido ver que a través de Gramsci Pasolini adquirió
un sentido político de la existencia, abandonó a Dante y al decadentismo y, de
alguna forma, ideologizó sus horizontes creativos y vitales. Sin embargo,
pienso que lo que verdaderamente aprendió Pasolini de Gramsci fue una forma de
ser herético, un cauce, un nombre y un compañero para atravesar cualquier
modalidad de apostasía.
En este sentido, si Masaccio le permitió descubrir la sombra
y el pueblo le mostró las luces de las luciérnagas, Gramsci le aportó la
herejía necesaria para romper con la iglesia cristiana y con la iglesia del
comunismo.
Así, como una especie de Prometeo incinerado, Gramsci le
entregó a Pasolini una antorcha de cenizas, un fuego de oscuridad y luz con el
que incendiarlo todo, incluida la razón y, sobre todo, uno mismo.
Nunca abandonó Pasolini ese sentido proscrito, enfermizo,
acorralado y furioso que comprendió de Gramsci y, por lo tanto, nunca dejaría
Pasolini de ser la encarnación de Gramsci en la tierra, la ceniza hecha carne,
hecha deseo y hecha violencia.
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Pasolini visita la tumba donde se encuentran las cenizas de Gramsci |
En la famosa foto que estáis viendo, de pie ante la tumba de
Gramsci en el cementerio pagano de Roma, Pasolini aparece con gesto solemne y
preocupado, como si ya intuyese que las luciérnagas se apagarán tiempo más
tarde.
Tal vez mientras leía en su cabeza el nombre de Antonio
Gramsci escrito en mármol, Pasolini estaba “deseando”, estaba llamando a los
restos mortales del pensador, a sus cenizas, para un último fuego desesperado,
para una última pira de violencia.
De este modo, cuando en 1975 un Pasolini desencantado arremete
contra el pueblo italiano, “su gran amor”, ese ataque no tiene el aire de una
despedida sino, como todo presentimiento, alberga su propia solución: la luz
débil y nerviosa de la luciérnaga y el pueblo desaparecerán, pero acaso esto
será una señal que preceda el reinicio del mundo, el momento anterior al
incendio, el instante en que las cenizas de Gramsci abandonarán su tumba y
lloverán sobre el mundo, cubriéndolo todo de un polvo fino y gris, un manto de
fuego que seguramente no prenderá la vida de las cosas, sin embargo les
recordará a ellas y a nosotros que un día todo fueron llamas.
Y entonces acaso las cosas y nosotros ya no luciremos, pero
tal vez entonces, las cosas y nosotros, retomaremos la voz, le gritaremos a la
espesura como el ex vicecónsul de Lahore del Norte, no a los mendigos pero sí a
la policía, a la luz del poder.
Dije antes que la biografía de Pasolini tuvo tres cortes de
deseo y de violencia y puedo afirmar, con la voz inflamada por todo lo que ya
grité, que la última fisura está aún por venir.
No será agradable ni será bonita, pero sí será necesaria. La
tendrá Pasolini, la tendrán las cosas y la tendremos nosotros cuando se
esclarezca el asesinato del poeta. El porqué de éste ya lo sabemos y el cómo
nos trae sin cuidado. No nos apremia tanto la verdad o la paz para el
insepulto. Sí nos exige, sí nos llama, un violento deseo de venganza.
Queremos saber quién mató a Pasolini para que las cenizas de
Gramsci puedan de nuevo volverse ígneas, para que lluevan sobre el mundo como
después de una erupción volcánica o del estallido de una bomba.
El cuadro que estáis viendo ahora fue una de las pinturas
que más fascinaban a Pasolini. Se titula Nevada milagrosa desde el
Esquilino o, también, la Madonna de la nieve. Lo realizó en 1508
Girolamo di Benvenuto, un artista díscolo, irregular y arrebatado, una especie
de ragazzi di vita en el interior del elegante estilo de Siena.
Hace casi dos años pasé la navidad en Roma y subí, junto con
“mi gran amor”, a la colina del Esquilino. Desde una de sus tres cimas, llamada
Opio, se veía el bosque al que Pasolini alude como el lugar donde un día
habitaron las luciérnagas. Al lado de éste, o quizás en el sitio donde un día
estuvo el bosque luminoso, hay hoy tres campos de fútbol.
Recordamos los dos la nevada milagrosa de Benvenuto y a
Pasolini. Creo que dijimos que sería importante visitar la tumba de Gramsci,
aunque luego preferimos otro tipo de sepulturas.
Pero regresando al cuadro de Girolamo di Benvenuto, vemos a
los ángeles sostener ese manto de nieve que parece una instalación de Dan
Graham, el mismo Dan Graham que bramó que el rock and roll era su única
religión.
Imaginemos por un momento que eso que aguantan los putti no
es nieve sino las cenizas de Gramsci, que ellos no son puttis sino prostitutos
de la estación de Termini, que la Madonna no es una virgen sino Pasolini
mirando desde lo alto al espacio vacío dejado por las luciérnagas y el pueblo
en su huída hacia el espectáculo, que ese lugar vacío es una sonora y blanca
voz.
Y ya puestos a imaginar soñemos que las cenizas de Gramsci,
volando por lo alto, son aquella figura espectral que parecía una especie de
humor o de perro del Apocalipsis, ese espectro que se le apareció al viejo Marx
en su célebre profecía, ya sabéis, aquella que dice: “Un espectro recorre
Europa, el espectro del comunismo…”.
Marx nos decía entonces que los vetustos poderes del vetusto
imperio estaban tratando de exorcizar el espectro, que el Papa, el Zar,
Metternich, Guizot, los radicales franceses y los espías de policía alemanes trataban
de exterminar el espectro del comunismo.
Poco ha cambiado desde que Marx proclamó su herejía, Gramsci
la revivió y Pasolini la hizo carne deseante. El papa y la policía así nos lo
indican.
Sin embargo, insisto, nada nos impide fantasear con que las cenizas
de Gramsci nevarán sobre la tierra como un milagro o, mejor, como una especie
de rito iniciático y psico-mágico de ésos que tanto gustan a Alejandro
Jodorowsky, el padrino de Luis Guerra que es quien hoy, aquí, no convoca.
Tal vez sólo Georges Bataille y su secta de acéfalos
–hombres sin razón y todo fuego, todo ardor– podrán sentirse atravesados por
esta lluvia ígnea. Hombres deseantes, derrochadores, vigorosos y violentos, es
decir, hombres que carecen de cualquier género: mujeres y hombres degenerados.
Conferencia impartida en La
Capella (Barcelona), dentro del “Seminario Gramsci”, un proyecto de Luis Guerra
(23 de noviembre 2012)