El eclipse de los grandes revolucionarios latinoamericanos del siglo XIX
no pudo ser más patético. Sólo es comparable al silencio posterior que sepultó
sus actos. Bastará indicar que Bolívar, habiendo concebido la idea de crear una
gran nación, desde México al Cabo de Hornos, concluyó dando nombre a una
provincia y, para condensar más aún el infausto símbolo, murió vencido en su
propia aldea.
Abandonado por el gobierno porteño de Rivadavia, San Martín
renuncia a completar su campaña continental y se retira de la vida pública.
Olvidado, muere en Francia treinta años más tarde. En el caso de Artigas, la
ironía se vuelve más trágica y refinada aún. Desde hace más de un siglo, su
estatua evoca a un prócer de Uruguay. Había luchado por la Nación y la
posteridad le rinde tributo por haber transfigurado la Nación en provincia y la
provincia en Nación. Su carrera se despliega en sólo una década; y agoniza en
el desierto paraguayo, en la soledad más total.