
¿Somos marxistas? ¿Existen marxistas? Tú sola, estupidez,
eres eterna. Esa cuestión resucitará probablemente estos días, con ocasión del
centenario, y consumirá ríos de tinta y de estulticia. La vana cháchara y el
bizantinismo son herencia inmarcesible de los hombres. Marx no ha escrito un
credillo, no es un mesías que hubiera dejado una ristra de parábolas cargadas
de imperativos categóricos, de normas indiscutibles, absolutas, fuera de las
categorías del tiempo y del espacio. Su único imperativo categórico, su única
norma es: “Proletarios de todo el mundo, uníos”. Por tanto, la discriminación
entre marxistas y no marxistas tendría que consistir en el deber de la
organización y la propaganda, en el deber de organizarse y asociarse. Demasiado
y demasiado poco: ¿quién no sería marxista?
Y, sin embargo, así son las cosas: todos son un poco
marxistas sin saberlo. Marx ha sido grande y su acción ha sido fecunda no
porque haya inventado a partir de la nada, no por haber engendrado con su
fantasía una original visión de la historia, sino porque con él lo
fragmentario, lo irrealizado, lo inmaduro, se ha hecho madurez, sistema,
conciencia. Su conciencia personal puede convertirse en la de todos, y es ya la
de muchos; por eso Marx no es sólo un científico, sino también un hombre de
acción; es grande y fecundo en la acción igual que en el pensamiento, y sus
libros han transformado el mundo así como han trasformado el pensamiento. Marx significa la entrada de la inteligencia en la historia
de la humanidad, significa el reino de la conciencia.
Su obra cae precisamente en el mismo período en que se
desarrolla la gran batalla entre Tomás Carlyle y Heriberto Spencer acerca de la
función del hombre en la historia.