
Gustavo Galuppo
Jacques Rancière concibe el cine como un complejo sistema de
encuentros y distancias. Distancias que,
tal vez, el mismo cine no sea capaz de salvar, pero que constituyen de algún
modo su mayor reserva de potencias posibles. La lejanía y la cercanía, el encuentro
y el desencuentro, el intento de apropiación y el fracaso, la reescritura y la
imposibilidad. La distancia constituye aquí al cine en sus falencias
intrínsecas y allí mismo en sus mayores poderes expresivos. El cine se hace a
sí mismo desde esas distancias y desde el intento, a veces felizmente
infructuoso, de superarlas. Distancias con el arte (¿espectáculo o expresión
artística?), con la política (¿es capaz de suscitar conciencia política?), con
la teoría (¿se puede lidiar con la pasión del cinéfilo?). Tensiones no
resueltas que suscitan problemáticas referidas a la especificidad y a la
hibridez del medio. Distancias que lo fuerzan a repensarse a sí mismo y a
repensar en el mismo movimiento esas otras formas de pensamiento, a
reinventarlas a costa de perderse en ese camino de resolución imposible. El
cine, para Rancière, es justamente esa multitud de cosas que se apilan y se
contradicen, esa constitución polimorfa presentada bajo la forma de un sistema
de distancias irreductibles: el borramiento conflictivo de esa línea de
demarcación entre el entretenimiento del puro espectáculo y la expresión
artística, la divergencia entre la realidad de la proyección y la reescritura
del recuerdo, el aparato ideológico que pone en marcha proyectos utópicos que no
dejan de circular en la sociedad como una energía hecha de destellos e imágenes
ambiguas o contradictorias, y la incompatibilidad de la pasión cinéfila, que
recusa la posibilidad del discernimiento, con el pensamiento teórico.